8

Siguiendo a Tony Hastings por la carretera comarcal en aquel amanecer criminal, Susan Morrow no sabe si podrá soportar lo que se avecina. Al igual que Tony, sopesa las posibilidades. Ella sabe lo que él no sabe, que interviene otra fuerza: la mano de Edward creando destinos. Lo que les pase a Laura y Helen depende de la clase de historia que sea. De modo que, mientras Tony lucha por abrigar una esperanza, Susan, la lectora, se imagina a Edward preparando algo insoportable. Pero, a pesar de sus temores, lo alienta diciendo: Buen trabajo, Edward, lo estás haciendo estupendamente. Se muestra ansiosa no sólo a causa de Tony, sino también de Edward, y se pregunta cómo logrará éste evitar un anticlímax sin caer en el desastre.

Animales nocturnos 7

Tony Hastings en el interior de la casa. Se había sentado en la silla desvencijada junto al teléfono mientras el viejo granjero buscaba el número de la policía estatal. Había pasado la mitad de la noche pensando qué decir. «Debo comportarme como Tony Hastings, matemático y profesor que dicta conferencias y lo pone todo en claro. Debo emular a Tony Hastings». Miedo a que la policía no escuche, a que no entienda, a que lo considere un chiflado, un payaso, un vagabundo.

Desconocido, abyecto, una partícula de supervivencia salida del bosque.

Aunque ya estaba mejor, allí dentro: la silla, el zumbido del teléfono junto al oído, el viejo granjero y su mujer, expectantes. Aquella voz dijo:

—Policía estatal. Morgan al habla.

La conmoción de tener que hablar. Pero Tony Hastings revivía poco a poco, organizando los acontecimientos: quién, cuándo, dónde, qué, por qué.

—Disculpe, mi nombre es Tony Hastings. Soy profesor universitario en Ohio, de paso por aquí. Estoy intentando encontrar a mi hija y a mi esposa. La señora Hastings. ¿Ha llamado ella?

Silencio al otro extremo de la línea. Morgan intentando entender: mal comienzo.

—¿Cuál es su problema, profesor?

«Regresa a la civilización, Tony. Quién, dónde, cuándo, qué, por qué. Prueba con por qué».

—Tuvimos un problema en la interestatal. Creo que mi esposa y mi hija han sido secuestradas.

Un nuevo silencio tenso.

—¿Necesita una ambulancia?

—No, lo que necesito es ayuda: necesito ayuda.

Un silencio dilatado. «Empieza con lo que tu audiencia conoce: Policía estatal».

—Íbamos por la carretera…

—Aguarde un momento.

Buceó en el silencio, todavía sin haber entrado, aunque autorizado a un segundo intento. Comprendió que no era necesario decir lo que tenía miedo de decir.

—Aquí el sargento Miles. ¿Puedo ayudarlo?

—Sí. Mi nombre es Tony Hastings.

—Bien, Tony. ¿Cuál es el problema?

—Tuvimos dificultades en la interestatal. Creo que han secuestrado a mi esposa y a mi hija.

Nuevamente silencio, lo bastante largo para que el propio Tony lo advirtiese.

—De acuerdo, Tony. Tranquilo. Deme su nombre y dirección. —Y a continuación—: ¿Nombre de su esposa? ¿Desde dónde me llama?

Tony miró al viejo granjero.

—Estoy en casa de Jack Combs, en Bear Valley.

—De acuerdo, Tony, tranquilícese y dígame exactamente qué cree usted que ha ocurrido.

A pesar de los silencios cargados de escepticismo, la condescendencia implícita en los reiterados «Tony» y el «qué cree usted» hicieron que el profesor se sintiese a salvo al fin, de nuevo en un mundo que le resultaba conocido, con una organización, una maquinaría y unos corazones civilizados capaces de cuidar de él y protegerlo de los horrores. El viejo granjero y su mujer escuchaban: el trato era ya amistoso, la casa cálida, y la creciente luz exterior añadía un pálido verdor al prado que se extendía al otro lado de la carretera.

Estaba de vuelta en el mundo con una historia que contar, un interlocutor invisible que tomaba nota y dos testigos en el vestíbulo, de pie, porque no había dónde sentarse.

—Anoche, poco después de las once —empezó—, íbamos por la interestatal camino de Maine. Entonces un coche nos obligó a salir de la calzada.

Contarlo todo le llevó varios minutos. Contó lo del choque y cómo tuvieron que detenerse. Cómo los sujetos cambiaron el neumático y se marcharon en su automóvil con Laura y Helen mientras Lou se lo llevaba a él en el coche de ellos. Cómo Lou lo abandonó en medio del bosque. Cómo estuvo caminando en la oscuridad, cómo volvieron e intentaron atropellarlo. Y cómo había andado kilómetros hasta encontrar una casa, la de Jack Combs, con las luces encendidas.

Era como si contar la historia lo pusiese a salvo. La policía se hacía cargo, el peligro se disipaba, abandonaba por fin el desierto para entrar en cinco mil años de civilización y progreso, en una casa tibia comunicada por teléfono a un ordenador, una radio y un experimentado guardián del orden. Nada malo podía ocurrir ahora, allí, en la cálida casa de aquel granjero, con su aroma a desayuno, pese a la incongruente idea que no se atrevía a expresar: «Todavía no las has encontrado».

El sargento Miles comenzó a hacer preguntas. «¿Por qué salida dejaron la interestatal?». Tony no supo decirlo. «Describa a los tres individuos». Tony se apresuró a hacerlo. «Describa el coche». Eso fue más difícil. «¿La matrícula?». «¿Se acuerda de algún lugar por el que hayan pasado durante el viaje con Lou?». (Recordó la pequeña iglesia blanca. Recordó la caravana junto a la curva y la luz en la ventana). «¿Está seguro de que querían atropellarlo?». «Desde donde se encuentra ahora, ¿podría regresar al camino del bosque?». Estaba muy bien que le hicieran preguntas; Tony no supo cuánto de su vida había perdido hasta que ellos se la devolvieron.

Finalmente, el sargento dijo:

—Gracias, Tony. Nos ocuparemos del asunto y volveremos a llamarlo.

—¡Espere!

—¿Qué?

—No puedo quedarme aquí.

—Ah, sí. Aguarde un momento.

El teléfono se quedó mudo. Tony echó una ojeada a sus anfitriones, que miraron para otro lado. Desconocidos en las afueras de un pueblo a primera hora de la mañana: «Ya es bastante con dejarle hablar por teléfono, no puede quedarse aquí. Pero ¿adónde va a ir, si su mujer y su hija han desaparecido, le han robado el coche y todo cuanto tiene es la ropa que lleva puesta y la cartera?».

El teléfono volvió a la vida.

—¿Tony? Le diré lo que haremos. Vamos a enviar a alguien a recogerlo. Espere ahí.

—De acuerdo.

—Estaremos ahí dentro de una media hora.

De modo que los policías, buenos, tranquilizadores y paternales, irían a buscarlo, se ocuparían de él. Tuvo ganas de dar un salto de alegría, pero el granjero y su mujer estaban mirándolo.

—Le daré algo de comer —dijo la señora Combs.

Le sirvió la comida en la mesa de la cocina, con mantel a cuadros, a la luz de la bombilla desnuda, mientras su marido salía para realizar en el establo las tareas matutinas debido a las cuales había encendido las luces que Tony había visto. La mujer lo miraba con cierta cautela, no respondió cuando le dio las gracias; comió en silencio.

—A mí nunca me ha gustado viajar —dijo ella—. En otras partes la gente es distinta. Nunca se sabe con quién vas a tropezarte.

Tony asintió en silencio, con la boca llena. «Una crítica disfrazada de simpatía, sí señora, pero sucede que es precisamente en su tierra donde he tropezado con esa gente que nunca se sabe». No obstante, da gracias por la policía buena y los amables aunque reservados anfitriones.

Cuando llegó el coche de policía ya era de día, aunque el sol aún estaba detrás de una colina. Tenía un escudo oficial en una portezuela y luces de emergencia en el techo, apagadas. El policía era un joven corpulento con un bigote hirsuto y frente amplia. Se parecía a un estudiante aniñado que el año anterior había acudido una y otra vez a su despacho en busca de ayuda. No recordaba su nombre.

—Soy el agente Talbot —se presentó—. El sargento Miles me ha encargado que le diga que aún no hay noticias de su esposa y su hija.

Ante la decepción, Tony se dio cuenta de que había estado esperando que en cualquier momento le avisasen de que Laura y Helen habían aparecido sanas y salvas. «Todavía no son las ocho —pensó—. La mayor parte de las tiendas y oficinas todavía no han abierto».

El corpulento estudiante uniformado puso el motor en marcha y habló por la radio. Ésta soltó unas voces masculinas con tono mecánico. El agente Talbot pareció preocupado. Dijo:

—¿Está seguro de que no habían acordado de antemano un lugar de encuentro?

—Sí, la comisaría de Bailey. Sólo que ellos me llevaron al bosque y me abandonaron allí.

—¿Bailey?

—Me dijeron que era el pueblo más cercano. Se suponía que íbamos a acudir a la policía de Bailey.

—Nunca he oído hablar de Bailey. Y no existe ninguna comisaría en Bailey, eso seguro.

Mala noticia, aunque no inesperada.

—Eso me temía.

Partieron en el coche patrulla, que salió en dirección opuesta a aquélla en la que Tony había llegado. Sintió un miedo súbito, como de haber dejado algo detrás. Perdió toda noción de por dónde iba en este nuevo viaje, no recordaba las vueltas ni los pueblos por los que pasaban. Era como si yendo en aquel coche cerrado, protector, dejase atrás la pesadilla, pero al mismo tiempo destruyese el camino que conducía de nuevo a ella y, por consiguiente, a su vida. Recordó a Miles preguntándole si desde la casa de Combs sería capaz de encontrar el camino de regreso al lugar donde había estado. «¿Debería haberle pedido a Talbot que me ayudase a desandar mis pasos?», pensó. Pero no había hecho esa sugerencia por miedo a que resultase inconveniente.

El campo era verde y amarillo, ondulado y fresco a la luz de la mañana. La carretera brillaba, negra, al sol. Avanzaron velozmente, como suspendidos en las laderas de las colinas desde donde podían verse anchos valles colmados de prados y retales de bosque, y descendieron entre arboledas y remontaron curvas y ascendieron por largas rectas, y moderaron la marcha en los pueblos y dejaron atrás granjas y cobertizos y sembradíos, y campos con vacas y corrales con cerdos y ovejas en la loma opuesta, y oscuras manchas frondosas en las cimas. Tony pensó en lo bella que le habría parecido aquella comarca si hubiera tenido a Laura para comentarlo.

La comisaría estaba en las afueras de un pueblo y era un edificio nuevo, de ladrillo, de una sola planta, rodeado por una cadena a modo de cerca. Fuera de la cerca había vacas, y un motel al otro lado de la calle. Tony siguió al agente Talbot por un pasillo, pasaron por delante de un tablón de anuncios y, tras cruzar un despacho en el que había un mostrador, entraron en otro con dos escritorios. El hombre sentado al escritorio del rincón más alejado se puso en pie.

—Soy el teniente Graves. El sargento Miles se ha ido a casa.

Era un hombrecillo de pómulos redondeados, mentón pequeño como el de una ardilla de dibujos animados y un bigote negro que descendía por las comisuras de la boca hasta más abajo del labio inferior. Los ojos, o quizá la forma de la cara, hacían que se pareciese un poco a Ray. «Mejor no mirarlo», se dijo Tony. Tenía miedo de que el rostro del teniente borrase de su memoria el de Ray. Mientras Tony se sentaba en la silla junto al escritorio, el teniente leyó el informe escrito a mano que tenía sobre la mesa. Era un lector lento, y le llevó bastante tiempo. A continuación le pidió a Tony que le repitiese la historia. Fue tomando notas en un bloc pautado de papel amarillo, aunque Tony no acabó de comprender cómo pudo comprimir toda aquella historia en tan pocas palabras laboriosamente escritas. Cuando acabó, el teniente repitió las preguntas que le había formulado el sargento Miles y después se quedó un buen rato sentado, con la barbilla apoyada en una mano.

—Bien, ya hemos cursado una orden de alerta por los dos coches. Eso debería producir algún resultado. Por el momento, no creo que podamos hacer otra cosa que esperar. —Miró a Tony—. Entretanto, está usted sin coche. ¿Tiene dónde alojarse?

—No.

—Hay un motel al otro lado de la calle. —Escribió algo en una tarjeta. Aquí tiene el número del taxi, por si le hace falta. ¿Tiene dinero?

—Tengo tarjetas de crédito. El talonario de cheques lo tengo en la maleta, que está en el coche. Con toda mi ropa.

—Hay un banco en la calle Hallicot. Abre a las nueve.

—Gracias.

—Todavía es temprano. Es muy probable que hayan ido a dormir a alguna parte.

—¿Adónde?

El teniente reflexionó. Asintió con la cabeza y dijo:

—Debo reconocer que no es muy buena señal que nadie llame. Pero ¿sabe lo que estoy pensando? Quizá las hayan dejado en un sitio alejado, como hicieron con usted, y les lleve un tiempo llegar andando a algún lugar. Todo para quedarse con su coche, sin duda.

—Yo he pensado lo mismo —dijo Tony, refiriéndose a sus esperanzas, no a lo que creía de verdad.

El teniente se daba golpecitos en la frente con el lápiz, como si también estuviera pensando otras cosas.

—¿Quiere registrarse en el motel?

—Supongo que sí.

—Si tenemos alguna noticia, lo llamaremos.

Tony Hastings cruzó la calle hasta el motel.

—¿Sin coche? —dijo la mujer gorda.

—Me lo han robado.

—¡No me diga! Por eso viene de la comisaría. ¿Qué puede presentar como garantía?

—Una tarjeta de crédito.

El motel olía a plástico y aire acondicionado. Las gruesas cortinas marrones sin descorrer conferían a la habitación una oscuridad fantasmal. Se tendió en la cama sin desvestirse y la noche regresó instantáneamente, con viento y un torbellino de nubes galácticas: Ray, sentado sobre el radiador, diciendo entre risas: «No te lo tomes tan en serio, tío; estamos bromeando». Pero se trataba de un sueño, porque ahora se veía a sí mismo despierto y cruzaba la explanada de la comisaría, donde veía, lavado y destellando al sol, su coche, devuelto en perfecto estado. El corazón le daba un vuelco y él entraba en la comisaría. Laura y Helen estaban sentadas en un banco del vestíbulo, y al verlo se ponían de pie de un salto y corrían hacia él con una sonrisa de alivio, lo abrazaban y besaban y le decían: «Estamos bien; sólo querían presentarnos a sus amigos de la caravana», y él las mantenía apretadas contra sí mientras decía: «No estoy soñando, ¿verdad? No puede tratarse de un sueño porque es demasiado real».

El horrible y estridente teléfono sobre la mesilla, junto a su oído. Lo cogió rápidamente para que dejase de sonar.

—¿Tony Hastings? Soy el teniente Graves. Malas noticias.

Tony visualizó una amplia red extendida bajo los árboles, colgada de varios troncos para cazar cualquier cosa que cayera desde las ramas altas.

—Han encontrado su coche en el río, cerca de Topping —añadió el teniente—. Da la impresión de que trataron de deshacerse de él.

Los hilos de la red estaban unidos por nudos blancos, manchas, puntos, a amplios intervalos, por todo el campo.

—¿Se sabe algo de mi esposa y mi hija?

—Todavía no.

Atrapando frutos, cuerpos.

—¿No estaban en el coche?

—El coche estaba vacío. Ahora mismo están sacándolo del agua.

Tony miró su reloj. Eran las nueve y cuarto. Había dormido media hora. ¿Ésa era la idea que el teniente Graves tenía de lo peor en materia de malas noticias?

—¿Qué conclusión saca de esto? —preguntó Tony—. No sé qué deducir.

Un silencio mientras tiraban de la red y la plegaban sobre sí misma.

—Le hemos pasado el caso al teniente Andes —continuó Graves—. Él quiere ir a echar un vistazo. ¿Puede pasar a buscarlo dentro de unos minutos?

El cuerpo de Tony Hastings lleno de sacos de arena.

—Estoy listo ahora mismo.