Susan Morrow se va quedando sin novela. Dos, tres capítulos más, como mucho. El disparo resuena en la página como una bomba y todo gira en un torbellino hacia el desastre final.
La violencia la estremece como el sonido de los metales en una sinfonía. Susan, que ha superado de largo los cuarenta, nunca ha visto matar a nadie. El año anterior, en un McDonald’s, vio a un policía darle un susto con su pistola a un chico que estaba comiendo una hamburguesa. A eso se limita su experiencia directa con la violencia. La violencia ocurre en el mundo, en los parques, en los guetos, en Irlanda, en el Líbano, pero no en su vida… hasta el momento.
Toca madera, toc-toc. Susan, a salvo y segura, vive al borde del desastre porque todo lo que sabe ya ha sucedido, mientras que el futuro permanece ignoto. En un libro no hay futuro. En su lugar está la violencia: el miedo es reemplazado por un estremecimiento como el que se experimenta en una montaña rusa. No pierdas de vista, se dice, lo que podría pasar si tú, afortunada Susan, con hogar y familia seguros (a diferencia de lo que ocurre en el mundo), una noche cualquiera te topases con la maldad, como Tony. Si esa pistola estuviera en tus manos, ¿la utilizarías mejor que él?
Edward vendrá pronto, y también Arnold. Cuanto más se encoge el libro, más se acercan ellos, como tigres. El personaje bautizado con su nombre es un pelele. Susan la Pelele ofende sus sentimientos. Por el momento, sin embargo, todos sus sentimientos están empeñados en la historia: no hay espacio para ofenderse; así que continúa leyendo.
Animales nocturnos 25
Tony Hastings vio a Ray Marcus en el camino montañoso que conducía a la casa de George. Tomó forma en una curva, iluminado por los faros del coche: un hombre caminando por el arcén, camisa gris, vaqueros, hebilla que refleja la luz al volverse para mirar. Tony no cayó en la cuenta de quién era hasta que la oscuridad volvió a tragárselo después de que el coche pasase por su lado, aunque la posibilidad de topar con él había estado en su mente desde el principio. «Ése no es Ray», pensó al verlo, porque podía habérselo inventando, y cuando la frente calva y la barbilla y el rostro estrechos quedaron fuera del haz de luz, ya era demasiado tarde para detenerse. La reacción instintiva de Tony fue esconder el rostro, y tuvo que asegurarse de forma explícita, diciéndoselo en voz alta, que no había nada que temer: él estaba en el coche y había demasiada oscuridad para que Ray lo reconociese. Siguió conduciendo, recordando sólo entonces que se esperaba de él que capturase a Ray con aquella arma que tenía.
Mientras continuaba hacia la siguiente curva, se preguntó si debía detenerse y retroceder, y comprendió que si lo hacía el hombre se internaría corriendo en el bosque. De modo que la verdadera razón de que no se hubiese detenido no era el miedo a Ray, sino el hecho de que el lugar no resultaba propicio. No habría podido frenar bruscamente en aquella curva y dar la vuelta sin que Ray se alarmase y huyera. Tal vez pudiera hacerlo más adelante y así pillarlo desde la dirección opuesta.
La carretera empezó a descender y, justo cuando pensaba que aquellas curvas le resultaban familiares, distinguió algo blanco en el bosque, a unos metros de la siguiente curva, y reconoció en la oscuridad la caravana sin luz, la horrible caravana mortal. No había reparado en que el mapa de Bobby, que había memorizado, lo conducía hacia aquella carretera. Se estremeció, y una especie de escalofrío de morbo lo instó a detenerse; lo habría hecho de no ser por la tarea encomendada y porque Ray Marcus se aproximaba andando desde el otro lado de la cima.
Aminoró la velocidad y volvió a preguntarse por qué no se había detenido para capturar a Ray. No le gustaba lo que diría Bobby Andes: cobardía, desidia. Evaluó si sería posible capturarlo desde un coche en algún lugar de aquella carretera. Las curvas, el bosque, la noche. Sabiendo, por otra parte, qué esperar desde el momento en que tenía el arma, permanecía alerta. «Demasiadas excusas», habría pensado el teniente. Resolvió hacerlo: sí, rectificar la cobardía, hacer lo debido. La pregunta era ¿cuándo? Ahora o al final. «¿No escapará si no lo haces ahora? Por otra parte, no hay ningún sitio al que Ray pueda ir por esta carretera; le llevará mucho tiempo llegar a otra». La cuestión era si hacer lo que Bobby Andes le había dicho que hiciera para atrapar a Ray, o primero ir a casa de George. Tony no quería atrapar a Ray él solo, pero ése no tenía que ser el motivo. Iría primero a casa de George porque, de lo contrario, ¿cómo explicaría la presencia del prisionero al hablar con él?
Además, había una razón mejor: él no era policía, no le correspondía atrapar fugitivos. Más aún: la propia policía había soltado a Ray Marcus, de modo que no se trataba de un asunto policial. Tampoco fue Tony Hastings quien mató a Lou Bates, sino Bobby Andes. Tony Hastings no era Bobby Andes. Lo repitió varias veces. No era culpa suya que Bobby Andes le hubiese disparado a Lou Bates. Hasta el momento, Tony era un espectador, un testigo, y no estaba implicado. O esperaba no estarlo. Pero si intentaba detener a Ray Marcus por su cuenta, eso lo convertiría en cómplice, en instigador.
«Encárgate tú de atraparlo. No me mezcles en tus sucias tácticas —pensó—. Un acceso de cólera, cierta alegría. A mí no me arrastres en tu ira terminal. No me arrojes tu fatalidad a la cabeza». Lo asombraba advertir lo mucho que Bobby Andes daba por sentado: que todos establecían la misma relación entre dolor, pérdida y venganza. Que a nadie le importaba cómo muriese aquel hombre, con tal de que muriese. Que a nadie le importaba ser cómplice de un asesinato para vengar otro asesinato. Que todo el mundo estaba tan desesperado como él. «Soy yo el que vive la tragedia— pensó Tony—. ¿Quién te figuras que eres?».
Dirían: «Colgaremos a esos asesinos, pero también podríamos colgarlo a usted». Los detectives comprobarían su historia buscando contradicciones. Los abogados lo interrogarían. Los jueces le preguntarían por qué había permitido que lo implicaran. Los acusadores irían más allá de la primera excusa, en busca de una conspiración. Los espectadores, los desconocidos y los antiguos amigos buscarían lo peor, aún sin revelar. En la soledad del coche, Tony dijo: «Maldito seas, Bobby». Por un instante, Andes le resultó tan abominable como Ray Marcus. Pero sólo por ese instante, pues ese pensamiento no tenía en cuenta el gran mal que le habían hecho ni quién estaba persiguiendo al causante de aquel mal para eliminarlo. «Nunca te permitas olvidar la diferencia entre Ray Marcus y Bobby Andes». Con lo cual restableció en su pensamiento la deuda que tenía con el teniente, que estaba arriesgando por él su reputación y su carrera. Eso no hizo que simpatizase con Andes, pero sí que se sintiera avergonzado. Si ahora lo traicionaba…
La casa a oscuras por delante de la cual acababa de pasar, a su izquierda, debía de ser la de George. Dio marcha atrás y se introdujo en el sendero de acceso. Una casa blanca, las luces apagadas. Los perros que ladraban en la parte trasera debían de ser aquéllos por los que estaba ahí. Recordó otras casas dormidas un año atrás, junto a las cuales había pasado de largo, temeroso de detenerse, de ser el desconocido que llama por la noche a la puerta de una casa en el campo. Pensó que, si lograba superar el miedo a llamar, George lo reconocería. Y si no lo hacía, siempre podía explicar que lo había enviado Bobby Andes.
Repitió el mensaje: «Quiere que lleve sus perros al refugio. Ahora, en plena noche, un prisionero ha huido». En realidad, comprendió entonces Tony, el fugado ya no está en el bosque sino en esta carretera, a un kilómetro y medio, más o menos, y viene en esta dirección. Entonces, ¿para qué se necesitan los perros?
Ante lo absurdo de la situación, Tony Hastings se preguntó qué hacer a continuación. Se encontraba aparcado en el sendero de acceso a la casa de George Remington, súbitamente confuso. ¿Qué decirle a George si se despierta? O ¿qué hacer en caso contrario? «¿Te presentas ante Bobby diciendo: “No he despertado a George porque he visto a Ray Marcus en la carretera, no hay necesidad de perros; tampoco he cogido a Ray Marcus, pero puedo indicarle dónde estaba”?».
Recordó que George fue uno de los policías que habían ayudado a Bobby a atrapar a Ray. Tal vez debiera contárselo. «El hombre al que ayudó a atrapar ha escapado. El teniente quería sus perros, pero puesto que el hombre ahora está en la carretera, puede capturarlo usted mismo».
Se encendió una luz en una ventana superior. Asomó una cabeza, silueta, sombra, pelo, sin cara. Una voz femenina.
—¿Quién anda ahí?
—¡Busco a George! —gritó Tony desde el coche.
—¿Para qué lo quiere?
—Traigo un mensaje del teniente Andes.
Breve silencio. «Le pediré a George que baje —pensó— para no tener que dar voces. Me envía Bobby, el hombre ha escapado. No diré nada de lo que le ha pasado a Lou».
—No está —dijo la mujer en la ventana—. Trabaja por la noche.
—Muy bien. Gracias.
«Gracias a Dios», pensó Tony. De inmediato, cayó en la cuenta de lo que lo aguardaba y de la estupidez de su alivio. Ahora no podía contar con George. Arrancó el coche, pero tardó en salir del sendero de acceso porque no atinaba a decidir qué hacer. Dos cosas, las únicas posibilidades. O bien regresaba al refugio (pasando junto a Ray Marcus en la carretera sin hacer caso de él) y esperaba allí a que Bobby regresase con sus hombres para levantar el cadáver de Lou y le decía: «He visto a Ray Marcus en la carretera hace una hora, pero no lo he atrapado; probablemente ya se haya ido, pero ahí era donde estaba». O retrocedía en busca de Ray, lo apuntaba con la pistola y formulaba una amenaza lo bastante convincente como para obligarlo a subir al coche y pasar las manos por las dos ventanillas abiertas para esposarlo, de modo que pudiera anunciarle a Bobby, cuando éste volviese al refugio con sus hombres: «Lo he atrapado para usted».
Desanduvo lentamente el camino. La pistola estaba en el asiento, a su lado. Iba por la carretera examinando hasta el límite iluminado por los faros, atento a cualquier indicio de un hombre caminando. No sabía qué haría cuando lo viese: eso pertenecía al futuro no desvelado, tan ignoto como si fuese la elección de otro o como si él fuera otro, un extraño.
La imagen previa de Ray en la carretera había sido como la rápida proyección de una diapositiva sobre una pantalla, un reflejo de luz incolora. Un hombre de pie que observaba sin temor el paso del coche, sin hacerle señas, pero también sin reparar en la posibilidad de que estuviera buscándolo, pues si hubiese querido podría haber desaparecido en el bosque mucho antes de que la luz que se aproximaba lo alcanzase. Tony se acordó de sí mismo observando esos mismos faros, el modo en que giraron en redondo, se abalanzaron sobre él, lo obligaron a saltar a la cuneta. Allí estaban otra vez, un año más tarde. Ahora Ray era la presa y Tony el cazador, y seguía siendo el mismo coche.
Dejó atrás la pequeña iglesia blanca. Sabía que al cabo de un momento aparecería la caravana, y se dio cuenta de que era la primera vez, desde la noche inicial, que estaba a solas en aquellos caminos. Imaginó que tenía la libertad de regresar, solo y desde la seguridad de la distancia, a los lugares que habían dejado una cicatriz tan profunda en su mente. No estaba libre todavía, sin embargo: aún debía llevar a cabo la tarea que le había encomendado Bobby Andes —aunque ya no estuviera seguro de qué tarea se trataba— y Ray Marcus se aproximaba por aquel camino. Eso era lo más importante: Ray se acercaba por aquel camino. Se preguntó por qué no se habían encontrado todavía; a esas alturas ya debería haberlo hecho.
Vio la curva tras la cual iba a aparecer la caravana, y que por primera vez no lo cogería por sorpresa. Y luego, allí estaba: la miró intensamente y a continuación, después de comprobar que Ray Marcus no venía por aquella curva, detuvo el coche. Vio la oscura ventana con la cortina, la misma que en aquella ocasión estaba iluminada. Recordó el interior, en compañía de Bobby y de George, donde él había asestado el puñetazo a Ray, lo pequeño que era, los barrotes de la cama, la cocina diminuta, el cubo con los periódicos. Se preguntó si podría echar un vistazo. Aunque tal vez no estuviera vacía, quizá ahora viviese alguien en la caravana. Pero no había nadie, pues no se veía ningún coche aparcado. Entonces se le ocurrió que tal vez Ray estuviera dentro.
«Es una posibilidad —pensó—, sólo una posibilidad, o más bien una no imposibilidad». Digamos sólo que no era imposible que Ray Marcus estuviese dentro. Porque si Ray había seguido andando desde donde se habían cruzado hacía un rato, deberían haberse encontrado de nuevo en la carretera bastante antes. Ray quizá había conseguido que alguien lo llevase, aunque cuando había pasado Tony no parecía que estuviese haciendo autoestop. Era casi seguro que se encontraba en la caravana. Habría llegado minutos antes de que Tony lo viese y se habría colado dentro para descansar. Eso explicaría por qué Tony no se había topado nuevamente con él.
Si estaba allí, probablemente viese el coche por la ventana. Tony cogió la pistola del asiento. Le puso el seguro para que no se disparase por accidente. Sacó la linterna de la guantera. Las posibilidades de que Ray se encontrara en la caravana eran escasas; Tony sólo quería echarle un vistazo porque estaba solo, porque nunca la había visto solo. O porque quería asegurarse de que su presa no estaba allí. Si estaba, él tenía la pistola.
Se apeó con el arma y la linterna, haciendo el menor ruido posible. Rodeó sigilosamente la parte delantera del coche, cruzó la cuneta y se encaminó hacia la caravana. Unos guijarros rodaron a sus pies. Se detuvo, esperando el silencio. Oía el distante rumor de la civilizada humanidad, pero nada en los alrededores, sólo el silencio alerta de la noche en el bosque. Tony tenía una pistola, en caso de que Ray lo observara. No había forma de que Ray se hubiese agenciado un arma. Si se había detenido allí para descansar, era probable que estuviese dormido. «Si Ray está aquí, lo capturaré —pensó Tony—. El motivo por el que hago esto es para ayudar a Bobby Andes. Pensándolo mejor, es Bobby Andes quien me está ayudando a mí». Debía de haber otro motivo. Lo buscó: aquella deuda que Ray tenía con él. «Da igual que haya matado a Lou Bates —decidió—, o que su detención sea ilegal, porque él mató a Laura y Helen, y eso es algo irrebatible».
Caminó sigilosamente sobre las hojas, rodeando el frente de la caravana hacia la puerta, probablemente cerrada con llave. «En ese caso no seguiré con esto. Daré por supuesto que no hay nadie en la caravana y regresaré al refugio de Bobby. Si no me encuentro con Ray en la carretera, lo cual ahora parece probable, diré que me ha esquivado y que no he podido hacer nada al respecto. Aunque si la puerta está cerrada, podría mirar por la ventana alumbrando con la linterna».
La llave no estaba echada y el picaporte cedió. Un momento de alarma, demasiado tardío, al darse cuenta de que sus huellas dactilares quedarían en el picaporte, lo cual habría complicado el asunto un año atrás, antes de que tomasen las huellas que vinculaban a Lou y el Turco con el crimen. Cogió la linterna con la mano izquierda y sostuvo la pistola en la derecha. Se preguntó si Ray estaría detrás de la puerta, esperando para atacarlo. Le quitó el seguro a la pistola, la alzó, abrió la puerta empujándola con el cuerpo. Encendió la linterna y barrió la estancia, que estaba vacía. Vio el interruptor junto a la puerta, encendió la luz y descubrió a Ray Marcus dormido en la cama.
Ray giró sobre sí mismo, agachándose, se cubrió los ojos, se volvió, miró a Tony con los párpados entornados, se irguió.
—Joder… —murmuró—. ¿Tú? ¿Dónde está tu compinche?
—¿Qué compinche?
—Ganges, o como se llame.
—Andes. No está aquí.
—Tus amigos policías, ¿dónde están?
—Por los alrededores.
—¿Están aquí? —Ray se levantó, se acercó a la ventana, descorrió la cortina y miró fuera.
—He venido solo.
—¿Solo? ¿Con esa puta pistola? ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
—Buscándolo a usted.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Lo sabe muy bien.
—Y una mierda. —Ray se pasó la mano por la cabeza casi calva—. Estaba durmiendo.
Tony esperó.
—¿Qué ha pasado con Lou?
—Lo han matado.
—¿Qué? ¿Ese hijo de puta lo ha matado?
—Está muerto —repuso Tony. Cierta extraña vergüenza, que no se sentía obligado a sentir, le impidió confirmar que había sido Bobby quien había acabado con Lou.
—Pues tu amigo se ha metido en un grave problema, ¿sabes?
—No es mi amigo —replicó Tony, sin saber por qué lo decía.
—¿Ah, no? Eso sí que es interesante…
—Vamos —dijo Tony.
—¿Adónde?
—Lo llevaré allí.
—Pero ¿adónde?
—De vuelta al refugio.
—Tú no me vas a llevar a ningún sitio, tío.
—Va a venir conmigo. Ahora mismo. —Tony hizo un brusco movimiento con el arma.
Ray soltó una carcajada.
—¿Te crees que con eso vas a obligarme?
Tony amartilló la pistola. Ray se acercó a él. Por un instante, Tony pensó que estaba obedeciendo, pero al punto comprendió que se trataba de otra cosa.
—Atrás —le advirtió.
—Tranquilo —dijo Ray—. No voy a hacerte daño. —Se volvió hacia la puerta—. Me largo, eso es todo. Hasta la vista, tío.
—Alto.
«No puede estar ocurriendo de nuevo —pensó Tony—. Ahora tengo decisión, soy diferente».
Apuntó con el arma a la puerta, por delante de Ray. Una detonación, un relámpago, y una fuerza violenta que tiró de su brazo hacia arriba. Vio a Ray detenerse, echar las manos atrás como si se quemara. Vio el marco de aluminio de la puerta hundido en el lugar donde había dado la bala. Ray lo miraba sorprendido.
—Vaya. Has errado.
Tony Hastings sintió un estremecimiento.
—No intentaba darle. Ha sido una advertencia.
—De modo que una advertencia. De acuerdo. ¿Puedo ir a sentarme en la cama, señor?
—Salga. Vamos al coche.
Ray se volvió, se acercó a la cama y se sentó en ella.
—He dicho que vamos —insistió Tony.
—¿Cómo piensas obligarme?
—Acabo de mostrárselo.
—Si me disparas, ¿de qué servirá? Tendrás que cargar conmigo.
—No tengo miedo de dispararle.
—Ya, ya.
Ray no se movió. Tony esperó. Continuó sin moverse.
—Vamos —repitió, y Ray puso los ojos como platos, se encogió de hombros, tendió las manos abiertas con las palmas hacia arriba.
Tony amartilló la pistola y Ray chasqueó la lengua.
—No tengo miedo a dispararle —repitió Tony, y advirtió la tensión en su voz.
Ray no se movió.
Tony pensó. Cogió una pequeña silla de respaldo recto y se sentó a horcajadas, con el pecho apoyado en el respaldo.
—Bueno, si prefiere aguardar aquí, ellos vendrán dentro de un rato. —Creía que era verdad, que ellos buscarían su coche cuando él no apareciera y lo encontrarían allí, en la caravana.
Después se preguntó si conceder tanto no era un error.
—¿Quieres que los espere? —dijo Ray.
—La espera sería más breve para usted si subiera al coche.
—Pues no parece que me apetezca, ¿verdad? Mira, tío, creo que voy a irme. Ha sido agradable hablar contigo. —Se levantó y volvió a encaminarse hacia la puerta.
—Se lo he advertido. ¡Cuidado! —Tony se dio cuenta de que estaba a punto de gritar—. No quiero dispararle, pero si intenta huir, le juro que lo mataré.
Aquel extraño tono hizo que Ray se detuviera. Alzó las manos —«de acuerdo, de acuerdo»— y volvió a la cama. «Si no puedo hacer que vengas conmigo, puedo hacer que te quedes» —pensó Tony—, y experimentó un nuevo estremecimiento de poder.
Se sentaron mirándose el uno al otro.
—Escucha, tío, ¿por qué una buena persona como tú anda en tan jodida compañía? Ese tipo, Ganges Andes, es un criminal sediento de sangre. Un asesino. Si me presento otra vez ante él, me va a matar, como ha hecho con Lou. Tú no me harías eso, ¿verdad?
«Tiene razón en lo de Bobby Andes», pensó Tony.
—El asesino es usted —dijo.
—Me cago en…
—No se cague en eso. Ése es el motivo por el que usted y yo estamos aquí.
El semblante de Ray reflejó irritación, como si se tratara de algo inconveniente que prefería no mencionar. Su aspecto regocijó a Tony.
—No tiene sentido negarlo. Me acuerdo de usted.
—¿Tiene un cigarrillo?
—No fumo.
—Claro, debí imaginarlo. —Ray lo miró fijamente. Al cabo de un instante, dijo—: Se lo buscaron.
—¿Qué? ¿Quiénes?
—Tu jodida esposa. Y la chica.
A Tony le da un vuelco el corazón; después de tantos meses, un año entero, noticias, noticias por fin.
—De modo que lo admite. Ya era hora.
—Me has entendido mal. Fue un accidente.
—¿Qué fue un accidente?
—Tu mujer, sí… Me acuerdo de tu jodida mujer.
—De mi mujer y de mi hija, a las que usted mató.
—Calma, tío. Fue un accidente, como he dicho.
«Aguarda. Contén tu satisfacción, ahorra energías».
—¿Qué clase de accidente?
—Mira, tío, ya sé que se trata de tu esposa y tu hija, y te acompaño en el sentimiento, pero eso no justifica el modo en que nos trataron.
—¿El modo en que ellas los trataron a ustedes?
—Ellas se lo buscaron.
«Vaya por Dios. Esto sí que es bueno: parece pedir a gritos un estallido de jubilosa rabia. Sin embargo, contente: es vapor para hacer funcionar los cilindros, no te precipites. Mantén la voz calmada, serena».
—¿Qué quiere decir exactamente con que se lo buscaron?
—¿De verdad quieres que te lo diga? Qué va, tío, tú no quieres eso.
—Usted sólo dígame por qué considera que se lo buscaron.
—Nos insultaron de lo lindo.
—Tenían razón.
—Estaban llenas de sospechas y pensamientos sucios. Mira, tío, se pusieron en nuestra contra desde el principio. No nos dieron la menor oportunidad. Pensaban que éramos bandidos y asesinos y violadores desde el momento en que nos vieron. Tú mismo viste a esa hija tuya cuando te arreglamos el neumático. Se comportaron como si fuésemos la última escoria. Cuando estuvimos en el coche fue espantoso, como si fuéramos a rebanarles el pescuezo y a follárnoslas después de muertas. Te digo una cosa, tío: tengo cierto orgullo de cómo me habla la gente, y hay algunas cosas que no aguanto.
Despacio y suave, Tony dijo:
—Sus sospechas estaban justificadas.
—Ellas se lo buscaron.
—Ustedes son asesinos y violadores. Las mataron y las violaron.
—Déjame que te diga, tío, cuando alguien me acusa de algo, es un insulto: me da un derecho. Si Leila me acusa de tirarme a Janice, por Dios que me tiro a Janice. Si tu jodida hija piensa que soy un violador, por Dios que sale violada.
—Entonces tenían razón en temerlos. Todo lo que temían se convirtió en realidad.
—Porque ellas se lo buscaron, joder.
—Tenían razón al pensar que ustedes eran la última escoria, porque lo son.
—Eres un puto bocazas, tío.
—Usted carece de derechos. Los perdió cuando asesinó a Laura y a Helen.
—Tengo tantos derechos como tú.
—No tiene ninguno. He esperado un año este momento.
—¿Ah, sí?
Tony Hastings conocía de pronto el placer de tener un arma en la mano, pero el derecho a insultar que ello le otorgaba era un poder traicionero y peligroso, pues cada insulto adicional debería ser respaldado por su voluntad de utilizarla. Estaba orgulloso de sí mismo por correr el riesgo, del valor que iba adquiriendo, minuto a minuto.
—Voy a decirle una cosa: nadie sale bien librado cuando hace algo como lo que usted me hizo a mí.
—¿De veras? —se burló Ray.
—Usted se puso a perseguirme; fue un error que jamás olvidará.
—Qué miedo.
—Usted arruinó mi vida, más vale que lo tenga en cuenta.
—Bueno, bueno, si hubiera sabido que te estaba arruinando la vida…
—Pienso hacerlo sufrir. Pienso hacerle tener presente que el motivo de su sufrimiento es lo que hizo.
«Sueno como Bobby Andes», pensó Tony.
—¿Y cómo piensa conseguirlo? —preguntó Ray, que no parecía impresionado.
Tony pensó en ello. Un fallo en su poder: no sabía la respuesta. El poder sólo existía en ese momento, con los dos juntos allí, él con el arma. Reflexionó acerca de cómo extender su amenaza, proteger su placer.
—Voy a devolverlo a Andes.
—Eso no servirá, no había caso.
¿Cómo hacer que sonara atroz, que diera miedo?
—Andes tiene otros planes para usted.
—De ahora en adelante es Andes el que se juega el culo…
Probablemente fuese cierto. También era verdad que ese orgasmo de poder se basaba en una suposición que Tony no había hecho: a saber, que iba a matar a Ray Marcus. Pero existía asimismo la cautivadora idea, cuyo origen ignoraba, de que ahora era libre de hacerlo. La sensación de que tenía el derecho de hacerlo, de que éste le había sido otorgado. O incluso el deber, que prestigiaba ese derecho y lo convertía en una orgía. Hizo memoria, intentando descubrir su procedencia: ¿de dónde emanaba esa liberación que convertía el asesinato de Ray Marcus en un derecho e incluso un deber?
Recordó a Bobby Andes diciéndole que lo matara en defensa propia. Dudó que se tratara de eso.
«Soy Tony Hastings, profesor de Matemáticas», pensó. No era un pensamiento adecuado para un momento así.
¿Está Tony Hastings, profesor de Matemáticas, dispuesto a aceptar la comprensiva aunque escandalosa publicidad y una posible detención por un crimen que todos comprenderían?
Ray, que lo observaba, dijo:
—Entonces, ¿por qué no me matas y acabamos de una vez con esto, tío?
—Lo mataré en caso necesario. ¿Cree que no?
—Venga, tío, tú no sabes nada. Es divertido matar gente. Deberías probarlo alguna vez.
—¿Divertido? Para usted debe de serlo, sin duda.
—Divertido, eso es.
—¿Encontró divertido matar a mi mujer y a mi hija?
—Pues sí. Sí, fue divertido.
¿Divertido? Tony oyó la palabra. Mantuvo la compostura y mostró su conmoción preguntando:
—¿Y lo dice así, con esa desvergüenza, que fue divertido matar a mi mujer y mi hija?
—Es un placer que se tiene que aprender, como la caza. Hay que matar a alguien para saber cómo es.
Tony empezaba a percibir una especie de luz cegadora.
—Lou y el Turco no lo sentían —continuó Ray—. Se cagaron del susto cuando murieron tu mujer y tu hija. Pensaron que iban a acusarlos de asesinato. A alguna gente le lleva más tiempo que a otra pillarle el gusto.
—Usted no merece vivir.
—Deberías intentarlo, Tony. Mata a alguien y te garantizo que querrás volver a hacerlo. Tú no eres distinto de los demás.
—¿Por eso lo hizo? ¿Porque era divertido?
—Claro. Fue por eso.
En ese momento, Tony sintió una explosión de lo que interpretó como asco, pero que en realidad era alegría. Una luz cegadora que iluminó claramente la diferencia entre él y Ray. Qué sencillo era. Ray estaba equivocado, Tony no era como todo el mundo, sino que pertenecía a una especie diferente que un salvaje como él desconocía por completo. No era que Tony fuese indiferente a las alegrías que proporcionaba matar o que éstas lo inhibiesen, sino que sabía demasiado, tenía demasiada imaginación para ser capaz de experimentar semejante placer. No se trataba de que no hubiera madurado lo suficiente para apreciar tales alegrías, sino que, como parte natural del proceso de madurez, había ido haciéndolas a un lado a través de un procedimiento civilizador que a Ray le habría resultado incomprensible: lo habían adiestrado y cultivado para que su noción de alegría fuese por completo ajena a la de matar, y era esa ausencia de comprensión lo que hacía que ahora Tony sintiese un desprecio feroz y vengativo. Ello le hizo experimentar una sensación de claridad allí donde hasta entonces había habido oscuridad e incertidumbre. Lo invadió una extraña confianza en sí mismo. Se sintió bien, consciente de que podía confiar en sus instintos y sentimientos, vigorizado, y en ese excitante estado de ánimo tomó una decisión.
—De acuerdo, Ray, basta de charla. Es hora de irse.
—Ya te he dicho que no pienso ir a ninguna parte.
Permanecieron un minuto sentados. Tony volvió a amartillar el arma.
—Entonces, ¿por qué no se larga?
—¿Me dejarás hacerlo?
—Creía que no importaba si lo dejaba o no.
—Eso depende de si eres capaz de dispararme o no.
—Lo soy.
Tony percibió que Ray había perdido la seguridad, que había advertido el cambio operado en él.
—Entonces quizá sea mejor que no me largue.
—En ese caso, puede que lo mejor sea que salga y suba al coche.
—No pienso hacerlo.
—¿Quiere quedarse aquí hasta que vengan por usted?
—Tal vez me largue, ahora que lo menciona.
—No voy a permitírselo.
—Entonces, mejor me quedo.
—Adelante, lárguese. Lo desafío.
—Creo que no lo haré.
—Pues yo creo que al menos debería intentarlo.
—Puede que sea más seguro quedarme aquí sentado.
—No me parece tan seguro.
—Ah, no. Tal vez tenga razón. —Ray se puso de pie—. Puede que me largue.
Dio un paso adelante, vigilando la mano de Tony en el arma, se detuvo, dio un paso atrás.
—Mejor no —dijo.
—Lo suponía. No sabe qué hacer, ¿verdad?
—Sé lo que hago.
—La otra vez no le he disparado yo. Quien lo ha hecho es Bobby Andes. Así pues, ¿qué le hace pensar que esta vez lo haré?
—Sólo por no correr el riesgo.
—Cree que he cambiado, ¿verdad? Piensa que ahora sí le dispararé.
—Ésa es un arma, y como tal es peligrosa: hay que tener cuidado con las armas.
—Lo más seguro para usted es ir conmigo al coche.
—No veo la necesidad.
—Usted me tiene miedo. Realmente está bastante asustado.
—No te sobreestimes, tío.
—Entonces, ¿por qué no se larga?
—Creo que lo haré.
—¿Qué se lo impide?
Ray lo miró a los ojos. Esbozó una sonrisa, aquella sonrisa insolente que Tony conocía tan bien.
—Bueno, supongo que nada —repuso, y nuevamente dio un paso adelante.
Hacia la puerta. Nada se interponía en su camino. Tony sintió que se le helaban los pulmones, que se paralizaba y perdía todo su valor: el fracaso y la humillación para el resto de su vida. Entretanto, la pistola se disparó. Oyó el grito. —«¡Ah, hijo de puta!»— y acto seguido el retroceso, que hizo que el arma se deslizara de su mano y le golpease la frente en el momento en que la silla se inclinaba y él caía de espaldas al suelo. Allí estaba Ray, dispuesto a arrojarse sobre él, sosteniendo algo. A Tony sólo le dio tiempo de amartillar de nuevo el arma antes de que el sol estallase.