Inmersa en la excitación que le produce el cerco que se cierra en torno a Ray, al llegar al final del capítulo Susan casi ha olvidado sus reservas anteriores, de cuando Tony discutía sobre la pena de muerte con Francesca. La postura de la propia Susan es sencilla en lo que toca a la venganza: mataré a cualquiera que haga daño a mis hijos. Que me manden a la cárcel. Echarle el guante a Ray es exactamente lo que ella quiere, lo que la hace estremecerse. Espera no estar siendo manipulada para que asuma una ideología que no aprueba.
Animales nocturnos 18
Observaron a Ray meterse en su coche, un sucio Pontiac verde de unos quince años de antigüedad, más allá de la tercera base.
—Veamos adónde va —dijo Bobby Andes.
Habían ido en el automóvil de Tony Hastings, que estaba aparcado cerca de allí.
—Yo conduciré —dijo el teniente.
Cuando giraron para tomar la carretera principal, toparon con un atasco, el coche de Ray detenido un poco más adelante. Lo siguieron hasta Hacksport, dejando dos vehículos entre ambos. Aguardaron mientras él aparcaba delante de una licorería y luego salía con un paquete de seis cervezas. Lo vigilaron sin moverse mientras avanzaba dos manzanas más y doblaba a la derecha.
—Se va a su casa —dijo Andes—. Vamos.
Llegaron a donde él había dejado el coche, junto a una boca de incendios, en una calle estrecha de una sola dirección llena de coches aparcados. El número 19 caminaba por la acera izquierda con las cervezas y el guante de béisbol. Había una hilera de pequeñas casas blancas para dos familias. El teniente se aproximó hasta ponerse a su altura, los separaban los coches aparcados. Se asomó por la ventanilla.
—¡Eh, Ray!
Ray lo miró.
—¿Adónde vas?
El otro se detuvo, sin decir nada.
—¿Qué haces?
Ray lo observaba en silencio, detrás del coche que se interponía entre ambos.
—Ven aquí, quiero hablar contigo —dijo Andes.
—¿De qué?
—Quiero preguntarte algo.
—Que te jodan. —Se volvió y continuó andando.
—¡Eh! Hazme caso. No me obligues a bajarme.
El otro se detuvo de nuevo.
—¿Quién demonios es usted?
El teniente le mostró una credencial mientras mantenía la otra mano dentro de la chaqueta.
Sin acercarse, Ray forzó la vista para ver qué era. Miró alrededor. Desplazaba nerviosamente el peso del cuerpo de un pie al otro.
—¿Qué es eso?
—Ven a verlo tú mismo.
Ray pasó entre dos coches y se acercó lentamente hasta la ventanilla de Bobby, se inclinó y echó una ojeada. Vio mejor al teniente, con sus gafas de sol y el rostro ceñudo bajo el sombrero. Tony observó a Ray de cerca, más cerca, de hecho, de lo que lo había visto nunca.
—¿De qué se trata?
—Quiero hacerte unas preguntas. Eso es todo. Sube atrás.
—¿Para qué? Yo no he hecho nada.
—Yo no he dicho lo contrario.
—Pregúnteme aquí.
—En el coche, ¿vale?
—¡Vale, vale! —Ray se encogió de hombros como si se mostrara condescendiente ante Bobby Andes y abrió la portezuela trasera del coche de Tony.
Bobby Andes se apeó y se sentó al lado del hombre, en el asiento trasero.
—Conduzca usted —le dijo a Tony. Después le indicó adónde ir.
Llegaron al final de la calle.
—¿Dónde vives, Ray? —preguntó.
—Allí mismo —respondió, señalando una casita blanca con dos puertas y dos buzones en el porche.
Torció el largo cuello para mirar mientras pasaban. De pronto Tony sintió lástima de él.
—Unas pocas preguntas para ayudarnos —dijo Andes—. Gire a la derecha, Tony.
Avanzaron dos o tres manzanas por Hacksport y salieron a la carretera principal del valle, donde el cartel indicaba Topping 10, Bear Valley 25 y Grant Center 40.
—¿Vives solo, Ray?
—¿A usted qué le importa?
—Es cierto, no importa.
—Vivo con alguien.
—Lo sé. Vives con una mujer.
—¿Para qué pregunta entonces?
—¿Estás casado?
—Y una mierda.
El teniente soltó una carcajada. Tony, que conducía, no veía el rostro de Ray. Era consciente del uniforme blanco de béisbol en el asiento trasero, pero en el espejo retrovisor sólo podía ver su gorra. Sintió una desagradable sensación de responsabilidad: «este hombre, suplente del jardinero derecho, detenido y torturado por mi causa».
—El motivo por el que queremos hablar contigo es que tenemos a un amigo tuyo en Grant Center, y quizá puedas ayudarnos al respecto.
Ray no abrió la boca.
—Su nombre es Lou Bates —continuó Andes—, y está preso, quizá lo sepas. Se trata de dos amigos, en realidad, sólo que uno está muerto. Steve Adams, a quien conocías.
—Nunca he oído hablar de ninguno de los dos.
—Qué curioso —dijo Andes—. ¿Seguro que nunca has oído hablar de Lou Bates?
—No conozco a nadie con ese nombre.
—Puede que lo conozcas por otro diferente. Piénsalo. Al menos sabes por qué está en la cárcel.
—No. ¿Por qué?
—¿Te enteraste del atraco al supermercado de Bear Valley? Tienes que haberte enterado; mataron a un tipo.
—¿Por qué me pregunta a mí? Nunca he oído nada sobre ese asunto.
—Como te digo, es curioso. Hay un montón de gente que asegura que tú y esos dos erais buenos amigos.
—¿Qué gente?
—Gente. ¿Conoces un bar de Topping llamado Herman’s?
—Sí —dijo Ray tras una larga pausa.
—¿Lo conoces? Bien. ¿Vas mucho por allí?
—Mucho no. A veces.
—¿Te juntabas allí con otros tíos?
—Eso no significa que sepa quiénes son.
—¿No? La gente dice que te reunías en Herman’s con Lou Bates y Adams el Turco. ¿Sabes algo de eso?
—¿Se llamaban así? —preguntó Ray tras otra larga pausa.
—¿Quieres hacerme creer que no sabes quiénes eran?
Ray no respondió. Silencio dentro del coche, el viento entrando por las ventanillas, la larga y recta carretera que atravesaba los campos verdes en el fondo del valle, entre las serranías. En dirección a Topping, después a Bear Valley, con Ray. Tony Hastings no debe olvidar su odio hacia ese hombre, que no ha abandonado sus pensamientos durante casi un año.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó Ray.
—Por el momento, sólo algunas respuestas.
—Yo no he hecho nada.
—No he dicho lo contrario —repitió Andes.
Otro silencio y el sonido del viento. Tony apenas oyó la pregunta:
—¿Qué podrías haber hecho para decir que no lo hiciste?
—¿Acaso intenta prepararme una encerrona?
Bobby Andes volvió a reír.
—¿Qué clase de encerrona podría prepararte, Ray? ¿Cómo voy a detenerte si no has hecho nada?
—Es absurdo.
—¿El qué?
—Está haciendo preguntas absurdas. ¿Qué quiere saber? Adelante, pregunte.
—Sólo quiero saber qué puedes decirme sobre ese atraco en el que estuvieron implicados tus amigos. Si has sabido algo, quiero decir. O si sabes algo. Tú aseguras que no eran amigos tuyos, pero tal vez los conoces por otros nombres. Así pues, ¿qué me dices, Ray?
Tony Hastings deseaba que las preguntas del teniente abrieran algún tipo de brecha en la resistencia de Ray, pero al mismo tiempo se sentía incómodo con la situación. Mientras intentaba recordar al hombre que lo había abandonado en el bosque, visualizaba el uniforme de béisbol y el contoneo del interceptor derecho ante los espectadores.
—Yo no sé nada sobre eso. Ellos no me consultaron.
—¿Los conocías?
—Si frecuentaban el Herman’s, por fuerza. Un poco.
—Con nombres diferentes.
—No recuerdo sus nombres.
—De acuerdo, ahora que ha quedado claro que eres un mentiroso…
—No soy ningún mentiroso. ¿Por qué me llama mentiroso, joder?
—Olvídalo. Noto cierta resistencia por tu parte a decir la verdad. No hay motivos para que no conocieras a Lou y al Turco. Hay un montón de personas que los conocen y que no participaron con ellos en el atraco. De hecho, sólo estuvo implicado uno de sus amigos.
Ray no replicó.
—¿Alguna idea de quién pudo haber sido?
—Yo no, seguro.
—¿Ningún rumor? ¿Nada de nada?
Sin respuesta.
—Pues yo he oído un rumor —añadió Bobby Andes.
—¿Ah, sí?
—Hay quien dice que el tercer atracador eras tú.
—Creí que había dicho que no se trataba de mí.
La lástima que sentía por Ray provocaba cierto desasosiego en Tony, que intentó recordar. Por ejemplo: «Tío, tu mujer te llama».
—No he dicho eso —repuso Andes—. Nunca he dicho que fueras tú, ni que no lo fueras.
—Oiga —dijo Ray—, ¿me está interrogando?
—Pues sí, es lo que estamos haciendo, ¿no?
—No me ha informado de mis derechos.
—Ya los conoces, Ray.
—Pero usted está obligado a informarme de ellos.
—Ya te he informado de tus derechos, ¿verdad, Tony?
¿Era cierto? Andes se iba a llevar una sorpresa si esperaba que Tony refrendara su afirmación.
—Joder. No es legal.
—Los has oído antes, Ray, te los sabes de memoria. ¿Quieres que te repita alguno en especial?
—No es legal. Tengo derecho a un abogado.
—Son preguntas informales, Ray, me estás ayudando en mis indagaciones. Todavía no te he acusado de nada. Si quieres un abogado, tendremos que llevarte a Grant Center y detenerte por algo.
—Pues parece que estamos yendo a Grant Center.
—Ahora mismo sólo estamos dando unas vueltas. ¿Para qué necesitas un abogado si no has hecho nada?
—Claro que no he hecho nada, joder.
—Te conseguiré un abogado cuando lleguemos a Grant Center.
—Usted ha dicho que no íbamos a Grant Center.
—He cambiado de idea. Puesto que no piensas más que en tus derechos.
Lástima por un hombre que lo forzó a salirse con el coche de la autopista, que obligó a Laura y a Helen a meterse en una caravana, que le hundió un martillo en la cabeza, pero ahora no era más que un infeliz confundido en un juego del gato y el ratón. Tony trataba de reconstruir su vileza, de descubrir el demonio que moraba en su interior.
—Oh, vamos, no es necesario que me lleve a Grant Center. Estoy contestando a sus preguntas, ¿no?
—Pues a mí me da la impresión de que no sé de ese atraco más de lo que sabía antes.
—Es evidente que se trata de un misterio, ¿no?
—Si quieres que te sea franco, Ray, no creo que se trate de ningún gran misterio. No. Tengo casi todos los hechos muy claros. Mira, hay otra cosa que quisiera preguntarte: ¿reconoces este coche?
—¿Qué coche?
—Éste. El coche en el que vamos.
Tony sintió un escalofrío. Su desagradable responsabilidad por haber llevado a ese hombre hasta allí, que ahora tendría que afrontar. O eso o el enorme placer que le producía estar aproximándose al fondo del asunto. Probablemente ambas cosas.
—¿Este coche? ¿Por qué iba a reconocer este coche?
—¿No te resulta familiar? ¿No te recuerda nada? ¿No te lleva a un tiempo pasado?
—Qué va. ¿Por qué iba a hacerlo? Puede que me esté llevando a alguna parte, pero que me follen si sé adónde.
Un chiste. Pura basura. Nada de compasión.
—¿No recuerdas haberlo conducido?
—Pero ¿qué dice? ¿Era mío? Yo nunca he tenido un coche como éste.
Evidentemente, no lo recordaba.
—¿Qué me dices del conductor?
—¿Qué?
—El tipo que va conduciendo, mi amigo Tony. ¿Te acuerdas de él?
—No lo veo. Que vuelva la cabeza.
—Detenga el coche, Tony.
Tony Hastings aminoró la marcha y se detuvo sobre el arcén de gravilla que flanqueaba una larga recta. Sintió los fuertes latidos de su corazón, junto con un extraño miedo teñido de sensualidad, y otras cosas más. Y la inminencia de una prueba que habría de pasar y que había olvidado que iba a resultarle tan intimidatoria.
—Vuélvase y deje que él lo vea.
Un rugiente camión sacudió el coche con una ráfaga de aire. Tony se volvió. El hombre del uniforme blanco de béisbol con la palabra CHEVROLET en la pechera, el rostro bajo la visera de la gorra. Los ojos mirándolo, la pequeña boca con los dientes demasiado grandes. Lo que él recordaba, aunque no exactamente así.
—¿Quién es este tío? —preguntó Ray.
—¿No lo recuerdas?
—En absoluto.
Estaba mascando, un movimiento apenas visible de la mandíbula, mientras miraba fijamente a Tony, preocupado, sin señal alguna de reconocimiento. Tony lo vio todo: la hinchazón de los ojos, las comisuras enrojecidas, los pequeños capilares en el blanco de los ojos, así como la nariz, los orificios, el vello en su interior, los dos dientes de en medio torcidos, uno de ellos saliente, picado.
—¿Usted se acuerda de él, Tony?
—Sí.
—Refrésquele la memoria.
—Me acuerdo de usted —dijo Tony.
—Dígale de qué.
—El verano pasado, en la interestatal, cerca de la salida a Bear Valley.
Los ojos de Ray lo miraban atentos, expectantes.
—Explíquele lo que recuerda de él y lo que hizo.
Mientras miraba a Ray a los ojos, Tony no supo si podría decirlo. Lo intentó:
—Usted mató a mi esposa y a mi hija. —La voz le tembló, como si mintiese. Captó el ligero agrandamiento de los ojos del hombre y vio que dejaba de mascar. Ningún otro cambio perceptible.
—Usted está loco. Yo nunca he matado a nadie.
—Cuénteselo todo.
—Usted y sus compinches nos obligaron a salir de la carretera —dijo Tony con voz áspera, carente de convicción y firmeza por verse forzado a hablar.
—Dígale quiénes eran sus compinches.
—Lou y el Turco.
—¿Te acuerdas de eso, Ray? ¿De salir a la interestatal a haceros los chulos y jugar con los otros coches a ver quién es más valiente?
—Usted está loco —repitió Ray con voz queda.
—Nos sacaron de la carretera y tuvimos un reventón. Lou y el Turco cambiaron el neumático. Después usted y el Turco se metieron en mi coche con mi mujer y mi hija y me obligaron a subir al de ustedes con Lou.
—¿Y después, Tony?
—Lou me llevó al bosque y me dejó allí. Tuve que regresar andando. —Piensa en el placer del hombre al humillarlo. ¿Y si disfruta por segunda vez, detrás de su máscara cuidadosamente compuesta, al oír su historia? Ahora la voz es más potente, afirma cosas, convierte la humillación en venganza—. Después usted regresó al bosque en mi coche. Me llamó, tratando de que cayese en la trampa. Fue hasta donde Lou me había dejado. Al volver intentó atropellarme.
—¿A qué regresaste allí, Ray?
—Este tío está como un cencerro.
—Dígale lo que encontramos allí, Tony.
—Dígaselo usted.
—¿Es necesario? Tú lo sabes, ¿verdad, Ray?
—Joder, no tengo ni idea de qué demonios están hablando.
—De los cadáveres de mi esposa y mi hija, que vosotros llevasteis y abandonasteis allí.
La visión de los dos pálidos maniquíes, seguida de la de los dos pálidos capullos, que revivían súbitamente el recuerdo de un dolor pretérito, nubló los ojos de Tony Hastings. El hombre lo advirtió, debió de estimular su lascivia a través de la máscara, y por un instante Tony percibió la sonrisa, no mucho, pero lo bastante, la sonrisa que había visto el verano anterior, sádica y despectiva entonces, lo suficiente para inflamar su casi olvidada furia y expulsar con violencia de su mente cualquier sentimiento de conmiseración. La máscara se había recompuesto, pero demasiado tarde para Ray.
—Fue usted —dijo Tony—. Estoy seguro.
—¿Qué me dices, Ray?
—Usted está loco.
—Vale, vamos a Grant Center. Creo que voy a acusarte.
—Está cometiendo un error.
—Me parece que no, Ray.
Mientras conducía, Tony Hastings no miró atrás ni una vez. Se mordía el labio inferior, la vieja costumbre de la infancia para controlar los nervios. Experimentaba una furiosa alegría, y conducía velozmente.