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Fin de capítulo. Susan, que no quiere pausa alguna, levanta la cabeza para ver dónde está. En el suelo de la habitación contigua, Dorothy, cuya dorada cabellera le cae lacia sobre la espalda, levanta los brazos. Tiene un codo sucio. Pechos. Mike, el amigo de Henry, la mira con los ojos entornados. Ojalá ella se moviese, hiciera algo. La voz de Mike suena ronca como la de Ray en la novela. Dentro de tres años, Dorothy irá al instituto. ¿Con quién estará Arnold en Nueva York, en el salón decorado de bambú? ¿Con el doctor Estudioso?

Animales nocturnos 6

Caminaba deprisa porque sabía que de lo contrario la carretera no acabaría nunca. Una oscuridad desierta y sin embargo rota por el negro follaje. La carretera describía una curva, descendía, el bosque se alzaba detrás. Llegó a una bifurcación que no recordaba de su viaje con Lou. Intuitivamente, cogió la curva a la derecha, colina abajo, que no le resultaba familiar. Oyó un coche que ascendía trabajosamente. Vio la luz que se aproximaba y se metió en el bosque hasta que pasó. No era el de Lou ni el suyo, pero podría haberlo sido, y consideró sensato no correr más riesgos. Aunque la sensatez parecía dar igual en aquel mundo estragado, mientras continuaba andando como un fugitivo, con miedo a los coches y los hombres, como si lo hubieran exiliado de su especie.

Mirando al frente, sin embargo. «¿Adónde vas?», se dijo.

«A la policía».

«¿De qué policía hablas?».

«La policía de Bailey».

«¿Cómo vas a encontrarla?».

«Llamaré por teléfono».

La primera casa. Gente. Cualquier lugar con gente.

Imaginando una cabina telefónica, se llevó una mano al bolsillo en busca de monedas. «Bien».

«Por favor, póngame con la comisaría de Bailey. Perdón, mi nombre es Tony Hastings, de Ohio; tengo un problema. ¡Ayúdeme!».

«¿Qué está diciendo?». «¡Ayúdeme, por favor!».

¿Qué cabina telefónica? No se necesita cabina telefónica; cualquier granja vale.

«Disculpe, ¿podría usar su teléfono?».

«Válgame Dios, señor, me ha dado un susto de muerte; ¿no ve que estamos en plena noche?».

«Mi nombre es Tony Hastings, soy profesor de Matemáticas en una universidad de la que usted nunca ha oído hablar».

«Échale los perros, ningún extraño husmea por aquí en mitad de la noche».

Mientras caminaba, intentó mirar más allá de sus problemas momentáneos, como lo haría el verdadero Tony Hastings. Si sería necesario alquilar un coche para el resto del viaje. Hacer una llamada para decirle a Roger McAllen que esperase un par de días antes de abrir la casita.

«Disculpe, con la policía, por favor, llamo para preguntar si están ahí mi mujer y mi hija».

«¿Cómo dice?».

«Tres tipos, llamados Ray, el Turco y Lou. Ray tiene una cara odiosa, casi sin mentón, dientes demasiado grandes para la boca, es medio calvo; a ver si le dan su merecido. Piense usted por favor en cuántos cargos se le pueden imputar: rapto, vejación. Robo de automóvil. ¿Violación?».

«¿Cómo dice? Empiece desde el principio, por el amor de Dios».

«Disculpe. Tony Hastings, profesor de Ohio de viaje a Maine conduciendo de noche. Tropezamos con esos tipos en la interestatal, se llevaron a mi mujer y mi hija; no, no se trata de un simple accidente de carretera».

«Más allá de este problema concreto, las tareas que es preciso abordar cuando lleguemos dependen de cuánto tardemos. Podría reconsiderar lo de alquilarle una barca a Jake Malcolm. Oh, qué esperanza absurda, ciega. “Discúlpeme, no era mi intención asustarlos; es una emergencia”».

«¿Me permite?».

Ningún problema es pasajero hasta que se resuelve. Todos los problemas son potencialmente permanentes.

La carretera bajaba en una pronunciada pendiente describiendo sucesivas curvas. Seguro que había perdido el sendero que se internaba en el bosque, probablemente en la bifurcación. No tenía sentido intentar volver atrás, había llegado demasiado lejos, y tampoco podía recordar los giros que había realizado; y aunque lo recordase, ¿adónde podría ir? «Ningún pueblo en particular, cualquiera serviría, cualquier comisaría si no puedes dar con Bailey. “Disculpe, ¿puede llamar a las otras comisarías con su teletipo, ordenador, teléfono?”. Porque aunque no acordamos nada en concreto, una comisaría sería una especie de punto de encuentro natural, sobre todo si se considera que es ahí donde se suponía que íbamos a reunimos».

La carretera se niveló y los árboles desaparecieron. Negros campos a un lado y a otro. Granjas, la hondura de un valle; podía ver el contorno sombrío de una elevación en el extremo opuesto. Vio acercarse, todavía lejanos, los faros de un coche. Se arrojó a la cuneta y aguardó a que se fuera. Había pasado de largo por delante de un autoestopista hacía años, o esa misma noche. Helen se equivocó al pedir que lo recogiésemos, pero jamás imaginó que su hija fuera a recibir una lección como ésta. Un momento después, otro coche. Estaba cansado de esconderse. Pensaba que todos los coches con los faros encendidos debían considerarse enemigos, pero también recordaba que aún era Tony Hastings. Se encontraba de pie cerca de un sendero que atravesaba una abertura en una cerca, dispuesto, si el coche aminoraba la velocidad, a meterse corriendo entre lo que probablemente fueran plantas de maíz tan altas como él. El coche pasó zumbando.

La gran caja negra que veía más adelante, junto a la carretera, se estaba convirtiendo en una casa, pero su alivio desapareció al comprobar que todas las luces estaban apagadas, y él no se atrevía a convertirse en un desconocido que despierta a una familia en plena noche. La carretera desembocó en otra, algo más ancha. Vio luces en el lado izquierdo. «Puede que ahora, finalmente».

Apretó el paso, animado por la perspectiva de un destino. La luz era un reflector que montaba guardia en lo alto de una esquina entre el establo y el granero e iluminaba el patio entre el granero y la casa. Pero ésta se hallaba a oscuras, como la anterior.

Vislumbró las débiles luces azules y rojas de un anuncio de cerveza en una ventana, al otro lado; pero esa ventana también estaba a oscuras. Se preguntó si no estaría justificado que un hombre en una situación verdaderamente desesperada despertase a un desconocido en mitad de la noche. Pero sabía que la gente de las granjas solitarias tenía escopetas para los desconocidos visitantes nocturnos (que muy bien podían ser Ray, el Turco o Lou).

Ahora había más casas; en cuanto dejaba una atrás aparecía otra, todas a oscuras, a excepción de los patios. Un perro ladró detrás de una porqueriza. Vio unas formas oscuras que parecían rocas y al cabo de un instante advirtió que eran vacas. Notó que su visión mejoraba. Un pájaro, un petirrojo, se puso a cantar en unos árboles y apareció un leve resplandor en el cielo.

Aquello significaba el alba, el final de la noche. La llegada de la luz se llevaba consigo la desesperación como un fotógrafo que capta la pesadilla y la define. Le proporcionaba alivio. La paz del sentido común.

«Sentido común. Piensa en las veces que has temido una tragedia porque Helen tardaba en llegar a casa o porque Laura no llamaba a la hora habitual. Recuerda la vez del huracán». Pero ninguno de esos desastres había llegado a ocurrir. Su padre y su madre vivieron sus vidas, la familia seguía estando formada por Tony, su esposa Laura y su hija Helen.

«Sentido común, no obstante. Me embistieron y me forzaron a salir de la carretera. Me separaron de mi familia y se la llevaron. Me dejaron tirado en medio del bosque. Intentaron atropellarme, matarme».

La terrible noticia resonó en su mente: «Laura y Helen han muerto. Sabes que han muerto». Otra vez: «Laura y Helen han muerto. Esos hombres las han matado. Te lo dice el sentido común. Lo sabes, lo has sabido todo el tiempo, lo supiste cuando las viste alejarse en el coche. La única cuestión es si las han matado ya o si eso aún está por suceder». Si había una postergación, si habría una oportunidad de salvarlas.

Hurgó en su memoria. Laura con sus pantalones veraniegos y el jersey oscuro, de pie junto al coche, Helen con el pañuelo rojo en la cabeza, sentada en una piedra junto a la autopista, las dos mirándolo por la ventanilla mientras el coche se aleja velozmente.

Aunque el cielo todavía estaba oscuro, se podían ver claramente los campos, los grupos de árboles, las colinas que rodeaban el valle, las casas y los graneros. En los árboles cantaban los petirrojos. Vio que se aproximaba un coche. Luces, gente despierta. Basta de esconderse, ahora parecía absurdo. «Disculpe señor, ¿el pueblo más cercano, la policía?». Existía un ritual para eso, una actitud específica. Hizo una seña levantando el pulgar y el coche pasó sin detenerse.

Otro coche en la dirección opuesta. Cruzó la calzada y volvió a levantar el pulgar. Sin éxito. Después, más coches. Madrugadores. El gesto ritual no servía. Cuando a los pocos minutos se acercó el siguiente vehículo, una furgoneta, agitó las manos por encima de la cabeza: «¡Auxilio, auxilio!». La furgoneta hizo sonar la bocina.

Le zumbaban los oídos, la noche en vela había perforado su cráneo. El frío patio iluminado era como los otros que había visto, pero en esta casa había ventanas iluminadas, una en la planta alta y otra en la parte trasera de la principal. Se detuvo, con el corazón palpitante.

Caminó hacia el pequeño porche delantero. La puerta tenía una ventana y a través de la cortina vio, al fondo, un rincón de la cocina, que estaba iluminada. Pulsó el timbre, oyó un sonido agudo y discordante seguido del ladrido de un perro en el interior de la casa. Una mujer delgada, con delantal, se asomó tratando de ver desde la cocina quién llamaba. Se quedó donde estaba. A su lado apareció un hombre de cabello blanco y camisa de cuadros, que se acercó, apartó la cortina y miró. Dijo algo a través del cristal. Con el ladrido del perro no había forma de oírlo. Tony gritó:

—¡Disculpe, señor!

La mujer, detrás del hombre, se inclinó, y el perro dejó de ladrar. El hombre abrió la puerta un par de centímetros.

—Disculpe, señor. ¿Podría usar su teléfono?

—¿Para qué?

—He tenido un accidente.

El hombre lo miraba fijamente a la cara.

—¿Algún herido?

—No. Bueno, no lo sé. Necesito ayuda.

—¿Hay alguien con usted ahí fuera?

—No; estoy solo.

—Está bien, de acuerdo, pase.

Encendieron la luz del vestíbulo. El teléfono estaba sobre una repisa junto a la puerta principal. El perro era blanco y negro, y se puso a olfatearlo y menear la cola, mientras la mujer lo sostenía por el collar.

—Parece que se ha hecho unos rasguños —dijo el hombre—. ¿Dónde ha sido el accidente?

—No lo sé —respondió Tony Hastings.

—¿No lo sabe?

—He pasado andando la mitad de la noche.

—Perdido, ¿eh?

—Soy forastero aquí.

—Pues siéntese. Descanse un poco. ¿Qué, viajando solo se quedó dormido al volante?

—No, no, mi esposa y mi hija…

—La esposa y la hija —intervino la mujer—. ¿Están heridas?

—Las dejó en el coche —dijo el hombre—. ¿Qué quiere? ¿Una ambulancia?

—No es eso —repuso Tony—. No es eso. —Buscaba a tientas una explicación creíble para comunicar al mundo su pesadilla.

—¿Quiere pasar al cuarto de baño a lavarse? —ofreció la mujer.

—Puede que primero quiera hacer la llamada —dijo el hombre—. Están esperándolo en el coche.

—Es peor que eso —dijo Tony—. No puedo explicarlo. No fue exactamente un accidente. Nos encontramos con unos tipos. Mi esposa y mi hija… —«Venga, matemático, explícalo de una vez»—. Se las llevaron. Quiero decir que las he perdido.

El hombre y su mujer lo miraron con perplejidad.

—¿Qué las ha perdido?

—A mi esposa y mi hija.

—¿Qué es eso de que ha perdido a su esposa y su hija?

—Tropezamos con unos tipos en la autopista. Unos malhechores. Delincuentes. Nos obligaron a salir de la calzada…

—Menudos hijos de puta… —masculló el hombre.

—Es difícil de explicar. Se llevaron a mi esposa y a mi hija. En mi coche. A mí me llevaron al bosque. He pasado la mitad de la noche caminando. No sé dónde están. —Las lágrimas afloraron a sus ojos—. No sé cómo buscarlas.

—¿Cómo pudo permitir que le hicieran eso?

Tony sacudió la cabeza, luchando contra las lágrimas.

El hombre y la mujer se miraron.

—¿A quién debería llamar? —preguntó el hombre.

—¿A Hamilton? —dijo ella.

—Todavía no debe de estar levantado.

—¿Lo despertamos?

—¿Quieres sacarlo de la cama por esto?

—¿Quién es Hamilton?

—El sheriff.

—Tiene que haber alguien levantado en Grant Center —insistió la mujer.

—¿Tú crees? No abren hasta las ocho.

—La cárcel —dijo la mujer—. La cárcel está abierta toda la noche.

—Sólo se queda allí el guardián nocturno, y ése no puede hacer nada.

—Entonces despierta a Hamilton. ¿Para qué sirve un sheriff que duerme toda la noche?

—La policía estatal —dijo el hombre—. Ésos tienen abierto toda la noche.

—Ah, seguro —confirmó la mujer—. Claro que sí.

—La policía estatal. En su lugar, yo los llamaría.

—De acuerdo —accedió Tony—. ¿Cómo doy con ellos?

—Busque Pensilvania —respondió la mujer.

—Policía estatal. Buena gente, excelentes profesionales. Lo ayudarán. Son de lo mejor.

—Haga su llamada y después podrá lavarse —dijo la mujer—. Le prepararé algo para desayunar. Debe de estar agotado.

—La verdad, un sheriff no puede hacer nada. La policía estatal sí que vale. Son la élite. Los mejores.

No era un trato amistoso, más bien atento y deferente. Ella fue a la cocina. El hombre continuó mirando a Tony.

—Quiero oír lo que le dice a la poli. No acabo de entenderlo. Usted afirma que metieron a su esposa y su hija en un coche y se las llevaron. ¿Es que lo amenazaron con armas?

—No, no con armas.

—Maldita sea, no puedo entender cómo dejó usted que se salieran con la suya.

—Pues yo tampoco.

Pero Tony lo entendía perfectamente, porque era a él a quien le había ocurrido. Lo difícil iba a ser conseguir que otro lo entendiese.