Animales nocturnos 24
Permanecieron de pie en el refugio de Bobby Andes mientras el eco de la catástrofe moría en el bosque: la muchacha llamada Susan con su minifalda, Ingrid con un paño de cocina, Tony Hastings con su pistola sin usar, todos junto a la mesa, en estado de shock. Bobby Andes, en plena actividad policial, se ajustaba los pantalones sin soltar el arma que acababa de utilizar. Lou Bates estaba fuera, sobre la hierba, con un agujero de bala en el cerebro.
—Mierda —masculló el teniente—. ¿Qué ha pasado, Tony? ¿Se le ha atascado la pistola?
La rabia que Tony quería sentir quedó anulada por la vergüenza de no saber qué se había esperado que hiciese, de modo que no dijo nada.
Andes miró a Susan.
—Disculpa por haberte asustado. Es que he visto un murciélago.
—¿Un murciélago, Bobby? Nos apuntabas a nosotros.
El semblante de Andes cambió. Puso el arma sobre la mesa y salió por la puerta de atrás. Lo oyeron vomitar violentamente. Al volver dijo:
—Vaya momento para ponerse a vomitar. —Se sentó a la mesa y empezó a respirar profundamente—. Debo irme.
—Bobby —dijo Ingrid—, ahí fuera está ese hombre al que has matado.
—Dame tiempo.
Ingrid miró a Tony y Susan; todos se miraron entre sí.
—¿Qué vamos a hacer, Bobby?
—Tranquila. Todo está controlado.
—¿Qué vamos a hacer? —repitió Ingrid—. Has matado a ese hombre.
—Así es. Ha intentado escapar.
—Lo has matado deliberadamente.
—Ha intentado huir —repitió Andes, mirándola—. ¿Cuál es el problema?
—Le has disparado por segunda vez cuando estaba en el suelo. Le has dado en la cabeza.
En la habitación reinaba un silencio total, todos lo miraban, una vez más, se oyó el croar de las ranas en el río. Andes se pasó una mano por la cabeza, abrió la boca para hablar, cambió de idea.
—¿Por qué lo has hecho?
—Porque no me lo he cargado la primera vez, joder. —Hurgó en el bolsillo y sacó las llaves de su coche—. Tengo que irme.
—¿Adónde, Bobby?
—A hablar por teléfono.
Ella le tocó el hombro, él la rechazó.
—No me toques, estoy bien.
—¿No puedes mandar a Tony?
Tony se alarmó, pero Bobby la miró como si se hubiera vuelto loca.
—Tony no puede hacerlo —respondió.
—¿Qué es lo que no puede hacer? Puede llamar a la comisaría. ¿Qué más quieres?
—Quiero capturar a ese cabrón cuando salga a la carretera.
—Oh, no, Bobby.
—Oh, sí, Ingrid. Tengo que atrapar a ese cabrón.
—¿Y dejarnos aquí solos?
Él se puso en pie, se enderezó y caminó hacia la puerta.
—¡Bobby! —le gritó Ingrid.
—Tranquila. Tony tiene una pistola. Si se acuerda de cómo usarla.
—Ese hombre está tirado ahí fuera.
—Déjalo ahí. No lo toquéis. Quedaos dentro y confiad en que ningún pescador madrugador tropiece con él.
Salió de la cabaña. Oyeron el coche alejarse.
—¡Maldito sea! —exclamó Ingrid.
—¿Eso que ha hecho es… legal? —preguntó Susan.
—¿Dispararle?
—¿Puede un policía hacer lo que ha hecho?
—Ha intentado escapar —dijo Ingrid—. Aun así —añadió—, ese segundo disparo en la cabeza… no era necesario.
—¿Se meterá en líos?
—Pues sí.
—¿Por qué?
—No tenía base legal para retener al otro tipo.
—¿Te refieres a Ray?
—Eso ha violado todas las normas —precisó Ingrid.
—¿Le traerá problemas?
—Prefiero no pensar en ello.
—Quizá si no decimos nada…
—Se enterarán de todos modos —la interrumpió Ingrid—. Las heridas en el cadáver son lo bastante claras. El asunto es si sus compañeros lo respaldarán.
—¿Qué intentaba hacer? —preguntó Susan—. Quiero decir, cuando averigüen lo que ha pasado, ¿no echará eso a perder su carrera?
Ingrid rió con desgana.
—¿Cuándo lo averigüe quién? No creo que a él le importe. Creo que decidió que, si el fiscal del distrito no iba tras el tipo, lo haría él mismo. —Ingrid intentaba interpretar a Bobby—. Lo que no entiendo es cómo ha podido ser tan descuidado.
—¿Descuidado?
—Perdiendo el tiempo allí, en la mesa. Confiando en que Tony los detendría. No es propio de él. —Miró a Tony. Supongo que estará usted contento con la muerte de ese tipo.
Tony no podía pensar en eso, absorbido por la cuestión de qué esperaba Bobby cuando Ray emprendió la huida. Que Lou Bates hubiese muerto carecía de importancia, como si hubiera dejado de ser Lou Bates. No le producía satisfacción alguna, o al menos no más de la que le había producido la muerte del Turco. El tiempo había redefinido el crimen y el único criminal que importaba era Ray. Ray y únicamente Ray, y una vez más Tony se había asustado y lo había dejado marchar.
—¿Estás segura de que está muerto? —preguntó Susan.
—Le ha disparado en la cabeza —repuso Ingrid.
—Pero podría no estar muerto. Tal vez deberíamos ir a ver.
—Está muerto. De eso no hay duda.
—Creo que alguien debería comprobarlo, por si acaso.
—Yo no.
«Yo tampoco», pensó Tony cuando Susan se volvió hacia él. Se quedaron en la puerta, observando, mientras la joven prima del policía —a quien tanto él como Ray habían considerado una prostituta, pero que más bien parecía ser sólo una especie de niña con minifalda— salía con la linterna y se aproximaba cautelosamente a la forma oscura que yacía sobre la hierba. La observaron mientras ella, valerosamente, se agachaba y lo examinaba. Vieron sus pálidas rodillas, que destacaban en la oscuridad. Vieron el haz de la linterna, que movía por encima del cadáver. Y vieron que tocaba con una mano aquel rostro. Cuando regresó, estaba blanca como el papel.
—Tiene los ojos abiertos —dijo.
—Es lo que hacen cuando mueren —explicó Ingrid—. Abren los ojos, pero no ven.
Las cosas se estropean. La comida se echa a perder, la leche se pone agria, la carne se pudre. En la mortecina luz del refugio se advierte una sensación de accidente y rotura. La muerte de Lou Bates no era una muerte justa. Tony se preguntaba si era él quien la había causado por haber sido incapaz de detener con el arma a Ray y Lou. Pero el único modo de detenerlos habría sido dispararles, lo cual lo habría convertido en asesino, a él en lugar de a Bobby, y eso habría sido peor. Por tanto, no había sido culpa suya. El motivo de su sorda rabia quedó súbitamente expuesto: si Bobby había intentado que él fuese el ejecutor de Ray y Lou… La cuestión resultaba intolerable. Por muy mal que hubiese ido todo, insistió, él no era un actor sino sólo un testigo.
Susan bostezó. Tony recordó que él había pasado una noche entera andando por el bosque y recorriendo carreteras, hasta que encontró a un granjero que se levantaba con las primeras luces del alba.
—¿Quieres ir al dormitorio, acostarte? —propuso Ingrid.
—No puedo dormir con ése ahí fuera —replicó Susan.
—Yo tampoco —convino Ingrid—. Bobby volverá pronto.
—¿Sí? Creía que intentaría atrapar al otro tipo.
—Si lo hace, lo mato.
Bobby Andes, en efecto, no tardó en regresar. Oyeron el coche en el sendero de acceso, vieron otra vez la luz de los faros barriendo la ventana, oyeron la portezuela al cerrarse. Vieron a Bobby Andes avanzar a grandes pasos hacia la cabaña y entrar rápidamente, como transformado.
—Ha sido rápido —comentó Ingrid—. ¿Has telefoneado?
—Tengo que ir a la ciudad —dijo él.
—No, Bobby, otra vez no.
Se advertía un cambio en él: rostro curtido, nada de vómitos que restan fuerza; únicamente el rictus más recio y permanente.
—La llamada la ha recibido Wickham. Tengo que ver a Ambler en persona. —Su voz no denotaba alarma sino urgencia. Todo estaba bajo control, pero hacía falta un esfuerzo para que continuara así. Ninguna catástrofe a la vista si conservamos la mente fría—. Antes de irme —añadió, mirando sucesivamente a los tres, como si esperara a que le prestasen atención, aunque era lo que hacían— es preciso que sepáis qué ha sucedido esta noche.
—¿Lo que ha sucedido?
—Lo que ha sucedido aquí. Lo que habéis visto.
—Yo he visto perfectamente lo que ha sucedido —dijo Ingrid.
—¿Ah, sí? —Andes se quedó mirándola.
—Ah.
Silencio, náusea.
—¿Quieres que mintamos? —preguntó Ingrid Hale—. Por favor, Bobby, no nos hagas mentir.
—¿No queréis mentir? ¿Queréis decir toda la verdad y nada más que la verdad sobre lo que habéis visto esta noche? ¿Es eso lo que queréis?
Ingrid parecía desolada. Tony sentía palpitaciones.
—Ay, Bobby, querido —dijo Ingrid.
Bobby querido tenía los ojos cansados y enrojecidos, boqueaba como un pez fuera del agua. Lo había hecho todo el tiempo, pero Tony no lo había advertido hasta entonces.
—Me importa un carajo —replicó—. He pensado que querríais tener una historia que contar. Si no la necesitáis, al diablo con ella.
Ingrid inclinó la cabeza.
—De acuerdo. ¿Qué historia tenemos que contar? ¿Nos lo vas a decir?
—Que fue Ray Marcus el que disparó a Lou Bates. Dos veces. Una en el cuerpo, otra en la cabeza.
—¡Dios mío! —exclamó Ingrid.
—Le disparó porque Lou había aceptado declarar ante el juez.
Silencio mientras lo pensaban. Ingrid le dirigió a Tony una mirada desesperada. —«Socorro, socorro»—, pero él la evitó.
—Eso no tiene sentido —objetó Ingrid.
—Tiene todo el maldito sentido que haga falta.
Tony intentaba visualizar a Ray Marcus disparándole a Lou Bates.
—¿Queréis saber cómo lo hizo? —prosiguió Andes—. Tenéis que saberlo, ¿no? No podéis hacer que Ray aparezca de pronto aquí con una pistola, ¿de acuerdo? ¿Queréis saberlo?
—Será mejor que nos lo digas, entonces.
—Os lo diré. No lo retuvimos aquí. Quiero decir que estuvo aquí pero se fue. Mantuvimos una conversación y se fue, lo dejé en la carretera mientras iba a buscar a Bates. Pero él no regresó a su casa. O fue a su casa a buscar una pistola, o consiguió una pistola en alguna parte y volvió haciendo autoestop y entonces fue cuando lo hizo. Una emboscada. Se apostó fuera de la cabaña, le disparó mientras yo lo llevaba a la casa, me pilló por sorpresa, bang, bang.
—Lo tienes todo resuelto —observó Ingrid.
—Lo suficiente.
—Es ridículo.
—De eso nada.
—No saldrás impune. ¿O crees que sí?
—¿Salir impune de qué? Tengo a Ambler, tengo a George. Lo único que hace falta es que vosotros estéis de acuerdo y no digáis más de lo necesario.
—¿Propones que cometamos perjurio?
—Por Dios. Piensa en las posibilidades de la situación. Con el tiempo suficiente, habría ocurrido.
—Venga ya, Bobby.
—¿Qué quieres decir con «venga ya»? Lo que te estoy ofreciendo son días de libertad durante el resto de mi vida, dure lo que dure. Si crees que es perjurio, entrégame, me importa una mierda.
Ingrid miró a Tony y a Susan.
—¿Estáis de acuerdo?
—¿Yo? —dijo Susan—. ¿Qué esperáis que haga?
—Dirás que ese tal Ray Marcus no estuvo aquí —explicó Ingrid.
—Se fue antes de que vinieses —apuntó Bobby Andes.
Susan asintió.
—Oh. Y después vino y le disparó al de la barba —dijo.
—Eso es. Si te preguntan, eso es lo que viste. Aunque, espera, en realidad no llegaste a verlo. Tampoco viste al hombre de la barba. Sólo oíste los disparos mientras yo traía al tipo de la barba desde el coche.
—Conque eso es lo que debo decir, ¿eh?
—Eso debes decir. —Bobby Andes pareció aliviado y satisfecho.
«Si me opongo a su plan, le buscaré la ruina», pensó Tony, mientras imaginaba las preguntas que podrían hacerle en el estrado de los testigos.
—Él lo negará —objetó Ingrid.
—Su negativa no vale una mierda. También negó haber matado a la mujer y la hija de Tony.
—Irá a la policía a denunciarte.
—No es tan idiota.
—Irá a la policía y contará lo que ha visto. Lo contará todo, Bobby. Cómo lo has secuestrado, y lo de las esposas, y cómo has matado a Lou.
—No, no hará nada de eso.
—¿Cómo lo sabes? Yo en su lugar lo haría.
—No lo hará porque sabe que lo detendrían por la muerte de Lou. Lo sabe porque me conoce y conoce a mis amigos y sabe que vosotros tres sois testigos. Por eso no irá a la policía. Pero si llega a ir, se encontrará con que nadie le cree.
—Resulta todo tan deshonesto, Bobby…
—¿Qué es lo deshonesto? No discutas conmigo. Si esto te parece deshonesto, dame una alternativa. Dime qué cosa no deshonesta puede hacerse.
Se mostraba melodramático, como si aquello fuese una opereta. En cuanto al angustiado Tony, omitido por todos pero culpable de todo, tanteaba a ciegas en las oquedades de la historia que se esperaba que contase, buscando las preguntas que suscitaría.
—Bobby —dijo por fin—, si Ray Marcus mató a Lou Bates, ¿cuándo se fue de aquí? —Otra—: ¿Adónde fue? —Otra más—: ¿Cómo consiguió la pistola? ¿Cómo regresó hasta aquí?
—Deje que yo me preocupe de eso —lo tranquilizó Andes—. Se fue de aquí conmigo. Lo llevé a la ciudad. Lo llevé a la ciudad, eso es, porque quería ahorrarle el mal trago a Ingrid. Dios sabe lo que hizo después. Consiguió un arma. Vino haciendo autoestop hasta aquí. No se preocupe por eso.
Los miraba como un jefe de boy scout harto: ¿Lo habéis entendido? ¿Puedo confiar en vosotros? ¿Queda algún hueco por rellenar?
—Recapitulemos —dijo—. ¿Me lo permitís? ¿Sí? Entonces, yo traje a Ray. Cuando vi aquí a Ingrid, me lo llevé de nuevo. Vosotros esperasteis y entretanto vino Susan. Os preguntabais dónde demonios estaba yo. Al cabo de un rato, regresé. Mientras venía hacia la casa con Lou, ¡bang! Dos disparos. Salisteis a toda prisa y visteis a ese tipo en el suelo y al otro huir corriendo. Sencillo, ¿no?
Tony pensó en lo irritante que resultaba tener a Ray Marcus del lado de la ley y en su contra.
—No os preocupéis por Ray —continuó Andes—. Se expone a que lo maten por resistirse a la detención. ¿Sí? —Se volvió hacia Ingrid—. ¿Te escandaliza lo que digo?
Ella no respondió.
—Joder. Eres tan honesta… ¿Usted también, Tony? ¿Su mujer y su hija fueron asesinadas y usted se queda ahí sentado, poniendo objeciones?
—Bobby —dijo Ingrid—, ¿es así como trabajas siempre? —Lo miraba como a un desconocido.
—¿Estás criticando cómo hago mi trabajo?
Se miraron fijamente. Al cabo de un momento, él cedió.
—No, no suelo trabajar así —dijo. Ahora sonaba razonable—. Nunca lo he hecho de esta forma —aclaró con pesar.
—Eres un cabrón obstinado, Bobby —dijo Ingrid—. ¿Por qué no puedes decir, sencillamente, que lo habías detenido y se escapó? Perdiste la cabeza y le disparaste. ¿Van a matarte por eso?
Bobby reflexionó.
—No es tan sencillo —dijo por fin—. A mí no se me escapan los tíos que detengo. Prefiero mi versión.
Tony continuaba pensando en los funcionarios hostiles que iban a interrogarlo.
—Se lo explicaré a Ambler —prosiguió Andes—. Él se hará cargo. Puede que no tengáis que decir nada en absoluto. —Frotó la pistola con un pañuelo y fue hacia la puerta—. Ahora vuelvo.
Se quedaron mirándolo desde el porche. Andes pasó junto al cadáver de Lou, que semejaba las oscuras raíces de un árbol, y continuó andando hasta el río, adónde arrojó la pistola.
Cuando regresó, dijo:
—Si os preocupa que no sea la verdad, pensad en ello como la verdad intrínseca. Lo que ha pasado es lo que habría pasado. —Y tras una pausa—: Tony, necesito su ayuda para atrapar a Marcus.
Aquello asustó a Tony, e Ingrid volvió a poner objeciones:
—¿Cómo vas a atraparlo? Está en el bosque.
—Lo rastrearé con perros. Si abandona el bosque, hará autoestop. Lo pillaremos antes de que consiga que alguien lo lleve.
—Podría estar en cualquier parte.
—Nada de eso. Sólo hay dos carreteras que podría alcanzar antes de la mañana. Si nos movemos lo bastante rápido… —Miró a Tony, un Tony horrorizado—. Si usted va en su coche y yo en el mío…
—¿A cazar a Ray?
—Tranquilo. —Su mueca no alcanzó a ser una sonrisa—. Quiero que vaya a casa de George Remington. Despiértelo y dígale que necesitamos sus perros.
—¿Por qué no lo haces tú? —intervino Ingrid.
—Maldita sea, mujer, yo tengo que ver a Ambler mientras todavía esté de servicio.
—¿Por qué a Ambler?
La mirada de Andes fue enigmática.
—Preferiría informar a Ambler en lugar de a Miles. —Fue hasta la mesa con un trozo de papel. Dibujó un mapa—. Es aquí, Tony. Llame a la puerta hasta que se despierte. Dele esta nota y dígale que necesito sus perros. Dígale que un hombre ha escapado y que otro ha muerto, pero no aclare nada, que espere mi versión. Después regrese aquí.
—¿Pretendes que nos deje a Susan y a mí solas con él tendido ahí fuera? —preguntó Ingrid.
—No tengo alternativa.
Ella no dijo nada, pero él lo oyó de todos modos: «Que te jodan».
—Vamos, Tony.
Obediente y sintiéndose fatal, Tony se levantó. En la puerta, Bobby Andes se volvió y soltó su discurso.
—La próxima vez que me veáis —dijo—, será con esa gente. Les explicaré cómo mató Ray a Lou. Si no os gusta, podéis contar vuestra puta versión, porque a mí me importa una mierda. —Vio que Tony le tendía su inútil pistola—. Guárdesela, por si ve a Marcus.
—¿Existe la posibilidad de que lo vea? —Tony se dijo a sí mismo que estando en el coche no había nada que temer.
—Si lo ve, oblíguelo a subir al coche. Hágale sacar una mano por la ventanilla delantera y la otra por la trasera y póngale las esposas.
Utilizando el arma que había sido incapaz de usar.
—¿Adónde lo llevo?
—Tráigalo aquí. Déjelo en el coche hasta que regresemos.
—¿Y si trata de escapar?
—Dispárele.
Tony lo miró.
—Defensa propia —añadió Bobby—. Dispárele en defensa propia. —Se volvió hacia Ingrid, como si ésta le hubiese dicho algo—. Es sólo una sugerencia. El puede hacer lo que quiera. —Miró a Tony—. Si necesita dispararle, hágalo en defensa propia, es lo único que digo. —Le dio una palmada en el brazo—. En el peor de los casos, quédese allí. Nosotros lo encontraremos.
Tony Hastings y Bobby Andes se encaminaron hacia sus respectivos coches. Antes de ponerse al volante del suyo, Bobby intentó tener una escena de despedida con Ingrid. Ella le dio la espalda, pero acabó por ceder. Tony se metió en su coche. Bobby se acercó y se inclinó hacia la ventanilla.
—¿Qué le parece? Tenemos al cabrón de la barba; eso hacen dos. Al de los dientes no tardaremos en pillarlo, ya verá.
Atrapado, Tony vislumbró su última y urgente ocasión de dar forma en palabras a una protesta. —«No me haga contar esa historia»—, pero tenía demasiado miedo a que Andes lo despreciara, de modo que se limitó a preguntarle:
—¿Se encuentra en apuros?
—No lo sé. Me importa una mierda.
Tony se sentó en su coche, inmovilizado por una resistencia insuperable. Observó a Andes meterse en el suyo, poner en marcha el motor, encender las luces y, tras una pausa, oyó que le preguntaba:
—¿A qué espera?
—Voy detrás de usted.
Como si no confiase en él, Andes aguardó a que Tony arrancara para ponerse en marcha. Aún sin fiarse, se detuvo en la curva y esperó a que se moviese. Cuando Tony dio marcha atrás, sus faros barrieron de un lado a otro la hierba iluminando el cadáver que yacía cerca del río. Con la camisa gris a cuadros, la barba negra y la garganta blanca hacia arriba, parecía pequeño. Tony se preguntó por qué aquella muerte no le procuraba satisfacción alguna y qué había acabado por estropear su furia y su indignación contra el otro. La claridad de la noche lo asombraba. Nunca antes había dejado a un hombre muerto en el suelo.