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Parece que vamos a perseguir bandidos, pensó Susan, usando la hoja de Tercera Parte como punto de lectura. Hemos matado al Turco, pillado a Lou y vamos a por Ray. Bien. El crimen pende sobre esta historia como una nube ponzoñosa. Es necesario hacer que desaparezca, lo cual es imposible, cree Susan, sin ir tras los culpables. El desconcierto de Lou pone aún más en evidencia la necesidad de atrapar a Ray.

Sin embargo, algo raro está ocurriendo. Esa farsa de la ronda de reconocimiento. Que Tony identificase al Turco en el depósito de cadáveres. ¿Qué se propone Edward con esos indicios de negligencia? ¿Complicar la sencilla distinción entre Ray el malo y Tony el inocente? La cuestión inquieta a Susan, que se pregunta si conseguirá mantenerse serena según avance la historia.

También se siente incómoda con relación al pequeño homenaje de Tony a su esposa y su hija, más amanerado de lo usual, con sus frases telegráficas y sus detalles sueltos escogidos de un modo curioso. La sensación la lleva a Arnold. Si él tuviera que alabarla así, ¿qué extraño detalle escogería? En cuanto a Edward, se acuerda de él, deprimido, en el bote de remos en medio de la bahía.

—Me hundiré en el olvido —dijo—. Nadie sabrá nunca qué veía ni qué pensaba.

—Pues ahora mismo yo estoy olvidada —repuso ella—. Nadie conoce tampoco mis visiones y mis pensamientos.

Y él:

—Tú no eres escritora. Para ti no significa tanto.

Animales nocturnos 17

Durante la comida, le dijo a Francesca Hooton:

—Tenemos a dos. He identificado a uno y al otro lo mataron.

—¿Estás contento?

—Muchísimo.

—Mataron a uno. ¿Eso te pone contento?

—Sí.

—¿Qué deseas que hagan con el que han cogido?

—¿Lou? Quiero que se haga justicia.

—¿Qué en su caso sería…?

Tony Hastings no estaba preparado para ese planteamiento.

—¿La muerte? ¿Deberían condenarlo a muerte?

A él se le ocurrió que aquélla era una cuestión política. Siempre había evitado las discusiones políticas con Francesca debido a la furibunda inclinación derechista de ella.

—Lou no es el que importa —dijo—. El auténticamente perverso todavía anda suelto.

—¿A ése sí deberían condenarlo a muerte?

Tony pensó que, si le revelaba sus pensamientos, ella podría creer que habían aniquilado en él el principio que lo llevaba a oponerse a la pena de muerte.

—No sé cuál es el castigo que deseo —admitió.

—Pero quieres que sufran, ¿no?

La idea lo hizo morderse el labio inferior, como solía hacer de chico.

—Querría que pasaran por lo mismo que yo.

—Que mataran a sus mujeres y sus hijos.

—No, eso no.

—Es a ellos a quienes habría que matar.

—Supongo que sí.

—Como al Turco. ¿Te sientes satisfecho por cómo mataron al Turco?

—El Turco no era importante. Era un peón de Ray.

—No has contestado a mi pregunta.

—No lo sé. Lo mataron en un atraco.

—De modo que recibió su merecido y eso te satisface.

—Puede que no. No fue un castigo. No supo por qué lo estaban castigando.

—Te gustaría que lo hubiese sabido.

—Me gustaría que supieran lo que hicieron. Me gustaría que les mostrasen exactamente qué fue lo que hicieron.

—Ellos saben lo que hicieron, Tony.

—No saben su significado.

—Tal vez sí. Sencillamente no les importa.

—Querría lograr que lo supiesen.

—¿Hablas de arrepentimiento? ¿Qué dijeran lo mucho que lo sienten?

—Querría que supiesen exactamente cuán horrible es lo que hicieron.

—Tony, ¿de verdad lo crees posible?

—Supongo que no.

—¿De veras quieres eso? Supón que Ray tomara conciencia de ello. Sería una persona diferente. ¿No deberían entonces ponerlo en libertad?

—No debe andar suelto.

—Él sabe que te hizo daño, Tony. No lo dudes: lo sabe.

—Me gustaría devolverle el daño.

—Devolverle el daño. Pero no matarlo.

—Matarlo también. Las dos cosas.

—¿Las dos? ¿No basta con que sufra?

—Querría hacerle sufrir la agonía.

—¡Ah! ¿Torturarlo?

—Querría que supiese que está muriendo y por qué. Cuando digo agonía me refiero a eso.

—¿Querrías matar tú mismo a Ray?

—Querría que supiese que soy la causa de su muerte.

—Ajá. —Francesca se dio un sonoro puñetazo en la otra palma—. Tú no quieres que comprenda lo perverso que fue. Eso te importa un comino. Tú lo que quieres es que sepa que no puede hacerte el daño que te hizo y salir impune. Debido a quién eres.

—No puede hacerme eso y salir impune.

—Ahora hablas como es debido.

La cabellera de ribetes dorados pendía a un lado de su rostro, que había apoyado en una mano, mientras le dedicaba a Tony una mirada bella y anhelante.

—Me acuerdo de Helen dándonos a Laura y a mí una lección sobre lo primitivo que era el sentimiento de venganza. Podíamos distinguir con precisión entre venganza y justicia, y recuerdo lo civilizados que nos creíamos.

—Lo erais. Pero Ray no lo es.

—Eso coloca una carga sobre mis hombros —dijo él.

—Sólo si lo crees así.

Cuando recibió la última llamada se encontraba en su despacho. Louise Germane acababa de entrar; él no sabía qué quería. Reconoció la voz.

—Soy Andes. ¿Puede hacernos otra visita?

Nunca supo a qué había ido Louise.

Corría el mes de junio y nada impedía a Tony Hastings viajar; era la tercera vez que volvía allí. El trayecto en coche le llevó todo el día. Al siguiente estaba sentado con el teniente en la fila más alta de la grada del lado de la primera base, disfrutando del béisbol en una tarde de domingo. El uniforme blanco del equipo anfitrión lucía en la pechera la palabra CHEVROLET, mientras que el gris del equipo visitante llevaba el nombre de POLEVILLE, un pueblo a unos veinte kilómetros de allí, valle arriba. La zona posterior del campo llegaba hasta una cerca de alambre delante de una hilera de casas. Sobre ellos se alzaba un escarpe arbolado, y a un costado y a otro se extendía el valle. Del lado de la carretera, sobre la tercera base, había coches con espectadores, y cuando alguien lograba un buen golpe sonaban las bocinas.

Bobby Andes, que llevaba sombrero y gafas oscuras, dejaba caer sus colillas sobre la hierba seca que había entre las tablas, mientras el sol se reflejaba en su rostro macilento. Hacía viento. Una amenazadora nube de lluvia, en torno a cuyo oscuro borde inferior brillaba el sol, asomaba por encima de las dos suaves colinas al otro lado del valle.

Estaban observando al jugador 19 del equipo local, que permanecía sentado en el banquillo, debajo de ellos. Tony veía de vez en cuando la espalda de su uniforme entre las cabezas de los aficionados de la primera fila. El número 19 se movía en su asiento, impaciente. Gritaba hacia el terreno de juego. En un momento dado, se volvió y sonrió a las gradas. Se encontraba demasiado lejos para reconocer su rostro bronceado por el sol, los ojillos de pescado. Su nombre era Ray Marcus, y alguien lo había señalado como compañero habitual de Lou Bates y Steve Adams. El teniente estaba seguro, debido a la descripción, de que se trataba del Ray de Tony. La mera posibilidad hizo que éste sintiese un escalofrío a pesar del sol.

No había nadie sentado cerca de ellos, y mientras el partido seguía lentamente su curso, Bobby Andes lo puso en antecedentes. Le contó que, después de interrogar a Lou sin conseguir nada, unos clientes de Herman’s le habían ido con el soplo. Herman’s era un bar de Topping, cuarenta kilómetros valle arriba de Grant Center. «Ese Lou es como una bestia con una única estrategia: mantener la boca cerrada». Una excelente labor de investigación reveló que Lou había llegado procedente de California con Steve Adams, pero no hubo quien consiguiera sacarle a Lou quién había sido el otro tipo en el atraco de Bear Valley. En lo tocante a su caso, él no podía haber sido «porque en aquel momento estaba en California».

Luego le habló de la mujer de Lou. Vivía en California y llevaba un año y medio sin verlo, lo que no parecía lamentar. Dar con ella también había sido un buen trabajo policial, aunque no hubiese aportado ninguna información útil. Entretanto, Lou había estado viviendo en Topping con una tal Patricia Cutler, que era casi tan estúpida y cabeza dura como él, aunque no del todo. Su nivel mental ligeramente superior la indujo a revelar cosas que la inconmovible estupidez de Lou mantenía ocultas, como admitir que el año anterior no habían estado en California. Y cuando el teniente le dijo que no estaba casada y que por consiguiente no la amparaba el derecho a no declarar, recordó a un cretino con el que se habían relacionado, un auténtico indeseable, pero no su nombre ni su aspecto, porque él nunca había estado en su casa y ella nunca lo había visto. Lo cual podía ser cierto, ya que al parecer el tipo llevaba una vida aparte, sin relación con ellos.

Según Andes, eso no importaba, pues él tenía lo que quería. «Un buen detective conoce a su gente». Lou y el Turco no habían pasado inadvertidos en el pueblo, aunque nadie presumía de haberse relacionado con ellos. En Herman’s los recordaban bien, y contaron chismes, incluido el rumor acerca de un lugar en el bosque adónde llevar mujeres del que Patricia Cutler no sabía nada. Bobby Andes se figuró que «probablemente se tratase de la caravana donde se habían producido los asesinatos de su mujer y su hija».

En cuanto al tal Ray, alguien en Herman’s recordó haber visto a un tercer individuo con ellos. Después, otros también recordaron. «Gracias a la cooperación de los de Herman’s (porque la gente de por aquí es pacífica y respetuosa con la policía y mira a esos tipos como forasteros que traen el mal de fuera), acabó por aparecer alguien que conocía el nombre del tipo, Ray Marcus, de Hacksport, y aquí estamos». Lo cual para el teniente prácticamente ponía fin a la búsqueda, «aun antes de que usted le eche un vistazo». Hasta el maldito nombre. Contó la pesquisa en Hacksport, donde Ray Marcus era bien conocido. Desempeñaba trabajos eventuales, ahora en la factoría de herramientas, antes y más habitualmente como ayudante para todo, unas veces del electricista, otras del fontanero. Tenía un pequeño historial de faltas menores. Allanamiento de morada, agresión, una pelea en un bar. Una denuncia por violación, retirada por la mujer. Y nadie dispuesto a admitir que fuera amigo suyo.

Andes refirió cómo le echó un vistazo a Ray en la factoría.

—Era bastante parecido a la descripción suya y a la del tipo del atraco. Ninguna huella dactilar, pero eso lo sabíamos.

—Me pregunto por qué no había ninguna huella dactilar —dijo Tony.

—Probablemente él estuviera agarrando a su esposa. Por suerte ya hemos conseguido otras. ¿Le resulta familiar?

—Necesito verlo más de cerca.

—Hay mucho tiempo.

Bobby Andes abundó en detalles.

—Yo creo que este Ray no participó en el caso del coche usado. El tal Lou, quizá.

—¿El coche usado?

—Ajax. Donde usted no pudo reconocer al Turco. Por más que muerto lo reconoció con bastante facilidad.

—Estaba nervioso. Parecía diferente.

—Ya. Estoy pensando que su Lou podría haber sido el tipo que escapó en Ajax. La barba negra… Creo que el tal Lou y el Turco decidieron viajar un poco y se metieron en eso. Se juntaron con malas compañías. ¿Por qué cree que regresaron aquí? ¿Por Patricia o por Ray? A mí me parece que Ray ha estado aquí todo el tiempo.

Tony hizo sus cálculos. Se encontraban a más de cuarenta kilómetros de la oficina del teniente. Y a unos veinte del lugar en el bosque al que lo habían llevado. Los predadores viajan lejos por la noche.

Una ráfaga de viento levantó tierra de la zona próxima al bateador con dirección al montículo del lanzador y los banquillos, de modo que el partido se interrumpió para que los jugadores pudieran limpiarse los ojos. La nube que se cernía sobre las dos colinas había desaparecido detrás de la sierra. Cielo claro y brillante en lo alto, y más nubes oscuras sobre la otra serranía.

En la séptima entrada, Marcus, el número 19, ocupó el puesto de jardinero derecho. Alguien le gritó, él respondió con una sonrisa y efectuó un paso de baile. Contoneó las caderas. Su rostro oscuro y diminuto bajo la visera de la gorra.

Una bola salió disparada hacia donde estaba él, tardó en atraparla: el bateador alcanzó la segunda base. Alguien lo abucheó. Él hizo un gesto levantando el dedo medio y el abucheo aumentó. Cuando atrapó una bola fácil, alguien soltó exagerados gritos de entusiasmo. Caminó hasta la novena base y se colocó en el círculo del bateador esperando su turno.

—Coloquémonos detrás del catcher para ver al tipo de cerca —propuso Bobby Andes.

Se abrieron paso entre un reducido grupo de espectadores hasta un lugar detrás de la valla. Observaron al número 19 flexionar las piernas, patear el suelo y marcar un hoyo, balancear el bate y apuntar con él al lanzador. Dientes y ojos eran diminutos puntos de claridad en su rostro enrojecido. El tipo adecuado, desde luego. Recibió una bola mala y tres buenas sin intentar batear ninguna, y cada vez protestó por algo al árbitro. Tony trató de captar su expresión. El hombre volvió al banquillo, gritándole a alguien que estaba en las gradas. Permaneció un momento de pie, bate en mano. Sus palabras quebraron un súbito silencio:

—¡Qué te jodan, gilipollas!

Desde detrás de la valla, Tony lo observó de perfil mientras tomaba asiento en el banquillo y bebía un trago de agua que sacó del cubo con un cazo. Se quitó la gorra y se pasó un brazo por la frente. Era medio calvo.

—Se parece a él —dijo Tony.

—¿Está seguro?

—Quiero verlo mejor.

—Espere.

Terminó el partido, los espectadores se dispersaron, los aficionados de ambos equipos se mezclaron con los jugadores y empezaron a retirarse. Tony siguió al teniente hasta el centro del grupo reunido en torno a los jugadores del Chevrolet. Bobby Andes llevaba una pelota de béisbol. Se dirigió al lanzador.

—Señor Kazminski, ¿querría autografiarme esta pelota para mi hijo?

Kazminski, alto y joven, sorprendido, rió y dijo:

—Con mucho gusto.

Tony miró a Ray. Estaba algo separado del resto, de pie, mirando vagamente hacia la carretera, con el guante colgando a un costado, la gorra en la mano. Masticaba, la nuez le subía y bajaba en la garganta. Daba la impresión de no saber qué hacer. Permaneció allí mientras Tony lo observaba. Dio media vuelta. Sus miradas se encontraron brevemente. Tony se sintió conmocionado, pero Ray no pareció reconocerlo de nada. Miró a los que rodeaban a Kazminski, escupió en el suelo, se volvió y se alejó. Caminaba lentamente, solo, hacia la carretera.

—¿Y bien?

—Es él —dijo Tony Hastings.