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El cruel teléfono invade su lectura, sacando a Susan violentamente del bosque. Es Arnold, desde su hotel en Nueva York, y eso provoca que el corazón se le acelere. Dice, como si lo creyese necesario, que la ama. Dos minutos de conversación torpe, con pausas nerviosas, como desconocidos, tras veinticinco años de matrimonio. La entrevista es al día siguiente. Toma nota: el Instituto Cedar Hall de Estudio y Práctica Cardiológica de Washington. Un puesto de dirección. Cuando cuelga el auricular, Susan tiembla como después de una pelea, aunque sepa que no se han peleado. Debería sentirse aliviada, ¿no es cierto?

Entretanto, Tony Hastings está solo en el bosque, en aquel sendero herboso, pero una simple llamada ha bastado para que ella lo olvide. Susan se hunde en el diván, intenta volver al bosque de Edward, pero sigue temblando por la llamada de Arnold. Lee un párrafo y no asimila nada. Vuelve a intentarlo.

[Animales nocturnos 5 (continuación)]

«Piensa. No estás pensando. ¿Hacia dónde?». Si el coche que conducían era el suyo, y si Laura y Helen iban en él la última vez que las vio, y si Laura y Helen iban en él ahora mismo. «Eh, tío, tu mujer te llama».

Piensa. ¿Por qué los tipos del coche iban a regresar al mismo lugar solitario dónde lo habían abandonado? Llevaban a su mujer y a su hija para que se reunieran con él. Debería haberlos esperado. Debería haber permanecido donde estaba cuando los vio aparecer, en vez de ocultar su pusilanimidad detrás de una roca, la cobardía de no ir al encuentro de ellas. Laura y Helen esperándolo en el coche, y él sin presentarse. Por lo tanto, traicionadas, abandonadas, habían vuelto a internarse en la espesura con sus captores. Vergüenza seguida de pesadumbre, como si hubiera renegado de ellas y las hubiese perdido para siempre.

«Ve tras ellos. Deprisa». Miró en la dirección por donde se habían ido, la misma por donde él había llegado. Era imposible, no podía moverse. Sin palabras, como el instinto, como la luz que había destellado diciéndole «Escóndete». «Te estás volviendo loco», se dijo.

Siguieron algunas palabras para explicarse por qué no podía ir. No están allí. «Lo único que harías sería seguir a Ray y al Turco para caer de nuevo en sus sádicas manos. Tendrías que volver a escapar de todo eso». No había más que dos cabezas en el coche: la de Ray y la del Turco.

Así pues, se volvió y continuó como antes. El camino era ahora más fácil, más ancho y con menos baches y piedras, las ramas y la maleza ya no lo acosaban. Pero Tony arrastraba una gruesa cadena de pesadumbre que intentaba retenerlo. Contra ello argüía: Si hubieran estado en el coche, ella lo habría llamado. Habría gritado: «¡Tony!».

Ahora caminaba más deprisa, hablando solo. La prueba de la amenaza, decía, era el modo en que habían tratado de atraerlo. Y también la prueba de su estupidez: ¿acaso pensaban que apagando las luces y el motor le iban a hacer creer que no estaban allí, después de los truenos y relámpagos de su llegada?

Los presentía detrás de él, silenciosos en la oscuridad. Alcanzándolo. Eso lo indujo a apretar el paso. Se preguntó, como si se le ocurriese en ese mismo instante, por qué habían regresado. Lo sorprendió. Sí, ¿por qué? ¿Qué había en ese lugar para que uno de ellos primero lo dejase allí y después volvieran los otros dos?

¿Sería un punto de reunión, un escondrijo? Buscaba explicaciones, pero su mente se resistía a hacer el esfuerzo. ¿Volver para recogerlo a él? Eso quedó descartado desde el momento en que no se detuvieron al descubrirlo junto al camino. Siguieron preguntas más incómodas. ¿Qué pretendían en realidad? ¿Robarle el coche? Quizá en el bosque hubiera un lugar donde se proponían ocultarlo. Bien, era una teoría, pero ¿por qué lo habían llevado a él hasta allí?

Simple maldad, sadismo, por eso. La mera diversión diabólica de dividir a una familia y dejar a sus miembros en la espesura, tan alejados los unos de los otros como la noche lo permita. A ver cuánto tardan en encontrarse. Algo por el estilo. Había posibilidades peores.

Las había. Lo sabía, y lo sabía muy bien: tenía el hábito de pensar lo peor, lo irremediable. Su vida era una trama de desastres que nunca llegaban a producirse. Porque si resultaba que los del coche eran Ray y el Turco, ¿dónde estaban Laura y Helen?

No podía apartar de su mente la imagen absurda de la comisaría, de su mujer y su hija sentadas ante una mesa bebiendo café, esperando noticias. Pero no, era otra imagen, la de la caravana en la curva del camino del bosque, la ventana iluminada detrás de la cortina. Era difícil hablar sin llorar; su monólogo poco a poco se convirtió en una especie de plegaria, de oración. «Si su intención es violarlas, Dios mío, haz que eso sea lo peor, que no pase nada peor que eso».

Y nuevamente a Dios: «que sean malvados y crueles si han de serlo, pero ponles algún freno, algún límite que no puedan franquear, ni siquiera ellos; haz que no sean maníacos o psicópatas».

Advirtió que más adelante los árboles raleaban y se abría un espacio despejado y desnudo. Cayó en la cuenta de que era la carretera pavimentada: ya casi había llegado. Dio un paso sobre el firme y miró alrededor. La carretera corría recta en ambos sentidos, ligeramente por encima del nivel del bosque. Descubrió un portillo roto a la entrada del sendero, un cartel de madera inclinado contra un poste, e intentó memorizarlo: identificar el lugar podía ser útil más tarde. Giró hacia la izquierda para hacer el recorrido inverso de su viaje con Lou, aunque sabía que lo esperaba una larga caminata antes de dar con alguien. De pronto oyó el ruido de un motor a sus espaldas, en el bosque. Vio de nuevo, entre los árboles, las luces que se acercaban. Una vez más la advertencia del miedo: «Ocúltate en la cuneta». Se resistió. «Debes hacerles frente, preguntarles. No dejes que te intimiden». Se detuvo en la carretera y esperó. El coche salió del bosque y giró a la derecha, alejándose de él. Tony se sintió decepcionado y aliviado a un tiempo.

Entonces el coche se detuvo. «Me han visto». El coche giró en redondo y se dirigió hacia él. Esperó a un lado de la carretera. «Les preguntaré dónde están Laura y Helen. Les preguntaré qué piensan hacer con mi coche». El vehículo se aproximaba lentamente, cuando de repente aceleró, los neumáticos patinaron y se lanzó a gran velocidad, con las luces abiertas como fauces. Deslumbrado, Tony se arrojó a la cuneta antes de que el coche pasara por su lado arrojando gravilla.

Se detuvo con un frenazo. Alrededor de la luz blanca y roja una nube de humo se elevó para desvanecerse en el aire. Se abrió una portezuela. Salió un hombre, se detuvo al borde de la cuneta, miró hacia atrás: una sombra indiscernible. Tony no se movió. No sabía si era capaz de hacerlo. Las ramas entre las que había caído eran tan afiladas como alambre de púas. Unas espinas le rozaban la cara. El hombre dio unos pasos hacia él y estuvo escudriñando durante lo que a Tony le pareció un buen rato. Luego regresó al coche.

—Que se joda —masculló.

A pesar de la distancia y de que las palabras fueron pronunciadas en voz baja, Tony las oyó claramente.

Temió que el coche diese la vuelta y lo descubriesen al iluminarlo con los faros mientras él permanecía allí, imposibilitado de moverse. Pero el coche giró hacia el lado opuesto y se alejó a toda velocidad.

Tony se preguntó si se habría hecho daño. Tenía arañazos en la frente y alrededor de los ojos, y rasguños en las manos. Algo le había hecho un corte en la espinilla a través del pantalón, y se había golpeado el vientre con lo que al parecer era el poste de una cerca.

Se libró del alambre de púas que lo retenía, probó a mover las piernas y se puso en pie. Un momento después estaba de nuevo en la carretera. Todo permanecía en silencio, menos por el sonido casi imperceptible de los camiones de la interestatal.

«Querían matarme». La idea se abrió paso en su mente hasta los recovecos más profundos del cerebro, allí donde jamás había imaginado que pudiera llegar un pensamiento. «Eso es lo que querían —se dijo—. Y en tal caso…». Pero no acabó la frase. Debían de ser los peores pensamientos que había tenido en su vida, y en torno a él vio el mundo durmiendo: la carretera, el bosque, el cielo, el final.