Susan apenas tiene tiempo de pensar fugazmente en la aparición de su nombre en la historia o de recordar que la tal Susan ha sido bautizada por Edward, que no debería haberlo hecho. Sólo hay tiempo para percibir por un instante la melancolía del refugio de Bobby y pensar en la extrema tristeza que impregna todos los lugares de veraneo, sean cabañas o casitas en el bosque o la costa, en Penobscot Bay o el Cabo de su niñez, en Michigan ahora, que no es únicamente la melancolía de cuando la infancia ha pasado y el lugar ya no existe, ni la tristeza genérica de colocar tablones para proteger las ventanas, sino una tristeza en plena estación, en los soleados días de las excursiones lo mismo que en los días nublados pasados en la tumbona, del silencio de agosto, la marcha de los pájaros, las varas de oro, el adiós en cada saludo. La triste vanidad de medir el tiempo por veranos, anulando el invierno y el resto de las cosas.
Afirmar el presente. La nieve que cubre las roderas de los coches en las calles. Sobre el hielo, arcos y ochos con chillidos y música bajo el alto techo. Henry contemplando el delicado trasero de Elaine de Astolat bajo su faldita, mientras ella se aleja a cien kilómetros por hora hacia el centro, donde están los chicos mayores. El inicio del nuevo ciclo.
* * *
Animales nocturnos 23
De modo que allí estaba Tony Hastings, sentado en el refugio de Bobby Andes con una pistola en el regazo, vigilando a Ray Marcus, en el catre con las manos esposadas sobre las rodillas. Y estaba también Susan, con su roja minifalda, en la silla de mimbre. E Ingrid Hale, ajetreada en aquel cuchitril. Ray le miraba las piernas a Susan y sonreía. Esperaban a Bobby Andes, preguntándose qué le habría pasado. «Lo que mantiene a este hombre aquí es su certeza de que si intenta escapar le dispararé», pensaba Tony.
—Soy prima de Bobby —les explicó Susan a Tony y a Ray—. Cuando Leslie me echa a patadas, vengo aquí.
—Ven siempre que quieras —dijo Ray.
Ella era consciente de los ojos de él en sus muslos y lo miró desafiante.
—Eh, tío, ¿tú a quién mataste?
—A nadie.
Susan se volvió hacia Tony.
—¿A quién mató?
—A mi esposa y a mi hija.
—¿Cuándo? —preguntó ella con expresión sorprendida.
—Hace un año.
Susan volvió a mirar a Ray, que instantáneamente se convirtió en otro: un alienígena o un ser de otra especie. Bajando la voz como si pretendiese que éste no la oyese, aunque por supuesto la oía, dijo:
—¿Está seguro?
—Claro que estoy seguro —respondió Tony—. Yo mismo vi cuándo lo hacía.
Captó una sacudida en la habitación. Ray se inclinó hacia delante y masculló:
—Eso es mentira, tío, y lo sabes.
De manera que Tony contó nuevamente su historia —consciente de que allí, en el catre, fingiendo no oír, se encontraba por fin su verdadera audiencia—, pero sin poder evitar la sensación de que después de haberla contado tantas veces ya no era completamente cierta.
—Qué horrible debió de ser para usted —murmuró Susan, y tras una pausa—: ¿Se ha recuperado ya?
Tony estuvo a punto de responder que sí, pero entonces vio el arma en su regazo, en aquella cabaña oscura y ajena, y a Ray allí, y contestó:
—No.
—¿No?
«Quiero matar a todos los que están en esta habitación —pensó Tony—. No; menuda estupidez». Cambió de idea.
—Estoy bien.
Ella pareció alegrarse y le preguntó:
—¿A qué se dedica?
—Soy profesor de Matemáticas.
Susan no tenía nada que decir acerca de las matemáticas.
—¿Y usted? —Tony imaginó que no debía de tratarse de una profesión respetable, prostituta quizá, y se preguntó cómo lo expresaría ella.
—Soy cantante.
—¿De veras? ¿Dónde canta?
—Ahora mismo no hay oportunidades. Trabajo en el Green Arrow.
—¿Qué es eso?
—Es un bar —intervino Ray.
—Un club nocturno —rectificó ella.
Ray sonrió estúpidamente. Susan bostezó.
—Disculpe —dijo.
—Oh, Bobby, Bobby, es tan tarde… —murmuró Ingrid. Miró a Susan—. Tal vez deberías irte a la cama.
—Tal vez deberíais iros todos a la cama —propuso Ray.
—¿Quieres acostarte en el dormitorio? —le preguntó Ingrid a Susan.
—Lamento no poder quedarme —dijo Ray—. Tengo a mi amorcito esperándome.
—¿A Bobby no le importará?
—Al demonio con Bobby —espetó Ingrid.
—¡Bien dicho! —exclamó Ray—. Al demonio con él.
—Yo no quiero ocupar tu cama —objetó Susan.
—Usa el catre —propuso Ray—. Duerme aquí. No nos importará. —Miró a Tony y sonrió—. ¿Eh, Tony? —Tony recordó que lo odiaba—. Tal vez él también quiera dormir. ¿Queréis tú y Tony acostaros en el catre? A mí no me importa, Ingrid puede vigilarme. ¿Qué opinas, Ingrid?
—Qué tipo más repugnante —dijo Susan.
—Vamos, nena, conozco muy bien a las chicas del Green Arrow.
—No le hagas caso —la advirtió Ingrid. Y volviéndose hacia Tony—: ¿Sabe si Bobby pensaba alojarlo esta noche?
—He reservado habitación en un motel —respondió Tony.
—Yo puedo dormir en el suelo si hace falta —se ofreció Susan.
—Ya te he dicho que puedes dormir en el catre —insistió Ray—. Con él. Apagáis la luz y lo pasáis en grande. A mí y a Ingrid no nos importará.
—Cállate —dijo Susan—. Para tu información, tío mierda, yo soy la única chica que trabaja en el Green Arrow, de modo que no sabes de qué hablas. —Miró a Tony—. Disculpe el lenguaje. Pero un mierda es un mierda.
Ray se removía inquieto, como si fuera a ponerse de pie, y cada vez que lo hacía, Tony cerraba la mano en torno al arma. Continuaba sin saber de qué dependía aquel poder del que se suponía poseedor. Un ser humano con los medios necesarios para mantener a otro bajo control: esa pistola, ese ser humano. «¿Recuerdo cómo usarla? De ser necesario, ¿podría apuntar lo bastante bien para darle antes de que él se arrojara sobre mí? Si se levanta y empieza a andar, ¿sería capaz de amenazarlo con disparar? ¿Y podría realmente matarlo? Y si lo hiciese, ¿cuál sería mi excusa legal? —La pregunta lo sobresaltó; no lo había pensado hasta ese momento—. ¿Obediencia a las órdenes del teniente, aunque esas órdenes fuesen ilegales? ¿Un asesinato que se sostiene sobre un caso de secuestro? Vamos, yo no puedo usar esta pistola. Daría igual que no la tuviese.
»Lo único que nos mantiene seguros es que él no sabe lo que estoy pensando —se dijo—. Todavía cree que yo sería capaz de utilizarla. Eso es lo que nos diferencia. En cuanto se dé cuenta, estamos acabados».
La endeble cabaña mal iluminada despedía olor a madera enmohecida. Tony Hastings: abandonado por Bobby Andes ante un grave problema, el cual, según Andes, no era un problema sino un astuto plan que estaba funcionando y en el que Tony era observador y beneficiario. Ésa era la diferencia entre el teniente y él. «Menos mal que está Ingrid —pensó—. Ella entiende de qué va todo el asunto, me respaldará. Ojalá Bobby se diera prisa.
»Tal vez deberíamos ponerle de nuevo esos grilletes. Tal vez debería sugerírselo a Ingrid. Pero no sería seguro sugerírselo en presencia de Ray».
Gracias a Dios, un momento después de nuevo oyeron un coche, y otra vez la luz en la ventana, y la portezuela, y voces masculinas y toscas, y pisadas en la grava en dirección a la cabaña. Entró un hombre de barba negra y, detrás, el teniente, con su arma en la mano. El barbudo debía de ser Lou Bates, dedujo Tony, que no lo reconoció de inmediato. Su postura era forzada, porque tenía las manos esposadas a la espalda.
Lou Bates miró uno a uno a los presentes, procurando situarse.
—Hijo de puta —masculló Ray.
Andes le indicó con un gesto a Lou que se sentase al lado de Ray en el catre. Miró fijamente a Susan.
—¿Qué es esto, una maldita fiesta?
—Leslie ha vuelto a echarme.
Andes miró a Ingrid con expresión de furia.
—¿Tú la has invitado?
—¿Dónde demonios has estado, Bobby?
—Te he preguntado si la has invitado.
—Ha venido porque siempre viene.
—¿Ocurre algo malo? —La voz de Susan sonó aguda y frágil.
Tony se preguntaba cuándo advertiría Bobby que le habían quitado los grilletes a Ray.
—He ido a la ciudad —explicó Bobby—. A buscar a éste.
—¿Por qué no nos has avisado?
—No lo sabía. Creía que George estaba de servicio y que se encargaría de traerlo. —A Andes lo soliviantaba que los demás fuesen tan estúpidos.
—¿A este hombre? —preguntó Ingrid—. ¿Quién es?
—No necesitas saberlo.
—¿Por qué no podía traerlo alguno de tus colegas?
—No podían regresar aquí —respondió Andes con el desdén de quien se dirige a alguien que no tiene nada que hacer allí. Estaba de pie en medio de la estancia, mirando a los presentes con expresión de asco en su pálido semblante—. Me encuentro mal, joder. —Se sentó en una silla de mimbre.
Ray parecía alerta y lleno de curiosidad. Bobby no miró en ningún momento sus piernas. Intentó calmarse y levantó la vista hacia Susan.
—Lamento no ser hospitalario, pero estoy haciendo cierto trabajo policial. No esperaba visitas.
—Señor policía… —dijo Ray.
—Cuento con tu discreción acerca de lo que veas. Puede que más tarde tenga que mandaros a ti y a Ingrid al dormitorio, si no os importa.
—Señor policía, ¿puedo ir al lavabo?
—Oh, mierda.
—Eso es: mierda. Tiene razón, señor policía, y con bastante urgencia, además.
Bobby refunfuñó.
—Levántate —dijo.
Sacó a Ray por la puerta de atrás. Oyeron las pisadas de ambos sobre la hojarasca.
Susan miró interrogativamente a Ingrid y Tony. Ingrid enarcó las cejas. Lou Bates miraba fijamente el suelo. Por fin, Susan se volvió hacia él.
—¿Puedo preguntar quién es usted?
Lou Bates no respondió. Ella repitió la pregunta y él siguió sin contestar.
—Es Lou Bates —intervino Tony—. Otro de los que mataron a mi esposa y mi hija.
Lou dirigió una lóbrega mirada a Tony y luego volvió a fijar la vista en el suelo.
—Me parece que empiezo a entender —dijo Susan.
Ingrid cogió un libro.
—Será mejor que leas —le aconsejó a Susan.
Bobby y Ray regresaron al cabo de un rato. Ray ya no llevaba las esposas. Se sentó en el catre, al lado de Lou, y Bobby hizo lo propio en la silla de mimbre. Ray miró a Ingrid y dijo en tono placentero:
—Lo que le hace falta ahí fuera, señora, es más cal. No huele demasiado bien para las mujeres y los niños.
—Cállate —dijo Andes. Se volvió hacia Susan—. ¿Y bien? ¿Puedo confiar en ti?
Estaba terminando de aclarar lo que había iniciado antes de que lo interrumpiesen las ganas de cagar de Ray.
—¿En mí? Supongo que sí.
—Eh —dijo Ray—, a mí esto no me suena legal. Toda esta mierda de la discreción… No, no me suena nada bien, tío.
—¡Ja! —se mofó el teniente—. Ahora os preocupa la legalidad, ¿eh? —Sus labios tenían el mismo color de sus mejillas; respiraba trabajosamente y sonreía—. Os he dicho que no os preocuparais por eso. —Se echó hacia atrás en la silla y los miró como si disfrutase con lo que veía.
Tony también los miró: Ray y Lou, los mismos Ray y Lou, allí, prisioneros por su causa, pagando por lo que habían hecho, puesto que lo ocurrido el verano anterior en el bosque no había terminado entonces, sino que continuaba desarrollándose por caminos que jamás habría imaginado.
—Muy bien, tíos —añadió Bobby.
—Eh, Lou, ¿qué le has dicho a este tío? —preguntó Ray.
—No le he dicho nada.
—Él asegura que me implicaste en el asesinato de la esposa y la chica del tipo este.
—Y una mierda; eso es lo que él me dijo de ti.
Ingrid emitió un chasquido, se volvió de espaldas y se puso a leer furiosamente.
Ray soltó una carcajada.
—Parece que intenta jugarnos una mala pasada, ¿eh?
Lou miró al teniente con expresión de sorpresa e indignación.
—Pero ¿qué mierda es ésta? Se supone que usted representa a la ley.
Bobby Andes rió.
—Que te den por culo. ¿No tenéis nada que deciros, vosotros dos?
—¿Qué íbamos a decirnos? Usted nos ha contado un montón de mentiras.
—Debería sentirse avergonzado, usted, un agente de la ley —dijo Lou. Parecía realmente agraviado, desilusionado.
—Que os sirva de lección.
—¿Qué?
—La lección es: todos en esta habitación saben lo que hicisteis; así pues, ¿qué coño me importa quién implica a quién?
—Me da igual lo que me contéis.
Todos permanecieron en silencio.
—Yo lo sé —continuó Andes—. Eso es lo único que me hace falta. ¿Os dais cuenta?
—Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí? —inquirió Ray.
—Precisamente eso.
—¿El qué?
—Porque sé lo que hicisteis.
—No lo entiendo.
—Ya lo entenderás. Yo no tengo nada que perder. Piénsalo.
—¿Es una amenaza?
Bobby Andes volvió a reír. Fue una risa enfermiza, sofocada, maligna.
—Me estoy muriendo de un cáncer, pero espero que vosotros muráis primero.
—No la pague con nosotros.
—Vamos a celebrar una fiesta.
Esta vez Ray pareció inquieto, desasosegado.
—Más vale que se ande con cuidado —advirtió.
—Os diré una cosa. Tú, Ray, creías que habías conseguido librarte, pero mírate ahora. Estás aquí. Imagínate. Joder, me das lástima.
No hubo respuesta.
Andes se estiró como si le doliera el vientre: un retortijón.
—Vais a lamentar haberos metido con un tío con dos mujeres en un coche. Puede que prefiráis morir. Sois basura, ¿sabéis? Sois repugnantes. Unos cerdos, sí, eso es lo que sois. Aunque no exactamente como los cerdos vivos, sino como los cerdos muertos.
No paraba de retorcerse. Tony se sentía violento, por más que el teniente hablase en su nombre, expresando lo que creía que él estaba pensando. Pero el teniente estaba mal.
—¿Qué pasa, Bobby? —preguntó Ingrid.
Andes miró a Ray y dijo:
—¿Has tenido alguna vez dolor de estómago? ¿Has tenido alguna vez un cólico además de cáncer en las tripas?
—¿Bobby? —murmuró Ingrid.
Andes a Ray:
—A mí no me sonrías, puto cabrón.
Ingrid a Andes:
—Tal vez deberías echarte un rato, Bobby…
Andes a Lou:
—Estás muerto, hijo de puta.
Ingrid tocó a Bobby en el hombro.
—¿Has tenido alguna vez una bala en las tripas? —Andes respiraba inhalando profundamente.
Ingrid fue en busca de un trapo mojado y se lo apoyó en la frente.
—Ah, qué mierda. —Andes apartó el trapo y se volvió hacia Tony—. Estoy pensando en matarlos —añadió.
—¿Matarlos? —Tony se sobresaltó, y también los dos hombres, que se pusieron rígidos.
—Todavía no me he decidido del todo —repuso Andes—. No sé si hacerlo ahora o cogerlos por sorpresa después. Usted ya sabe lo que la ley exige. Ellos creen que pueden librarse con artimañas de picapleitos, pero en eso se equivocan: la sentencia de muerte ya ha sido pronunciada, sólo es cuestión de cuándo se ejecutará. —Miró a Ray y Lou—. Sabéis qué significa esa palabra, ¿verdad? «Ejecutar» quiere decir llevar adelante, como cuando se llevan el cadáver de un tipo después de freírlo en la silla eléctrica. Me gustaría poder explicaros cómo vais a ser ejecutados, Ray, muchacho, porque es mucho peor no saber, pero me temo que no puedo. —Se volvió hacia Tony—. Mire, si dejo que se marchen, será muy duro para ellos no saber cuándo les llegará la hora. La policía está por todas partes, tiene una dura jornada de trabajo. A Ray podrían matarlo al resistirse a una detención, por ejemplo. O al forzar la entrada de una joyería con cierto fulano a quien creyese un compinche legal. Al volver a su casa tarde por la noche, podría encontrarse con un ladrón que le disparase. ¿Quién sabe? No hay manera de saber en quién puedes confiar, no la hay en absoluto.
—Tenga cuidado —dijo Ray—; en esta habitación hay testigos.
—¿Te refieres a Ingrid y Susan? Ellas saben lo que están presenciando, ¿no es así, chicas?
Todo en atención a Tony, quien se sentía avergonzado de un modo irracional y se preguntaba qué esperaba ganar Bobby Andes mediante aquel ominoso discurso. ¿Acaso el teniente ignoraba que aquel numerito estropearía su acusación contra Ray Marcus en cualquier tribunal?
Lou, con las manos esposadas a la espalda, movía los hombros atrás y adelante.
—¿Incómodo, chico? —preguntó Andes.
Se acercó a él, le quitó las esposas y le dio una paternal palmada en el hombro. Ahora los dos rehenes tenían las manos libres y Bobby les sonreía desde el otro lado de su enfermedad.
Volvió a su silla y se dirigió a Tony en tono distendido:
—He estado haciendo un estudio sobre la tortura.
Tony oyó la respiración de Ingrid.
—Tengo entendido que a estos tipos se les da bien —prosiguió Andes—. Pero son aficionados. Yo he estado estudiando la tortura legal. La que utilizan los gobiernos, que es más eficaz que la tortura llamémosla privada, como la que estos dos practican con mujeres y niñas.
—Lo pagará —murmuró Ray.
La posibilidad de que Bobby hubiera renunciado realmente a una solución legal, de que estuviese intentando aplicar sus propios métodos, fue como un golpe para Tony y lo obligó a preguntarse qué hacer. ¿Debía interponerse? Jamás en su vida se había interpuesto a nada. Para interponerse tendría que saber qué acción intentaría impedir. ¿Las amenazas verbales, un abuso de autoridad? Bravatas, intimidación, tácticas psicológicas. ¿Qué propondría él en cambio?
—En la tortura que utiliza el gobierno se supone que hay un objetivo —prosiguió Andes—. El objetivo es obtener una confesión. Eso es lo que se ven obligados a decir, el objetivo aparente. ¿Sabéis, tíos, lo que significa «aparente»? El verdadero objetivo es otro. El verdadero objetivo es hacer que deseen estar muertos.
El problema de interponerse era que Bobby cabalgaba en su plan como sobre un caballo y no había ninguna cautelosa pregunta sobre legalidad o caridad capaz de detenerlo.
—Nadie da una mierda por una confesión. Lo bueno de la tortura es que te hace tomar conciencia al máximo de tu instintivo deseo de morir. ¿Qué tal esa definición, Tony?
De modo que Tony dijo:
—Bobby.
—¿Qué?
Tony no sabía. Si Bobby Andes estuviese simplemente hablando, él se habría sentido como un imbécil.
—¿Qué debemos hacer con ellos, Tony?
—No lo sé.
El teniente volvió a reflexionar sobre ello. Miró su pistola, la sopesó, la alzó y apuntó a la cabeza de Ray. Éste se agachó, después se irguió. Andes quitó el seguro y volvió a ponerlo, apuntó de nuevo, bajó el arma. Miró largamente a Ray y Lou, a Lou y Ray, y después se puso de pie. Le hizo un guiño a Ray y le entregó la pistola a Ingrid.
—Toma, ten esto.
Ella se la devolvió y fue hasta el rincón de la cocina. Entonces Andes se la dio a Susan, que la cogió asombrada, con las puntas de los dedos. Bobby fue hasta el fondo de la habitación, abrió la puerta del armario y se puso en cuclillas, buscando algo en el suelo. Ray se echó hacia atrás en el catre con las manos en la nuca mientras Lou se sentaba en el borde y Tony —que continuaba en su silla con el arma en el regazo— observaba. Ray soltó una risita despectiva.
—¿Estás asustado, Lou? —preguntó, dándole un codazo en las costillas.
—Ya está bien, joder —protestó Lou.
—No es nada amable este poli. Va a tener muchos problemas cuando crezca —dijo Ray.
Observó la espalda de Bobby Andes mientras éste colocaba sobre la mesa su vieja caja de aparejos de pesca. En la otra silla de mimbre, la muchacha llamada Susan, que no tenía apellido, sostenía la pistola de Bobby como si fuera una boñiga, tratando de mantener el frío metal apartado de sus expuestos muslos blancos. Ingrid estaba trajinando en el rincón de la cocina.
—Yo no sabía que tendría que vigilar a un prisionero —dijo Susan.
Vieron que Bobby sacaba algo de la caja de aparejos y lo sostenía en alto, examinándolo. Regresó al armario y sacó una hoz herrumbrosa, comprobó el filo, la guardó de nuevo y llevó a la mesa algo que tenía el aspecto de una vieja batería de coche. Sentado de espaldas, alzó una mano con un largo alambre. Cortó un trozo con una navaja, después alzó la mano con el alambre, hizo un lazo, a continuación, se inclinó y raspó algo metálico con la navaja. Tenía anzuelos y fragmentos de alambre esparcidos a su alrededor. Tony no podía ver lo que estaba haciendo.
Ingrid vertía agua en el fregadero y hacía ruido con los platos de latón. Susan soltó un chillido. La pistola se le había deslizado sobre los muslos.
—Me pregunto si sabría usar este trasto si tuviera que hacerlo —dijo.
Ray se incorporó.
—Es un arma bastante peligrosa —le advirtió—. Debes manejarla con mucho cuidado.
Tony se dio cuenta de que Ray estaba pensando en algo. Miraba a Lou intentando comunicarse, pero éste permanecía sentado y abatido, al parecer ajeno a todo. Bobby miró alrededor, después volvió a su tarea. Inclinado sobre la mesa, producía un sonido crujiente.
—¿Puedo ir al lavabo? —preguntó Ray.
—Acabas de ir.
Ray se puso en pie.
—Cuidado —le advirtió Tony.
—Está bien, está bien —dijo Ray—, solamente quiero estirar las piernas. —Se acercó a la pared para mirar las fotos de revistas.
—Siéntese —le ordenó Tony.
—Dios mío, necesito hacer ejercicio.
—Siéntese.
—De acuerdo, tío.
Se sentó. Andes se volvió en redondo y los miró. Tenía un cuchillo y un par de alambres en la mano. Regresó a su tarea.
—Más te vale que hagas lo que él te dice —murmuró.
—¿Has disparado alguna vez uno de estos chismes? —preguntó Ray.
Tony no quiso contestar.
—Apuesto a que nunca lo has hecho.
Hablaban en voz baja, pero no tanto como para que el teniente no pudiese oír.
—Eh, Tony, si me disparases, ¿qué excusa emplearías?
—Eso es problema mío, no suyo.
—Esto no es legal, esto es un secuestro. Si me disparases sería, simple y llanamente, un asesinato.
Tony se quedó helado. Aquello era precisamente lo que había esperado que a Ray no se le ocurriese decir. Lo que volvería inútil la pistola. Ojalá Andes acabase de una vez con lo que estaba haciendo.
—¿Dónde enseñas, profesor? —preguntó Ray. Volvió a levantarse—. Vamos, Lou.
—¿Qué? —preguntó Lou.
Ray empezó a desplazarse a lo largo de la pared en dirección a la puerta.
—Vámonos, ¡mueve el puto culo!
Lou miró a Ray sin expresión alguna.
—Siéntese —lo conminó Tony—. ¡Bobby!
—Venga, gilipollas, es hora de irse —insistió Ray.
Tony se puso en pie de un brinco. Intentó amartillar el arma y bloquearle a Ray el camino hacia la puerta. Vio que Andes se volvía hacia él.
—Dispárele, Tony —dijo el teniente.
—Vámonos, vámonos.
—¿Estás loco, tío? Eso que tiene es una pistola.
—¡Muévete, muévete!
De pie delante de la puerta, Tony alzó la pistola y apuntó.
—¡Alto! ¡Alto! —gritó mientras se apartaba, por miedo a que Ray, que iba directamente hacia él, le arrebatase el arma. Al ver aquello, Lou se puso en pie a su vez y Susan soltó un chillido.
Ray corrió el pestillo de la puerta y salió. Entonces Bobby Andes se puso en movimiento. Tony lo vio lanzarse y coger su pistola de manos de Susan, y vio que la puerta le daba a Lou en la cara, oyó las pisadas de Ray en el porche, vio a Lou abrir la puerta de un empujón y echar a correr, y a Bobby pasar a toda prisa por su lado mientras gritaba «¡Ahora os tengo, cabrones!». Después, una detonación terrible prácticamente junto a la puerta convirtió todos sus sentidos en un caos.
«Una bomba», se dijo, y pensó que el endeble techo de la cabaña se vendría abajo. Vio un tenue humo azulado, percibió el olor a pólvora, vio al teniente sostener en alto la pistola mientras saltaba por encima del escalón persiguiendo a Lou.
Susan, que continuaba gritando, había cogido un cuchillo de trinchar e Ingrid, inclinada, se disponía a arrojar la palangana de lavar los platos llena de agua jabonosa.
Fuera, una nueva detonación, y luego otra. Tony salió al porche y vio a un hombre en el sendero apuntar con la pistola, que sostenía con ambas manos y los brazos extendidos. Un hombre corría por la orilla del río. Un disparo más mientras el hombre desaparecía entre los árboles que bordeaban el río. Después Tony descubrió que un tercer hombre yacía sobre la hierba, cerca de la orilla.
Susan estaba en el porche junto a él, jadeando, y también Ingrid, secándose las manos con una toalla. En el sendero, Bobby Andes, bajo y rechoncho, se remetía la camisa en los pantalones. Miraba en dirección al río y el bosque, por donde el otro hombre había escapado.
—Coja las llaves. Tenemos que atrapar a ese tipo.
—Espera, Bobby —dijo Ingrid.
Tony tenía las llaves del coche en el bolsillo. El hombre caído era Lou. Gemía y trataba de levantarse apoyando las manos en el suelo, sin conseguirlo. Alzó la vista hacia ellos y suplicó:
—Que alguien me ayude, por favor.
Ingrid entró en la casa y volvió con otra toalla. Bobby Andes continuaba mirando fijamente el río, o pensando.
—Estoy herido —agregó Lou.
—Es inútil —dijo Bobby—. Nos ocuparemos de él después. —Miró a Tony—. Joder. ¿Por qué no le ha disparado?
Una respuesta acudió rápidamente a su cabeza: «Ésa es su tarea», pero no podía expresarla, y no se le ocurrió nada en vez de eso. Con la toalla en las manos, Ingrid se encaminó por el sendero hacia Lou.
—No te acerques a él —le advirtió Bobby.
—Está herido. Tenemos que examinarlo.
—Vuelve aquí.
—No fastidies, Bobby. Tenemos que llevarlo al hospital.
—Cállate.
—Podría morirse si lo dejamos aquí.
Transfigurado, pensando en algo. Súbitamente, Bobby Andes se puso en movimiento.
—Atrás —dijo.
Se acercó a Lou y le descerrajó un tiro en la cabeza.
—¡Madre de Dios! —exclamó una de las mujeres.
Recapitulemos: Lou en el suelo, gimiendo de dolor, mirando suplicante al teniente, que avanza hacia él como un soldado. El arma del verdugo apuntándole, la sorpresa en el rostro del hombre, que esconde la cabeza entre los brazos y trata de alejarse rodando. Después el disparo y el cuerpo que salta como una palomita de maíz, cae hacia atrás con un movimiento convulsivo de piernas y se queda inmóvil.
Susan lloraba como una niña.
Bobby Andes tocó ligeramente a Lou —que debería estar muerto—, se inclinó para comprobarlo y después volvió la mirada hacia los que estaban en el porche, o a algo que había por encima de sus cabezas. Alzó la pistola, apuntó y volvió a disparar. Susan soltó un grito de terror y corrió al interior de la casa.
—Silencio —dijo Bobby—, no os disparo a vosotros.
Se sostuvo el vientre mientras regresaba cojeando hacia ellos, doblado, con el brazo del arma colgando al costado del cuerpo.
—Entrad en la casa. Parecéis un hatajo de idiotas.
Fuera lo que fuese aquello a lo que apuntaba al efectuar el último disparo, a lo que realmente dio fue al muelle de la puerta, que ahora pendía suelta del marco.