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En la página siguiente pone «Tercera Parte». Excelente. Un cambio: Susan Morrow ya ha tenido bastante. Se pregunta si Edward espera que lo felicite por lo de las vísceras escurriéndose entre la barba. Quizá el paria de turbante con la cabra abandonada era algo que había olvidado revisar.

¿Hasta dónde podrá leer esta noche? Mira lo que falta, para calcular. Ahora mismo estamos más o menos por la mitad: debería terminar mañana. Haz un paréntesis.

—¡Rosie, a la cama!

Una vocecilla, arriba:

—Ya estoy acostada, mami.

Jeffrey quiere salir. Le abre la puerta, deja que salga. No está bien, pero es tarde, nadie se enterará. No te metas en líos, jovencito. Va a la cocina. ¿Un tentempié, una coca-cola?

La cocina está fría, fuera ha bajado la temperatura. Procedentes del estudio llegan las voces de una serie televisiva que nadie mira: alguien ha dejado la tele encendida.

Se siente como machacada por la lectura, y también por la vida. ¿Es que siempre ha de batallar con los libros que lee antes de rendirse a ellos? Los sentimientos que le provoca Tony fluctúan entre la simpatía y la exasperación. Si al menos no tuviese que hablar con Edward después… Si vas a decir que Tony está enloqueciendo —o volviéndose lelo— tienes que estar segura de que Tony no es en realidad Edward.

Por ahora es Tony, el hombre artificial. Susan se interroga al respecto. En general es escéptica con palabras como hueco y superficial. ¿Es ella hueca o no? No tiene ni idea, pero no quiere que nadie decida en su nombre. Si Edward está condenando a Tony a través de la voz de éste, ahí está otra vez el Edward crítico de siempre. Cuando él critica, ella se opone. Pero también tiene la idea de hacer una segunda lectura más objetiva más tarde, cuando el encono haya cedido y todo haya quedado en el pasado.

En cualquier caso, Tercera Parte. Algo ha concluido. ¿Es la tercera de tres o de cuatro? Si son tres, una sonata: ABA. ¿Qué implicaría eso? ¿El regreso al bosque? Y si son cuatro, ¿una sinfonía? Exposición, marcha fúnebre, scherzo, finale. Tenemos un crimen, una víctima, una reacción, y hasta ahora una infructuosa búsqueda de los asesinos. Ella piensa y piensa: ¿será destruido o redimido Tony Hastings? Un mal final feliz lo estropearía todo, pero es difícil imaginar un buen final.

Animales nocturnos 16

Como Bobby Andes no contestaba su carta, le envió otra.

Repito: espero que esté persiguiendo activamente a esos hombres, no simplemente aguardando a que le llueva algo del cielo. Supongo que ha urgido a Ajax para que obliguen a Adams a dar el nombre de sus cómplices. El caso requiere la mayor atención policial en todo el país, y espero que usted haya dado los pasos adecuados en ese sentido. Para mí, éste es un asunto de la mayor importancia. Confío en que usted no lo considere como de rutina ni irresoluble.

En el coche, de camino a su casa en un hermoso día de mayo, se reprendió a sí mismo. Los otros conductores creían que estaba maldiciendo el tráfico. «No es la estúpida hora punta ni los conductores que no guardan las distancias. Ni los muchachos que tiran pelotas de softball a los vehículos que pasan. Ni los perversos editoriales de los periódicos de la mañana, ni los ávidos estudiantes que tratan de aprovecharse de lo que sea, ni el repelente Frank Hawthorne. Ni siquiera el efecto invernadero o la guerra nuclear. No hay sino un crimen, un mal, una pena. Fuisteis vosotros los que me lo hicisteis, ni criminales ni diablos, sino vosotros. Todo lo demás es distracción».

Pensó: «Si Bobby Andes encuentra provocadora la carta, pues muy bien. Si lo hace enfadar, tanto mejor». Pasaron dos semanas, y otra vez comprendió que no habría respuesta. Tony Hastings sufriendo, a la espera de una nota de un detective de Pensilvania responsable de su salud y su esperanza de rescate. En mayo, el verdor que rodeaba su casa era esplendoroso, colmado de amarillos, y la verde maleza invadía el anterior marrón. Días de cielo radiante, de cortar el césped, de arreglar jardines, pero no para Tony Hastings, obstinadamente instalado en el asunto del verano anterior. Él prefería la noche, cuando no podían verlo mirar por las ventanas oscurecidas.

Dado que sabía lo que quería, podía esperar. Ser menos desagradable con las personas inocentes. Se lo comentó a Francesca Hooton durante la comida:

—He estado culpando erróneamente a un montón de personas. Ahora sé quién tiene la culpa.

—¿Por fin has resuelto enfurecerte?

A solas en su gran casa seguía dándole vueltas al asunto, perfeccionando la furia. ¿Creéis que es sencillo llegar a ser Tony Hastings? Se necesitan cuarenta años. Requiere una madre afectuosa y un padre intelectual, una casa de veraneo, lecciones en el porche trasero. Hermano y hermana protegiéndose mutuamente y aprendiendo a ser sensibles a las aflicciones ajenas. Años de lecturas y estudio, y esposa e hija para convertir forzosamente el dolor en costumbre y hacerse un hombre.

Sin embargo, más difícil todavía es llegar a ser Laura, su esposa. Forjada en la sucesión acumulativa de los días normales y corrientes, por la calle Meyer, el doctor Handelman, por Donna y Jean, por el lago en medio de la bruma y la muerte de Bobo y el estudio, en su cuadragésimo año de vida Laura no está completa, sino apenas empezada. Laura no es (no era) la vida que vivió, sino los cuarenta años que quedaron por vivir, según lo esperado.

«Bestias, ¿pensáis que es más fácil reemplazar a Helen Hastings? La suya es la vida más larga de todas: cincuenta o sesenta años que acababan de comenzar, niña descartada por un mundo que se expande, del germen original Laura-Tony a la canción somnolienta y el libro de cuentos, del mamápapá y el cariño perruno con poemas en el cuaderno al inquebrantable contrato de una adulta Helen-en-el-mundo».

«Nada, bestias, es más difícil de construir ni más imposible de reemplazar que los años no vividos por estos tres. Ni vuestros coches, ni vuestras pollas, ni vuestras insignificantes amiguitas, ni vuestras ínfimas almas de rata». Tony Hastings imaginaba aquellos coches, pollas, amiguitas y almas. Vivía entre ellos, buscando palabras para que su odio fuese avasallador. Una historia, una relación lo bastante degradante. De unos sujetos estúpidos que tomaban de las películas y la televisión y de los matones de instituto aquella idea de cómo ser un hombre llevándose a la gente por delante. «Vámonos a la carretera a asustar a los burgueses. Ya está bien de aguantar las sucias miradas de los maestros, vamos a cepillarnos a esas chicas remilgadas y a las mamis de culo prieto. Si tenéis problemas, les dais un golpe en la cabeza». Tony Hastings buscaba palabras adecuadas para su furia. «Viles, miserables, cobardes. Degenerados, viciosos, despreciables». Perversos, no: esa palabra les otorgaba demasiada dignidad. Las palabras que él buscaba estaban por debajo y eran peores que cualquier perversidad. Con esta retórica intentaba reemplazar el alma que creía perdida.

El teléfono, por la tarde: mientras iba hacia él ya sabía quién llamaba. Oyó la voz ronca y distante materializando su pensamiento:

—Quiero hablar con Tony Hastings. ¿Hablo con Tony Hastings? —Acertaba, los dos acertaban—. Soy Andes —añadió la voz—. ¿Quiere identificar a otro?

—¿A quién?

—No se lo voy a decir. Le pregunto si quiere ayudarme.

—¿Cuándo? ¿Dónde?

—Tan pronto como pueda venir. Aquí. Esta vez es Grant Center.

De modo que se preparó para otro viaje. Nada de fallos en esta ocasión. «Esta vez miraré y sabré quién es, Ray o Lou, o de nuevo el Turco». Preparándose para un par de noches, presa de una desbordante excitación, hizo la maleta, cogió un avión y bajó de otro, uno pequeño, de enlace, en el minúsculo aeropuerto en un valle. Bobby Andes lo esperaba en la salida. Subió al coche, pasaron por campos y bosques, bordearon colinas. Regreso al territorio del horror.

—Vaya par de cartas insistentes las suyas —dijo Andes—. ¿De veras quiere atrapar a esos tipos?

—¿Qué ha pasado?

—Primero dígame: ¿va a dejarme con el culo al aire como la otra vez?

—Lo que puse en mis cartas es lo que pienso.

—¿Qué lo ha hecho cambiar?

—No he cambiado. Quiero que atrapen a esos tipos.

—No quiero que identifique a alguien sólo porque sí, ¿sabe? Le diré qué tenemos. Tenemos un intento de atraco a un supermercado en la zona comercial de Bear Valley poco antes de la hora de cierre. Cogimos a uno, otro murió y el tercero escapó, igual que la vez anterior.

—¿Cómo fue?

—Eran tres tipos, pura escoria, dos en la tienda, uno fuera, en el coche. No ven al encargado, que está en el fondo del local. La cajera levanta las manos como le ordenan que haga, el encargado viene por el pasillo con su arma, grita: «¡Tire esa pistola!». El idiota se vuelve y dispara sin mirar, le da a las cajas de cereales, lluvia de cereales… El encargado devuelve el disparo. Es un buen tirador. Le da en el pecho y lo deja fuera de combate. Lo operaron en el hospital. Murió al cabo de doce horas.

Tony Hastings permaneció callado, preguntándose si la noticia sería buena o mala.

—¿Qué pasó con los otros?

—Aguarde. El compinche que ha entrado en la tienda echa a correr. El encargado sale tras él. El tipo intenta meterse en el coche, pero aparece un poli doblando la esquina, a la carrera. El encargado lo llama, el poli grita «¡Alto!», el tipo del coche arranca y el otro no consigue meterse. Un disparo del poli hace estallar un neumático, el conductor del coche se entrega, pero el que corría logra escapar.

—¿Cómo lo consiguió?

—Desapareció. Salió corriendo cuando el poli empezó a disparar, se agachó detrás de un coche, en alguna parte. No lo sé. Faltaban agentes para perseguirlo. No saben por dónde se fue.

—¿Qué quiere que haga yo? —preguntó Tony.

—Ver si reconoce al tipo que cogimos.

—¿Por qué iba a reconocerlo?

—Después se lo explico.

Volvían al sitio donde había empezado todo, los campos y laderas, aún con vestigios de su primitivo verdor infiltrado en los marrones y grises del invierno recién llegado. Tony no reconoció nada hasta que entraron en el aparcamiento de la comisaría, enfrente de la cual, al otro lado de la calle, estaba el motel.

—También podría echar un vistazo al cadáver, aunque no es estrictamente necesario —dijo Andes—. Sabemos quién es.

—¿Quién?

—Steve Adams. El que usted llamaba el Turco.

—¿El Turco? ¿Muerto?

—Lo reconocimos por las huellas dactilares.

—Creí que estaba preso en Ajax.

—Salió bajo fianza, según tengo entendido.

Tony intentaba discernir los cambios en el aspecto del teniente. Era la pérdida de peso, las arrugas alrededor de la boca y la nariz y debajo de los ojos, allí donde antes la piel había sido suntuosamente lisa.

Tony cruzó la calle para reservar alojamiento. Cuando volvió, Andes le dijo:

—Supongo que querrá una ronda de reconocimiento como la otra vez.

—Se supone que he venido para eso.

—Podría ponerlo delante de él y preguntarle quién demonios es, pero calculo que usted prefiere la ronda de reconocimiento.

—Lo que usted diga.

—Vaya a tomarse un café. Si nos decidimos por una ronda de reconocimiento debo reunir a alguna gente.

Cuando finalmente la ronda se llevó a cabo, tuvo un punto de comedia. Se celebró en el despacho donde estaban los escritorios. Sentaron a Tony detrás de uno. Seis personas entraron por la puerta lateral y se colocaron en fila delante del mostrador. Pasó un momento antes de que Tony se diera cuenta de que se trataba de la ronda de reconocimiento. La primera de las seis personas era una mujer de marrón que minutos antes había estado sentada delante del escritorio al que ahora se sentaba Tony. Estaba conteniendo la risa. La segunda era un policía de uniforme, que trataba de no sonreír. Tenía un aspecto familiar, y Tony se preguntó si habrían disfrazado al sospechoso en un intento de confundirlo. Después cayó en la cuenta de que aquél era el policía llamado George, el mismo que lo había llevado aquel día de regreso del lugar del crimen en el bosque. Los dos siguientes, un hombre fornido y de cabello amarillento, que vestía un mono de mecánico, y un viejo con una sucia camisa de cuello abierto, estaban esposados el uno al otro. El quinto y el sexto también iban esposados. Ambos llevaban barba y camisa de cuadros. La barba de uno era castaña y espesa. Parecía un individuo independiente e inteligente. El otro, cuya barba era negra y mal recortada, miraba alrededor con expresión de desconcierto, y Tony observó con asombro que el rostro desconocido se convertía —como cuando se hacen girar las ruedecillas de unos prismáticos— en una cara conocida.

La reconocía por los ojos que lo habían mirado de un modo diferente aquella noche, y por la boca que asomaba entre la barba, entonces también diferente. Observó al hombre que miraba alrededor sin saber por qué estaba allí, que aún no había reparado en Tony, y cuyos ojos pasaron sobre él sin dar señales de reconocimiento, sin advertir con cuánta atención lo miraba para asegurarse. Tony probaba a situarlo en el bosque y el coche, sobreponiendo su imagen en los recuerdos conservados, visualizándolo junto al neumático con Ray y el Turco, luego en el coche, a su lado, cuando intentó detenerse al pasar por delante de la caravana, y en el bosque. Evocó claramente sus palabras: «¡Si no te andas con cuidado acabarás muerto!».

Finalmente, el hombre reparó en que Tony lo miraba fijamente, pero no dio señales de reconocerlo. Parecía intrigado. Pero Tony sí lo conocía. Inseguro por lo contento que se sentía, y temeroso de las consecuencias que podía tener sentirse contento, le susurró a Bobby Andes:

—Sí.

—¿Sí? ¿Sí qué? —dijo el teniente en voz alta—. ¿Reconoce a alguno?

—Al de la barba.

—¿Cuál de la barba? Son dos.

—El último.

—¿El de camisa de cuadros y tejanos? ¿Lo ha visto antes?

El sospechoso lo miraba perplejo.

—Es Lou.

—¿Lou? ¿Cuál? ¿Quién es Lou?

—Lou es el que me llevó, el que me hizo conducir su coche cuando los otros se fueron en el mío, el que me hizo ir hasta el bosque y me abandonó allí.

—¿Ese tipo? No parece que entienda nada. Lou. ¡Eh, tú! ¿Te llamas Lou?

—Usted sabe mi nombre. Se lo he dicho. ¿Qué está pasando?

—¿Has visto antes a este hombre, Lou? Piénsalo bien. ¿Lo has visto alguna vez?

Lou miró detenidamente a Tony, que fue incapaz de discernir si en su semblante aparecía algún signo de reconocimiento.

—No.

—¿Estás seguro?

—No lo conozco. ¿Quién es?

—Dígaselo, Tony. Dígale quién es él.

—El verano pasado, usted… él…

—¿Ese hombre? —lo ayudó Andes.

—Ese hombre y sus amigos nos obligaron a salirnos de la autopista interestatal. Después, dos de ellos se introdujeron por la fuerza en mi coche con mi esposa y mi hija, y ese hombre…

—¿Ese hombre de ahí? ¿Lou?

—Sí, Lou, me obligó a conducir su coche y me llevó al bosque, donde me hizo bajar. Después, mi esposa y mi hija fueron halladas muertas en el mismo lugar.

—¿Qué dices a eso, Lou?

El rostro de Lou estaba desfigurado por el miedo, lo que dificultaba que lo reconociese.

—No sé de qué me está hablando —respondió.

—¿Qué sabes de la esposa y la hija de este hombre?

—No lo he visto en mi vida.

—¿Qué sabes de Ray y el Turco?

—Nunca he oído hablar de ellos.

—Bien —dijo Andes mirando a Tony—, ¿está seguro de que es el mismo hombre?

—Completamente.

—¿Lo juraría ante un tribunal bajo apercibimiento de perjurio?

—Sí —susurró Tony.

Condujeron a Tony al depósito de cadáveres, donde descubrieron ante él un rostro ceroso con barba de tres días. Los ojos cerrados, sin gafas, la nariz picuda, una mueca en la boca; podría haber sido cualquiera. A Tony le resultaba imposible imaginárselo vivo. No tenía ningún recuerdo del Turco que casase con él. No conseguía recordar siquiera los rostros del Turco que había sido incapaz de identificar en Ajax y en la foto.

—Es difícil —dijo—. Me parece que se trata del Turco.

—¿Está seguro?

—Sí —respondió.

Bobby Andes lo llevó a cenar. Estaba exultante.

—Bien hecho, hombre —dijo—. Ahora lo tenemos. —Estaba eufórico y no paraba de toser—. Vamos a acusarlo de asesinato.

—¿Tiene pruebas suficientes?

—Lo tenemos a usted y tenemos las huellas dactilares. Haremos examinar muestras de cabello.

Repasó brevemente el caso.

—Este Lou… las huellas en la caravana y en su coche son de él. Por eso quise que usted lo viese.

—Entonces, efectivamente, volvió a la caravana después de abandonarme en el bosque.

—Eso parece. Probablemente regresó y les dijo dónde lo había dejado, y por eso fueron hasta allí con los cadáveres.

—Para atraparme.

—Apuesto a que su amigo Ray era el tercer asaltante.

—¿Se refiere al que escapó corriendo?

—La descripción corresponde.

—¿Cuál es el próximo paso?

—Presentar una acusación formal contra Lou. Necesitaremos que vuelva, señor Hastings. ¿Está preparado para eso? Entretanto, voy a buscar a Ray.

Tony regresó a su casa a la mañana siguiente con una especie de trémula alegría. Y con el rostro de Lou —contra el que creyó que querría escupir— mirándolo con expresión de miedo.