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Se trata de una interrupción deliberada de la lectura, porque en realidad no tenía que ir al lavabo. Baja las escaleras a oscuras. La bombilla del vestíbulo de arriba se ha fundido; se necesita la escalera de mano que está en el sótano. Esta noche no. Al otro lado de la habitación, Henry yace boca arriba, con el jersey levantado, rascándose la barriga, excluido de la partida, mientras Mike, con una risa malvada, mueve su ficha en el tablero.

—No me importa… No me importa… —canturrea Henry.

—No seas chiquillo —dice Dorothy.

Martha se ha instalado encima del manuscrito y se resiste cuando Susan intenta moverla. Susan recuerda un encantador tramo de carretera en verano, la curva que desciende desde la ladera de una colina hasta un valle punteado de granjas, para subir luego en otra larga curva hacia una cima boscosa. Adora esos espacios naturales, esas cumbres cubiertas de árboles, esos valles extensos y las reconfortantes paradas para tomar un bocadillo en los pequeños y acogedores restaurantes de la carretera, especialmente después de conducir durante un largo y agotador trayecto a través de las llanuras de Indiana y Ohio. Es un descanso para el espíritu. Recuerda los cantos en el coche, Dorothy, Henry y Rosie en el asiento trasero, Jeffrey pasando de un regazo a otro y Martha abajo, escondida. «Vamos de paseo… en un coche feo…».

La gata salta al suelo, se esponja, ofendida, y sale disparada hacia la cocina. Susan recuerda el lago, la luz de la mañana arrancando destellos como hilos de araña bajo el árbol que se inclina sobre el agua, mientras Arnold y Henry avanzan hacia la balsa, Arnold con el agua hasta los hombros blandos, regordetes y pecosos, sosteniendo por la cintura a Henry, que levanta el mentón como un lunático mientras Dorothy bucea unos metros más adelante.

Recuerda la cabaña de Edward en el bosque, cuando quería ser escritor. Sensaciones vagas. Breves poemas confesionales con todo por decir. Episodios nostálgicos, pérdida y pesares. Muertes paternas. Fantasmagóricas escenas en el puerto. Sexo sin alegría en florestas bucólicas. No era fácil leer a Edward en aquellos tiempos.

Lo de ahora es diferente. Susan lo admite: ese sobrecogedor secuestro ejerce un poder sobre ella y, le guste o no, es Edward quien lo detenta. Siguiendo la huella del terror de Tony Hastings sabe que está viendo lo que Edward quiere que vea, que sienta lo que él siente, sin vestigio de las ofensas pasadas tal como ella las recuerda. El Edward envarado y nervioso, susceptible y chiflado, aún no ha aparecido en ese solitario paisaje de Pensilvania donde ella y Tony se enfrentan al descarnado horror que esos malvados (concebidos por el propio Edward) están provocando. Todavía no hay razón para reñir con él, y ella lo agradece.

Animales nocturnos 5

Tony Hastings permaneció allí un largo rato, mirando en la dirección en que el coche había desaparecido, ahora a oscuras. Era noche cerrada y trataba de vislumbrar algo, vagamente consciente de los distintos matices de las sombras, pero no conseguía distinguir una cosa de otra, se sentía como un ciego. «Dios mío —pensó—, se han ido y me han dejado aquí. ¿Qué clase de broma es ésta?».

El bosque se había sumido en el silencio, no se oía nada. Al cabo de un rato, la oscuridad había empezado a disminuir, poco, pero en cualquier caso lo suficiente para ver más que antes. Se hallaba en un pequeño claro entre los árboles. Había visto el cielo sobre su cabeza: algunas estrellas, ni muchas ni brillantes, como se esperaría que fuese en las montañas. Era capaz de discernir entre el firmamento y las copas de los árboles, pero más abajo todo seguía siendo de un negro impenetrable, como si una cortina rodease el calvero.

No esperarían que saliera de allí sin una linterna. Menuda jugarreta.

El silencio empezaba a organizarse. Percibió un remoto ronroneo, no un sonido sino la sombra de un sonido, que reconoció como de camiones en la interestatal, a kilómetros de distancia. No supo decir si cierto ruido débil, como de silbidos, provenía de los insectos en la hierba o de su propio oído. En torno al calvero la cortina producía formas. Vio troncos de árboles y espacios abiertos entre ellos. Vio un agujero negro allí donde el coche había desaparecido. Vio el camino.

«¿Qué estás esperando?». Sería una estupidez suponer que volverían. En realidad no lo había supuesto ni por un instante. El problema estaba claro: lo habían dejado tirado tras una novatada digna de estudiantes de instituto, y tendría que encontrar el modo de salir. Y todo por querer ir a Maine en una sola noche.

El único problema era si sería capaz de encontrar el camino en plena noche. No, ése no era el único problema. Como ahora podía ver, se internó en el bosque, donde sabía que estaba el camino. Contuvo el impulso de echar a correr: faltaba demasiado.

El camino pasaba sobre un puente de troncos y atravesaba un arroyo estrecho para serpentear después entre los árboles, subiendo y bajando pendientes, dejando atrás pinares y zonas de vegetación espesa. Laura y Helen lo aguardaban en la comisaría de Bailey, dondequiera que estuviese tal lugar. Preocupadas por él, abandonadas por él. Estaba volviéndose loco pensando en cómo enviarles un mensaje: «Me encuentro bien, ya voy, estoy en el bosque, más vale que durmáis un poco porque tardaré un buen rato». En un momento dado mandarían a alguien en su busca, pero pasarían horas antes de que cayesen en la cuenta de la necesidad de hacerlo, y a nadie se le ocurriría que estuviese en un camino perdido como ése.

«Jamás vendrán a buscarme. Ya voy, ya voy». Si se sentaba a esperar no saldría nunca de allí. Como si su vida dependiese de aquella caminata por el bosque.

Continuó andando pesadamente, al paso más regular que podía. No resultaba fácil, porque el suelo era irregular e invisible a causa de la oscuridad, tropezaba con piedras, metía el pie en hoyos y desniveles, a veces los árboles se juntaban hasta casi hacer desaparecer el camino. No conseguía recordar por dónde había entrado el coche. Llegó a un laberinto, se perdió y se dio cuenta por la maleza que se enredaba a sus pies, reencontró el camino y se mantuvo en él yendo con cuidado de un borde al otro, con las manos extendidas para protegerse la cara. Debería echarse a dormir, esperar a que amaneciese. Pero había andado hasta allí para salir del bosque, tenía que continuar: Laura y Helen lo esperaban.

Ultrajado y humillado de un modo grotesco. La furia se concentraba en sus puños, daba firmeza a su paso, arrostraba la ceguera de sus pies, de los dedos y los talones. Repasó mentalmente la majadería de aquellos matones, la clase de tipos que eran, capaces de jugar con la muerte en la autopista con coches de verdad, de secuestrar a un profesor y dejarlo abandonado en el bosque. De pensar que esa clase de cosas son divertidas. Viriles. De machos.

Tony había sido ultrajado, pero se negaba a que lo humillasen. «Mi nombre es Tony Hastings. Enseño Matemáticas en la universidad. La semana pasada suspendí a tres estudiantes, pero a otros quince les proporcioné el enorme placer de calificarlos con la mejor nota. Tengo un doctorado. La ley tendrá algo que decirles a Ray y a Lou y al Turco. Dios sabe que soy una persona pacífica. Me disgustan los conflictos, pero si la ley no… Puede que los tipos que juegan a piratas en la carretera se enteren por mí de cómo funcionan las cosas».

Sentirse ultrajado lo protegía contra el peligro de echarse a llorar. Y era así desde la infancia, cuando los chicos mayores lo arrojaban al arroyo después de quitarle el sombrero y se iban corriendo mientras él salía gateando del agua. «Se van a enterar».

La distancia ponía pesas en sus pies, avanzaba poco a poco, tropezando aquí y allá mientras desenmarañaba los kilómetros que lo separaban de su destino. El tiempo lo confinaba en una celda y lo mantenía horas enteras oculto al mundo. Si dejaba que la mañana llegase antes de salir del bosque, si se tumbaba y cerraba los ojos…

¿Y si ellas decidían que no podían esperar más? ¿Y si pensaban que había huido? Tenía que hacerles llegar el mensaje antes de que se fuesen.

«Calma. Háblate, serénate. No puedes hacer otra cosa que lo que estás haciendo. Esperarán. Deséales un sueño beatífico mientras te afanas por regresar».

Pero… ¿regresar adónde?, ¿a qué comisaría? He aquí la pregunta que no se había planteado con claridad. Sabía perfectamente que ellas no lo esperaban en ninguna comisaría. Lo había sabido todo el tiempo, aunque su mente se distrajera con otras cosas. Ahora venían las razones. «Aquellos tíos no llevarán a Laura y Helen a ninguna comisaría, por lo mismo que a ti te han abandonado en el bosque. Te han abandonado en el bosque porque no pensaban llevar a Laura y Helen a ninguna comisaría». Tony Hastings lo había sabido todo el tiempo, pero sólo ahora lo reconocía, y eso le inyectó mercurio en las venas, lo heló de arriba abajo, convirtiendo la rabia en terror. Porque si no pensaban llevar a Laura y Helen a la comisaría, ¿adónde las habían llevado?

—«Tranquilo —se dijo—. No puedes hacer nada excepto lo que estás haciendo».

Poco después, vio algo más adelante: unos rayos de luz entre los árboles, asomando y desapareciendo como si alguien hiciera oscilar una linterna. A continuación, oyó un coche que se quejaba por los baches y las vueltas del camino. Sí, era su coche, estaban regresando. Aquella prolongada y estúpida broma había terminado, estaban regresando —como sabía que harían, con tal de que tuviese la paciencia suficiente—, y toda su rabia y terror se desvanecieron dando paso al alivio. «¡Gracias a Dios!».

La luz que se aproximaba formando grotescas sombras en las ramas altas se contrajo súbitamente hasta convertirse en un feroz ojo blanco visible un segundo antes de volver a ocultarse, un segundo que alumbró como un relámpago el bosque entero en torno a él, los troncos, la maleza, las piedras, al propio Tony Hastings, cuya mente se iluminó en ese mismo instante con una advertencia: «¡Escóndete!».

Corrió hasta el árbol que el fogonazo había revelado antes de que los faros pudieran reaparecer, y acto seguido cruzó velozmente un claro hacia una roca que había más allá, mientras la luz daba botes detrás de un afloramiento que se interponía entre ambos. A continuación, todo el bosque se iluminó de nuevo, pero sólo por un momento, ya que de pronto se hizo una oscuridad total y Tony oyó que el coche se detenía, con las luces apagadas. «Me han visto», pensó.

Permaneció detrás de la roca, presa del pánico. «Me han descubierto con aquel primer resplandor de los faros y ahora están esperando a que me deje ver». No era de extrañar que tuviese miedo.

—¡Eh, tío! —La cercana voz resonó entre los árboles—. Tu mujer te llama.

Tony permaneció inmóvil, preguntándose si sería verdad. Debía de serlo, pues si no estaba allí, ¿dónde estaba?

—¿Me oyes? Tu mujer te llama.

Aquella voz tenía el ronroneo de una trampa.

—¡Eh, tú!

—¡A la mierda!

Las luces se encendieron de golpe y el suelo del bosque se iluminó como un decorado cinematográfico; él siguió oculto detrás de la roca. El coche arrancó y un instante después tomó el sendero en la dirección contraria a la que había venido.

Parecía su coche. Tony observó su silueta a la contraluz de los faros que iluminaban la arboleda por delante. Entornó los ojos, forzando la vista. «¿Están allí?». Vio las cabezas de dos hombres, dos bultos recortados contra la luz; dos, sólo dos, estaba seguro.

Sin embargo, podría haberse equivocado, era difícil decir cuánta gente iba en aquel coche, medio deslumbrado como estaba al tiempo que intentaba que no lo viesen. Salió al sendero y oyó el coche alejarse al tiempo que el silencio y la oscuridad regresaban poco a poco. «¿Qué te pasa? ¿Por qué no has ido a su encuentro?».

Se maldijo por ser tan cobarde; después escuchó el silencio. Paralizado, preguntándose: «Y ahora, ¿hacia dónde?».