Susan Morrow tiene la impresión de que un tema nuevo va tomando forma en medio de la batalla de eufemismos, a menos que se trate de una cortina de humo. Lo duda, pues parece fuego real: Bobby Andes se toma la justicia por su mano. Tony Hastings se encuentra con John Wayne. Con poco espacio disponible —cuatro capítulos, cinco como máximo—, el riesgo a sufrir una decepción nunca ha sido mayor que ahora.
Entretanto, diálogo. A Susan le gusta el diálogo, el modo en que la imprenta deja pegadas a la página las palabras efímeras, como animales aplastados en la carretera, de modo que puedes retroceder e inspeccionarlas en su non sequitur, como cuando el teniente, sin que venga a cuento, dice: «Este lugar es una mierda». Pero detrás de todo, de esos Pensilvania y Ohio imaginarios, se encuentra el ego de Edward el Escritor. Tony Hastings, Ray Marcus, Bobby Andes, Louise Germane, las sombras de Laura y Helen, esas personas que tienen, supone Susan, alguna relación con ella, son iconos del gran ego de Edward proyectados sobre una pantalla. Hace veinticinco años, Susan expulsó de su vida el tosco e indócil ego de Edward. Con qué sutileza opera ahora, calando en el suyo, convirtiéndolo en el de él.
* * *
Animales nocturnos 22
Dos coches, Tony Hastings al volante del suyo siguiendo a Bobby Andes por las tranquilas calles de Topping en dirección a Herman’s. Un amplio aparcamiento en torno al local, que era un gran edificio de una planta con un rótulo luminoso rojo en la ventana. La luz que emitía el rótulo resplandecía más que la del crepúsculo vespertino y aceleraba la llegada de la noche. Bobby se acercó al coche de Tony.
—Espere aquí.
Mientras anochecía, Tony observó desde su coche la puerta de Herman’s. Al cabo de un rato salieron dos hombres. El teniente y Ray. Hablaban bajo el brillo del rótulo. Ray tenía los brazos en jarras, Andes lo miraba con la cabeza alzada y la espalda algo torcida. Ray hizo un gesto de contrariedad, se volvió hacia la puerta, cambió de idea. Por la puerta salieron dos policías. Ray hizo un movimiento. Uno de los policías lo retuvo por un brazo. Ray dio un respingo, pero dejó que el policía le colocara las esposas y lo condujese hasta el coche del teniente. Bobby Andes se acercó a Tony.
—Vamos a mi refugio. Está en Bear Valley. Usted síganos.
Noche cerrada mientras marchaban en caravana de tres, el coche patrulla delante, por la carretera del valle. Pasó otro coche, que se colocó entre el de Tony y el de Bobby, después adelantó a Bobby, pero no se atrevió a rebasar al coche patrulla, lo que dio lugar a una caravana de cuatro durante los siguientes cinco kilómetros.
Tony vio el intermitente de los coches que iban delante y accionó el suyo, aunque no venía nadie detrás. Un camino secundario a la izquierda, un cartel que rezaba WHITE CREEK. Un camino estrecho y recto entre dos campos, con baches: tenían que ir despacio. Más adelante distinguió la sierra que se alzaba en los confines del fondo plano del valle. Donde terminaban los campos el camino torció a la izquierda. A la derecha había un riachuelo al pie de un talud empinado, más allá del cual se extendía el bosque. Enfrente, una luz, una cabaña en un montículo, lindando con el agua. Los dos coches se detuvieron bajo los árboles y Tony hizo lo propio junto a ellos. Todos se apearon y Tony los siguió al interior de la cabaña.
—Mi refugio —anunció Bobby Andes.
Entraron por un porche con persianas. Parecía haber una multitud en la pequeña estancia, y a Tony le llevó un momento situarse. Había una mujer, pero los otros eran los que habían venido de Herman’s: los dos policías, el teniente y Ray Marcus. Andes empuñaba una pistola, y Tony dio un respingo al verla, como si hubiera sido un pene. Andes estaba interpelando a la mujer.
—¿Cómo has llegado aquí?
Era más alta que él. Vestía un jersey y unos pantalones holgados, y tenía cara de cansancio. Debía de rondar la cuarentena, y por el aspecto podría haber sido una maestra de escuela.
—Me ha traído Lucy.
—Mierda.
Ray reparó en Tony.
—Eh, ¿qué hace aquí este tío?
En la habitación había una mesa, un catre y algunas sillas viejas. Junto a una pared, una cocina pequeña y un fregadero; al fondo, una puerta mosquitera y otra que daba a un dormitorio. Las esposas de Ray destellaban bajo una luz que colgaba de una viga del techo. Él se sentó en el catre.
Los dos policías se marcharon. Tony oyó su coche alejarse.
—Ella es Ingrid Hale —le dijo Andes a Tony, señalando a la mujer.
—Mucho gusto, Ingrid.
La mujer le dirigió una mirada de curiosidad.
—De modo que usted es el señor Hastings. Le acompaño en el sentimiento.
—¿Y a mí no? —terció Ray.
—Tú a callar —ordenó el teniente—. Podrías haberme avisado —le dijo a Ingrid.
—¿Cómo iba a saberlo? —replicó ella—. De todos modos, ¿qué estás haciendo aquí?
Parecía molestarle que discutieran delante de extraños.
—Trabajo policial. Quiero hacer un puto trabajo policial, si puedo.
—¿Aquí? ¿Desde cuándo haces aquí tu trabajo policial, Bobby?
Andes estaba allí de pie, pálido, como desconcertado por un mensaje enviado desde el interior de su cuerpo.
—¡Dios mío, me encuentro mal! —exclamó. Le tendió la pistola a Ingrid—. Toma, ten.
—¿Qué? —Ella la hizo girar en las manos, como si quemara—. A mí no me des esto. —Se la devolvió.
Andes se la entregó a Tony y dijo:
—Úsela. Dispárele si se mueve. Volveré enseguida.
Tony miró el arma, pesada en sus manos, preguntándose cómo funcionaba. El teniente salió por la puerta mosquitera. Lo oyeron vomitar. Ray soltó una risita despectiva.
—¿Sabes usar esa cosa?
Andes seguía fuera y hubo más ruidos.
—¡Joder! —exclamó Ray. Cuando volvió Andes, le dijo—: Esto no es legal. Si fuera legal me habría llevado a Grant Center en vez de traerme a este puto lugar.
Andes tomó el arma de manos de Tony y la amartilló.
—Ésta es la única legalidad que hace falta.
—Lo pagará.
Tony oyó que Ingrid Hale chasqueaba la lengua.
—Usted me ha mentido —continuó Ray—. No hay ninguna prueba nueva. Si hubiese alguna me habría llevado a Grant Center.
Bobby Andes contemplaba la pistola como si la estudiase.
—Me gusta más aquí. Es más tranquilo.
—Me parece que este truco ya lo ha intentado antes. Si cree que este tipo va a hacerme flaquear, ya ha visto que no funciona.
—Bobby —intervino Ingrid.
—De acuerdo, estás aquí, estás aquí —dijo Andes, mirándola—. Lo que verás no va a gustarte, pero no puedo cambiar mis planes por tu causa.
Tony percibió cierta jactancia en sus palabras. Algo como: «Ahora comprobarás cómo es realmente el trabajo policial».
—Tal vez deba irme a la cama.
—Puede que sí —repuso Andes—. Eh, Ray, ¿qué estabas haciendo en Cargill Mountain esta tarde?
—Sabía que estaba siguiéndome.
—¿Tienes un refugio allí arriba, alguna chavala de la que Leila no sabe nada?
Ray guardó silencio.
—¿No vas a decírmelo? Da igual. De verdad, da igual, Ray.
—Entonces, ¿por qué lo pregunta?
—Por pasar el tiempo, Ray.
—¿Por qué? ¿Esperamos algo?
—Que pienses un poco. Se necesita tiempo para tomar las grandes decisiones. Máxime cuando toda tu puta vida pende de un hilo.
—No tengo nada que pensar. Tengo las cosas perfectamente claras.
—Oye Ray, escucha esto: ¿qué dirías si tu compinche Lou Bates te implicase en la muerte de las Hastings?
Ray se tomó un momento antes de decir:
—¿Quién?
—Venga, Ray, no me hagas perder el tiempo. Tu único amigo en el mundo, ya sabes, Lou Bates.
—Yo tengo muchos amigos, ¿sabe, madero de mierda?
—Seguro que sí, muchacho, tienes montones de amigos. ¿Y si ellos te implicaran? ¿Si Lou Bates confesara? Tú, Adams el Turco y él, la historia completa.
Ray, que se había sentado en el catre, pensaba.
—Está mintiendo.
—No lo creo. ¿Para qué iba a mentir si eso lo comprometía?
Ray miró alrededor.
—Es usted quien está mintiendo —dijo—. Si Lou hubiera hecho eso, usted me habría llevado a Grant Center.
—Te llevaremos a Grant Center, no te preocupes. ¿Quieres una cerveza?
—¿Envenenada?
Bobby Andes rió. Le hizo una seña a Ingrid.
—Tráenos unas cervezas, cariño.
Ella fue al fondo de la estancia y regresó con un paquete de seis cervezas. Las repartió entre los tres hombres y cogió una para ella. Andes abrió la suya, pero no bebió. Ray sí que lo hizo, llevándose la botella a la boca con las manos esposadas. Bobby le dijo a Ingrid:
—Ahora tal vez puedas ayudar a Tony a vigilar a nuestro amigo mientras yo hago una llamada.
Ella se mostró alarmada. Tony también.
—¿Qué clase de llamada?
—Trabajo policial, ¿de acuerdo? Es mi obligación. Vigiladlo; volveré en unos minutos.
—¿Vigilarlo, Bobby? ¿Cómo?
—Tony lo vigilará, ¿no, Tony? Coja la pistola. Tenga. Le mostraré cómo funciona.
Se apartaron dándole la espalda a Ray para que éste, que seguía sentado en el catre con su sonrisa estúpida, no presenciara la demostración. Afligida, Ingrid le preguntó a Tony:
—¿Sabe usarla?
—Puedo intentarlo.
—Deben de creer que soy un tipo bastante peligroso —intervino Ray.
—Tú no eres peligroso, basura —masculló Andes—. Eres una puta cucaracha. Hay que prevenir las epidemias, ¿sabes?
—No te vayas, Bobby —pidió Ingrid.
—Tranquila. Sólo serán cinco minutos. ¿Quieres que lo inmovilicemos? ¿Eso haría que te sintieses segura? —Miró a Ray—. Muy bien, basura, parece que será mejor sujetarte a algo. —Miró alrededor—. El armazón del catre. Venga, Tony, coja la llave, abra una esposa y sujétela al armazón.
Bobby Andes rodeó el catre, apuntando a Ray para cubrir a Tony. A éste lo puso nervioso aproximarse tanto a Ray —en cuyo rostro continuaba aquella sonrisa perversa que tanto recordaba— como para oler su aliento a cebolla. Se mostró torpe al abrir la esposa de la muñeca izquierda, le temblaban las manos. Tiró de las esposas hacia abajo para acercarlas al catre, lo que requería que Ray se inclinase. Temió que lo atacase y tuvo que recordarse que el teniente lo protegía con la pistola.
—¡Por Dios, tíos! —chilló Ray, doblado por la cintura—. ¡No podéis obligarme a estar así!
—Siéntate en el suelo —dijo Andes.
—Mierda. —Ray apoyó la espalda contra el catre y Tony sujetó la esposa al armazón—. ¿Cómo voy a beber mi cerveza?
—Usa la mano libre. —Andes dio un paso atrás y lo estudió, como a un cuadro—. ¿Ahora te sientes más segura? —dijo. Ingrid lo miró con expresión suplicante—. Muy bien. Te haremos sentir todavía más segura. Tony, vaya a mi coche y traiga los grilletes.
De modo que le colocaron los grilletes, y Ray quedó sentado en el suelo con una mano sujeta al catre, cerca del hombro, los pies engrilletados y una mano libre para seguir bebiendo su cerveza.
—Esto es una crueldad —dijo Ingrid.
—Sí, sí, una crueldad —confirmó Ray.
—¿Prefieres no ser cruel a estar segura? —replicó Bobby—. Regresaré en cinco minutos. Si tenéis que usar el arma, usadla.
Salió, y al cabo de un momento oyeron el coche alejarse en dirección al camino por el que habían llegado. Súbitamente se hizo el silencio, como si Bobby se hubiera llevado consigo todos los sonidos. Tony sintió el peso de la pistola en el regazo. Mientras miraba a Ray, en el suelo junto al catre, mantenía una mano sobre la culata del arma y la otra preparada, recordando los movimientos necesarios para quitar el seguro y amartillarla. «Dios mío, estoy aquí sentado con un arma en las rodillas —pensó—. Tengo prisionero a un hombre, mi enemigo, que me viene atormentando desde hace un año. Menos mal que le ha puesto grilletes, de lo contrario nuestra seguridad dependería de la pistola, y jamás he usado una».
—Ese tipo está loco —dijo Ray.
—Es un buen hombre —replicó Ingrid.
—Y tú también piensas que está loco —añadió Ray mirando a Tony—. Ambos lo estáis.
Tony oyó los rumores de la noche a través de las ventanas: las ranas a cierta distancia —debía de haber una charca cerca de allí—, y al cabo de un rato el agua del río, no lejos del porche. Percibió el silencio que se extendía hasta el tráfico de lejanas carreteras. Recordó el caos de la espesura del bosque y sintió el peso de su responsabilidad. «Todo esto es por mi causa».
Bobby Andes llevaba largo rato ausente.
—¿Dónde está ese teléfono? —le preguntó Tony a Ingrid.
—Junto a la gasolinera —respondió ella, preguntándose a su vez qué estaría demorándolo.
Trajo más cervezas de la nevera y le dio una a Tony, que la rechazó, y otra a Ray. Se puso a freír unos huevos con beicon.
—Vaya, mamaíta —dijo Ray—, ¿preparando algo de comer para tus chavales?
Tuvieron miedo de soltarlo, de modo que comer no le resultó fácil: sólo podía emplear una mano. Ray dijo que Ingrid era una mujer realmente amable, pero que él se sentía como un puto animal en el zoo.
Ella empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie.
—Bobby —murmuró—. Bobby.
—Parece que ha huido y la ha dejado aquí —dijo Ray—. Usted y yo, nosotros tres, juntos y solos.
La lóbrega estancia estaba iluminada por una única bombilla que colgaba de la viga principal del techo. Las marrones paredes de contrachapado, fotos de revistas sujetas con chinchetas —animales salvajes, montañas—, un calendario de hacía tres años. Cañas de pescar, una pala, una sierra de doble mango, todo amontonado en un rincón. Un olor a rancio, un rastro añejo de olor a mofeta. Aunque era de noche, Tony tuvo conciencia de la caverna formada por los árboles que rodeaban la cabaña, lo asaltó una húmeda sensación de angustia, de memoria pútrida, de la infelicidad de Bobby Andes.
Poco después, Ingrid le preguntó acerca de su esposa y su hija. Ray observaba, escuchando.
—Íbamos a Maine todos los veranos.
—¿Formaban un buen matrimonio?
—Nuestro matrimonio era estupendo. Un matrimonio ideal.
—¿Ningún problema?
—No que yo recuerde.
—Eso es muy raro.
La risita burlona de Ray.
Ingrid explicó que Bobby había tenido un matrimonio desafortunado. Él se dedicaba a ligar, lo que a su esposa no le gustaba, de modo que terminó divorciándose de él. Su hija adolescente se había suicidado y su hijo había abandonado la ciudad seis años atrás. La cabaña era el lugar donde pasaban los veranos en los viejos tiempos.
—Él me contó que sólo tenía un hijo —dijo Tony.
—Eso es lo que le dice a la gente.
En cuanto a ella, no creía en el matrimonio. Trabajaba de recepcionista en la consulta del doctor Malcolm y en su tiempo libre estaba escribiendo una novela romántica de época. Hacía unos cinco años que los fines de semana acudía al refugio de Bobby. Mencionó la enfermedad de éste, lo desgraciado que era. Estaba pensando en sacrificar sus principios para darle a él seis meses de felicidad, pues temía que se derrumbase en cualquier momento. Últimamente parecía descontrolado y fuera de sí. El principal obstáculo era el doctor Malcolm. Le dirigió una rápida mirada a Ray.
—No es ningún secreto. Ambos saben que el otro existe.
Ray volvió a soltar su risita.
Aquello podía hacerla parecer algo ligera de cascos. Pero todo en ella era controlado y discreto. En realidad, añadió, el amor no le importaba. En cuanto a sus dos relaciones, todos se beneficiaban. Ella los mantenía sosegados, no era del tipo apasionado.
—No sabría decir qué clase de persona es usted —añadió—. Me desconcierta que alguien haya tenido un matrimonio perfecto. —Miró a Ray—. En cuanto a usted, sabe Dios lo que es.
—Nada más que un tipo corriente, señora.
—Seguramente. —Y a Tony—: ¿Sabe qué planea hacer Bobby esta noche?
Tony no lo sabía.
—Trabajo policial —recordó ella—. ¿Aquí? A saber cuándo nos iremos a la cama.
—Tiene toda la puta razón, señora —intervino Ray—. Yo necesito dormir, joder.
Ingrid no le prestaba atención.
—Quizá usted pueda ayudar a Bobby —continuó, mirando a Tony.
—¿Yo?
—Usted es profesor; él admira a las personas de su clase. Si usted pudiera hablarle, calmarlo…
A Tony le desagradó el comentario, porque siempre había pensado que era Bobby Andes quien lo ayudaba a él. Lo contrario nunca se le había ocurrido.
Ingrid captó su reacción y se encogió de hombros.
—Eh, señora —dijo Ray—, ¿qué le parece si me ayuda a mí?
—Con usted no quiero saber nada.
—Esto es una crueldad. Usted misma lo ha dicho. Me duele la espalda, no puedo moverme, me siento como un puto animal del zoo.
—Pues tendrá que esperar hasta que vuelva Bobby.
—¿Y si resulta que no vuelve?
—¿Qué pretende? No pienso soltarlo.
—No le estoy pidiendo que me deje ir. Sólo que me suelte las putas piernas para que pueda sentarme en la silla. Usted tiene el arma. ¿Qué más quiere? No voy a ir a ninguna parte.
Tony no quiso mirar a Ingrid porque sabía que ella lo observaba. Sabía que pensaba que debían quitarle los grilletes a Ray. Y probablemente él también lo pensara, pues cuando miraba a Ray allí, en el suelo, se sentía avergonzado. La situación lo violentaba.
—¿Usted qué opina? —preguntó Ingrid.
—Esperemos a Bobby.
Al rato se vio una luz en la ventana: se acercaba un coche.
—Gracias a Dios —murmuró Ingrid, que leía sentada en una silla.
Fuera, la portezuela de un coche al cerrarse, pasos sobre la gravilla, a continuación la puerta mosquitera que se abre y una joven con minifalda roja que entra en la habitación. Pareció sorprenderse. Ray alzó la vista.
—Vaya —musitó.
—Dios mío, es Susan —dijo Ingrid.
La muchacha llamada Susan miró a Ray.
—¿Qué pasa aquí?
—¿Dónde está Bobby? —preguntó Ingrid.
—¡Y yo qué sé! ¿No está aquí?
—¿Qué haces tú aquí?
—Leslie ha vuelto a echarme a patadas.
Ingrid soltó una carcajada.
—Bueno, si te apetece dormir en el bosque o algo así…
La muchacha llamada Susan estaba mirando los grilletes de Ray.
—¿Qué es esto, un juego?
—Se trata de un trabajito policial. Te presento a Tony Hastings y a Ray Marcus. Ray Marcus es un prisionero.
—¿De verdad?
—Hola, Susan —dijo Ray—. Encantado de conocerte.
—Tony es de fuera de la ciudad. Ha venido de visita. Ray está acusado de asesinato.
—Ya no —objetó Ray—. Retiraron los cargos.
Susan llevaba una gruesa capa de maquillaje que subrayaba los rasgos de su rostro. Una aureola oscura rodeaba sus ojos. Miró a Ray y se encogió un poco.
—Escucha, Susan —dijo Ray—, diles a tus amigos que ahora pueden dejar que me ponga de pie.
—¿De qué está hablando?
—No le gustan los grilletes.
Susan dio un respingo. Acababa de descubrir la pistola en el regazo de Tony.
—¿Es usted policía?
—Tony es la víctima del delito del que acusan a Ray.
—¿No has dicho que fue asesinato?
—Por Dios, ¿os creéis que voy a saltar sobre vosotros? Tenéis la pistola y estoy esposado, ¿y todavía pensáis que voy a saltar sobre vosotros?
—Oh, mierda —dijo Ingrid—. Vamos a levantarlo.
Tony Hastings se alegró de la decisión implícita en aquellas palabras. Sabía que tantas precauciones, que lo hacían sentirse cobarde, eran excesivas. Sólo había que tener cuidado. Llevaron a cabo la tarea cautelosamente. Mientras Ingrid mantenía el arma en la sien de Ray, Tony soltaba la manilla sujeta al catre, la cerraba en torno a la muñeca libre de Ray y luego le quitaba los grilletes. Después retrocedió un paso y cogió la pistola de manos de Ingrid. Ray se puso trabajosamente en pie y se sentó en la silla.
Los miró con resentimiento.
—Creen que soy una especie de bicho raro —le dijo a Susan.
—¿Qué va a hacerle Bobby? —preguntó ésta.
—Trabajo policial —contestó Ingrid—. Dios mío, ¿por qué se retrasa tanto?
—¿Dónde está?
—Ha ido a hablar por teléfono. Hace ya una hora que se ha marchado.
—Está loco —intervino Ray mirando a Susan—. Ella le estaba diciendo ahora mismo a Tony que está majara y que no sabe qué hacer.
—Cállese, usted no sabe nada sobre él.
—A usted le preocupa que vayan a despedirlo de una patada en el culo.
—Cállese. Usted no sabe nada —repitió Ingrid.
—No soy tan estúpido, señora.
—Usted es un monstruo. Un asesino. Un violador. Usted es un ser horrible.
—No se comporte como una puta, señora. No está bien.