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En la saga de la memoria oficial de Susan existe un vacío, de casi un año, entre el regreso de Edward del bosque y el matrimonio con Arnold. Al rememorar, encuentra en blanco ese período. Es imposible que no hayan ocurrido cosas. Debe de haber habido trayectos diarios al trabajo, nieve, calles sucias y mojadas. También la compra, la limpieza, cocinar para Edward. Y estados de ánimo y discusiones, películas, un par de amistades. Susan recuerda el apartamento: las paredes oscuras, la cocina diminuta, el suelo del dormitorio cubierto de libros y la ventana que daba al callejón.

La razón de ese bloqueo es que el período estaba a punto de acabar con un cambio revolucionario. Arnold reemplazaría a Edward con nuevos valores, leyes, símbolos, todo. El nuevo régimen reescribe la historia para protegerse, sepultando la época de Edward como si de una Edad Media se tratara. Se necesita el regreso de Edward para que la Susan contemporánea recuerde lo que permanece oculto y se enfrente al desafío de reescribir la antigua saga acudiendo a la arqueología de la imaginación.

Al repasar la saga, a Susan le gustaría saber si es la luz que arrojan las épocas posteriores lo que hace que ese intervalo parezca tan triste y deprimente, o si realmente lo fue. ¿Cuán oscura fue la Edad Media? Se lo preguntaba mientras hacía sus tareas cotidianas. La saga señala un cambio en Edward.

Nervioso y cáustico, susceptible, cada vez más irónico. Ocasionales chistes desagradables. Lee el periódico burlándose despectivamente de los políticos, de los que escriben cartas al director, de los editorialistas, de los que dan consejos. Critica y pone en ridículo a los colegas de ella, sin identificarla del todo con ellos.

Según la saga, él dejó de hablar de su escritura, lo que resulta sorprendente, aunque Susan no recuerda haberse sorprendido. Se acabaron las quejas y la petición de opiniones. Cada vez más reservado, ni siquiera estaba dispuesto a admitir que lo que hacía en su estudio era escribir.

Lo que la saga pasa por alto, pero que ahora Susan recuerda, es el silencio de Edward acerca de su aventura amorosa. El nunca la culpó abiertamente. Después de las primeras preguntas de sondeo, jamás le pidió explicaciones. Evitaba las solicitaciones amorosas. Se mostraba cauto, como si ella le inspirase temor.

Susan no tiene problemas para rememorar las manifestaciones de Arnold, una de las fuentes de escritura de la saga, aunque cueste recordar dónde o cuándo hablaron, puesto que supuestamente la aventura acabó después de que Edward regresase del bosque. O eso pensaba ella. Pero Arnold insistió en hablar y Susan encontró la forma, y percibió el tono urgente de su grave murmullo en el despacho que compartía con los otros profesores: la querida, buena, inteligente y sabia Susan, la única capaz de hacerlo sentir nuevamente como un ser humano. Anécdotas escalofriantes sobre Selena, rabia y celos, el cuchillo de trinchar, píldoras, alicates. Prendas de ropa por la ventana, su pamela volando por el aire como un disco de plástico, hasta la acera de enfrente. La noche en que la policía la devolvió a casa después de que saliese desnuda a la calle.

En el relato, Arnold le pedía a Susan consuelo y ayuda. Estaba harto. Quería saber qué era lo correcto, en qué consistían sus deberes. ¿Y qué dijo Susan? Sólo lo adecuado, desde luego. Devolverle la pregunta. Con los dos puntos de vista que ello implica. El de él era la liberación de toda obligación cuando el amor ha muerto y no hay hijos y la mujer con quien uno se casó ya no existe. Lo absurdo de sacrificar sus oportunidades de felicidad personal en beneficio de una loca incapaz de apreciarlo. El punto de vista de Selena era la crueldad del abandono estando ella enferma, recluida, inerme y sola. Selena se apoyaba decididamente en el voto que reza: En la salud y la enfermedad. Pero por Dios, decía Arnold, si va a pasarse el resto de su vida en un manicomio. Y si no, tiempos difíciles y peleas, peleas y más peleas.

Llamada a mediar, Susan intentó mantenerse al margen con un tercer punto de vista. Depende de ti, decía, como una heroína de Henry James. A veces él explotaba. No estaba hecho para el celibato, no estaba en su naturaleza. ¿Se daba cuenta Selena de eso? ¿Se daban cuenta ellos de eso?

¿Quiénes son ellos?, preguntó Susan.

Vosotros. Comparaba su caso con el de ella: Tú, felizmente casada, con un marido agradable, y amor, y sexo, y vuestra mente sana y vuestra sana conversación llena de amor, amor, amor, y nada de qué preocuparse. Susan no quiso negarlo.

Un secreto conduce a otro. Dado que no podían reunirse donde vivían, utilizaban el despacho de ella para los mensajes, confiaban en un amigo de Arnold que tenía una habitación, o corrían el riesgo de citarse en apartados rincones del parque o en las aulas desiertas después de clase, y Edward tomaba como algo normal que ella llegase tarde a casa. La antigua saga recrea el dilema de Susan, provocado por no saber en qué tipo de narración se encontraba. Una esposa reanuda su aventura con un amante casado. Aunque el marido está al corriente de la vez anterior, no sabe nada de ésta. Y aunque el amante desea liberarse de su esposa internada, no ha dado ningún paso en ese sentido ni ha decidido cuáles son sus obligaciones. Susan es, por tanto y una vez más, una esposa infiel. ¿Qué te depara el futuro si eres una esposa infiel? ¿Una transición hacia una nueva vida, una etapa más en el proceso de desmantelamiento de Edward? ¿O una firme concesión a la debilidad, una infidelidad tras otra? Difícil asunto, porque ella es una persona leal y sincera. Si ha de continuar como esposa de Edward, aun siendo infiel, tiene que defender su castillo, proteger sus símbolos. Pero si se trata de una transición debe desmantelar el castillo sin demora, decirle a Edward la verdad y cortar amarras. Amor, amor. Arnold hablaba de amor. Sin embargo, parecía feliz con las cosas como estaban, y Susan no sabía qué hacer. Sin duda estaba llena de fuertes sentimientos, aunque la narración sólo recuerda el dilema.

Según la crónica, la reanudación de su aventura amorosa la llevó a divorciarse de Edward para casarse con Arnold. Pero cuando ahora piensa en ello se descubre a sí misma incapaz de decidirse, de dar un paso hasta que otros lo han hecho. No consigue recordar cuántas discusiones tuvo con Edward, cuántas vueltas y cuántas vagas decisiones rápidamente desechadas hubo antes de que aquello quedara resuelto. Recuerda el silencio de él, que ella atribuía a su fracaso como escritor, y cómo temió que estuviera pensando en el suicidio. Cuando volvía a casa después de verse con Arnold, una insólita culpa la hacía avergonzarse de estar alegre mientras él se sentía tan desgraciado. Hubo una noche en que Edward creyó que ella se encontraba en la biblioteca, revisando unos trabajos de investigación. Y otra en la cual lo oyó suspirar y quejarse como si quisiese que ella lo notara. Por la mañana, se levantaron, utilizaron sucesivamente el cuarto de baño, tomaron el desayuno, comieron juntos sin hablar. Permanecieron sentados en silencio delante de las tazas de café, Edward mirando fijamente, por encima del terreno cercado, la puerta trasera de la librería, bajo la lluvia. Las primeras palabras que pronunció salieron súbitamente de su boca: Por fin entiendo lo que va mal. Espero demasiado de ti. Ella respondió con una frase conciliadora, pero él iba en otra dirección. Cállate. Te estoy aconsejando. Debes pedir el divorcio, cuanto antes mejor. Nadie tiene derecho a esperar lo que yo espero de ti.

Las conversaciones que siguieron fueron sumamente confusas. Durante las siguientes semanas —llenas de retórica y paradojas—, tomaron decisiones y cambiaron con frecuencia de idea. Ninguno de los dos conocía a ciencia cierta la postura del otro. Daban vueltas a las cosas. Todo siguió su curso. Poco a poco, sin embargo, según regresaban una y otra vez al tema central, éste se hizo cada vez más simple. La causa oficial fue la incapacidad de Susan para apreciar la capacidad de Edward como escritor, y él siguió insistiendo en que eso era grave, realmente grave. Tú no me valoras. Ni siquiera me ves. Pero, puesto que en su fuero interno Susan siempre había pensado que el compromiso de Edward con la escritura era temporal, no tomaba en serio semejantes quejas y daba por sentado que el motivo real era su aventura con Arnold, como lo demostraba la renuencia de Edward a mencionar el tema, como si los celos fuesen algo indigno de él.

De modo que las parejas, Edward y Susan, Arnold y Selena, se divorciaron para volver a casarse como Arnold y Susan y, más tarde, Edward y Stephanie, mientras que Selena permaneció internada en el manicomio. Oficialmente, fue un divorcio amistoso. Se mostraron corteses y no riñeron por la propiedad de las cosas, pero una suerte de resentimiento se instaló entre ambos. Fue difícil hablar, especialmente después de que ella se mudara. Cuando se encontraron en el tribunal del divorcio, aunque en realidad no había habido pleito alguno, Susan sintió como si aquello hubiera sido un pleito en toda regla.

Ahora tenía un nuevo romance, el segundo y último en su saga. Las nuevas encarnaciones de las viejas formas neutralizaban la sensación de cosa trillada. Las dunas de Indiana, el zoo de Brookfield. El Museo de la Ciencia y la Industria. La libertad de mostrarse en público. Regalos, joyas y ropa. Constituía un alivio no tener que juzgar el trabajo de su nuevo marido y aguardar con gozosa expectativa sus progresos. El único inconveniente volvía a ser la filosofía de Arnold respecto al sexo y, posiblemente, que no tuviese muy claro qué esperaba de una esposa. Susan le pidió que revisase su filosofía sexual. Ningún problema, dijo él, y la reemplazó por una doctrina sobre la fidelidad y la verdad. En cuanto a sus expectativas maritales, ella fue conociéndolas con la práctica.

Aunque fuera un tiempo de alegría, Susan lloró mucho. La narración siempre tiene dificultad para reproducir los sentimientos, porque éstos carecen de cualquier efecto exterior, en cambio, llorar es un acto perfectamente descriptible. Susan lloraba por la honesta Susan, a quien tendría que reconstruir. Lloraba por su madre y por su padre, por Edward a los quince años, por las horas en aquel bote, el mito de los novios infantiles y la falta de reconocimiento que padece el artista. Lloró cuando su madre acudió a Chicago a convencerla de que concediese a Edward una segunda oportunidad y le dijo que él siempre sería como su hijo.

Lloró ante la posibilidad de que Arnold no se divorciase de Selena y lloró por Selena cuando él le demostró que estaba equivocada. Lloró por el llanto de Selena, y por el médico que dijo que Selena nunca saldría y por el abogado que obligó a Arnold a hacerse cargo de ella el resto de su vida.

Por lo general, Susan no lloraba mucho, pero aquél era un tiempo de emociones. La antigua Susan llorona seguía siendo una niña. La Susan adulta que se había casado con Arnold era más sensata, aunque no mucho, pues entró en el segundo matrimonio esperando rectificar los errores del primero. La Susan actual admite que la rectificación no se dio porque Arnold fuera mejor que Edward, sino por la fuerza del tiempo. Ocurrió. Arnold era diferente, pero en gran medida lo mismo, y Susan jamás sabría si una idéntica rectificación de errores hubiese sido posible de continuar junto a Edward, aunque daba por sentada una similar rectificación de errores por parte de él con la leal Stephanie.

Sin embargo, eso importa poco. Lo que la madura Susan sabe es que da igual cómo empezara, de qué forma dudosamente moral o con cuántos resentimientos, engaños y traiciones, fueran éstos de buena o mala fe: lo que ellos han creado es un mundo. Y ese mundo es suyo y debe ser protegido. A veces aún se recuerda a sí misma imaginando un mundo diferente. Asistió a los cursos de posgrado pensando que obtendría un doctorado. Podría haber sido profesora, podría haber enseñado a estudiantes de posgrado, escrito libros, dirigido un departamento en la facultad, dictado conferencias. En cambio, enseña cuando hay un hueco para ella, a tiempo parcial, como auxiliar, no por el dinero, no por la carrera, sino por el mero ejercicio. Podría haber sido, pero se siente irritada cuando gente como Lou Anne se pone a hablar de los sacrificios que hace Susan, la compadece y acusa a Arnold de tirano o esclavista. Pues, aunque nunca ha sabido con seguridad si fue por elección o por omisión (ocurrió tan poco a poco…), lo cierto es que se ha convertido en eso: en madre de familia. La familia es Dorothy, Henry, Rosie, y es Arnold y ella misma, la madre. Es lo único en la vida de cuya importancia está segura, sin ninguna duda. Me guste o no, eso es lo que soy, dice. Lo sabe ella y lo sabe Arnold. Ambos.

Quedó establecido de una vez por todas hace tres años con el acuerdo sobre Marilyn Linwood. Su acuerdo implícito, nunca expresado enteramente en palabras, consagrado por los acontecimientos según fueron ocurriendo. Que Arnold se quedaría, que continuaría representando su papel de esposo y padre, que una vez dicho lo suficiente, demostrado el punto —a saber, que las Marilyn Linwood vienen y van y a la larga no significan nada—, no se diría nada más.

Su lugar está al lado de él: de eso se trata. Nunca lo había pensado en esos términos. Siempre se había considerado saludablemente egoísta en el cuidado de sus intereses, pero es la verdad, ¿no? Su lugar está al lado de él y siempre lo ha estado. No porque él sea Arnold, sino porque una vez, en el pasado, ella se concentró en convertirse en su esposa. Y después el mundo se volvió transparente en torno a ellos. Ella estuvo a su lado en lo de Marilyn Linwood del mismo modo que lo estuvo en la demanda por negligencia del caso Macomber, y por la misma razón lo acompañará si se marcha a Washington (tras vender la casa, sacar a los niños del colegio y separarlos de sus amigos, etcétera) en beneficio de su carrera profesional. Lo hará, claro que lo hará.

No es sencillamente que Susan y Arnold, con sus hijos, su casa, coche, gato, cheques y papel de escribir, hayan creado una institución comparable a un banco, sino que el mundo es frío, solitario, peligroso, y ellos necesitan protegerse mutuamente. La novela que Susan está leyendo sabe de eso. Tony, en su difícil situación, debería apreciar con qué firmeza ella se aferra. Debería hacerlo. Pero eso le provoca inquietud, porque desconfía de la novela de Edward. No sabe por qué. Le suscita cierta alarma, un miedo cuyo motivo desconoce pero que parece diferente del miedo descrito en la propia historia, y que está de algún modo relacionado con ella misma. Susan piensa: si Edward se propone —a través de Tony o de alguna otra forma— sacudir la fe de ella en su propia vida, pues… resistirá, eso es todo. Sencillamente, resistirá. Hay cosas que la lectura de una simple novela no puede cambiar.