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El cuarto de baño. Susan Morrow deja el manuscrito, va a la planta de arriba. Hay una batalla musical en la casa. Tras la puerta cerrada del estudio, la industria americana, por medio de una desgarradora voz masculina, trata de venderle a su hijita el disfrute de coches y cerveza. Arriba, Parsifal suena solemne, exótica, música como un perfume.

—¡Rosie, vete a la cama!

Persiguiendo a los asesinos, un nuevo rumbo para la historia de Tony, una complicación. Susan se alegra de eso. Comprende la dificultad de Tony para identificar al Turco, y la escena la turba, como si fuese culpa suya. Le produce perplejidad cómo las personas se reconocen unas a otras. Ella confundió al hombre que vendía contraventanas con su vecino Gelling, pero reconoció a Elaine en el aeropuerto aun cuando ésta se había convertido en una especie de pelota hinchada. Nuevamente en el salón, vuelve a expulsar a Martha de encima del manuscrito. Hay otra desagradable resaca bajo su lectura —residuo de un pensamiento suprimido—, acaso sea todavía la misma. Ojalá se le fuese pronto.

Animales nocturnos 15

Tony Hastings no se encontraba en buena forma. Estaba tratando de interpretar la llamada telefónica que había recibido a las tres de la mañana. El desconocido había dicho:

—Así que usted es Tony Hastings, ¿eh?

—¿Quién habla?

—Nadie. Sólo quería oír su voz.

La gente lo evitaba. Él pescaba fragmentos de conversación. Jack Appleby, en su oficina: «Ya ha durado demasiado». Myra López, en la cafetería: «Se cree que merece una consideración especial». Sus amigos habían descubierto hasta qué punto el que lo hubiesen aceptado en sus casas se debía al encanto y la afabilidad de su esposa. Él sabía lo que pensaban: sin ella era una ausencia imperceptible. Los estudiantes se burlaban de él a sus espaldas. Las chicas evitaban su mirada y vigilaban sus movimientos, dispuestas a ponerle una denuncia. Parecía un paria: un indio de la casta inferior con turbante, encadenado en el patio junto con la cabra y el náufrago harapiento en la playa.

Lo culpaban pero no se lo decían a la cara. Por lo fácilmente que se había recuperado. Por aquella reunión festiva en casa de los Malk. Por la forma de sobrevivir, hosco y malhumorado, como si fuese un elegido de Dios. ¿No era muy extraño en su historia que no hubiera ofrecido resistencia? ¿Por qué no lo había hecho?

Había llegado marzo. En su despacho, le gritó a un estudiante:

—Se lo dije al comienzo del curso. Si quiere presentar una queja, pues ¡hágalo!

El estudiante era un atleta. Vestía una camiseta con el número 24 en el pecho. Tenía ojos grandes, de expresión iracunda, era calvo, excepto en los costados de la cabeza. Tenía una barbilla huidiza. Se marchó con paso decidido, mascullando:

—Tendrá noticias mías.

Louise Germane entró con unos ejercicios que había calificado para él. Debía de haber oído algo, o tal vez no.

—Señor Hastings, ¿se encuentra usted bien?, —preguntó. Él farfulló algo y ella agregó—: Sé por lo que está pasando. ¿Cuenta con alguna ayuda?

—¿Se refiere a un loquero? Nadie sabe por lo que estoy pasando, y no necesito consejo profesional.

Ella dijo que lo sentía, pero Tony Hastings, menos irritado de lo que demostraba, la despachó. Después se arrepintió. Vaya actor. La pobre Louise Germane, probablemente la única estudiante que lo apreciaba. Buena la había hecho. Salió a toda prisa a buscarla. La encontró en la cafetería.

—Quiero disculparme —dijo—. He sido un estúpido.

—Descuide, señor Hastings. —Alta, cabello trigueño, suelto y ondulado, sonrisa de alivio—. Quiero que sepa que cualquier cosa que yo pueda hacer… Estamos con usted.

Sus ojos azules lo miraban, ansiosos de ser interpretados. Él aceptó una distendida charla de café. Se permitió hablar de Laura. Advirtió la rigidez en el rostro de la muchacha, pero siguió hablando.

—Gracias por contármelo. Agradezco la confianza —dijo ella.

—Hábleme de usted.

Ella habló de hermanos y hermanas, él se perdió; su concentración ya no era tan buena. Le preguntó por qué estaba en el curso de posgrado. Se lo dijo. A él se le ocurrió que los planes de la muchacha eran ingenuos e inconsistentes, y le preguntó:

—¿Qué va a hacer cuando el mundo estalle?

Ella lo miró consternada.

—¿Se refiere a la bomba?

—La Bomba. La Cosa. La lluvia. El fuego.

—Tal vez no estalle —dijo ella, perpleja.

¡Ja! Tony negó con la cabeza, chasqueó los labios, se reclinó en la silla y se puso a disertar. Le habló de los misiles bajo cuya carcasa se hallaba el futuro del mundo, de las cabezas nucleares apuntando a ciudades para tomar represalias después de que la gente hubiera muerto. Le habló del vendaval solar que atraviesa el cuerpo humano como si fuese una parrilla. Empleó los términos «ataque preventivo» y «margen de tiempo». Contó cómo después del vendaval vendrá el fuego y a continuación la lluvia radiactiva para quienes se encuentren fuera del alcance del incendio, y luego las espesas nubes que ocultarán la luz, y habló de «invierno nuclear» y «cenizas negras».

—¿Cree que no va a ocurrir? —concluyó.

—La guerra fría ha terminado —repuso ella.

Él sintió una cólera gélida y desdeñosa.

—Eso piensa, ¿eh? El resto del mundo se está envalentonando. Árabes, paquistaníes. El Tercer Mundo. La van a armar. Todos. ¿Cree que no tienen motivos?

—Me preocupa más el efecto invernadero.

Pero no le preocupaba lo suficiente.

—El mundo está muriendo —dijo él, señalándola con el índice—. Las enfermedades avanzan, han comenzado los estertores de la muerte.

—Cualquiera puede morir mañana en un accidente.

Él contraatacó:

—Una cosa es la tradicional convicción de que otros seguirán viviendo después de ti, y otra muy distinta la de que la humanidad está muriendo y de que todo aquello por lo que hemos vivido está desapareciendo.

El afable y civilizado Tony Hastings: cascarrabias, maniático, gruñón. Qué fácil es hacerlo rabiar. A veces se pasa rabioso el día entero. Con el desayuno, el periódico matutino lleno de violencia, editoriales, cartas, estupidez, prejuicios. Una mañana de abril vio a un chico del barrio que atajaba por su patio, detrás de la casa del señor Husserl. Corrió tras él.

—¡Eh, tú!

El chico se detuvo.

—Creí que se podía cortar por aquí.

—Para eso hay que pedir permiso. Pídelo.

—¿Me lo permite, señor?

Accede con un gesto.

En el jardín, el verdor nuevo asomaba ya entre los tallos secos. Estaba apareciendo la mala hierba. Había empezado, y pronto empezaría también la señora Hapgood, llamadas telefónicas y quejas. Alguien olvidó dejarle el aviso de la reunión de la facultad. Al secretario, con calma: «Me gustaría saber quién fue el responsable». Era Ruth. «¿Me lo he saltado? —dijo—. ¿Está seguro de que no se le ha traspapelado?». Controlarse de regreso al despacho.

La pelota de softball pegó contra el parabrisas. Los frenos chirriaron. Abrió la portezuela, bajó rápidamente y, antes de que los chicos pudieran llegar, agarró la pelota, que había ido a parar junto al bordillo.

—Maldita sea, podríais matar a alguien.

—¿Nos devuelve la pelota, por favor?

Se metió en el coche, cerró la portezuela de golpe y echó el seguro, recordando. Cinco chicos lo rodearon e intentaron bloquearle el camino situándose delante del coche, al tiempo que golpeaban el capó, suplicando y amenazando.

—La pelota es nuestra.

El puso el coche en marcha y trató de avanzar lentamente. ¿Qué lo retenía? Si se trataba de ser violentos, podía perfectamente atropellarlos. La violencia de ellos dependía del pacifismo de él. Avanzó poco a poco, empujándolos. ¿Qué derecho tenían a suponer que él sería respetuoso con la ley o a aprovecharse de ello? Se hicieron a un lado, todos menos uno, de rostro demudado, que apoyó las manos en el capó y fue retrocediendo a medida que el coche lo empujaba. Su rostro reflejaba una furia semejante a la de Tony: los labios apretados, los ojos echando chispas. Al final también él cedió. Le gritó «¡hijo de puta!», y golpeó las ventanillas mientras Tony pasaba por su lado haciendo rugir el motor. Una manzana más allá, frenó y miró por el retrovisor. La pelota. Abrió la ventanilla y la lanzó fuera. En el retrovisor, los chicos se lanzaron tras ella entre los coches aparcados.

«Tranquilízate, Tony, tómatelo con calma». Su casa era el templo donde rogaba a sus fantasmas que le restituyeran el alma. Oficio de devoción. Dejó los libros sobre la mesa y se acercó al estante del salón donde guardaba el álbum. Libro de oraciones. Se reclinó en la butaca y cerró los ojos. Escenario. Ella está sentada en el sofá; él en la butaca. Helen en el suelo, reclinada contra la mesita baja, diciendo:

—¿Eso hacían? ¿En serio?

Lección bíblica.

—Entonces empecé a preguntarme por qué me encontraba todos los días hablando con él cuando salíamos de clase, y de pronto caí en la cuenta de que tu padre estaba esperándome, y eso me emocionó.

Helen, divertida:

—Suena a cosa de chiquillos.

—Éramos un par de chiquillos.

Tradición.

—Tu padre es el más equilibrado de los hombres. Y eso a la larga tiene su importancia. —Elogio a papá.

Historia. Espíritu inquisitivo, risitas.

—¿Sabéis qué? Es absolutamente imposible imaginaros como amantes.

—Tu padre es muy cariñoso a su manera.

Misterio. La pregunta que Helen quería formular pero cuya respuesta no deseaba oír, la que jamás formuló porque la ausencia de respuesta era tan respuesta como una respuesta.

Ritual. Abril, un año atrás, en bicicleta después de cenar. Series televisivas de primavera, brotes, nuevas aves. La hija va por delante, cambiando de itinerario cada día, vueltas diferentes alrededor de manzanas distintas. Papá va el último, un guardián por las calles tranquilas, alerta cuando pasa un coche, en tensión cuando doblan en la calle principal entre los vehículos aparcados y el tráfico. Para cuando llegan a casa ha oscurecido. Hora de hacer los deberes, nada de televisión esta noche, colegas. Al fin en paz, todos los peligros han quedado atrás.

El más equilibrado de los hombres, cariñoso a su manera, mientras tomaba café en la cafetería, saludó con la mano a Louise Germane, que estaba en un reservado con un estudiante llamado Frank Hawthorne. A Tony no le gustaba ese tal Hawthorne, lo irritaba verla con él, no sabía cómo decírselo. Frank Hawthorne tenía la cara grasienta y la barba sucia, un cabello abundante y enredado, ojos que miraban como un animal entre la maleza, labios abultados que emergían de su barba como vísceras que se escurriesen a través de una herida abierta. Se acordaba del intento de fraude protagonizado por Hawthorne, finalmente silenciado para fortalecer su carácter. Y también del caso de las palomas: dos tíos con una pelota de béisbol bajo el despacho de Tony. Hawthorne está preparado.

—Venga —dice, y lanza la pelota contra una bandada de palomas, que habrían quedado muertas o lisiadas si llega a darles.

Una chica protesta:

—No hagáis eso. A mí me gustan.

—Son más inmundas que las ratas —dice Hawthorne, el virtuoso asesino.

En la cafetería, Tony Hastings se preguntaba cómo poner sobre aviso a Louise.

De modo que la siguiente vez que vio a Francesca le pidió que lo hiciera. Francesca sonrió.

—¿Para qué molestarse? Si él es un canalla, ella no tardará en darse cuenta.

—Que no es asunto mío, quieres decir.

—A menos que haya algo entre vosotros que no mencionas.

Esto era durante la comida.

—He estado muy irritable últimamente.

—Lo he notado. Hazme un favor: no te enrolles con una alumna de posgrado. No te hace falta.

—¿Y qué es lo que me hace falta?

Transcurrió un momento durante el cual ella lo miró fijamente. Una mirada tan larga que por fuerza tenía que significar algo. Seria, sin sonreír, los elocuentes ojos azules. Pasó, y ella esbozó una sonrisa de compromiso parcial, de prudente complicidad. «Me he perdido algo —pensó él—. Acaba de decírmelo, y ahora es demasiado tarde».

Sin embargo almorzaba con ella regularmente en el comedor de profesores. Era afable y le inspiraba recuerdos. «Es mi única amiga», pensó. Ella lo recordaba tal como había sido. Sabía que no quería ser el de ahora. Él la miraba y pensaba que era encantadora y hermosa.

De modo que dijo:

—Hoy es jueves.

—Sí, ¿y qué?

—Que esta tarde estás libre.

—¿Y?

Espaguetis: los enrolla en el tenedor, evita su mirada. Salto.

—¿Puedo llevarte a algún sitio en el coche?

La boca de ella, abierta, recibiendo los espaguetis; se limpia de salsa de tomate las comisuras.

—¿Adónde?

—A cualquier parte.

—De acuerdo.

Nada más. Fueron a un mirador sobre el río, donde oían pasar los camiones al pie del farallón. Contemplaron el panorama, cerca de otro coche en el que una pareja hacía lo mismo, y él sintió que un impulso sexual le provocaba una excitación como no había experimentado en nueve meses, ni siquiera aquella noche en Nueva York.

Se puso a hablar de la capa de dióxido de carbono, del calor en aumento, del futuro desierto bajo un sol cancerígeno. Vio que se dejaba arrastrar por su elocuencia. Vio que ella se aburría. «He dejado de ser una persona agradable —pensó—, y su excitación sexual se desvaneció».

La llevó a su casa, preguntándose si lo invitaría a entrar, pero no lo hizo. Le dio las gracias por la tarde que habían pasado y él no percibió magia alguna en su mirada indiferente. La vio subir hasta su casa, vio que una niña salía a recibirla.

Arrancó con la suficiente brusquedad para que los neumáticos patinasen. Frenó en seco con un agudo chirrido ante el semáforo, después atravesó a toda velocidad la intersección. Sentía algo, no sabía qué. Salió a la autopista, adelantó raudamente al coche que tenía delante, fue cambiando una y otra vez de carril. Le tocó la bocina a un coche que iba por el del medio y por fin, rozándolo casi, consiguió dejarlo atrás.

Cuando se tranquilizó, puso rumbo a casa y se echó a descansar en el salón. ¿Qué era aquello? ¿Laura todavía se negaba a dejarlo ir? Sin embargo, parecía otra cosa. Como si él necesitara una ceremonia para devolverle Tony a Tony. Imaginó a un dios primitivo, macho y salvaje.

La imagen lo hizo reír, pero su risa no tenía ningún sentimiento detrás, y al instante tuvo la abrumadora convicción de que ninguno de sus pensamientos contenía emoción alguna. Vio su comportamiento reciente sobre una pantalla a través de la cual la luz brillaba revelando vacuidad. Su comportamiento alocado en la carretera hacía una hora, una exhibición para esconder algo de lo que carecía. La revelación se extendió, ahondando en el pasado, hasta llegar a la catástrofe, y lo único que encontró resultó ser falso o ilusorio. Representación de sentimientos fingidos. Eso lo asustó, no por el abismo que implicaba sino por lo que ocurriría si alguien sagaz lo descubriese. «Esto es algo de lo que nadie debe enterarse. Un secreto». Al atardecer, en su casa, buscó su alma y sólo vio blanca indiferencia por debajo de las calculadas muestras de pesadumbre, y cómo ésta se tornaba tediosa: irritabilidad y cólera. Reconocía los privilegios que la pesadumbre le había otorgado. Lo que nadie sabía era el modo en que había logrado embaucarlos. Era un hombre artificial, fabricado con gestos.

Recorrió la casa, totalmente liberado. Una furia vaga lo condujo a su escritorio, donde escribió a máquina la siguiente nota dirigida a Bobby Andes:

Le escribo para decirle que ahora estoy seguro de que el hombre a quien no pude identificar era el Turco. Espero que no haya renunciado a dar caza a esos tipos. Le prometo cooperar en todos los sentidos posibles, pues estoy más decidido que nunca a llevarlos ante la justicia.