Edward y Susan: «Qué estupendo —había dicho su madre—. Es como volver a ser familia por vía del matrimonio». Eso era en 1965, un gélido mes de marzo, y no hubo cambio alguno en los planes: ambos continuaron con sus estudios, sólo que ahora Susan vivía en el apartamento de Edward. Y dieron por supuesto que en eso consistía la felicidad.
Susan puede evocar algo de esa felicidad si se lo propone. Durante veinticinco años no lo ha intentado, prefiriendo considerarlos una ilusión y protegiendo de esa manera a Arnold y a sus hijos. No deseaba desmontar su desilusión.
Lo que ahora recuerda no es tanto la felicidad como los lugares donde ésta se manifestó alguna vez. La felicidad era intangible, el lugar la hacía visible. Había lugares en verano, y estaba Chicago. Con respecto a Edward y su relación con la felicidad, sólo recuerda veranos, y de los dos veranos edwardianos únicamente el primero, que dividieron entre la vieja casa de sus padres en Maine y la cabaña que los primos de él les prestaron en la zona más septentrional del estado de Nueva York. La casa de Maine, que se remonta a su infancia, dominaba una fría bahía con pinos. Se alzaba sobre una pendiente cubierta de hierba que descendía hasta las rocas y tenía tejado a dos aguas. Las ventanas y la galería que la rodeaba estaban protegidas por bastidores con tela metálica. Recuerda a Edward en el bote de remos, pues salían en él cuando tenían quince años, y más tarde, ya casados. De algún modo sus recuerdos se superponen y confunden. Recuerda a Edward de niño, probando un cigarrillo y arrojándolo al agua. Lo recuerda hablando de su madrastra, que se divorció de su padre antes del fatal ataque cardíaco, y se recuerda a sí misma avergonzada por ver llorar a un chico.
La otra casa, la cabaña de los primos en el norte de Nueva York, era más primitiva. Se hallaba en una zona umbría del bosque, junto a un riachuelo. Tenía dos pequeñas habitaciones, además de una estancia principal con las paredes sin enlucir. Susan recuerda a Edward escribiendo con su máquina a la luz de la lámpara mientras ella, sentada en una gran butaca de respaldo reclinable, trataba de leer, y no está segura de si eso era la felicidad o no. Para ir a nadar salían corriendo desnudos y se metían en el río. Todos aquellos polvos… El disfrute del contraste con la mutua hostilidad del pasado, fingiendo tener quince años en la casa de Hastings, saltándose las normas. Después, vuelta a las obligaciones del presente: tras el sexo, a escribir una carta a sus padres, firmada Susie y Edward. Novios de la infancia —diría su madre—, como si fuesen hermanos.
Los momentos felices relacionados con Chicago son más difíciles de encontrar. El apartamento de Edward, donde estaban tan ocupados. Trabajos escritos y exámenes para demostrar cómo habían pulido, expurgado y reconstruido su intelecto. Siendo estudiantes de carreras diferentes, respetaban sus respectivas necesidades y mantenían una mutua cortesía. Terminaron el primer año gracias a sus becas y a la ayuda del padre de ella. Más tarde, debido a que Edward no quería depender de los padres de Susan, ésta se puso a enseñar Literatura Inglesa en un instituto. Con un par de interrupciones, ha conservado ese trabajo desde entonces. En marzo, cuando Edward renunció a su beca, su empleo pasó a ser la única fuente de ingresos para ambos.
El motivo de su renuncia fue que había abandonado los estudios. Podría haber esperado hasta el verano, cuando la beca expiraba, pero puesto que no iba a continuar estudiando le pareció más honesto no seguir percibiéndola.
Renunció para ser escritor. Eso sorprendió a Susan, en cuya opinión primero debería averiguar si era capaz de escribir. Pero Edward no tenía dudas. En el curso de largas conversaciones, le explicó su decisión y clarificó el futuro de ambos y el papel de ella. El padre de Susan viajó a Chicago para intentar disuadirlo, pero Edward dijo que la fuerza que lo empujaba a escribir demostraba, al impedirle estudiar para los exámenes, que continuar en la Facultad de Derecho era un error. Fueron otros los que habían querido que estudiase Derecho, decía Edward. Lo que él quería era escribir.
Cuando Susan se enteró de que había estado escribiendo todo el tiempo, quiso saber por qué nunca le había mostrado nada de su obra. Él adujo que no estaba preparado, que todavía se trataba de una obra incipiente. Le pidió su apoyo y ella se lo prometió. Fue una época de idealismo. Aquello que la alarmaba en el fondo era egoísta y burgués (hasta entonces a ella nunca le había preocupado ser burguesa). Sus expectativas de una casa cómoda, hijos y demás, o de obtener un doctorado: eso era burgués.
¿Ganan dinero los escritores?, preguntó ella con ansiedad tras oír que la mayoría de los poetas y novelistas se mantenían gracias a que tenían otros trabajos. ¿Quién necesita dinero?, replicó Edward. Con lo que tú ganas iremos tirando. Ella enseñaría, él escribiría. Él le dedicaría sus libros a ella, sin la que nada de todo eso sería posible, etc., etc.
En su visita, el padre de Susan le preguntó afablemente: ¿De verdad quieres renunciar a tanto? Pero ¿a qué estoy renunciando, papá?, replicó ella, valiente y decidida: ¿para qué otra cosa sirvo? ¿Y qué hay de tus planes, de tus dos años de posgrado? Estoy sacando provecho de ello. Sin eso no habría conseguido este empleo.
El segundo verano de su matrimonio se quedaron en Chicago para que ella pudiese ganar más dinero enseñando en los cursos especiales. Había comenzado a leer los escritos de Edward, al menos en parte. Él le pedía absoluta sinceridad, pero Susan aprendió que era mejor contenerse. Los poemas eran breves y esporádicos, fragmentos nostálgicos, evocaciones de lugares o estados mentales construidos en torno a un par de términos inspirados. También algunos pequeños poemas eróticos sobre lo formidable que era follarla: los preliminares, el acto y el descanso posterior. Le dedicaba ciertas frases —especialmente las que se referían a sus suaves y menudos pechos— que la irritaban. Susan sospechaba que ella también podría escribir si se lo proponía. Más adelante cultivó esa idea porque le permitía considerar a Edward un farsante, lo cual la ayudaba a situarlo por detrás de sí misma, pero por entonces algo así representaba una herejía contra la fe que necesitaba.
Poemas y apuntes. Edward dejó de enseñárselos. Susan esperaba que no fuese por algo que hubiera dicho. Él hablaba de proyectos más amplios. Estaba trabajando en una novela, pero no lo había mencionado porque aún faltaba mucho para acabarla. Era bastante larga. Susan dedujo que debía de ser autobiográfica, que debía de llevar unas doscientas páginas y que hasta el momento Eddie iba por los doce años de edad.
Durante el segundo otoño de su matrimonio Edward se volvió bastante irritable. Las cosas no iban bien. Él estaba trabajando en un proyecto que requería una particular concentración. ¿Qué proyecto?, preguntó ella: ¿una nueva novela? ¿Un poema extenso? Edward no lo decía, porque trabajaba mejor cuando no había nadie mirando por encima de su hombro. Mostrar la obra antes de terminarla era un error. Necesito marcharme. Solo, anunció.
¿Sin mí? Edward necesitaba irse a la cabaña junto al río, donde podría escribir sin ser molestado. ¿Y qué voy a hacer yo?, dijo Susan. Tú tienes que trabajar. Tienes un contrato que cumplir.
A Susan le resulta duro recordar con qué estado de ánimo dio su consentimiento, y más duro aún pasar por encima de su propio ulterior desprecio. ¿Cómo pudo ceder tan sumisamente? Pero el caso es que, como él no era sexualmente desleal, aceptó quedarse. Él se marchó, y la llamaba cada dos noches. Ella escribió a sus padres presentando los hechos de la mejor manera posible, alardeando del desdén de ambos por los convencionalismos. Edward luchaba en el desierto, qué vida más estupenda. Desgraciadamente, él volvió más sombrío que nunca. No funcionaba, dijo. Tendría que empezar de nuevo. ¿Empezar qué? Se trataba de algo demasiado íntimo para ponerlo en palabras. Fue más tarde cuando Susan expresó su propio veredicto oficial: Edward era un farsante; ella, una crédula y una estúpida. Lo único bueno de aquel octubre, diría, fue que le había permitido conocer a Arnold. Era médico, trabajaba en un hospital y vivía en un apartamento de más arriba. Su esposa había tenido una crisis nerviosa y hubo que internarla. Al final, todos, a excepción de Selena, dirían que el episodio había resultado una bendición para cada uno de ellos.
Pero veinte años de matrimonio (no se trató jamás de un idilio, ciertamente) le permiten a Susan preguntarse sin prejuicios cómo habría sido permanecer junto a Edward. Si se hubiera quedado con él, ahora sería Stephanie. Teniendo en cuenta a Rosie, Dorothy y Henry, Susan ya no teme preguntar si una vida como Stephanie habría sido necesariamente menos estupenda que su vida como Susan.
En una ocasión le preguntó a Edward por qué quería escribir. No por qué quería ser escritor, sino por qué quería escribir. Sus respuestas eran diferentes cada día: Es un alimento para mí. Escribes porque todo muere, para salvar lo que muere. Escribes porque el mundo es un caos en el que sólo puedes ver cuando trazas un mapa con palabras. Te fallan los ojos y escribir es como ponerte las gafas. No: escribes porque lees, para rehacer a tu modo las historias que hay en tu vida. Escribes porque tu mente es una confusión de ruidos y abres una senda en ella para orientarte acerca de ti mismo. No: escribes porque estás encerrado en la cápsula de tu propia cabeza. Envías sondas a otras personas que están en sus cápsulas craneales y aguardas una respuesta. En fin, la única forma de mostrarte por qué escribo es mostrarte lo que escribo, para lo cual no estoy preparado.
Susan pensó que todo aquello sonaba muy bien. Él hacía que pareciese una necesidad vital. Sin embargo, temía que lo que realmente era capaz de escribir no constituyese alimento suficiente para el propio Edward. Cuando se enteró de que lo había dejado para ponerse a vender seguros, tuvo la esperanza de que hubiera encontrado un modo de hacer los seguros igualmente fecundos.
Había una cosa concerniente a su credo que la preocupaba. Si escribir constituía una necesidad vital, ¿qué harían sus alumnos de Literatura de primer curso? O ella misma. Aparte de las cartas, un diario ocasional, algunos recuerdos en una libreta de apuntes, Susan no era una escritora. ¿Cómo conseguiría sobrevivir?
Bueno, era una lectora. Si Edward no podía vivir sin escribir, ella no podía vivir sin leer. Y sin mí, Edward, no tendrías razón de existir, pensó. Él era un transmisor que agotaba sus recursos; ella, una receptora que se volvía más rica cuanto más recibía. Para escapar al caos de su mente utilizaba las articulaciones de otros, es decir: vidas con ayuda de las cuales ella creaba la interesante arquitectura y geografía de sí misma. Con el paso de los años había construido una patria interior rica y civilizada, plena de historia y cultura, con objetivos y perspectivas con los que nunca había soñado en los días en que Edward quería dar a conocer sus propias visiones. ¡Qué escuálidas resultaban esas visiones comparadas con las que Susan había experimentado! Durante los años transcurridos desde entonces, ella le ha deseado, generosamente, un buen aprendizaje. Ahora le llega Animales nocturnos. Si la novela refleja o no ese aprendizaje, es una incógnita, pero al menos constituye una visión, y la está dando a conocer, y Susan se alegra por él.
A lo largo del día, mientras se ocupa de la casa, Susan piensa con expectación en su lectura nocturna. Ha suprimido su desdén por la insensatez de Edward, que en cualquier caso no fue mayor que la suya. Lee su novela sin prejuicios y disfrútala, piensa. No habrá ninguna razón para sentirse sorprendida si el Edward que la escribió parece más inteligente y mejor que el Edward que ella conocía. Espera con ansiedad el encuentro con el nuevo Edward el viernes, con veinticinco años de madurez añadida. Aunque prepárate para que no brille. Algunos escritores resultan, como personas, más agradables que sus libros (ellos te agradan, pero no te agrada lo que escriben), y otros no son tan encantadores, sino egoístas o groseros, pero sus libros resultan atractivos, inteligentes y llenos de luz.
Aunque, a decir verdad (la verdad de Susan), el Edward de esta novela todavía permanece oculto. Escondido en la intensidad de la circunstancia de Tony, como el policía invisible detrás de su lámpara. Eso no durará. Cuando Tony, tras seguir el rastro de su calamidad y hallar a su mujer y su hija asesinadas, se aparte del escenario en que su infortunio es compartido para refugiarse en su propia, personal condición, ¿hará entonces Edward su aparición? Susan se pregunta qué podría decirle a estas alturas. Hasta ahí, sólo esto: Empiezas bastante bien. Si no puedes mantener el nivel, al menos tienes esto. Lo cual es un alivio, Edward, no te imaginas qué alivio.