Susan está impresionada. Han secuestrado a la familia de Tony tal como ella había previsto, impotente. Se resiste a aceptarlo: él debería haberlo impedido. Deberían haberse metido en el coche cuando Helen corrió hasta la autopista, arrancar antes de que los hombres tuviesen tiempo de reaccionar, recogerla y salir disparados. Pero en cambio aquellos hombres lo derribaron, le pusieron una zancadilla. Lo bloquearon igual que Edward la está bloqueando a ella. Ve desaparecer en la distancia el coche de Tony con su preciosa carga y comparte su vergüenza y su espanto.
Vuelve en sí en la pequeña y cálida sala, el juego en la habitación contigua continúa, muy lejos de la soledad de aquella autopista. Percibe una ausencia, la falta de alguien. No se trata de Arnold: ella sabe dónde se encuentra. Se trata de Rosie, mi hija Rosie, ¿dónde está? La fría noche le atraviesa el corazón con un carámbano de pánico: ¿por qué no está allí? Pero Susan Morrow sabe dónde está Rosie: ha ido a pasar la noche en casa de Carol. Entonces no es eso. Y Arnold está en su refugio de bambú, relajándose, no con Marilyn Linwood sino con el doctor Viejoamigo y el doctor Famoso y el doctor Recienllegado y el doctor Estudioso, después de un día de conferencias y debates.
Le gustaría saber: ¿realmente suceden cosas tan horribles? Oye la respuesta de Edward: lo leemos en los periódicos todos los días. ¿Qué estará planeando su exmarido? Desconfía de los planes de Edward, pero no tiene miedo.
Animales nocturnos 4
—Venga, conduce —dijo el hombre llamado Lou.
—¿Yo?
—Sí, tú.
Los detalles peculiares del coche de un extraño: la portezuela abollada que rechina, el respaldo del asiento del conductor hecho jirones, los pedales demasiado juntos. Lou le entregó la llave. Tony Hastings, temblando y con una prisa frenética, buscó a tientas el arranque.
—A la derecha —le indicó el hombre.
El coche no quería arrancar, y cuando Tony por fin consiguió encenderlo, el motor acabó calándose.
A su lado, sin abrir la boca, estaba Lou, el hombre de la barba negra. Tras un nuevo intento, logró poner el coche en marcha. Condujo lo más velozmente que pudo en aquel automóvil que castañeteaba y rechinaba al viento, pero comprendió con desesperación que, sin importar lo rápido que fuera, no conseguiría dar alcance a las luces traseras del otro coche, dada la gran ventaja que le sacaba.
Una señal luminosa verde indicaba una salida. Tony redujo la marcha. El siguiente cartel informaba: «Bear Valley y Grant Center».
—¿Es esta salida? —preguntó.
—No lo sé, supongo.
—¿Por aquí se va a Bailey? ¿Por qué en el cartel no pone Bailey?
—¿Para qué quieres ir a Bailey?
—¿No es allí a donde vamos? ¿No es allí donde vamos a dar el parte?
—Ah, sí: es verdad —dijo Lou.
—Bueno, ¿se va por aquí?
Habían llegado al principio de la rampa de salida y casi se habían detenido.
—Sí, supongo que sí.
Un stop.
—¿A la derecha o a la izquierda?
Era una carretera comarcal. Había una gasolinera a oscuras y negros campos que se perdían en los bosques del fondo. Lou tardó un rato en decidirse.
—Prueba a la derecha —repuso por fin.
—Creía que Bailey era el pueblo más cercano —dijo Tony—. ¿Cómo es que el cartel menciona Bear Valley y Grant Center, y no Bailey?
—Es raro, ¿no?
El camino era estrecho y serpenteaba entre sembradíos y manchas arboladas, subiendo y bajando colinas, pasando ocasionalmente por delante de granjas en penumbra. Tony conducía lo más rápido que podía, pisando el freno en las curvas inesperadas, persiguiendo a un coche que no veía, en un recorrido que iba sumando kilómetros y kilómetros. Vieron una señal de reducir la velocidad y después un cartel en el que ponía CASPAR al llegar a un pueblecito cuyas casas y comercios estaban a oscuras y cerrados.
—Allí hay una cabina telefónica —dijo Tony.
—Ya.
Tony aminoró la marcha.
—Oiga —dijo—, ¿dónde demonios queda Bailey?
—Sigue adelante —respondió el hombre.
Una intersección, una carretera un poco más amplia, un cartel que indica WHITE CREEK, un grupo de edificios —taller mecánico, restaurante de carretera, tiendas—, todos cerrados.
—Izquierda —indicó Lou, y también dejaron atrás aquellos establecimientos.
Una recta, después una encrucijada, un camino descendente; tomaron uno que ascendía por una colina boscosa.
—Allí está la iglesia —murmuró Lou.
—¿Qué?
En un claro se alzaba una iglesita con un pequeño campanario blanco. El bosque llegaba hasta la carretera. Había un coche estacionado en un apartadero sobre una curva. Le pareció el suyo; enseguida estuvo seguro. ¡Dios mío!
—¡Ése es mi coche! —exclamó, e inmediatamente estacionó un poco más allá.
—No te detengas en la puta curva.
—Es mi coche.
Lo fuera o no, estaba vacío. Un sendero se internaba en el bosque y más adentro, entre los árboles, una caravana en una de cuyas ventanas brillaba una luz débil.
—Ése no es tu coche —dijo Lou.
Tony Hastings intentó retroceder para mirar la matrícula, pero tuvo dificultad para meter la marcha atrás.
—¡Joder! ¡No des marcha atrás en una curva!
«No hemos visto un solo coche desde que hemos salido de la autopista», pensó Tony.
—Ése no es tu coche —repitió Lou—. El tuyo es un sedán.
—¿Y ése no es un sedán?
—¿Qué te pasa? ¿Estás ciego o qué?
Se esforzaba en ver el coche al otro lado del hombre sentado a su derecha, que en ese momento insistía en que no era su sedán, que lo comprobase por sí mismo. Se dio cuenta de que el pánico estaba trastornando su juicio y tal vez su vista. Reanudó la marcha.
El sinuoso camino ascendía lentamente a través del bosque para descender luego hasta una intersección en forma de te sin indicación de ningún tipo. Doblaron a la derecha para subir un poco más.
—¿Qué te ha hecho pensar que era tu coche? —preguntó Lou.
—Lo parecía.
—No había nadie dentro. ¿Qué crees, que han ido a una fiesta en aquella caravana?
—No sé qué pensar.
—¿Estás asustado, tío?
—Me gustaría saber adónde vamos.
—¿Tienes miedo de que mis colegas no jueguen limpio?
—Me gustaría saber dónde está Bailey.
—Mira, lo mejor que puedes hacer con Ray es seguirle la corriente, ¿sabes?
—¿Qué quiere decir eso?
—Aquí, baja la velocidad.
El camino era recto, con una profunda cuneta y bosque a los lados.
—Ve con cuidado. Gira aquí.
—Pero si aquí no hay nada.
—Es aquí; que gires te digo.
Un sucio camino sin señales; a la derecha, un sendero que se internaba en el bosque. Tony detuvo el coche.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Tú dobla aquí y no preguntes.
—No pienso ir por ese camino.
—Óyeme bien, tío: nadie odia la violencia más que yo. —Lou iba recostado en el asiento del acompañante, con un brazo sobre el respaldo, relajado, mirando a Tony—. ¿Quieres volver a ver a tu mujer y a tu hija?
El camino no tardó en convertirse en poco más que un sendero con un lomo herboso en el medio. Rodeaba los árboles y los afloramientos rocosos mientras el coche se bamboleaba y gemía a causa de las piedras y los baches.
«Nunca he estado en una situación tan mala como ésta —se dijo Tony—, ni en sueños». Tuvo un vago recuerdo de lo que significaba que lo secuestrasen unos chicos de la vecindad mayores que él, pero no se trataba más que de un truco para demostrarse cuán diferente era lo de ahora, que nada en toda su civilizada existencia se había parecido, en ningún aspecto, a esto.
—¿Qué van a hacernos? —preguntó.
Los faros iluminaban los troncos de los árboles en las curvas. El hombre llamado Lou permaneció en silencio.
—¿Qué van a hacernos? —repitió Tony.
—Joder, tío, no lo sé. Pregúntale a Ray.
—Ray no está aquí.
—Eso está claro. —Lou soltó una carcajada—. Mira, tío, te lo diré: en realidad no tengo ni idea de qué coño estamos haciendo. Te repito que todo depende de Ray.
—¿Le ha dicho Ray que me trajese por este camino?
Lou no contestó.
—Ray es un tipo raro —dijo al cabo de un instante—. No hay más remedio que admirarlo.
—¿Usted lo admira? ¿Por qué?
—Por los cojones que tiene. Siempre hace lo que hay que hacer.
—Pues yo no —dijo Tony—. No lo admiro lo más mínimo. —Y se preguntó si el hombre de la barba admiraría su valor por sincerarse.
—No te preocupes. Él no espera que tú lo admires.
—Más le vale.
Tony vio un zorro entre el follaje. Deslumbrado por los faros, éste se volvió y desapareció.
—No creo que tengas que preocuparte por tu mujer y tu hija.
—¿Qué está diciendo? —La confusión lo inundaba todo aquella noche—. ¿Por qué tendría que preocuparme?
—¿No estás asustado?
—Claro que estoy asustado. No podría estarlo más.
—Ya se ve, ya.
—¿Qué quiere? ¿Qué pretende hacer con ellas?
—Ni puta idea, tío. Lo que a él le gusta es comprobar qué puede hacer. Como te digo, no tienes que preocuparte.
—¿Eso significa que todo esto es un juego, una especie de broma?
—No exactamente un juego. Yo no lo llamaría así, no señor.
—Entonces, ¿qué es?
—Joder, tío, te he dicho que no lo sé. A él siempre se le ocurren cosas nuevas.
—¿Por qué dice entonces que no tengo que preocuparme?
—Me refiero a que todavía no ha matado a nadie. Al menos no que yo sepa.
Aquella afirmación supuestamente tranquilizadora conmocionó a Tony.
—¿Está hablando de matar? ¿De eso está hablando?
—Digo que todavía no ha matado a nadie —repitió Lou. Su tono ya no era sereno—. Si me escucharas, entenderías lo que te digo.
Llegaron a un claro donde el sendero desaparecía entre la hierba.
—Bueno, bueno —dijo Lou—. Parece que se ha acabado el camino.
Tony detuvo el coche.
—Aquí no están —añadió Lou—. Puede que me haya equivocado. Creo que será mejor que bajes del coche.
—¿Bajar? ¿Para qué?
—Tú baja, ¿vale?
—Antes dígame por qué.
—Ya tenemos bastantes problemas. Haz lo que te digo.
En caso de atraco, lo sensato es no resistirse, entregar la cartera, no hacerse el héroe frente a un arma. Tony Hastings se preguntó por la sensatez opuesta, en qué punto la no resistencia se convierte en suicidio o negligencia por aceptación tácita. En qué momento, en el pasado inmediato, podía haber tomado ventaja, y todavía era posible.
Dos hombres en el asiento delantero de un coche: el de la derecha le dice al de la izquierda que se baje, pero éste se resiste. El de la izquierda es un cuarentón sedentario que imagina muchas cosas pero no ha participado en una pelea desde su niñez y no recuerda haber salido nunca vencedor. El de la derecha tiene una barba negra, viste vaqueros y se muestra muy seguro de sí mismo. El sedentario no tiene otras armas que su estilográfica y sus gafas de lectura. El de la barba tampoco ha exhibido arma alguna, pero parece saber que posee los recursos necesarios para imponer su voluntad. Pregunta: ¿Cómo puede el hombre sedentario impedir que lo arrojen fuera del coche?
—Te estoy diciendo lo que debes hacer para evitar situaciones violentas —agregó Lou.
—¿Con qué clase de situaciones violentas está amenazándome?
El de la barba se apeó y rodeó el coche por detrás hasta la portezuela del conductor. Durante el breve tiempo que le llevó hacerlo, Tony Hastings se maravilló ante la confianza del otro en que no arrancaría o lo atropellaría. Arranca y vete. Tenía la mano en el cambio, el motor en marcha. Desde luego, debería girar en redondo en aquel descampado. Un gañido metálico, la portezuela que se abre de golpe. Lou allí, de pie, junto a su hombro.
—Fuera —masculló.
Tony alzó la cabeza para mirarlo.
—No va a dejarme aquí, ¿verdad?
Todavía estaba a tiempo si actuaba con rapidez. El hombre lo tenía agarrado del brazo y apretaba con la fuerza de un bulldog. Él pisó el embrague y quiso meter el cambio, pero el de la barba dio un tirón y Tony cayó de espaldas al suelo, fuera del coche.
—Si no te andas con cuidado acabarás muerto —dijo Lou.
Y subió al coche, cerró de un portazo, arrancó y se alejó dando tumbos por donde habían llegado.
De pie en la hierba, Tony permaneció observando el oscilante resplandor de las luces entre las ramas de los árboles, hasta que se quedó solo en medio de la quietud y la oscuridad de la noche.
Deja el manuscrito a un lado. La situación es cada vez peor. Está irritada con Tony Hastings, pero ¿qué habría hecho ella en su lugar? Ante todo, no estar allí, se dice.
Quiere levantarse, hacer algo antes del próximo e inquietante capítulo. No obstante, prefiere no moverse. Continuar, ver qué es lo que viene.
¿Qué puede esperarle a un hombre al que acaban de abandonar en el bosque mientras unos bandidos han huido con su mujer, su hija y su coche? Imposible responder sin conocer a los facinerosos, sin saber qué pretenden. Pero se trata de ficción: eso lo cambia todo. Es un sendero que lleva a alguna parte, previamente inventado por Edward. ¿Quiero seguirlo?, se pregunta Susan. ¿Cómo puede no querer? Está atrapada, igual que Tony.
Uno de los que juegan al Monopoly en el suelo suelta una pedorreta. Mike bufa. Susan mira, se pregunta qué sucede. Ve a su querido hijo desde atrás, ve su trasero, demasiado gordo, pobre chico. Su Dorothy, la del cabello dorado, un año mayor, le da un puñetazo en el brazo a Henry.
Nada encaja, todo está torcido. Será mejor que vaya al lavabo, piensa Susan. Sea lo que sea lo que añada después, puede decirle a Edward que ha conseguido engancharla, desde luego.