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La siguiente página marca el inicio de la Cuarta Parte. Puesto que no hay espacio para una quinta, son cuatro movimientos: una sinfonía, y ya han transcurrido tres cuartas partes. La forma del libro debería estar clara, pero Susan aún no consigue predecir su contenido.

Había un campo de arándanos detrás de la casa, en Maine, al que Susan y Edward iban a recoger arándanos con sus cestas. Pero nada de sexo. No fue ella quien se desabotonó la blusa, se bajó los shorts y dijo «Venga, hombre». ¿Desea Edward, mientras escribe, que ella lo hubiera hecho? Susan se siente incómoda con respecto a cómo se presenta la sexualidad en esta novela. La idea de que atizar a Ray hace que a Tony se le ponga dura. La imagen de violación y lucha mientras hace el amor con Louise. ¿Está el impulso sexual de Tony asociado con la violación y la muerte debido a que Ray produjo un trauma en él, o ahora Edward cree que el sexo es precisamente eso? Si pudiera hablar con Stephanie y preguntarle…

A Edward le diría que Arnold no acepta la violencia en relación con su polla. Jamás ha querido violar a nadie, no concibe el sexo contra la voluntad de la mujer. Susan Morrow le cree. Se pregunta si en verdad los hombres se dividen, como las tribus, en amables y bruscos. Lo que en Arnold es violencia se imparte en un ámbito distinto: en la ritualidad de los pasos, en lavarse las manos y ponerse los guantes de goma, en la bandeja y el escalpelo, la presión medida y el corte delicado, la concentración y el control.

En el sexo que practican ellos, Susan va a la cama después de darse una ducha, la puerta cerrada, la lámpara encendida en la mesilla de noche, Arnold leyendo ya acostado. Niños libres, indisciplinados, por la casa, la televisión abajo; arriba, al otro lado de la puerta cerrada, la Nilsson inmolando a Brunilda. Su camisón corto, el perfume que le endulza el cuello y las orejas. Se detiene junto a la cama. Él la mira con expresión grave las rodillas y deja el libro. Desliza delicadamente la mano hacia arriba por la parte de atrás de una pierna, llega a la curva inferior de la nalga, la recorre y se dirige a la parte de delante. A ella le gusta ver la polla hinchada de su marido, el gran cirujano, la expresión de sus ojos: la de un niño antes del partido de béisbol, y le encanta su cara sin afeitar contra la mejilla de ella, el avance de él en su interior.

A veces, mientras ocurre, ella imagina que están haciendo el amor por primera vez, como lo hicieron cuando Selena estaba en el hospital o, alterando la historia, en una época anterior, cuando eran adolescentes. Otras veces están divorciados, pero todavía son amigos y lo hacen después de un encuentro accidental en un restaurante, o están en una playa, de noche, o no están casados y son un par de aventureros que navegan alrededor del mundo en una balandra, o un par de estrellas de cine que vuelven a casa algo nerviosos después de filmar una escena desnudos, o que la están filmando y todo se desmadra delante del personal del estudio. O son líderes políticos en la intimidad tras un encuentro en la cumbre: Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Ella no le cuenta nada de esto a Arnold, quien da por sentado que la excitación se debe a su propia y abultada presencia.

Esa clase de pensamientos la ponen extrañamente triste, como si todo eso estuviera acabado. De eso nada, se reprende, basta ya. Lee, lee. Esta noche la lectura la gratifica. Se pregunta cómo alguien tan ensimismado como Edward ha podido dispersarse del modo en que lo ha hecho a través de una historia y conseguir que ella se olvide de sí misma. La novela hace que se sienta mejor respecto a él, o eso al menos es lo que Susan espera.

Animales nocturnos 21

Bobby Andes volvió a llamar. El teléfono sacó a Tony Hastings de la ducha antes de su segunda cita con Louise Germane, obligándolo a ponerse al aparato, sentado junto al escritorio, envuelto en una toalla y chorreando agua, mientras observaba a una pareja en shorts que, al otro lado de la calle, lavaba su brillante coche rojo.

El teniente dijo:

—Tengo una noticia que no va a gustarle.

Tony permaneció a la espera. Ruido de estática, palabras breves, apagadas, la mala noticia: van a soltar a Ray Marcus. ¿A quién? A Ray Marcus, o sea a Ray, van a soltarlo.

—¿Qué significa que lo van a soltar?

Oyó la voz tenue y nasal de Andes explicar que estaban retirando los cargos, abandonando el caso. Es por Gorman, el puto fiscal del distrito, que considera que no existen pruebas suficientes.

Tony se estaba secando la cabeza con la toalla, el pene inerte a la vista, en su regazo, sus piernas velludas, y al otro lado de la calle la muchacha en shorts con unas piernas blancas, perfectas, inclinada sobre el techo del brillante coche rojo, secándolo a mano.

—Necesita una corroboración —añadió la voz.

Cuando la muchacha se inclinó lo bastante, el borde inferior de los shorts se le subió por encima del contorno de las nalgas.

—¿Cómo dice?

—Bueno, al menos usted tuvo la satisfacción de romperle los dientes.

Otras voces en la línea, la risa de una mujer.

—Es una cuestión política, Tony, se trata de eso.

En el paréntesis de silencio que siguió, la muchacha apuntó con la manguera a su compañero, quien a su vez le arrojó una esponja. Louise Germane lo esperaba a las seis.

La voz de Bobby Andes, adelgazada al estirarse a lo largo de kilómetros y kilómetros de campiña. Quería que Tony hiciera otro viaje a Grant Center. Tony intentó resistirse.

—Lleva diez, doce horas ir hasta allí en coche. No puedo pasarme la vida volviendo una y otra vez.

—Lo necesito aquí lo antes posible. Marcus intentará abandonar el estado. Adelántesele, pase la noche en un motel.

Una requisitoria militar, por no hablar de la intrusión en su vida privada, en Louise Germane, en el desconcertado pene de Tony, duchado y en su regazo.

—Esta noche tengo una cita. —Ruido—. ¿Qué?

—Que si le basta con haberle dado a Ray un puñetazo en la mandíbula. Si le parece un castigo adecuado.

De modo que Tony dijo que iría, pero al día siguiente. «No hay motivo para angustiarse —pensó—, y todavía no estoy angustiado. Sin embargo, lo estaré más adelante. Estaré impresionado y no podré quitármelo de la cabeza».

Se preguntó si se sentiría irritado. Era una afrenta. «Cualquiera pensaría que otorgarían a mi palabra al menos el mismo peso que a la de Ray y dejarían que el jurado decidiese. Cualquiera pensaría que mi posición en la vida, aparte de que fui la víctima, me daría credibilidad, considerando los antecedentes de él».

De modo que partió a la mañana siguiente a las seis, con la temprana luz del alba, y condujo con el recuerdo de su abreviada segunda noche con Louise Germane, también en casa de él. Ella lo ayudó a hacer la maleta y él trató de disfrutar de su presencia y controlar el miedo. El despertador sonó a las cuatro y media y Tony abrió los ojos con la inquietante sensación de haber dormido mientras algo terrible estaba ocurriendo. Despertó a Louise, que dormía a su lado, desayunaron juntos en la cocina y él la llevó de regreso a su apartamento, dejó aquellos ojos hinchados de sueño bajo el alegre trino de los pájaros, bajo el sol de las seis de la mañana. Ella volvería a acostarse y procuraría conciliar el sueño interrumpido.

La observó agitar el brazo, somnolienta, y después continuó por las calles desiertas hacia la interestatal, que lo introdujo en el llano y brumoso paisaje rural. Una vez sin ella, el miedo contra el que había estado luchando reapareció, invadiéndolo. «Va a suceder algo terrible. Se avecina un desastre». No sabía cómo conseguiría soportar el día que tenía por delante sin hacer otra cosa que conducir y conducir.

Se iniciaba el largo y fatigoso viaje que se le había hecho tan familiar. Sus detalles aparecían uno a uno, siguiendo un lento orden. Cada curva daba paso a otro paisaje previsible, granja tras granja, puente tras puente, bosques y campos, durante todo el día. Con el silbido del viento, la monótona y constante conciencia de unos neumáticos que podían explotar, un motor que podía quemarse y una carrocería que podía saltar en pedazos. Su impaciencia despertaba con cada señal kilométrica y se adormilaba de nuevo con la leve curvatura de la autopista. El viaje lo protegía momentáneamente, hipnotizándolo contra sus propios peligros y manteniendo a raya todo lo demás.

Trataba de entender de qué tenía miedo. Supuso que de Ray. De que libre, cruel y violento, lo persiguiese para terminar lo que había dejado inconcluso el verano anterior. «Tío, tu mujer…». Con la motivación adicional de los dientes rotos. Avanzada la mañana, el miedo tomó un nuevo derrotero: Ray iría por Louise Germane. «Por supuesto, eso es lo que hace, destruirme a través de las mujeres que están conmigo». De modo que hay que aumentar la velocidad, interceptarlo antes de que logre escabullirse.

El paso por una ciudad y la necesidad de un café absorbieron su atención, pero, una vez libre, allí estaba otra vez Bobby Andes, oculto por la muchacha inclinada sobre el techo del coche, con el borde de los shorts por encima de la curva de las nalgas: «Si le basta con haberle dado un puñetazo en la mandíbula…». Tenía que confiar en él; se guardaba algo en la manga. «No se trata sólo de Ray», pensó. Tenía miedo de Bobby Andes. ¿De qué? ¿De su severidad moral, de su desprecio? ¿De algo sórdido, aún sin aclarar, que podía causarle problemas si no lo identificaba a tiempo?

Después de comer, ninguna explicación le parecía adecuada para su desasosiego. Sentía que faltaba a algún deber. Había contraído una deuda enorme, la fecha de vencimiento había pasado y la ejecución era inminente. Eso lo atormentaba: «Estoy en deuda con alguien». No se trataba de finanzas, sin embargo. Tenía que ver con Ray Marcus, o con Bobby Andes, o con Laura y Helen. Posiblemente con Louise Germane, aunque fuese improbable. La cuestión recobraba su indefinición. Era algo fantasmal, sobrenatural. «Algo terrible va a ocurrir. Algo terrible ha ocurrido. Lo uno o lo otro, o ambas cosas».

Sería aún peor si algo terrible estuviera ocurriendo ahora mismo por no haber ocurrido antes. Gorman, el puto fiscal del distrito, ha decidido que no habrá caso. Porque lo que el señor Tony Hastings vio no era suficiente. Que hubiese identificado a Ray, los tres tipos en el bosque, el crimen, todo era considerado insuficiente, ni Ray Marcus, ni tres hombres en el bosque, ni bosque, ni crimen. Tony Hastings estaba equivocado. Tuvo ganas de gritar. «Si ellos no me creen, ¿quién soy yo? Si lo que recuerdo no basta, ¿qué estoy recordando? ¿Qué dirección ha tomado mi vida, qué he estado haciendo desde entonces?».

Al atardecer, por la ondulante zona oriental de Ohio, después de otro café, se le despejó la mente y el mundo volvió a parecerle normal, aunque intuía que sólo había encerrado la atormentadora cuestión en un cuarto y que volvería a saber de ella. Se formuló la pregunta lógica: «¿Cuál es exactamente el objeto de este viaje?». Y se sorprendió al descubrir que no lo sabía. «Ray Marcus ha sido puesto en libertad y Andes requiere mi presencia». Para ayudar, supuestamente, pero ni palabra sobre cómo. Es un viaje demasiado largo para un propósito tan indefinido.

Contó el número de largos viajes que llevaba realizados a petición de Bobby Andes. Ésa sería su cuarta visita a Grant Center en un año. Todo para perseguir a tres hombres. «Debo de estar loco. Esto es demencial».

En esta ocasión era la vaguedad del propósito lo que lo demostraba. Cada uno de los tres viajes anteriores había tenido un fin específico provisto de sentido. Supuso que Andes contaría con un plan, algo secreto que por cuestiones de seguridad era mejor no mencionar por teléfono. «Pero esto es una locura. El demente no soy yo, es el teniente».

No se encontraron en Grant Center, sino en un restaurante de Topping. Se instalaron en un reservado junto a la ventana, delante de sus coches, aparcados el uno frente al otro. La cena de Tony consistió en un rosbif duro y grisáceo bajo un manto de salsa. Tenía ante sí a Bobby Andes, que se inclinó sobre su plato, enrolló unos espaguetis en el tenedor y se los llevó a la boca, pero cambió de idea e hizo a un lado el plato, dejándolo intacto. Tony lo miró y se dijo: «Este hombre está trastornado. —Y al cabo de un momento añadió—: Y yo también».

—Si no fuera por este cáncer… —dijo Andes.

—¿Qué cáncer?

El teniente le dirigió una mirada dura y penetrante.

—Se lo dije, me quedan seis putos meses de vida.

Tony le devolvió la mirada.

—¿Me lo dijo? —preguntó. ¿Era posible que hubiese olvidado algo tan importante?

Bobby Andes le contó que el abogado de oficio, un tal Jenks, había hecho un trato con Gorman para soltar a Ray. Un trato, política: «Tú aceptas esto, yo te dejo tener aquello».

—¿Cuándo me habló de su enfermedad? —preguntó Tony.

—Son Jenks y Gorman.

—No comprendo de qué está hablando.

—Quieren quitarme de en medio.

—¿Por qué?

Andes no respondió.

—¿Abandonarían un caso de asesinato para eso?

—Sí, —contestó Andes.

Decían que el caso no estaba bien preparado, que era una chapuza, apresurado y poco riguroso, no había pruebas sólidas, o se habían obtenido de manera inadecuada. No servirían ante un tribunal. Según Andes, Gorman lo estaba castigando porque el muy cabrón tenía un miedo mortal a hacerse cargo de un caso que pudiera perder. Quiso saber si aquello ponía a Tony furioso.

—Yo los vi, Bobby.

—Sí, sí, claro.

—¿También sueltan a Lou?

—A Lou no. Tenían sus huellas dactilares. Lo hacían único responsable del puto caso Hastings.

—Eso está muy bien si a usted le satisface responsabilizar a Lou de unos crímenes que inspiró Ray.

—Si no cogen a Ray es inútil —repuso Tony.

—Eso es lo que supuse que usted pensaría.

Le explicó que Ray había salido en libertad porque lo único que tenían contra él era la palabra de Tony, y Jenks había asustado a Gorman convenciéndolo de que el caso carecía de solidez. Y porque era el caso de Andes, y Gorman pensaba que era hora de que se retirase y sacara algún provecho de su cáncer en Florida.

—Usted nunca me ha hablado de ese cáncer.

—Ahora mismo corre la voz de que soy un incompetente. Cosa que a Gorman le gustaría demostrar.

—¿Y si hablo con él?

Andes soltó una carcajada. El problema era la coartada de hierro que tenía Ray. Su coartada de hierro. Estaba con esa tal Leila, que lo confirmaba, la tía de ella lo confirmaba, ¿qué podían hacer? También había otro problema.

—¿Cuál?

—Escuche bien lo que voy a decirle: según Gorman, su identificación de Ray no es fiable. Cálmese, es cosa de abogados, nada personal. Ray tiene una coartada, y esa mujer la confirma. Súmele a eso que todo ocurrió en la oscuridad, lo que aumenta sus posibilidades de error. Y que usted no pudo identificar al Turco. Eso es lo más importante para Gorman, que usted no logró identificar al Turco.

—Ray llamaba más la atención que el Turco.

—No me lo diga a mí, yo le creo. Seguramente podríamos haber utilizado a su amigo de la camioneta.

—¿A quién?

—Al sordo. Él podría haber identificado a Ray.

—Lo más probable es que no se enterase de nada.

—Todo el mundo en el condado se enteró. El muy hijo de puta se asustó demasiado para presentarse. Mejor no meterse… El muy cabrón.

—Entonces, ¿qué va a hacer?

Según Andes, lo obvio sería conseguir que alguno confesase. Lo había intentado con Lou Bates, pero lo único que Gorman permitía eran preguntas corteses. No quiebras la resistencia de un buey como Bates con preguntas corteses. Según el teniente, Lou Bates tenía una tara mental. Un único principio de supervivencia, grabado como un número de serie. Que él no conocía a Ray, punto. Cuando Andes le señaló lo que habían dicho los tipos del Herman’s, Lou replicó: «Si alguna vez tomé una cerveza con él, fue sin saber quién era». Cuando el teniente sugirió que no era justo que él cargase con la culpa de todos, Lou aseguró no saber de qué le estaba hablando. Cuando Andes le preguntó quién era el tercer individuo que había escapado en la zona comercial de Bear Valley, respondió que no lo sabía. «¿Había otro tipo?». Gran rostro de piedra barbado.

Bobby Andes encendió un cigarrillo. Se regodeaba en sus frustraciones. Creyó que al menos podrían retener a Ray por lo del atraco, pero de pronto el empleado fue incapaz de identificarlo. Citó a Gorman diciendo que lo único que Andes tenía era a los tipos del Herman’s que los vieron bebiendo cerveza, y a Hastings («O sea usted»), que lo reconoció por el número en la espalda de su uniforme después de que Andes le dijese quién era. Y que no podían utilizar la ficha policial de Ray porque no venía al caso.

Bobby guardó silencio y lo miró, lo cual puso nervioso a Tony.

—La cuestión es lo resuelto que está usted a ocuparse de que se haga justicia —añadió al cabo.

Le informó que tenía a George vigilando a Ray, de modo que no iría lejos sin que él se enterase.

—¿A qué se refiere con lo de resuelto?

—Buena pregunta.

Tony esperó. Bobby Andes empujó a un lado el plato de espaguetis.

—No puedo comer —dijo—. Acabaría vomitando.

—¿Le duele?

—¿Qué hora es? ¿Las ocho?

—Sí.

—Bien. George va a llamar. Quedamos en que me encontraría aquí a las ocho.

—¿Qué piensa hacer?

El teniente se encogió de hombros.

—¿No puede comer? ¿Cómo se las arregla si no puede comer?

Volvió a encogerse de hombros.

—Depende.

—Agradezco el esfuerzo que está haciendo.

—A veces puedo comer, a veces no. Este lugar es una mierda.

—¿Tiene parientes cercanos o amigos?

Bobby Andes encendió otro cigarrillo y lo aplastó sin fumarlo.

—Permítame hacerle una pregunta personal. Entre nosotros, ¿de acuerdo? ¿Qué desea usted que le haga a Ray Marcus?

La pregunta, la extraña manera de formularla, sobresaltó a Tony.

—¿Qué puede hacerle?

Andes pareció reflexionar al respecto.

—Cualquier maldita cosa que usted quiera.

—Creí que había dicho…

—No tengo nada que perder.

Tony trataba de entender. Andes añadió:

—Se lo plantearé de este modo: ¿hasta dónde está usted dispuesto a llegar para llevar a Marcus ante la justicia?

Encendió otro cigarrillo. Tony se preguntó qué estaría insinuando. A continuación, lo oyó decir:

—¿Está usted dispuesto a apartarse un poco del procedimiento?

Como preguntarse si esa ligera sacudida que acabas de sentir ha sido un temblor de tierra.

—¿Yo?

—O yo.

Tony buscaba un eufemismo más transparente.

—¿Se refiere a apartarse de la ley?

Andes se explicó:

—Me refiero a lo que usted podría tener que hacer para ayudar a la ley si algún puto tecnicismo se lo impidiera.

Tony estaba asustado. No quería contestar la pregunta generalizando.

—¿De qué está hablando concretamente?

El teniente se impacientó.

—Estoy tratando de saber si usted realmente quiere ajustarle las cuentas a ese tipo.

Tony quería, por supuesto. Andes estaba disgustado. Sólo quería saber si Tony desaprobaba sus métodos. Tony se preguntó: «¿Qué tienen de malo sus métodos?».

El teniente se serenó, respiró hondo, esperó.

—A algunos de esos idiotas que acaban de salir de la Facultad de Derecho no les gustan mis métodos. Los muy cabrones temen que si Ray Marcus es conducido ante un tribunal se origine un escándalo.

Tony percibió el soplo de un horror diferente.

—¿Eso podría ocurrir?

—No si la puta policía se mantuviese unida como debe. —Andes soltó un profundo suspiro—. Por eso tengo que saber.

—¿Saber qué?

—Si usted también va a acojonarse —añadió Andes—. Si tiene una aversión congénita hacia el trabajo policial enérgico.

Tony no quería contestar. «¿Por qué me lo pregunta a mí?», pensó.

—Ese tipo violó y asesinó a su mujer y su hija.

—No necesita recordármelo.

Bobby Andes no estaba tan seguro de eso. Presionó.

—La ley dice que Ray Marcus debe ser castigado, pero si la ley no puede castigarlo, ¿quiere usted que salga bien librado? ¿La ley realmente lo quiere en libertad?

—¿Qué otra cosa puede hacer?

—Como le he dicho, usted puede ayudar a la ley.

Tony deseó que Andes no continuara exponiéndolo de diferentes maneras. No quería ir contra él.

—¿Quiere tomarse la justicia por su mano? —preguntó.

—Actuar en nombre de la ley.

—¿Para hacer qué?

Andes no contestó. Hacía muecas con la boca, como si mascara, sin mirar.

—¿Para hacer qué, teniente?

No hubo respuesta.

—Actuar en nombre de la ley… ¿para hacer qué?

Ahora Andes lo miró, apartó la vista, volvió a mirarlo.

—¿Usted qué cree?

A Tony se le ocurrieron dos posibilidades. Una lo horrorizó. Mencionó la otra:

—¿Conseguir nuevas pruebas?

Andes soltó una risa forzada.

—¿Lo cree posible?

—¿Cómo podría saberlo?

—¿Es usted Andes? —preguntó la mujer que atendía la barra.

El teniente fue a hablar por teléfono. Regresó a los pocos minutos.

—Bien —dijo—. Ray Marcus está en el Herman’s. Pienso ir a cogerlo. Es su maldito caso. Tengo que saberlo, y ahora mismo. ¿Está usted dispuesto a participar o va a dejármelo todo a mí?

—¿Participar en qué? Aún no me lo ha dicho.

Bobby Andes empezó a hablar lentamente, con cuidado y paciencia:

—Quiero llevar a ese hijo de puta ante la justicia. —Tony percibió un tono emotivo en su voz—. Voy a llevarlo a mi refugio. Quiero que usted también venga.

—¿Y qué espera que haga?

—Estar allí. Confiar en mí y estar allí.

—Y después, ¿qué? Quiero decir, ¿cuál es su plan?

Bobby Andes pensó un poco, como si intentara decidir si dar una respuesta concreta.

—Se lo he preguntado antes: ¿qué quiere usted que yo haga?

—No lo sé. ¿Qué quiere hacer usted?

—Yo quiero llevar a ese cabrón ante la justicia.

—De acuerdo.

—Entonces, dígamelo. Sea usted el juez.

—¿A qué se refiere?

—¿Cuál debería ser la condena? ¿Cinco años y libertad condicional?

Tony se preguntó qué pretendía que dijera. No dijo nada.

—Más que eso, ¿no?

Tony lo miraba fijamente desde su desconcierto, tratando de adivinar.

—Espero que no sea usted uno de esos tíos blandos que se oponen a la pena capital —añadió Andes.

—Oh, no, eso no —dijo Tony, helado por la sorpresa.

Permiso para matar a Ray, ¿era eso lo que aquel policía le estaba pidiendo? Su voz se quebró al preguntar:

—¿Qué piensa hacer?

Bobby Andes lo miró con expresión inquisitiva. Después soltó una carcajada.

—Tranquilo —dijo. Abrió la boca para hablar, se contuvo, y al cabo de un momento, más tranquilo, prosiguió—: Quiero que lo llevemos a mi refugio y retenerlo allí un tiempo. Quiero presionarlo. Ponerme un poco duro, hacerlo sufrir. Ver qué hace. ¿Qué le parece?

Tony se lo imaginó y le gustó. Vio esa posibilidad como una brillante mota de polvo en la tiniebla.

—Es su caso, dese cuenta. Puede ayudar.

Aliviado por el tono tranquilizador más que por el contenido de las palabras, Tony tenía preguntas que formular, dos o tres claras y otras menos definidas, pero percibió la impaciencia en los ojos de Andes, como si tuviese miedo a morir, o al fin del mundo.

—Si usted puede hacer que confiese, estaría bien —dijo por fin.

Bobby Andes se echó a reír.