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Susan y Arnold, más tarde tan respetables, cometieron adulterio en los intervalos entre las clases de ella y las obligaciones hospitalarias de él. Primero, en el lecho de Edward, en la oscura habitación trasera que daba al callejón, llena de libros y revistas, con un cesto para la ropa sucia, una caja de madera para transportar naranjas, un pequeño televisor. Después en el de Selena, con la alta ventana abierta a los tejados vecinos y sus cortinas al viento, el armario con los vestidos vaporosos y un perfume persistente.

Cuando aquella joven Susan descubrió, en el lecho de Edward, el alarmante pene de Arnold Morrow, súbitamente visible con su hinchada determinación, oyó un gong resonando en su cabeza. No tardó en oír otro, cuando decidió dejarlo entrar. Gong, dijo su mente: adiós, Edward. Ahí va. Estaba sorprendida ante la clase de persona que había resultado ser. Nunca se le hubiera ocurrido que su matrimonio corriese peligro.

No era su intención ponerle punto final. Estaba y no estaba acabado. Edward regresaría y nunca sabría nada, y Arnold volvería con Selena, y Susan sería en adelante una esposa infiel. Ante el eléctrico goce de la novedad, se dio de bruces contra el daño que estaba haciendo. Edward agraviado, las esperanzas de los dos traicionadas… si él se enteraba. Susan se había convertido en una mujer hastiada, con un secreto. Consultó a Arnold, que lo tenía todo pensado.

¿Quién va a decírselo? ¿Tú? Él tenía una filosofía según la cual el sexo, en el que las personas que lo vinculaban a su propio ego ponían excesivo énfasis, no guardaba relación alguna con sus deberes hacia Selena (a quien jamás abandonaría) ni con los de ella hacia Edward. Arnold reprobaba en particular los celos, la más estúpida de las emociones, en la que propiedad y poder se confunden con el amor.

Ésa es mi filosofía, dijo mientras yacían boca arriba sobre las sábanas, charlando sudorosos con la agradable sensación que deja una experiencia placentera.

Ella recordó haber utilizado el mismo argumento (el sexo es algo natural) para excitar a Edward. Aquello, sin embargo, había sido diferente. Para empezar, acabó en matrimonio. Sin embargo, en esta pequeña incursión en la naturalidad o el delito (cualquiera de los dos), Susan había entrevisto una vida mejor. Si estuviera casada con él…, pensó aun antes de que Arnold exhibiera aquella cosa alarmante. A lo largo de las dos semanas que duró aquella relación informal y sin egos de por medio, sopesó la superioridad de Arnold sobre su pobre Edward.

Musculoso, robusto, de cara regordeta y pelo gris, su aspecto contrastaba con el del flaco y ligero Edward: resultaba más accesible y espontáneo. Su talante era tranquilo, su temperamento sereno (por el momento). Sencillo, inteligente, aunque para nada culto, sería sin duda brillante en su campo y atractivamente estúpido en todo lo demás. Susan se congratulaba de que no fuese un intelectual, y la deferencia que demostraba por la inteligencia de ella la complacía. Más tarde, cuando se presentó la cuestión del matrimonio, resultó fácil hacerle revisar su filosofía, que abandonó de inmediato en una gozosa concesión a aquella inteligencia (o así al menos lo interpretó Susan).

Se sentía estafada. Envidiosa de Selena, que no apreciaba lo que tenía y de lo que ella sólo disponía en términos de arrendamiento. Cuando volvía a dedicarse a sus tareas, enseñar, corregir exámenes, hacer la compra, estaba tan cargada de la electricidad que transfería Selena que esperaba el regreso del insulso Edward con un miedo propio de una Cenicienta devuelta a su vida de sirvienta. El atractivo de la magia del sexo con Arnold… y no es que fuera un amante tan especial, pero el impulso o la situación o lo que fuera… En fin, a la Susan actual le resulta difícil recordar por qué Arnold resultaba tan seductor.

Como se sentía mal por Edward, intentó acordarse de por qué se había enamorado de él, pero eso le costó aún más, pues una vez que se casó con Arnold se propuso conseguir que el recuerdo de Edward fuera lo más desagradable posible. Ella hacía memoria, intentando reconstruir a Edward como si de un castillo desmoronado se tratara, reuniendo fragmentos de tiempo y lugares grabados en la mente por amor o lo que fuese: un castillo listo para ser derrumbado por segunda y definitiva vez. Recordaba el remordimiento como si no sólo estuviera reconstruyendo a Edward sino Edgar’s Lane, o su infancia, o a su madre, o algo por el estilo.

¿Qué fue lo que salió mal? Susan no podía haberse divorciado de Edward y casado con Arnold sencillamente para dar validez a una aventura sexual. Tenía sus motivos para sentirse agraviada. No había contado con que él se convirtiera en escritor y renunciase a todo para que ella lo mantuviese con sus clases. Tampoco había contado con que se marcharía durante un mes para encontrarse a sí mismo. Susan tenía montones de motivos para sentirse enfadada, si es que hacían falta motivos.

Por otra parte, la Susan actual recuerda cómo, para preservar el status quo, encontró un frágil sentimiento que cuidó tiernamente, como quien mima a un animalito vivo o incluso de peluche: Edward se hacía querer. Y ese sentimiento es semejante al que, cuando ha sido necesario, ha acunado en épocas más recientes: Arnold se hace querer. Puesto que esa cualidad de Arnold se parece mucho a la que distinguía a Edward, tal vez los dos animalitos fueran uno solo y detrás de él no hubiera sino la capacidad de querer de Susan.

* * *

Susan y Arnold proyectaron una orgía para antes del regreso de Edward, pero la cosa falló debido a un cambio en el horario de él. Susan pasó la velada limpiando el apartamento. Tenía que recuperar un estado mental acorde con Edward, y era mejor mantenerse ocupada. Pero también se hallaba al borde del pánico, porque no habían hecho planes para un nuevo encuentro y ella no sabía qué futuro les aguardaba. Se habían olvidado de planteárselo.

Por fin, Edward volvió a casa. Llamó por teléfono desde una parada en la carretera, fuera de la ciudad, y llegó a la hora de cenar, contento de estar de nuevo en casa. Pobre Edward, adorable Susan. Tomaron una copa y cenaron. Ella se preguntaba si él tendría la suficiente percepción extrasensorial para captar el profundo cambio operado en su matrimonio. La esposa infiel. Pero no. Estaba deprimido, igual que lo había estado al marcharse. El bosque le había fallado. Ella se hundió también. Edward hablaba tanto que era difícil experimentar simpatía por él, por más que Susan lo intentó con más empeño que nunca. No había conseguido nada. Había tirado todo el trabajo que había hecho en la cabaña. ¡¿Qué?! No, no en un sentido literal: tenía las páginas en la maleta, pero las había tirado mentalmente.

Durante toda la velada, mientras escuchaba sus quejas, Susan se estuvo preguntando qué pasaría si Edward llegaba a enterarse. Sin embargo, estaba demasiado absorto para notarlo. Se fueron a la cama. Ella se sintió alarmada ante su nueva inclinación por el estilo de Arnold —más tierno y más lento que el esforzado jadeo que tan bien conocía—, al tiempo que intentaba preferir a Edward y revivir el amor, ¿qué otra cosa podía hacer?

Dejó de ver a Arnold, incluso de encontrarse fortuitamente con él en la escalera. Tampoco hubo mensajes. Una semana después, se dio cuenta de que Selena había vuelto al hogar. Disimulando su nerviosismo, le contó a Edward el episodio del cuchillo. Tenía que hacerlo, por si el asunto trascendía. Él mostró un moderado interés.

Susan decidió que la falta de mensajes de Arnold significaba que el asunto entre ellos había terminado. Se sintió vagamente enojada por eso, pero utilizó la energía de su enfado en beneficio de Edward. Dedicó toda su atención al problema que lo embargaba. Edward agradeció su actitud. No era que él no fuese escritor, explicaba, sino que estaba yendo demasiado deprisa. Necesitaba atravesar un período de inmadurez. Ella procuró aconsejarle sin herir sus sentimientos, lo que no era precisamente fácil. Él se volvió sumamente emotivo y dependiente. Desenterró viejos escritos y preguntó qué defectos tenía su estilo. Sus temas. Sé sincera, le pidió, y ella trató de serlo, de explicarle qué cosas le molestaban. Fue un error. No tienes que ser tan sincera.

Susan (ahora se da cuenta de ello) deseaba profundamente que Edward renunciase y se dedicara a algo real. No es que escribir no lo fuera, sino que en su opinión él había caído en las redes de un sueño romántico para el que no estaba dotado. En su fuero interno era tan burgués como cualquiera. Poseía una mente lógica y organizada; ella podía imaginarlo logrando un gran éxito en la dirección y administración de algo, mientras que la escritura parecía una infección de su ego contraída en alguna parte y que le impedía crecer. Susan trataba de eludir aquellos pensamientos, que la hacían sentirse hipócrita cuando le proporcionaba el estímulo que él anhelaba. En una ocasión, Edward le pidió que fuese brutalmente sincera, y ella lo intentó. Le preguntó si de verdad creía que poseía el talento suficiente para lo que deseaba. ¿Tienes que ser escritor, necesariamente? Otro error. Edward reaccionó como si ella le hubiera sugerido que se suicidase: Sería lo mismo que pedirme que me quedara ciego, dijo. Escribir era como ver, y no escribir equivalía a estar ciego. Susan nunca volvió a cometer aquel error.

Una nota de Arnold enviada a su oficina: Sólo para decirte que Selena lo sabe. No hay problema, todo está controlado.

Selena lo sabe. Eso obliga a ciertas preguntas. ¿Se lo contó Arnold o ella lo adivinó? ¿Hubo una riña? ¿Se plantearía Selena nuevos objetivos para su cuchillo de trinchar?

¿Cómo debemos interpretar el hecho de que ése fuera el único mensaje que Arnold le hizo llegar desde el regreso de Edward?

La noticia aumentaba la posibilidad de que Edward se enterase. Arnold y ella podían mantener el secreto, pero Selena no tenía ningún motivo para hacerlo. Sentada a la mesa con Edward, cuya actitud era la de alguien humillado, obsesionado con el fracaso, Susan se preguntaba qué haría Selena cuando le diera el siguiente ataque de locura. Ni siquiera tendría necesidad de contárselo a Edward, pues la noticia se extendería como una plaga por la guías de una enredadera, llegando incluso a los reclusos deprimidos.

Para prevenir el impacto de un súbito descubrimiento por parte de Edward, así como la mortificación y pérdida de fe consiguientes, por no mencionar su propia y embarazosa humillación, Susan debía adelantarse a confesar y sacarle a la revelación el mejor partido posible. Una confesión voluntaria haría que él se sintiese seguro de que aquello había terminado. Un breve desliz en tu ausencia, la presión de la soledad: he decidido contártelo para que sepas que puedes creerme y confiar en mí. No volverá a ocurrir.

Pasó el tiempo. Es más fácil proyectar un discurso así que pronunciarlo. Arnold seguía sin dar señales, y Susan se preguntaba si el asunto acabaría por estallar. Se cruzaron con Selena en las escaleras; Susan y Edward entraban, ella salía. Selena miró a Susan con furia y a Edward de un modo distinto, pensativa. Susan bufó. ¿Qué pasa?, preguntó Edward. Las bolsas de la compra, que pesaban demasiado.

¿Cómo decírselo, cómo darle la noticia? ¿De qué tenía miedo? ¿De herir sus sentimientos? ¿De agravar su depresión? ¿De conducirlo al suicidio? Vamos, Susan, no seas tan mojigata. ¿De perderlo? De perder prestigio, más bien. De perder su posición en la casa. De la nueva luz bajo la cual se vería. Por no hablar de la conmoción lisa y llana, del estado de anarquía que la emoción provocaría.

Al menos deberías conocer de antemano tu posición. Se proponía pegarse a Edward. Amarlo, tranquilizarlo, ser humilde. El enfoque directo, elegir el momento en que esté más vulnerable: a su lado, en la cama, sin ropa, jugueteando con un rizo de su cabello, él aliviado por el modo en que ella lo apartaba de su obsesión. Edward, amor mío, tengo que hacerte una confesión. No tan directa. Afloja un poco: Edward, cariño, supón que tienes una esposa que… Eso tampoco.

Indirectamente: cubrirlo de tanto amor que él supiera, antes de oír las palabras, que era imposible que ella estuviese diciendo algo malo. Acercarse a él por detrás mientras come, pegar la mejilla a la suya, susurrar: Edward, amor, cuánto te amo.

La mejor forma sería como de pasada, mientras está haciendo algo. Día tras día vigila a Edward, se da cuenta —por su charla, por el modo de masticar o erguir la cabeza, por sus quejidos y eructos— de que todavía no lo sabe. El gran cambio está por llegar, las consecuencias, por revelarse.

La mejor forma de confesar es estar previamente enojada por algo, a fin de contar con el momentáneo impulso del enfado para arremeter contra él por el agravio que acaba de causarle. Y así fue como finalmente ocurrió: en medio de una discusión sobre la escritura, que era el único tema que tocaban por entonces.

—Dios mío —soltó ella—, ojalá te hubieras quedado en la Facultad de Derecho.

—Cuando hablas así —replicó él—, es como si me fueras infiel.

Ella contestó con aspereza:

—No tienes la menor idea de cómo sería eso.

Edward, enfático:

—No podría ser peor.

¿Qué no? Y entonces ella se lo dijo. No en tono de rencor, porque, en cuanto vio su oportunidad, su actitud se volvió humilde y triste. De todas formas, se lo contó, y acabó diciendo: Pero eso se acabó, no tiene futuro, yo no estaba enamorada.

Edward el niño. Nunca lo había visto abrir tanto los ojos. La mansedumbre de sus preguntas: ¿Quién? ¿Dónde? ¿Quieres el divorcio? ¿Valió la pena?

Dejó escapar un quejido, estiró los brazos, caminó de un lado a otro de la habitación, experimentando con sus propias reacciones. ¿Qué esperas que haga? ¿Cómo se supone que debo comportarme?

Eso es lo que ella recuerda. Edward no se enfadó. No hacía sino preguntarle una y otra vez si quería el divorcio. No se atrevió a preguntarle si lo amaba, de modo que ella decidió decírselo.

La Susan actual cree que aquella confesión lo alegró. Representaba un paréntesis en su depresión. A la siguiente vez en la cama pareció disfrutar pensando en la presencia del amante innominado. Tuvo el tacto suficiente para no solicitar comparaciones. Susan supuso que había derribado un muro cuya presencia no había notado hasta que desapareció. Ahora nos conocemos mejor el uno al otro, pensó. No somos tan románticos, de hecho somos más débiles de lo que creíamos, y saberlo tal vez nos convenga. Su matrimonio sería más fuerte, pensó, creyendo que se alegraba por ello.