Susan deja el manuscrito. ¿Qué es lo que me molesta? Contemplando a Tony en la sórdida ciudad, en torpe búsqueda de sexo, se pregunta si la novela continuará interesándole. Cuando Tony estaba en el bosque, el horror trascendía la cuestión del sexo. Pero la lucha por recobrar la virilidad es otra cosa. Tony buscando un objeto sexual: no es algo que le entusiasme.
Lo que le molesta es otra cosa. La lectura la impulsa como un nadador en el mar. Las criaturas que pueblan la mente de Susan durante el día, animales de tierra y de aire, se hunden en él convertidos en delfines, en peces. Algo la muerde mientras nada, un escualo pequeño y dentudo. Tiene que arrastrarlo fuera del agua, donde pueda verlo. Mientras Tony Hastings se aflige, aquello sigue mordiendo.
Cuando el mar se retira, Susan está de nuevo al teléfono con Arnold. Se acuerda de un reproche. «Ojalá no hubieras hecho esa pregunta», dijo él.
¿Qué es lo que preguntó?
En algún momento de la conversación, él sugirió la posibilidad de viajar regularmente desde Washington. Que ella se quede en Chicago con los chicos: él volará a casa los fines de semana. Por un proceso de asociación, Susan recuerda: viajar los fines de semana, lo que significaría para él tener dos hogares, lo que implica…
No recordaba exactamente la pregunta que contenía un reproche. Él le preguntó por qué quería saber, y ella respondió algo. Él no se mostró satisfecho, la sondeó, ella se resistió, y él acabó diciendo:
—Me estás preguntando sobre Linwood.
—Yo no he dicho eso.
Oyó su suspiro de impaciencia.
—Has preguntado. Por tanto, te lo diré. No está decidido. Es una oportunidad y ella tiene una hermana en Washington. He pensado que lo entenderías. Ojalá no hubieras hecho esa pregunta.
Arnold deseaba que Susan no hubiese hecho esa pregunta.
No hay nada que hacer sino dejarla caer de nuevo al mar. De vuelta a Tony, que le pone carne de gallina a la pobre mujer soltera. Querría saber si Edward inventó la congoja de Tony imaginando cómo se sentiría él si le pasara algo a Stephanie, si fue así como lo hizo.
Animales nocturnos 14
Cuando Tony Hastings regresó a su casa por la tarde, había en su buzón una nota de la policía local: «Sírvase llamar».
—¿Sírvase llamar? —dijo la mujer—. Vamos a ver. Usted es Hastings, ¿no? Andes, Pensilvania, que llame de inmediato. ¿Puede ser eso?
—Podría.
—No sé a quién tiene que llamar en Andes.
—Andes es un apellido.
Llamó al número y lo pusieron con alguien llamado Muskacs, que dijo: «Andes no está».
Dejó recado y se dio prisa en ir a la pizzería para estar de vuelta a las ocho. La llamada se produjo enseguida.
—¿Hastings? Hace tres días que intento dar con usted.
—Fui a Nueva York a pasar la Navidad. A casa de mi hermana.
—De viaje, ¿eh? Pues ahora tendrá que hacer otro.
—¿Cómo?
—Quiero que vuele a Albany, Nueva York, mañana, y que se reúna conmigo.
—¿Para qué?
—Buenas noticias.
—¿Mañana?
—Nosotros corremos con los gastos. Hay un avión en el que puede venir para reunirse conmigo a mediodía.
—Mañana tengo una clase.
—Cancélela.
—¿De qué se trata?
—Sólo quiero que vea a unos tipos.
—¿Para identificarlos?
—Ésa es la idea.
—¿Ésa es la buena noticia?
—Podría serlo.
—¿Cree que son ellos?
—Yo no creo nada, Tony, mientras usted no me diga qué creer.
—¿Cómo los han cogido?
—No puedo decírselo. Se lo contaré después.
Tony experimentaba una creciente excitación: Ray, Lou y el Turco, cara a cara.
—Esa clase de mañana es importante.
—Vamos, hombre: ¿más importante que esto?
—Veré si alguien puede sustituirme.
—Así se habla. Atienda: quiero que llame a U. S. Air para confirmar su vuelo. Nosotros hemos hecho su reserva. Ida por la mañana, regreso por la noche, todo en un día. Yo iré a recogerlo. No se puede quejar, ¿eh?
Tony Hastings hizo el vuelo a Albany. Sentía un miedo creciente mientras contemplaba el monótono cielo lechoso. La azafata le sirvió cerveza de jengibre y una bolsa de cacahuetes. Mientras masticaba, Tony volvió sobre la idea de la venganza, recordándose a sí mismo de qué se trataba aquello: justicia, castigo merecido, poner fin a su propia condena. Lo que Bobby Andes esperaba que sintiera. La alegría de mirarlos a los ojos, esposados, y decirles: «Ahora es vuestro turno».
Ellos le devolverían la mirada. ¿Era de eso de lo que tenía miedo? «Trata de recordar». La escena había sido repuesta con tanta frecuencia, vuelta a pasar tantas veces, que la grabación estaba borrosa, el color desvaído, el tacto y el sabor debilitados. Pero él regresaba a ella, a aquel preciso instante. «Inténtalo, tienes que recordar».
El hombre sentado al otro lado del pasillo, en el avión, tenía una barba negra. Vestía traje y corbata y en el regazo sostenía una tablilla con sujetapapeles. Se parecía a Lou, excepto por la ropa. Al fondo había un hombre con gafas y maletín que se parecía al Turco. El hombre con traje de mecánico y auriculares que estaba en la pista en Pittsburgh tenía un rostro y una dentadura similares a los de Ray.
«Te mirarán, pero ¿por qué has de tener miedo? Estarán entre rejas, vigilados. Bobby Andes te protegerá».
Cuando bajó del avión, y mientras caminaba por la pasarela, se preguntó si reconocería al teniente.
Recordaba a Bobby Andes como un individuo bajo, gordo, de cabeza grande y mejillas blandas con sombra de barba. Supo que el hombre que se aproximaba era Andes, no porque lo reconociese sino porque esperaba que acudiera a recibirlo. Las desconocidas cuencas oculares dejaron prontamente de serlo: recordó aquellos ojos y aquellos labios gruesos, y descubrió lo erróneo que era el simplificado retrato en su mente. Un momento después, mientras caminaban por los extensos pasillos en dirección a la salida, la simplificada imagen quedó descartada, el desconocimiento, inexistente.
—Vamos a ir a Ajax —dijo Andes—. Está a treinta kilómetros de aquí. La reunión es a las dos. No le llevará más de cinco minutos. Después podrá irse a casa.
—¿Quieren que los identifique?
—Sólo que diga si reconoce a alguno. De ser así, puede firmar una declaración.
—¿Tienen a los tres?
—No se preocupe por cuántos tenemos. Sólo díganos a quién reconoce.
—¿Cómo los cogieron? ¿Por las huellas?
—Ya le he dicho que no se preocupe. Después se lo contaré.
Salieron en coche de la ciudad, atravesando los campos por una rápida carretera de dos carriles. Ajax era una población fabril junto a un río. Fueron hasta un viejo edificio de ladrillos con pilares de hormigón. Subieron por una vieja escalera bajo un ventanal de vidrio coloreado. Entraron en una habitación donde había un hombre alto con un rostro añoso y pelo cano. Bobby Andes los presentó:
—El capitán Vanesco, Tony Hastings.
Vanesco se mostró cortés. Se sentaron a un escritorio.
—El teniente Andes me ha contado su caso —dijo—. ¿Se siente usted intimidado por esa gente? ¿Existe algún motivo para que vacile usted en señalar a alguno?
—En realidad… —Pero a Tony le dio vergüenza y respondió—: No.
—Las personas que nos interesan están presas —dijo Vanesco—. No serán puestas en libertad si usted las identifica.
Bobby Andes terció:
—Escuche, Tony, su testimonio es de suma importancia. Lo comprende, ¿verdad?
—Sí.
—Prácticamente no tenemos otra cosa. ¿Se da cuenta?
—No todas las personas que va a ver son sospechosas. Lo hacemos para darles a los sospechosos un trato justo. Si usted es capaz de señalarlos entre los otros, eso refuerza la identificación.
Tony se sentía incómodo.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo.
—Lo comprendo.
—Todo ocurrió de noche.
—¿Nos está diciendo que no pudo verles claramente las caras?
—Me parece que sí, pero estaba oscuro.
—Comprendo. Mi consejo es éste: si no está seguro, déjelo. Porque cuando se reconoce a alguien hay como un clic, una gestalt, ¿conoce esa palabra? Pero no desista demasiado pronto. A veces se necesita algo de tiempo para que se produzca el clic. La persona puede parecer un desconocido durante unos minutos antes de que se enfoque y suene el clic. De manera que, si no está seguro, espere el clic.
Salieron y bajaron por una escalera hasta un recinto que parecía un aula. Se sentaron en la primera fila.
Vanesco dijo:
—Vamos a mostrarle a cuatro hombres. No le diré cuántos sospechosos tenemos. Quiero que usted mire, y si reconoce a alguno, de algo, de cualquier parte, dígamelo.
—¿Cuándo?
—En cuanto esté seguro.
—¿Antes de que se retiren?
—No se preocupe —dijo Andes—. Nadie lo va a matar aquí.
Tony se reclinó en el asiento, intentando relajarse. Se acordó de la temblorosa Sharon subiendo a su piso del Village. Se abrió una puerta y entró un policía, seguido por cuatro hombres. Se quedaron de pie bajo una luz deslumbrante delante de la pizarra. Tony los miró azorado.
El primero de la hilera era corpulento. Vestía una camiseta roja bien ceñida al torso y tenía un rostro redondo, con expresión de desánimo, el pelo al rape y un pequeño bigote. El segundo, no tan corpulento, llevaba camisa de franela a cuadros y tenía una cara huesuda, ojos calculadores y un mechón rubio sobre la frente. El tercero, más o menos de la misma estatura que el anterior, llevaba gafas de gruesa montura negra y tenía un ralo pelo negro y poblado bigote. El cuarto era bajo y flacucho. Vestía una vieja y desgastada chaqueta de traje, sin corbata, y llevaba gafas de montura plateada.
Estuvo largo rato estudiándolos, tratando de recordar. Los hombres, con las manos a la espalda, empezaron a ponerse nerviosos y apoyar el peso del cuerpo en una pierna y luego en otra. Los dos de gafas parecían estar mirando por encima de su cabeza alguna mística imagen al fondo del recinto. El rubio de cara huesuda miraba con expresión de furia, como si tratara de figurarse quién era él, en tanto que el grandote con cara de desánimo lanzaba ojeadas furtivas en torno al salón. Culpables… pero nadie a quien Tony hubiera visto alguna vez.
Enfrentado a aquellos cuatro rostros desconocidos, Tony ya no fue capaz de recordar a Ray, ni a Lou ni al Turco, aunque sus imágenes habían ardido en sus vividos pensamientos a lo largo de seis meses. Intentó recuperarlos. ¿Podría haber sido Ray tan corpulento como el hombre rubio? Dejando de lado el bigote, ¿podría haber aumentado tanto de peso en seis meses? ¿Y el del rostro huesudo? Poco a poco fue recobrando mentalmente a un rudimentario Ray, recuperó la calva frontal, restauró la cara triangular, los dientes grandes en una boca pequeña. Y los grandes ojos intimidantes. De modo que Ray, al menos, no estaba allí. ¿Y Lou, el que lo había guiado por el camino del bosque y obligado a salir del coche allí donde pronto iban a tirar los cadáveres de su esposa y su hija? ¿Qué aspecto tendría Lou si se hubiera afeitado la barba? Excluye a Lou. ¿Y El Turco? Recordaba sus gafas, pero no con una montura oscura como ésas. ¿Y si se había dejado bigote? Tony empezó a sudar. No había prestado suficiente atención al Turco, eclipsado por el mayor protagonismo de sus compañeros.
Pensó: «El de las gafas de montura oscura podría ser el Turco». Empezó a ver similitudes en él, como si una vez lo hubiera conocido. Mucho tiempo atrás. Pero no de un modo terminante, no con el clic que quería Vanesco. Aunque pensaba que conocía a aquel hombre, Tony Hastings no podía recordar al Turco. Lo único que le había quedado de él era una imagen imprecisa, de un hombre con gafas de montura metálica.
Oía a su lado la respiración anhelante de Bobby Andes.
—¡Joder! —murmuró uno de los sospechosos.
El hombre huesudo dijo:
—Si tanto os cuesta decidir es que no tenéis nada.
Ahora Tony estaba bastante seguro de que el de las gafas de montura oscura era el Turco. Por otro lado, no podía recordarlo y, en consecuencia, no tenía absoluta seguridad. Puesto que efectuar una falsa identificación era peor que no hacer ninguna, suspiró y dijo:
—Lo siento.
El teniente soltó un silbido.
—Llévenselos —dijo Vanesco.
Bobby Andes tiró al suelo su tablilla con pinza.
—¡Válgame Dios, hombre!
—Lo siento.
Vanesco se mostró amable.
—Está bien. Si no está seguro, es mejor dejarlo.
—Nuestro caso se va a la mierda —dijo Andes. Y a Vanesco—: Esto significa que no puedo retenerlo, ¿verdad?
—Eso es cosa suya. De si tiene pruebas.
—¡Joder! —exclamó el teniente.
—Hay una leve posibilidad… —dijo Tony.
—¿Cómo? —dijo el capitán.
—Hay un tipo que podría ser, pero no estoy seguro —aventuró Tony.
—Si quiere que lo traigamos de nuevo, ¡lo traemos!
—Un momento —dijo Vanesco.
—No estoy seguro, ése es el problema —insistió Tony.
—¿Uno? ¡Traedlo de nuevo!
—Espere —dijo Vanesco—. ¿Cuál es, señor Hastings?
—El tercero, el de gafas y bigote. Si es que ha cambiado las gafas y se ha dejado bigote.
El teniente y el capitán se miraron.
—¿Cuál vendría a ser: Ray, Lou?
—Yo no estoy diciendo que lo sea. Estoy muy poco seguro. Si es uno, sería el que llamaban el Turco.
—Vale, el Turco. ¿Y los otros?
—Los otros no son.
—¿Estaría dispuesto a efectuar una identificación positiva de ese tal Turco? —preguntó Vanesco.
—He dicho que no puedo. No puedo estar seguro. Lo único que me hace pensar en el Turco es que me hayan traído aquí para identificarlo. Ustedes tienen motivos para relacionarlo con el caso.
Vanesco y Bobby se miraron. El capitán negó con la cabeza y dijo:
—No los suficientes.
Al acompañarlos a la puerta, le puso una mano en la espalda a Bobby y la otra a Tony, como un padre.
—Tómelo como un comienzo. Tendrá que conseguir más pruebas. —Y a Tony—: No se lo tome a pecho. Es difícil captar una imagen en la oscuridad y luego retenerla.
Bobby Andes lo llevó de vuelta al aeropuerto de Albany. Estaba contrariado.
—Vaya si me ha fallado —suspiró.
Recorrieron kilómetros por el valle sin decir palabra.
—No puedo estar seguro —dijo Tony al fin.
—Claro. El tipo que ha dicho que «podría» ser el Turco, ¿le gustaría saber quién es?
—Sí.
—Pues es Steve Adams, el tipo cuyas huellas aparecieron en su maletero. Ése es el hecho circunstancial: él puso sus jodidos dedos sobre su coche, pero usted no lo ha reconocido.
Steve Adams, el hombre de la foto: cabello largo hasta los hombros, barba de profeta. Ciertamente cambian. El Turco original tan poco discernible, del que Tony sólo podía recordar genéricamente las gafas, era mucho más ordinario que cualquier Steve Adams.
Tal vez las huellas digitales de Steve Adams habían quedado sobre el maletero en alguna otra ocasión, tal vez despachaba combustible en una gasolinera.
—¿Quiere saber el resto? —En la voz de Andes había cierto tono burlón.
—Sí, por supuesto.
—Hubo tres tipos que trataron de huir en un coche de un solar de venta de coches usados. Uno escapó. Las huellas digitales resultaron ser de este Steve Adams, reclamado por mí. Si usted lo hubiera identificado, lo habrían puesto a mi disposición.
Más tarde, el teniente volvió a romper el silencio.
—¿Cómo puedo conseguir más pruebas cuando los testigos no cooperan?
—Yo, ciertamente, quiero cooperar.
Lo dejó en las puertas de embarque.
—Dudo que volvamos a vernos —dijo el teniente—. No le intuyo mucho futuro a este caso.
Tony se inclinó hacia la ventanilla para estrecharle la mano, pero el otro arrancó con rapidez. En el avión, Tony estuvo seguro: el hombre de las gafas con montura oscura era el Turco.