Y espera. Espera ansiosamente que Edward se siente a su mesa: servirle la cena en compañía de sus hijos, sin Arnold. Para hablar de su novela. También para decir —sin pedir disculpas— un par de cosas conciliatorias, como lo lejos que para ella han quedado los antiguos desacuerdos. Lo libre que está ahora su mente, lo amistosa, en fin, que se siente y cuánto la complacería que él volviera a ser su amigo más antiguo, con el que hablar de cosas que su marido no puede saber. Pero que no la malinterprete. No se trata de infidelidad: el desquite que su marido en el fondo desearía que se tomase por lo de Linwood. Es sólo la libertad para charlar en un lugar donde ella puede expresar sus pensamientos, sin secretos.
Todo esto surgió de la lectura del libro de Edward, si bien menos del libro en sí que del regreso de su autor. Confesarle a Edward lo que no puede confesarle a Arnold. El nuevo Edward, que ha crecido y ganado en sabiduría para escribir su novela. Este Edward entendería por qué lo que Arnold considera la mayor virtud de su esposa no constituye para ésta ninguna virtud especial. Él sabría lo que significa no utilizar el arma.
En algún momento de la tarde, Susan se plantea: tal vez no llame. Sobresaltada, telefonea al hotel. Son más de las tres y media; si quiere invitarlo a cenar, más vale que intente comunicarse cuanto antes con él. Le deja un mensaje en recepción: llamar a Susan. Pregunta al empleado cuándo ha llegado. Ayer por la tarde, señora, responde éste. ¿Ayer? ¿Lleva aquí desde ayer?
Considera la posibilidad de ir en coche al centro (dejando que los chicos coman una pizza solos) y presentarse en el Marriott para sorprenderlo cuando vuelva. Demasiado precipitado. Mejor preparar la cena según lo planeado, con suficiente comida para Edward, si llama. Qué tonta, se reprende. Después, en un paréntesis durante los preparativos, sin otra cosa que hacer salvo esperar a que esté listo lo que se está haciendo en el horno, tiene veinte minutos para sentarse a la mesa de la cocina y pensar. Tiempo para cambiar de curso, para dar marcha atrás, para trocar la culpa en ira. Para crepitar igual que el horno. ¿Por qué tienes que sentirte culpable, Susan? Él es libre de llamar. Que no llame es un desaire. Lo entiende como un insulto: se ha pasado tres noches leyendo su novela, de buena fe, preparando esforzadamente qué decir, y él ni se molesta en llamar.
Esa reflexión lo consume todo, como un horno, incluida la propia novela. Una pregunta furibunda: ¿Para qué me la enviaste si no quieres hablar de ella? No se le había ocurrido que pudiera hacerlo por despecho.
Come con los chicos, trata de incorporarse a su charla como si nada en particular ocupara su mente. Para cuando han terminado, le resulta por demás claro que no ha sido un sentimiento de abandono lo que la ha inducido a echar de menos a Edward. Al hacerla objeto de su despecho, él le ha dado una sorprendente y nueva visión de sí mismo.
De entre las cosas olvidadas, recuerda cuán amargamente se quejaba él de su falta de aprecio por la dignidad de su escritura. «Es como cegarme. Tu actitud me deja ciego». Es obvio que todavía está resentido. Veinticinco años después no ha perdonado una ofensa equivalente a la ceguera: la novela es su venganza.
Ver la novela como una venganza es ridículo, pero la idea no la abandonará. ¿En qué sentido constituye una venganza? ¿En qué consistiría el castigo? Piensa en eso. ¿Una alegoría?
Susan niega las acusaciones. Ella no lo ha dejado ciego, no lo ha lastimado, no ha destruido su vida, no le ha hecho ningún daño en absoluto… como lo demuestra el logro de la novela misma. En el fregadero de la cocina, mientras lava los platos, también ella es capaz de experimentar resentimiento. El resentimiento la hace morderse el labio inferior reclamando un gesto y una ruptura, exigiéndole denodados esfuerzos de autocontrol.
Lo que alimenta su cólera depende de los términos con que defina la ofensa de Edward (la novela expresa su odio, el favor es una trampa, su derecho a leer está censurado). El motivo de su propio enfado se le escapa, lo que demuestra que no es lo que pensaba. En definitiva: la tensión, la simple tensión. La tensión de mantener la buena fe mediante la humillación de estar equivocada. La tensión de omitir el amor y el odio a fin de leer desapasionadamente durante tres sesiones. La tensión de meterse en la imaginación de Edward, de ser Tony, sólo para ser echada a patadas por impertinente. La tensión de hacer caso omiso de la tensión, y después ser desairada.
Vejada. Por supuesto, existe la posibilidad de que no le hayan entregado su mensaje. A las nueve y media vuelve a llamar al hotel. Edward aún no ha llegado. Susan deja otro mensaje. Pasadas las once oye el coche entrar en el garaje. Arnold regresa tarde. La idea de lo que trae consigo es demasiado horrible, y Susan se apresura a subir, se acuesta rápidamente mientras él come un tazón de cereales en la cocina, para estar dormida antes de que suba y no tener que hablarle. La necesidad de hacer tal cosa la enfurece. En el momento en que se mete en la cama (clausurando para siempre la posibilidad de reunirse con Edward), la vergüenza estalla en su mente como una conflagración. Una vasta imagen del mundo en movimiento, de placas tectónicas cambiando de posición, se expande con una sensación de soledad.
Susan como una idiota. Yace en el lecho completamente despierta, no hay trampilla esta noche —está firmemente cerrada—, el suelo permanece sólido y áspero, los pensamientos corren y braman. Se reprende por lo que ha estado imaginándose pocas horas antes. Se ve a sí misma: fatua e ingenua Susan, la esquiadora de rostro saludable de Arnold, sentimental como un perrito faldero, dejando mensajes para Edward como una amante abandonada, como una seguidora incondicional suplicando el derecho a hablar. ¿Sobre qué? Sobre su novela. ¿O era para quejarse de Arnold? ¿Cómo ha podido ser tan tonta? ¿Cómo iba a quejarse de Arnold ante un extraño como Edward, después de todos estos años en los que apenas ha osado quejarse ante sí misma? ¿Por dónde podría empezar? ¿Qué le diría? ¿Qué le importaría a Edward? ¿Cómo entender? ¿Qué hay que entender?
En la oscuridad, oye a Arnold entrar en la habitación. Revolver, tropezar, gruñir, resoplar. La cama cede bajo su peso. Susan percibe su olor. Él golpea la cama, bufa, se vuelve pesadamente de costado, la empuja sin concesiones. Ella permanece inmóvil, negándose a que la despierte, conteniendo el aliento para hacerle saber que, si no está dormida, tampoco está allí, no hay lugar donde encontrarla.
Arnold ha estado con Marilyn Linwood. Susan llega a la conclusión de que es verdad, lo piensa deliberadamente, deja que su mente se demore en ello, vuelca allí su imaginación, visualizándolo todo: Nueva York, Chicago, el apartamento de ella, el diván de los pacientes en la consulta de él, Washington, Cedar Hall. Lo hace en directa violación de la disciplina mental que adoptó tres años antes y que la habilitaría para aceptar el status quo. Ya basta de eso. Si no puede tolerar lo que imagina, no tiene derecho al status quo.
La pregunta absolutamente aterradora ha vuelto a su mente, y de nuevo es incapaz de afrontarla. Se pregunta por qué Arnold no para de moverse y suda como si fuese presa de la culpa. ¿Qué hay en su mente? Susan es incapaz de pensar en ello. Piensa en él y Marilyn jadeando juntos. Hablando de ella. Protegiéndola, pobre Susan. Dejad que Susan se proteja sola. Piensa en el plan de pensiones y en el seguro de Arnold, que empezarán a reportar beneficios dentro de unos quince años, o más, contando desde ahora, y de los cuales ella todavía es única beneficiaria, seguida por los chicos. Susan se propone continuar siéndolo, está decidida a ello. Insistirá al respecto.
Se vuelve en la oscuridad para enfrentarse a Arnold, abre los ojos, mira el gran vacío en sombras donde está él para pensar en aquello como en un arma mortífera, una flecha, un dardo. Arnold el Bígamo. Él hará que se trasladen a Washington o viajará los fines de semana, o algo aún peor. ¿Debo tragarme esto?, le pregunta Susan a Susan. No tienes elección, responden las dos. Se te ha pasado el tiempo de la revuelta o la negativa. Es la carrera de tu marido, dicen.
¿Y si se niega? ¿Qué pasa si ella dice: no lo haré? No me mudaré a Washington ni me abandonarás. Me niego a permitir que te alejes de nosotros. Yo, tu esposa, me hago oír. Me hago oír egoístamente; yo, Susan, la bruja.
Ve a Marilyn Linwood aconsejándole a Arnold qué hacer, tal como Susan lo aconsejaba acerca de la loca Selena veinticinco años antes, haciendo uso de la autoridad moral que tenía sobre él, de su natural dependencia de ella. Advierte cuán poca autoridad tiene ahora. ¿Qué le ha pasado?, ¿adónde se ha ido? Qué irritante resulta habérsela cedido a Marilyn Linwood. Se ve a sí misma en una larga panorámica de años subordinándolo todo al objetivo de complacer a su marido, como si ésa fuese su misión. A sus amigas feministas las sorprendería comprobar hasta dónde ha desertado de su propia política, defensora de todos los derechos de las mujeres a excepción de los propios. ¿Qué autoridad podría ejercer si se atreviese a hacerlo? Ella paga las cuentas de la casa: ¿se hará cargo Marilyn Linwood también de eso? Ella espera abyectamente el mensaje de Linwood, el regalo de Arnold, retenido mientras ella se mantenga callada y no haga ningún movimiento en falso. Censurada, sometida a chantaje, contenida y encarcelada por el peligro que supone pronunciar una palabra equivocada, una pequeña queja que daría a Marilyn Linwood el derecho a tomar el control.
Así, prueba una palabra extraña en sus labios silentes: la palabra odio. Tiene miedo de utilizarla, por si la compromete a una vida drásticamente revolucionaria. ¿Es lo bastante fuerte para eso? Entre sus promesas cuando se separó de Edward estuvo la de que nunca volvería a separarse. Una promesa tonta. Pero no es una mera promesa lo que la retiene ahora. Es la institución, una institución no menos real que Cedar Hall: Mamá, Papá y los Niños, S. A. Si Susan le prendiera fuego a la sociedad, ¿adónde iría? ¿Cómo conseguiría escapar de la acusación de incendiaria a estas alturas de su vida?
Arnold se ha dormido por fin. Profundamente, olvidado de sí mismo, estúpido. Si bien ella tiene miedo de pensar en el odio, lo que sí se permite es pensar que él es un estúpido. Eso le permite relajarse, menguar algo su cólera, sentirse un poco somnolienta. Qué corrompida estoy, se dice. Ese pensamiento también la sorprende, no ha sido adrede. Qué sorprendente pensar que lo que Arnold siempre requirió de ella pudiera considerarse corrupto. Pero debería haberlo sabido, vista la forma automática en que el pensamiento trae a su mente un catálogo de casos. Su altercado con la señora Givens, un símbolo recordatorio, emblemático, prueba de malestar: la señora Givens osando comentarle a Susan, mientras toman café, el rumor sobre Macomber, que no fue error de la enfermera, sino del doctor, demasiado tajante, engreído, seguro de sí mismo, etcétera. Y Susan que la regaña espontáneamente, culpando al hospital, censurando al abogado, confiando en la versión de Arnold sobre lo ocurrido. Qué sorprendente que la integridad de Susan pudiera quedar en entredicho por la noble virtud de la lealtad o lo que sea.
Mientras se abre la trampilla y empieza a deslizarse en el sueño, es vagamente consciente de la vecindad de Tony. Su rabia se ha enfriado. Una vez más ha olvidado la cuestión que la aterrorizaba. Se duerme, primero ligeramente, y luego de manera profunda. Por la mañana su cólera es un espacio vacío, un molde hueco semejante a los que los cuerpos dejaron en las cenizas de Pompeya. Ya no supone que Edward la ha desairado de forma deliberada y la sorprende lo perturbada que estaba con respecto a Arnold. A la fría luz del día le resulta fácil persuadirse de que si mantiene la paz él permanecerá a su lado. Quitará importancia a su aflicción tomándola por una eclosión de egoísmo. Hum. Fácil, demasiado fácil. Sabe que es demasiado fácil, sabe que en lo que ha visto hay algo a lo que no se debe restar importancia, pero eso es para otro momento, para reflexionar serenamente y en profundidad, lo cual puede esperar. En cuanto a Edward, debería haberle enviado la invitación a cenar con más anticipación. Al fin y al cabo, aún no sabe el objeto de su visita a la ciudad, ni está al corriente de sus compromisos. A las nueve llama otra vez al hotel. El empleado le informa que Edward Sheffield se ha marchado a las siete. Puede que se sienta decepcionada, o acaso aliviada, pero se niega a sentirse ofendida. Dará por sentado que él no la llamó anoche porque regresó demasiado tarde y no quiso molestar a su familia a una hora intempestiva.
No obstante, parece haber ocurrido algo capaz de cambiarlo todo si no se comporta con cautela. Lo ha vislumbrado a través de Tony, a través de Edward. No importa, al menos de momento. Por mera urbanidad, le escribirá una carta a Edward. Reunirá todas sus críticas, las resumirá en frases nítidas y se las enviará. Dedica el día a eso. En el escritorio, al lado de la ventana, junto al comedero de pájaros devastado por una bandada de gorriones ingleses. En el césped, tan limpio y blanco el día anterior, la nieve ha empezado a derretirse y se ven grandes parches marrones de tierra. El sendero de entrada al garaje está embarrado. Las aceras mojadas resplandecen. Ella apenas nota nada de eso: tan ocupada está despejando el camino hacia Edward.
Resume todo cuanto pensaba decir. Alaba las cualidades de la novela y critica sus debilidades. Explica cómo la obligó a pensar en la precariedad de su bien resguardada existencia. Confiesa su afinidad con Tony, escribiendo acerca de ello como si se tratara de un problema resuelto. Exagera: mientras el rumor de la civilización se oye en la distancia, Tony yace muriéndose, ocultándose de una policía que debería estar de su lado, como se escondió antes de sus enemigos. Muere creyéndose gozosamente una historia que no es verdad. Que lo reconforta pero no es verdad, mientras la muerte y la maldad lo cercan implacablemente.
Edward: Entonces, dime, ¿qué le falta a mi novela? Ella: ¿No lo sabes, Edward, no lo ves? La cuestión impulsa su mente hacia otros derroteros. ¿Qué falta en su propia vida? Se pregunta si alguna vez volverá a ver a Arnold como antes, incluso si no lo odia. Siente que la fuerza de la costumbre tira de ella hacia atrás, como lo ha hecho durante tantos años. Mientras mira hacia fuera, al césped invernal sucio y marrón que va surgiendo, cree estar pensando todavía en la carta de elogio y crítica condescendiente que está escribiendo, o bien en cómo hacerse más fuerte ante Arnold, en fortalecer el respeto hacia ella misma. Susan Morrow empieza a soñar. El cobertizo de los botes en la bahía, ella a los remos, Edward recostado en la popa, con una mano colgando en el agua. La casa está a espaldas de él, por encima de su cabeza. Detrás y alrededor están las islas cubiertas de pinos y las casitas. Él dice:
—La corriente nos está arrastrando.
Ella se da cuenta. Ve la costa detrás de él desplazarse hacia la izquierda.
—Si nos alejamos mucho, más será difícil regresar —advierte Edward.
Ella lo sabe. Sabe cuánto más allá derivarán y lo esforzadamente que deberán remar.
—Si nos caemos, ¿crees que nos ahogaremos? —añade.
La pregunta la sorprende; la orilla no parece tan lejana. Pero el agua es fría en Maine, y ellos no son buenos nadadores.
—No sé si podría alcanzar la orilla —reconoce ella.
—Yo sé que no podría. Tú nadas mejor que yo.
—Debes aprender a relajarte, dejar que se te hunda la cabeza. Estar tenso hace que lleves la cabeza demasiado alta, y eso agota.
—Si me cayera, ¿podrías rescatarme? —pregunta él.
—No soy tan buena nadadora.
—Tendríamos que gritarles.
—¿Qué podrían hacer? El bote lo tenemos nosotros.
—Se quedarían en la orilla viendo cómo nos ahogamos —dice él.
—Qué horrible. Imagínatelos, ellos en la orilla y nosotros ahogándonos.
Como en sueños, Susan cerró el sobre con la carta dentro. Después, al recordar que él no la había llamado durante su visita, así como todas las cosas que no había podido preguntarle —por ejemplo, por qué le había enviado el manuscrito y qué lo había hecho escribir una novela como aquélla y cuál había sido el verdadero motivo de su divorcio—, sacó bruscamente la carta del sobre y la rompió en pedazos. En su lugar y sin pensar, garabateó la siguiente nota, que más tarde echó al correo, también sin pensar:
Querido Edward:
Finalmente he terminado tu novela. Disculpa si me ha llevado tanto tiempo. Mándame unas líneas si quieres mi opinión.
Con cariño
Susan
Quiso castigar también a Arnold, pero lo único que se le ocurrió fue obligarlo a leer el manuscrito. Él lo haría, en caso de que ella insistiera, aunque dudaba que fuera capaz de entenderlo.