Susan debería haber sabido, cuando consintió en leer el manuscrito de Edward, que éste le produciría algún efecto semejante. Debería haber previsto que ese manuscrito iba a revivir a Edward, como si no hubiesen pasado veinte años. Y que también traería consigo el divorcio y el Arnold del principio de su relación y otras cuestiones en las que preferiría no pensar. Pero ¿podría haber previsto esta excitación combinada con alarma? La alarma no la comprende. No guarda proporción con aquello que la motiva. Se pregunta si la historia en sí, el caso de Tony, está actuando sobre ella de algún modo oculto, independiente de la vuelta a la vida de Edward. Hay una amenaza en alguna parte, pero no sabe en qué consiste ni de dónde procede. Intenta descubrirlo hurgando en su memoria mientras realiza las tareas de la casa.
La situación era la siguiente: mientras Susan estaba casada con Edward, cada vez más loco a causa de la escritura, Arnold estaba casado con Selena, que se había vuelto loca con un cuchillo de trinchar. El problema con que se encuentra Susan para reescribir su memoria es cómo pasar de aquellos matrimonios al matrimonio actual.
Seis apartamentos, dos por planta a un lado y otro del hueco de la escalera. Susan y Edward vivían en el 2.º B, Arnold y Selena en el 3.º A. En la parte de atrás había un pequeño jardín, con un árbol y dos mesas de picnic. Hubo un almuerzo, hamburguesas y mazorcas de maíz hervidas en una olla encima de la parrilla de carbón. Susan y Edward nunca habían coincidido con Arnold y Selena. Arnold era un joven e inquieto médico interno con un espantoso horario de trabajo en el hospital, pero que ese día libraba. Selena era la mujer más bella que Arnold había visto en su vida. Tenía un cabello negro y lustroso, ojos azules como el mar, pestañas postizas y una piel nívea; su sonrisa era a la vez radiante y arrebatadora, su voz suave y afable, y flirteaba con los caballeros, las damas y los niños como una princesa felina. Transmitía la tensión de una corriente eléctrica. Arnold, por su parte, era corpulento, con aspecto de oso, siempre parecía angustiado y revoloteaba en torno a Selena llevándole hamburguesas, refrescos, dulces. Se mostraba respetuoso y perplejo cuando Edward se jactaba de haber abandonado sus estudios de Derecho para ser escritor y miraba a Susan de un modo vagamente agradable. Vestía camiseta y tenía el cabello corto y rizado, tan gris como las cejas y el vello de los robustos brazos. Trabajaba en el servicio de urgencias y estaba impresionado por las experiencias que vivía allí. Se mostraba conmovido al describirlas, mientras Selena se dirigía a los niños como la hermosa bruja malvada y Edward la miraba extasiado.
Después de aquello se encontraban a menudo en las escaleras, Arnold y Susan y Edward, pero jamás Selena. Susan nunca la veía, aunque a veces oía, arriba, su voz de soprano operística.
Hospitalizaron a Selena a mediados de octubre, mientras Edward estaba solo en el bosque con su máquina de escribir. Era una ocasión propicia: una esposa y un marido se van, dejando que los otros miembros de las respectivas parejas se descubran mutuamente. Pero ninguno de los dos tenía verdadera conciencia del otro, y el problema inmediato de Arnold era quitarle el cuchillo a Selena. Domingo por la tarde. Susan a solas con su soledad, mirando un partido de futbol americano, cosa difícil de admitir, porque ella nunca veía futbol, pero se sentía demasiado inquieta para leer, y además estaba planchando, y sucedió que en el momento en que encendió el televisor vio cómo uno de los equipos conseguía un touchdown. De modo que miró el partido, lo que le trajo el recuerdo no de Edward, sino de Jake, que los sábados solía llevarla al estadio y deslizar una mano helada dentro de su abrigo mientras estaban sentados en las gradas. Se acordaba de eso en el preciso instante en que alguien llamó a la puerta con suficiente apremio para ponerla inquieta, anticipando su futuro. Era Arnold, quien, asustado como un niño, le preguntó si podía ayudarlo con Selena, que estaba fuera de sí. Aunque no sabía que Selena sufriese tales accesos, Susan advirtió que se trataba de una situación de emergencia y subió con él. Sólo más adelante recordaría que su vida con Edward también había comenzado con una emergencia.
Selena se había encerrado en el cuarto de baño con el cuchillo de trinchar. Arnold le advirtió que tuviese cuidado, porque era imprevisible. Esto hizo que Susan echase mano de un arma, que resultó ser una escoba. El recuerdo que tiene grabado de la primera vez que pisó el apartamento de Arnold la muestra aferrando una escoba con ambas manos, preparada para desviar el cuchillo de una loca que resultaba ser la mujer más bella que Arnold había visto en su vida… aunque Susan realmente no se enteró de que lo fuera hasta más tarde, después de que él se lo dijese más veces de las necesarias.
Nada más abrir la puerta del apartamento, por cuyas altas ventanas un sol frío entraba a raudales, Arnold llamó:
Selena, ha venido Susan. ¿Puedes salir a saludarla?
¿Qué Susan? La voz metálica que se oyó detrás de la puerta del cuarto de baño, para nada operística en esta ocasión, resonó en el vestíbulo. Estoy en el baño, caramba. ¿Qué Susan? ¿La vecina? ¿Has ido a buscarla, cabrón?
Vamos, Selena.
Déjame que termine.
Arnold a Susan, llevándola aparte: He llamado al hospital. Van a enviar a alguien.
Se abrió la puerta y Selena salió. Tejanos y una camiseta sucia, el cabello despeinado, belleza estragada. Tan inconsciente del cuchillo que llevaba en la mano como de la escoba que Susan aferraba con las suyas.
—Hola, Susan, ¿cómo estás?
—¿Qué tienes en la mano, Selena? —le preguntó Arnold.
—(Mierda). Arnold, debería darte vergüenza exponer a tu esposa a semejante humillación, trayendo a una extraña como testigo de nuestros problemas. (Disculpa, Susan). Yo a ti no te haría esto. No traería a un hombre a que te contemplase y se riera de ti.
—Nadie se está riendo —dijo Arnold.
—En mi cara no, claro. Susan, te pido perdón. Te pido perdón por Arnold. Estoy trabajando en la cocina y no veo por qué no puedo coger el cuchillo; no es más que un cuchillo de trinchar. ¿Tú no coges cuchillos en tu cocina, Susan Sheffield?
—Vamos, Selena —dijo Arnold.
Lo que Susan recuerda mejor pasados los años es la voz de Selena cuando llegaron los hombres de la ambulancia, nada operística, tampoco, sino de amargura:
—Conque esto era lo que te traías entre manos. Debería haberlo supuesto.
El corpulento y angustiado Arnold, con su terrible horario de trabajo, viviendo solo porque su esposa estaba en el hospital: Susan lo compadecía. Bajando las escaleras a las diez y media de la noche para irse a trabajar en urgencias: ella asomaba la cabeza y preguntaba cómo seguía Selena y si podía ayudar en algo. Nadie que hubiese sido testigo de aquella escena habría podido suponer que se hallaba ante una futura pareja matrimonial.
¿Qué hacer? Detrás de ella, en la cola de la caja del supermercado, él le explicaba: unas cuantas cosas para prepararse algo de comer. ¿Selena? Puede que vuelva a casa la semana que viene. Ella vio en su rostro la expresión ingenua de un oso amigable y la interpretó como el semblante de una persona angustiada, acongojada por la indeterminación de su futuro con una Selena que esgrimía periódicamente el cuchillo de trinchar, y con años por delante para seguir llamando a los hombres de la ambulancia, salir un rato y al volver a casa encontrarse con los despojos de la mujer más bella jamás vista, hasta que su afición al cuchillo de trinchar surgiese nuevamente. Rebosando comprensión, Susan apartaba de su mente a un marido escritor que se fugaría con comparable periodicidad en pos de sus grandes obras, hechizado por el ángel de los bosques.
Se imaginó al pobre hombre cocinándose algo antes de las pesadillas que le aguardaban en urgencias. Vaya, Susan fue lo bastante amable para invitarlo a cenar. El lector se preguntará: ¿tuvo Susan noción, allí delante de la vieja e indiferente cajera, de que se trataba de algo impropio: la esposa de un hombre extraviado en el bosque cocinando para el marido de una mujer extraviada en el psiquiátrico? Ése fue uno de los puntos cruciales de esta historia, y, debido a sus consecuencias, la gente disfruta de que Susan regrese a él.
¿Acaso está mal que, mientras tu esposo se encuentra fuera, hagas una buena acción en favor de tu vecino temporalmente sin esposa, que de otro modo tendría que cocinar para él solo o ir al bar de la esquina a comer cualquier cosa? La pregunta puede verse desde dos perspectivas distintas. Una es lo que piensen tus vecinos: Susan se sentía libre para ignorarlos: permanecían remotos en sus propias vidas, e incluso había olvidado sus nombres desde el picnic del verano anterior. El otro aspecto es lo que pienses tú misma, y ahí tienes dos opciones. Una, no pensar nada. A partir de una inocencia absoluta surgirán cambios que no hace falta que nadie anticipe. Por cierto que Susan hizo un esfuerzo en favor de tal ausencia de reflexión. Dos, seguir adelante y pensar. Pero eso no implica que haya algo en qué pensar. Su razonamiento fue que el tema sólo existía si ella y Arnold se lo planteaban como tal. Evidentemente, no lo hicieron, puesto que sólo se trataba de un gesto de buena vecindad: vecina amable, chica solidaria, amiga servicial. Una comida sencilla: rosbif, patatas asadas, panecillos, guisantes congelados. Cara a cara en la pequeña mesa del comedor que Susan compartía con su marido. Conversación sobre Selena y Edward. La vida en urgencias. Su horario, el permanecer de pie toda la noche y mañana del día siguiente, un horario inhumano. Apenas se conocían. Susan intentaba averiguar cómo era él en realidad y qué había ocurrido para que se liase con una mujer como Selena. Si había sido porque era la más bella, ¿qué revelaba eso de él? Empezaba a pensar que era más bien tonto, aunque un tonto simpático. Estimuló la alcohólica tristeza que manó de él durante la conversación, llena de madre, padre, hermanos, hermanas y antiguas esperanzas que precedieron a la conciencia del problema que implicaba vivir con Selena. Reconciliándose consigo mismo por ser incapaz de darles nietos a sus padres: esa clase de tristeza. Y por las periódicas hospitalizaciones: esa clase de tristeza, también. Y miedo, desde luego, puesto que continuarían apareciendo equivalentes al cuchillo de trinchar. Con todo eso tenía que apechugar, mientras ella lo incitaba a contárselo todo.
Nada de pensar en tú y yo. Edward volvía al cabo de dos semanas: estaba construyendo su futuro como escritor. Arnold escuchaba sin prestar mucha atención. Los problemas de Edward le resultaban ajenos.
Pero, después de todo, hay que admitir que no fue una cena corriente. Las velas fueron un detalle impremeditado por parte de Susan. Puso las flores (de hibisco) de la cocina en un centro de mesa y sacó la cubertería de plata de su abuela y la loza buena, tratando de pensar: No es más que un buen vecino en apuros que necesita comer antes de irse a trabajar. Después, cinco minutos antes de que él llegase, cuando la carne estaba casi a punto, la abrumó la desolación de aquella estancia con su luz habitual y sintió la necesidad de cierta penumbra fluctuante que ocultase la sencillez de todo. Pero no se trataba sólo de eso: la habitación no era distinta de aquélla en la que compartía sus comidas con Edward; sin embargo, descubrió de pronto una marcada ausencia que la hacía parecer despiadadamente vacía, y lo único que pudo imaginar para reemplazar aquello que faltaba fueron las velas. Los candeleros eran un regalo de bodas, y sólo los había usado una vez. Les quitó el polvo y sacó un par de velas de un cajón.
Pero incluso a la luz de las velas Susan Sheffield y Arnold Morrow conservaron sus disfraces: ella el de esposa de y él el de marido de. Aun así, Susan sintió en el pelo o en el cuello o en el vientre esa especie de hormigueo que hace que un momento se vuelva extraordinario. Una corriente eléctrica, como Selena en el picnic. Selena, con su ronroneo de gata. Selena, cuya materia parecía plenamente convertible en energía en el sentido einsteiniano: e = m·c2. Selena la eléctrica, convertida en Susan la eléctrica —como si Arnold fuera un transformador—, pensando qué fácil es ser libre, qué cosas deliciosas podrían hacerse en la maravillosa ausencia de Edward si fueras la clase de persona que hace semejantes cosas. Susan no era de esa clase. Susan era Susan, de Edgar’s Lane, profesora, organizada, coherente, gramatical, unívoca, rodeada de un nítido margen, siempre dispuesta a examinarse y mejorar. Esta Susan tuvo unos pensamientos deliciosamente salvajes, llenos de montañas y bosques y corrientes fluidas, con peces en el aire y pájaros en el mar, pensamientos concéntricos y fálicos, con penes que hurgaban en las humedades y exploraban cavernas en nubes hermafroditas, pero sólo fueron pensamientos, nada que se llevase a la práctica: la ausente parte baja de Susan la Buena.
No sucedió nada de lo que un testigo o un magnetófono debajo de la mesa pudiera haber informado a Edward o a Selena. A pesar de ello, para cuando Arnold partió hacia su encuentro nocturno con sangre, huesos, ataques cardíacos, mutilaciones y decapitaciones, Susan se sentía tan tensa que apenas podía soportarlo. Tenemos que repetir, se dijo, sabiendo que ahora necesitaba algo, aunque sin permitirse pensarlo todavía. En el momento en que él estaba de pie junto a la puerta, con su aspecto de oso agradecido, ella le preguntó: ¿Vendrás de nuevo pasado mañana por la noche?
Se fue a la cama tratando de recordar cómo era amar a Edward. La siguiente cena que le sirvió a Arnold fue decididamente austera y funcional, a la luz de la desnuda bombilla que colgaba sobre sus cabezas, pero después no se opuso a lo que Arnold quiso hacer en la cama que compartía con Edward, mientras Selena suspiraba intentando dormir, atada en la habitación del hospital, y Edward, en su choza de madera, se deprimía intentando encontrarse a sí mismo. Más tarde, mientras Arnold retornaba a otra noche de crisis, Susan, tardíamente, trató de afligirse.