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Arriba, el pobre Henry escucha la marcha fúnebre de Sigfrido demasiado alto, como si fuese rock. ¡Baja eso!, grita Susan Morrow, y a continuación oye el teléfono: Arnold, otra vez desde Nueva York. Tras la llamada regresa al manuscrito, inmersa en el sonido que produce el alborozo de Arnold, que interfiere en su lectura y anula a Tony Hastings, lo borra. La noticia es Cedar Hall, y el alborozo de Arnold es lo que le da miedo, aunque él no lo sabe.

¿Deben abandonar ese hogar en beneficio de la carrera de Arnold? La pregunta le aguza la vista, la hace examinar su vida desde su posición en el sofá. El papel de la pared, la repisa de la chimenea francesa, los cuadros, las escaleras, las barandas, los elementos de madera. Fuera, el césped, el arce, la esquina de la calle, la farola. Aquí tiene amigas: María, Norma. Sacar a sus hijos de la escuela y matricularlos en Cedar Hall. Se sentirán desconcertados, los hará llorar: novios, novias y amigos íntimos perdidos para siempre. Puede que Susan, que no le ha dicho nada de esto por teléfono a Arnold, para no sentirse culpable de egoísmo y mezquino apego a los hábitos, llore también. Ya ha tenido bastante de eso de afirmar sus derechos y después sentirse mal. No tiene deseos de reñir con Arnold.

Él da por sentado que ella se atendrá a su decisión. Puede que incluso crea que lo han decidido juntos. Hablarán del asunto. Ella formulará las preguntas que él espera, para ayudarlo a resolver lo que él ya ha resuelto, le dirá lo que él tiene en la cabeza, le recordará cuáles son sus intereses. El amor que se profesan se someterá al arte de la cirugía y su preocupación por los pacientes, frente al prestigio y el poder de hacer el bien a escala nacional. Si a ella no le gusta, no se lo dirá, para que no considere que intenta influir sobre él en contra de sus intereses. Mencionará a los chicos y sus deseos, pero si él replica que los chicos pueden adaptarse y habla de las ventajas que supone para ellos el ambiente de Washington y un padre exitoso, Susan desde luego lo apoyará.

Su voz suena como la de un chico de instituto.

Prácticamente me han prometido el cargo. ¿No es fantástico? Es maravilloso, cariño. Tenemos que hablar del asunto, debemos considerar qué es lo mejor para todos nosotros, para ti y los chicos también; yo no aceptaré sin consultarte antes. Todos los detalles. Ella ha hecho sugerencias sobre cómo había que considerar esos detalles.

Había algo más en la llamada. Un mal momento, una pregunta de ella que no era adecuada respuesta al triunfo de su marido, de lo que cae en la cuenta demasiado tarde. Un error que deja un poso de preocupación concluida la llamada. Una sensación de desastre conjurado, aunque permanezca el peligro de quedarse pensando. Alto, le dice Susan a Susan, déjalo estar. Podría haber sido peor. La velada es para leer, y para continuar con ello debe borrarse a sí misma de su mente.

En su lugar, Tony Hastings. Él se aflige, apático, obsesionado, y Susan se pregunta qué se supone que piensa de sí mismo cuando apaga la luz y mira hacia fuera. Se ha convertido en un personaje complicado gracias al toque de ironía con el que Edward ha entretejido la trama. Quisiera saber si va a dejar de conectar con él, si su aflicción se desliza hacia la autocompasión. Espera que la novela no prolongue su depresión, porque ¿a quién le interesa leer lo que le ocurre a un protagonista deprimido? Susan suele impacientarse con las personas deprimidas, tal vez más que Edward. Recuerda la depresión de éste cuando intentaba escribir, antes del fracaso de su matrimonio.

Recuerda —en el bote de remos, en la orilla pedregosa, con el crepitar del cigarrillo (incluso antes)— la negativa de Edward a perdonar a su madre internada en una institución. Cuando Susan la defendía, él intentaba mojarla golpeando el agua con los remos. Arnold, en cambio, hasta ahora y desde hace veinticinco años, ha mandado un sustancioso cheque todos los meses para mantener a Selena, que echa espuma por la boca en su lujosa jaula de Gray Crest. Susan recuerda que él solía decirle en tono de sorpresa y alegría: Gracias a Dios que tú estás cuerda. Al cabo de todos estos años, ha acabado acostumbrándose a ella y ya no lo dice nunca.

Animales nocturnos 13

Paula lo visitó en septiembre. Regaló algunas cosas y desechó otras. Se metió en los armarios de Laura y en la habitación de Helen, guardó ropa y joyas, examinó cartas, cuadros, fotografías, juguetes y animales de peluche. Después se marchó y empezó el semestre. Regresaron los colegas y los estudiantes. Eso estaba bien, aunque todavía se interponían cuestiones que no tenían que ver con las matemáticas. «Tío, tu mujer te llama». Incursiones en su mente mientras disertaba o hablaba con sus alumnos. Y ese hábito nuevo de apagar las luces por la noche y ponerse a mirar por la ventana. Contemplaba las ramas oscuras y los rectángulos de luz en los edificios y el leve resplandor del cielo, y sentía la espaciosa oscuridad de la casa como si de una cueva se tratara, particularmente excitante cuando pasaba una persona, inconsciente de que la observaban.

Suponía que estaba reponiéndose. Asistió a una reunión organizada por Kevin Malk, jefe de su departamento. En las reuniones de Malk se jugaba. Charadas: Tony participó, aportando títulos que representar: «En la acera soleada» y «La decadencia de Occidente». Él mismo representó «El pabellón de los animales nocturnos», y lo sorprendió la fuerza de los aplausos.

Acompañó a su casa a Francesca Hooton. Estaba sola porque su marido, abogado, había ido a Nueva Orleans. Francesca enseñaba francés, era alta y bien formada, tenía un bonito rostro de rasgos delicados y una cabellera de oro.

En otro tiempo, Tony se había preguntado qué habría pasado si los dos hubiesen sido libres. Ahora se sentía incómodo, no sólo porque era un mero acompañante, sino debido a la posibilidad de que aquello constituyese una ocasión de algo más, a lo cual, en su confuso estado de persona herida y acongojada, se negaba. Ella, con su elegante vestido tostado claro, se sentó a su lado en el coche y preguntó:

—¿Tienen alguna pista?

—¿La policía? No, que yo sepa.

—¿No estás furioso?

—¿Con quién? ¿Con la policía?

—Con esos tipos. ¿No quieres que los castiguen?

—¿De qué serviría? Eso no me devolverá a Laura y Helen. —Se dio cuenta de que aquello era una baladronada.

—Pues si tú no estás furioso, yo sí —dijo ella—. Lo estoy en tu lugar. Quiero que los maten. ¿Tú no?

—Claro que estoy furioso —murmuró él.

Al pie de las escaleras que conducían al apartamento de ella en la segunda planta, Francesca Hooton dijo:

—Supongo que no te apetece subir.

Él sintió que el corazón le daba un vuelco salvaje.

—Será mejor que me vaya a casa.

En su penumbrosa casa le contó la velada a Laura. «Hemos jugado a charadas. He sido el alma de la reunión. Después he llevado a su casa a Francesca Hooton. Quiere que esté furioso y desee vengarme, pero yo no quiero apartar mi pensamiento de ti. También espera que tenga un ligue con ella, cosa que no voy a hacer». Apagó las luces y se volvió en la cama, mirando la oscuridad de fuera desde la oscuridad de dentro y diciendo: «No olvidaré. Nada puede hacerme olvidar».

Caminaba de una clase a otra tan rígido como si se apoyase en un bastón. Una estudiante graduada de nombre Louise Germane, que tenía un suave cabello trigueño, se presentó en su despacho. «Me he enterado de lo ocurrido, señor Hastings. Quiero que sepa que lo siento».

Él forzó una sonrisa y le dio las gracias. Cuando se hubo ido, pensó: «Debo esperar la soledad; mi pelo se volverá blanco». Resolvió escribir una historia de su matrimonio. Pensó que lo haría recordar. Tenía miedo de perder la sensación de presencia, el sentimiento, vital para él, de que el pasado todavía era parte del presente.

Reunió recuerdos específicos para demostrar cosas: la velada de Tolstoi para demostrar la inteligencia de Laura, el viaje a la playa como prueba de su vitalidad, los chistes y adivinanzas —que a él tanto le costaba recordar— como confirmación de su ingenio, las discusiones en la cocina sobre los Malk como muestra de su sensatez, la famosa caminata nocturna hasta Peterson Street para reafirmar su generosidad y buen corazón. Tony, a cuya recalcitrante memoria no le gustaba que la forzasen. Intentó liberar a Laura del marco que había encima de la mesa: los ojos congelados en una sonrisa por el fotógrafo, el cabello trazando una onda fija sobre un lado de la frente. Apartó la mirada y aguardó una de las emboscadas de la memoria. Se las tendía a menudo, pero no cuando él lo pedía. Para exponerse, recapitulaba viejos hábitos: cien veces lo llevó a la universidad de camino a la galería, dando lugar a hermosos momentos en que ella le pedía consejo. Una vez, la memoria le tendió una emboscada, con una imagen en la que ella aparecía andando por la calle hacia la casa, tan real como la vida, balanceando los brazos. Cómo los balanceaba… pero con cada emboscada, el recuerdo que lo atacaba quedaba fijo. Tony iba creando una reserva de imágenes, mientras la memoria lo sorprendía cada vez menos.

Después mejoró. Pasó tres horas en una reunión de la facultad argumentando con vehemencia en favor de sendos candidatos a un ascenso y un nombramiento. Cuando abandonó el edificio con Bill Furman, bajo una nevada incipiente, se acordó de su luto. Durante tres horas lo había olvidado. Tampoco el regreso de los recuerdos, invocados por la casa vacía y la nieve, trajo consigo el estremecimiento acostumbrado. Esto se repetía cada vez más a menudo. En la clase o leyendo, de pronto caía en la cuenta de que había estado horas sin acordarse de que su vida no era normal. «La vida continúa, no puedo estar tenso todo el tiempo», se decía.

Aquélla era la primera nieve del invierno. Tony iba conduciendo junto a Bill Furman, en medio de espesos copos que revoloteaban alrededor del coche y por unas calles que el pavimento resbaladizo volvía peligrosas. Pensó que la nieve iba a reavivar su pesar, porque estaba sepultando el lugar donde ellas habían muerto. Se la imaginaba cayendo en el bosque: un invierno que ellas nunca verían. Era una nieve apacible. Más tarde la contempló desde la casa. Hizo la ronda acostumbrada apagando luces. Observó los copos a la luz de la farola de la calle. Pensó en la nieve en el camino montañoso del bosque. Y en el claro, cubriéndolo. Se quitó los zapatos y caminó en calcetines. La nieve reflejaba la luz de las farolas y el resplandor del cielo de la ciudad, que entraba por las ventanas de la gran casa e iluminaba las habitaciones vacías. Tony pensó en lo libre que era en aquella casa, solitario dueño en la penumbra alumbrada por el fantasmal resplandor exterior. Tal como había hecho las primeras noches, pero sintiéndose en esta ocasión completamente en sus cabales, fue de una ventana a otra, mirando la casa del señor Husserl en lo alto, el césped y las ramas nevadas del roble, los garajes y los coches aparcados, con una sensación como de éxtasis.

Cuando la interrogó sobre ello, Laura le dijo que se alegrara de estar vivo. Observando la nieve que iba cubriendo el césped y la calle, tomó conciencia de su cuerpo, que desde el primer momento había permanecido al margen de su pesadumbre. Lo único constante, la necesidad de dormir y afeitarse, de cepillarse los dientes, comer, beber y evacuar sus residuos. De vigilar sus hábitos alimentarios para no sentirse graso, gaseoso o desganado. Llevar ropa limpia —ropa interior, camisas, zapatos— y darle la sucia a la señora Fleischer para que la lavase. Y ahora, con la nieve, abrigo, bufanda, gorro y guantes, y si al día siguiente sale, pateará el suelo con fuerza para favorecer la circulación. Notó su polla, sujeta, turbada por el frío de la noche, que hizo que se moviera ligeramente, como una bailarina de ballet que representase la aurora. Era la única parte de su cuerpo con una aflicción propia, descontenta en sus calzoncillos. Pero si alguna vez intentaba erguirse, él sólo tenía que recordar, como quien reprende a un perro, para que se encogiera y capitulase.

No obstante, su polla siempre había demostrado poseer intereses propios. Incluso en los buenos tiempos de su matrimonio, esa parte animal de su ser no paraba de fijarse en ciertas cosas, en Francesca Hooton y en Louise Germane, por ejemplo, o en las chicas en biquini que pululaban por la playa. Siempre esa pequeña y anárquica esperanza sofocada a la que repudiaba, como si no tuviese nada que ver con él.

Ahora, sin embargo, pensó deliberadamente en las mujeres que conocía. En Francesca Hooton. En Eleanor Arthur. En Louise Germane. No se trataba de amor sino de sexo. El amor estaba excluido y la idea de otro matrimonio era inconcebible, pero sí podía imaginar el sexo. Sin embargo, todos esos casos planteaban un problema. Francesca estaba casada, y aunque su marido abogado viajaba mucho, Tony no quería ningún lío. Tampoco se fiaba de las señales que le enviaba. Las de Eleanor Arthur eran más evidentes, y Tony suponía que su esposo pretendía que fuese tan libre como él mismo, pero sus tics nerviosos lo irritaban, y además no podía olvidar que lo superaba en edad. Con Louise Germane se sentía cómodo y a gusto, pero era una alumna de posgrado y no resultaba conveniente mantener una relación de ese tipo. Así pues, dado que no había nadie disponible, se resignó con facilidad.

Pocos días después, la rubia Francesca Hooton lo acompañó a la librería para ayudarlo a elegir regalos para los hijos de Paula. A él le gustaron su sonrisa equívoca y su mirada insinuante. Más tarde aceptó una invitación de George y Eleanor Arthur, cena fría, amplio grupo de gente. Estuvo sentado en el borde de un sofá junto a Roxanne Furman, hablando de trabajo, contento de que Eleanor estuviera demasiado ocupada como anfitriona para prestarle atención. Poco antes de Navidad recibió una postal de Louise Germane, una nota llena de tacto, elegantemente manuscrita. Aquello resucitó su sospecha, simplemente académica cuando Laura aún vivía, de que estaba encandilada por él.

El día de Acción de Gracias cenó en Chicago con la familia de su hermano Alex y consiguió no llevar tristeza a la mesa. En Navidad pasó diez días en casa de Paula, a treinta kilómetros de Nueva York. Esta vez Merton le cayó simpático, y no consiguió recordar por qué antes le disgustaba. Salió a caminar con los chicos por las nevadas calles suburbanas, patinó con ellos y los observó mientras probaban sus nuevos esquíes en la pendiente cercana al pueblo. En su dormitorio, situado en el extremo noroeste de la casa y no mucho más grande que la cama, con una librería llena de libros de Paula, tuvo la sensación de hallarse al comienzo de una nueva vida. La habitación, que habían empapelado en azul recientemente, olía a sábanas limpias y daba a una ladera cubierta de árboles desnudos. Tony pensó un plan.

El jueves siguiente a Año Nuevo partió en tren a Nueva York, tras negarse a que Merton lo llevase en coche al aeropuerto. Tenía una idea para resolver la cuestión del sexo antes de regresar a casa. Una vez a solas, la tensión de sus nervios aumentó como una carga eléctrica que echara chispas en la cavidad de su pecho. Lo sintió en el tren que avanzaba flanqueando el río. Su respiración era tensa mientras firmaba el libro de registro. Era un hotel viejo y cochambroso, próximo al centro de la ciudad. «Mi nombre es Tony Hastings, profesor de Matemáticas —se dijo—. No vivo aquí. He pasado por una mala experiencia».

«Cenaré en un sitio caro y elegante», decidió. Encontró un restaurante en un hotel de lujo, pero no tenía apetito ni paciencia para las prolongadas esperas entre plato y plato. Después de la cena, salió y anduvo tímidamente entre la multitud, mirando los sórdidos escaparates, como un cazador que trata de no ser visto. «Ray, Lou y el Turco andan por aquí, ocultos entre la muchedumbre, me observan». Tiendas de discos, pequeños locales de comida, casas de empeños, galerías. «Soy una criatura sexual como cualquier otra», se dijo, pero tenía la cabeza llena de atracos y abusos. Formaban una especie de nudo en su mente. Entró en un bar y lo sorprendió (aunque era lo que había planeado hacer) sentarse en un taburete al lado de una mujer. De treinta y tantos años, llevaba un vestido negro con flores blancas y un lazo blanco; su cara era redonda, y parecía asustada.

—Hola —dijo ella.

—Hola.

—¿Cómo te llamas?

—Tony. ¿Y tú?

—Sharon.

Ella le permitió llevarla a su casa en taxi. Él estaba nervioso y sorprendido por su éxito, ya que tenía un profundo temor a los extraños y nunca había abordado a una mujer en un lugar público. Seguía asustado y por un instante se preguntó si no se encaminaría hacia su muerte, pero al mismo tiempo la propia ansiedad disipaba su temor. Por el camino, ella dijo:

—Por si te lo estás preguntando, no soy una prostituta.

¿Significaba que iba a despedirlo en la puerta?

—Trabajo en unos grandes almacenes. Y estoy soltera.

En las escaleras, explicó que le gustaba conocer gente nueva, pero que la mayoría de los hombres con los que ligaba eran unos rastreros. Él esperaba no serlo. Ella también. Hablaba con esfuerzo. Tony advirtió que tiritaba.

—¿Tienes frío? —preguntó.

—No mucho.

Su piso estaba tres tramos más arriba. Cuando llegó a la puerta, ella respiró profundamente, como para obligarse a dejar de tiritar. Lo miró como disculpándose.

—Me pongo nerviosa —dijo.

Él intentó apoyarle una mano en el hombro. Ella se apartó. Después le agarró la mano y señaló el anillo.

—Vaya, jugando sucio con tu mujer, según veo.

—Mi mujer ha muerto.

Ella hurgó en el bolso, sacó la llave y lo hizo entrar. Le dijo que no hiciese ruido: su compañera de piso dormía en la otra habitación.

La suya era pequeña. Sobre la cabecera de la cama había un tablón de corcho cubierto de postales. Tenía un armario abierto lleno de vestidos.

—¿De qué murió? —preguntó Sharon.

—La asesinaron —contestó Tony.

Se sentó en la cama y le habló de ello.

Sharon permaneció sentada, inmóvil en una silla, mirándolo con rostro inexpresivo. Tony le contó la historia, primero como un resumen, los hechos principales. Después volvió al principio y la narró paso a paso. Ella lo escuchaba en silencio.

—Dios santo, se me está poniendo la carne de gallina —dijo por fin.

Tony estaba describiendo los maniquíes en el matorral, y de pronto identificó la expresión en el semblante de ella, que lo miraba fijamente mientras hablaba. Era de terror. Ella era una extraña, pero él también.

Se detuvo, impresionado a su vez. No eran las invocadas imágenes de Ray, el Turco y Lou lo que aterrorizaba a Sharon.

—Lo siento —dijo él—. Me he dejado llevar.

Sharon miraba alrededor, como midiendo las distancias que la separaban de las paredes del cuarto.

Al cabo de un momento, Tony añadió:

—¿Quieres que me vaya?

—Sí. Creo que es lo mejor. —Otra vez temblaba.

Cuando estuvo fuera, en el vestíbulo, pareció tranquilizarse. Se apoyó contra la puerta, dispuesta a cerrarla si él cambiaba de idea.

—¿Te he asustado? No era mi intención.

—Oh, no, nada de eso. Mira, lamento de verdad lo de tu mujer y tu hija, ¿vale?

Él bajó las escaleras, también con alivio.

Por el camino de regreso al hotel, Ray, el Turco y Lou estaban en la calle, en las sombras de los portales, en el metro, vigilándolo, mientras los grandes ojos de Sharon absorbían a Laura y a Helen. Ella estaba matando su memoria, profanándolas.

De modo que rescató sus recuerdos. En la caravana, Ray les ordenó que se desnudaran. El Turco mantuvo la navaja contra el cuello de Helen mientras Ray forzaba a Laura en la cama. A continuación, llegó el turno de Helen. Cuando Laura soltó un alarido y se arrojó sobre él, Ray la golpeó en la cabeza. «¡Mamá!», gritó Helen. Gritando y llorando, mientras su madre yacía destrozada en el suelo y Ray le retorcía el brazo hasta rompérselo.

O algo por el estilo. «Malditos sean», masculló Tony Hastings.