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Cuando Edward y Susan tenían quince años, él perdió a su padre a consecuencia de un ataque al corazón, y los padres de ella lo acogieron en su casa durante un año. La madre de Edward estaba internada en una clínica psiquiátrica, y la madrastra, que acababa de divorciarse del padre, no quería saber nada del hijo de éste. Edward tenía en Ohio unos primos que más tarde se hicieron cargo de él, pero antes de eso los padres de Susan le dieron acogida para que no tuviera que abandonar el instituto. Hubo gestiones y llamadas telefónicas y una compensación económica, pero Susan siempre pensó que aquel gesto de sus padres había sido sumamente bondadoso.

No existía un motivo especial para que obrasen como lo hicieron. Eran vecinos. El padre de Edward coincidía a diario con el de Susan en el tren a Nueva York. De vez en cuando, lo invitaban a cenar. Era un hombre afable y bastante divertido, que tocaba el violín en privado.

Vivían en Edgar’s Lane, una calle con confortables casas rodeadas de árboles, la de Edward en lo alto de un tramo curvo de escaleras medio oculto bajo las ramas. Se trataba de una calle histórica, pues allí se había librado la batalla de Edgar’s Lane durante la guerra de la Independencia.

Susan apenas lo conocía antes de que su padre muriese, o si lo conocía no lo recordaba. Iban a la escuela atravesando el acueducto, por un sendero de hierba entre las partes de atrás de las casas, separado de éstas por una cerca y una ancha franja de hierba. El acueducto conservaba su nivel gracias a unos diques excavados en la pendiente natural del terreno, y siempre que se cruzaba una calle había que pasar por debajo de un arco de madera de los tiempos en que la gente iba a caballo.

El padre de Edward murió un soleado día de mayo. La tarde de ese día, Susan estaba en el acueducto con Marjorie Grabel, la hierba sin segar a los lados, el sendero húmedo pero no lodoso. Edward iba unos cien metros por delante, con su mochila llena de libros, mordisqueando indolente unas briznas de hierba. Detrás de Susan, su hermano y su hermana se demoraban para evitarla. En aquella época, Edward era un chico flaco, de pelo amarillo, cuello delgado y mirada inquisitiva, semejante a un ave zancuda y demasiado tímido para ser simpático, si bien Susan lo atribuía a una madurez innata en comparación con la cual ella no era más que una criatura. Alcanzaron los árboles de Edgar’s Lane. Edward subió los escalones que conducían a su casa. Marjorie dobló a la izquierda en la esquina y Susan se fue a su casa, seguida de Paul y Penny.

Pocos minutos más tarde, él estaba ante la puerta de la casa de Susan, moviendo los labios, intentando decir: Llama a tu madre. Un instante después, Susan corría calle abajo detrás de su madre y del muchacho, a la carrera los tres, incluso la madre. Subieron, también corriendo, los escalones que conducían a la casa. Su madre se detuvo para recuperar el aliento y Susan los alcanzó y preguntó qué pasaba. Se quedó fuera mientras su madre y Edward entraban. Con miedo, porque nunca había visto un cadáver. Esperó sobre el murete de piedra junto a la puerta, con su jardinera llena de margaritas y sus vistas a la calle. Al cabo de un rato, empezó a llegar gente que pasaba por su lado y entraba en la casa. Un hombre gordo que bufaba mientras subía las escaleras le preguntó: «¿Es aquí?». Su madre bajó y le dijo que se fuera a casa. Por eso se perdió el momento en que sacaban el cadáver cubierto en una camilla, y sólo más tarde lamentó no haberlo visto.

Aquella noche, Edward fue a cenar a casa de Susan, que recuerda las preguntas: «¿Sabes la dirección de tu madrastra?», «¿No tienes abuelos?», «¿Ni tíos?», «¿Conoces la situación financiera de tu padre?».

Lo alojaron en la habitación de la planta superior, donde podría contemplar, por encima de los tejados, al otro lado del río, parte del acantilado y, entre los árboles, un pedazo de río. Cuando llegase el verano, también tendría, con un poco de suerte, un atisbo del paso de las barcas.

Nadie soñaba con que fuese a surgir algo entre Edward y Susan. Él dijo:

—Vamos a aclarar las cosas. Tú no me quieres en tu casa y yo no deseo estar aquí, pero qué remedio, de modo que lo mejor será que no hablemos del asunto. Mantente lejos de mi habitación y yo no me acercaré a la tuya.

Y añadió: Así después no habrá confusiones; que yo sea un chico y tú una chica no significa nada, ¿de acuerdo? Tú no esperarás que te invite a salir y yo no esperaré nada de ti. Lo único que sucede es que nos alojamos en la misma casa.

Menos generosa que sus padres, ella no lo quería allí, porque su presencia privaba a la familia de su intimidad. La primera vez que él propuso aquello, Susan se alegró, convencida de que eso ponía las cosas en claro. Más tarde, cuando lo repitió, sintió fastidio. Y cuando él insistió, se sintió realmente irritada, pero para entonces se irritaba con él por todo, así que no confiaba en su juicio.

Vivió con ellos un año. Cuando nadie la invitó al baile de primavera, él cortésmente la llevó. Estudiaban juntos y les fue bien en la escuela. En verano fue con la familia a Maine. Hubo momentos de paz de los que ella apenas se dio cuenta. Él nunca habló de ser escritor.