Sombrío, Edward, lúgubre. El último párrafo podría malograr la novela. No cabe duda: es un momento de riesgo para Edward, una encrucijada. ¿Por dónde tirar? ¿Seguir con los malvados y contar una de misterio, o profundizar en el alma de Tony y conseguir otra cosa? A Susan la atrae el problema que plantea el capítulo: qué hacer el resto del día en que recibes la mala noticia. ¿Qué haría ella si perdiese a Dorothy, a Henry, a Rosie? Es una pregunta tabú en la que no se atreve a pensar, excepto imaginándose a Tony, está claro.
Vislumbra una posible objeción para plantearle más adelante (aún no) a Edward en relación con el hecho de que hubiesen violado a Laura y Helen antes de matarlas. La violencia contra las mujeres es un tópico detestable. Pero depende de lo que el autor espere de las lectoras, si no les pides que disfruten con tu sadismo, lo que las convertiría en masoquistas. Siempre supo que a Edward le gustaba la violencia, a pesar de que en teoría le repugnaba. La violencia de su contención, su delicadeza deliberada, su pacifismo secretamente iracundo.
Recuerda cuando le daba consejos sobre cómo escribir. Qué muestra de audacia le parece ahora. Ella decía: Es necesario que dejes de escribir sobre ti mismo; a nadie le importa lo hermosos que son tus sentimientos. Él replicaba que nadie escribe sino sobre sí mismo. Necesitas haber leído, necesitas escribir teniendo en cuenta la literatura y el mundo que te rodea.
Durante años vivió con el temor de haber matado algo en él, y albergó la esperanza de que su dedicación a los seguros significase que no le había importado. Pero esta novela representa una respuesta distinta. A Susan le gustaría saber cuánto rencor o cuánta ironía se oculta tras su elección del tema, y espera que sea sincero.
Un recuerdo la asalta de pronto: chico y chica —como hermanos—, tiempo atrás, en un bote de remos junto a la costa, mientras arriba, en la casa sobre las rocas… No se acuerda muy bien. Por alguna razón, él arroja un cigarrillo, que crepita al entrar en contacto con el agua.
El baño está libre, le dicen, probablemente con agua por todo el suelo. Esta noche, un capítulo más.
Animales nocturnos 11
Al civilizado Tony Hastings lo criaron personas afables, intelectuales e instruidas, educadas y bondadosas: su padre, decano de facultad; su madre, poeta. Creció en una casa de ladrillo con un hermano, una hermana y animalitos domésticos. Alimentaban a los pájaros y pasaban el verano en Cape Cod. Aprendió a detestar los prejuicios y la crueldad. De joven era caballeroso y considerado con las mujeres. Se casó por amor, se hizo profesor, compró una casa, tuvo una hija y adquirió una residencia de veraneo en Maine. Leía libros, escuchaba música, tocaba el piano y tenía cuadros de su esposa en las paredes de la casa, que estaba rodeada de un jardín en el que se alzaba un roble. Llevaba un diario. A veces sospechaba que ser civilizado ocultaba una gran debilidad, pero como no veía solución, se aferraba a ello y se enorgullecía de serlo.
Antes de este incidente, su gran temor había sido que la civilización se derrumbase y él se sintiera arrojado sobre un montón de escombros. Guerra nuclear o anarquía o terrorismo. Qué terrible para la humanidad si toda la labor de siglos se destruyese. Sus lecturas nocturnas le suministraban desastres alternativos: el dióxido de carbono reduciéndolo todo a desiertos y trópicos, el sol achicharrándonos tras la desaparición de la capa de ozono. Y siempre la posibilidad más inmediata de quedar atrapado en la maquinaria, como cuando dos coches se empotran.
«Ahora lo he visto —pensó—. Conozco lo que hay ahí fuera: las murallas de Troya». En la conmoción de su pérdida, Tony Hastings reconoció la importancia de seguir siendo civilizado: la bomba que había detrás de sus pupilas podía explotar si no era cuidadoso. Para desactivarla se requerían delicadas operaciones rituales. La importancia de recordar quién era, Tony Hastings, profesor, residente en, hijo de, padre de. De repetir su nombre mientras caminaba por la carretera en la oscuridad. De organizar las palabras, dando así forma al pensamiento. De afeitarse cuidadosamente alrededor del bigote. De prepararse para lo que iba a tener que sentir.
Leyó revistas en el motel porque era importante mantener la mente activa. Se resistió al llanto porque era importante tener el rostro bajo control. Se negó a que Merton lo llevase a casa porque era importante no mostrar flaqueza. Era importante reconocer la importancia de las cosas, pues ahora sabía que todo lo importante era importante, que nada era más importante que la importancia.
Por la mañana, antes de que su coche estuviese listo, llamó a la funeraria Frazer & Stover, recomendada por Bobby Andes.
—Soy Tony Hastings —dijo—. No sé si la policía les habrá hablado de mí.
Al hombre no le habían dicho nada. Tenía voz de cantante, hablaba con afabilidad y sin sobresaltos.
—Supongo que no desea usted una cremación —dijo.
—No había pensado en ello.
Falso. Tony recordó que hacía uno o dos años Laura había dicho: «Supongo que nos incinerarán a todos», y que Helen había protestado: «A mí que no me quemen, por el amor de Dios».
De modo que dijo:
—Mi hija tenía miedo a la cremación.
—Comprendo. Prepararemos los cuerpos y los trasladaremos a Cincinnati para que organicen las ceremonias allí, ¿adónde desea que los enviemos?
Tony no tenía la menor idea. Tampoco sabía dónde celebrar el funeral. No solían asistir a la iglesia, e ignoraba por completo qué hacer.
—No se apure —dijo el hombre—. Nosotros nos ocuparemos; cada cosa a su tiempo. Al final todo se resuelve.
Después de hablar con Frazer & Stover, Tony llamó a Jack Harriman, que había redactado el testamento de Laura. Era idéntico al suyo: cada uno se lo dejaba todo al otro. No había mucho que interesase a un abogado: ropa y zapatos, cacerolas y cuchillos de cocina, pinturas, lienzos, caballete. Eludió las condolencias de Harriman.
—Sólo quiero saber qué hacer. Si tenemos que cerrar la casa.
Todo lo que había en su maleta estaba húmedo, de manera que tendió a secar su ropa sobre la segunda cama de la habitación. A la mañana siguiente, desayunó temprano y pagó la cuenta. Marcharse sin hablar con nadie hizo que se sintiese raro, de modo que llamó a la comisaría y se despidió del teniente Andes.
El coche funcionaba bastante bien y él no se había olvidado de conducir. Puso rumbo a la interestatal, consciente de estar solo en el automóvil. En el maletero iban las dos anegadas maletas de Laura y Helen, como otros dos cadáveres. Remordimientos por dejar atrás a su esposa y a su hija, un sentimiento de deserción. No es así: «ellas vendrán después», por avión o por tierra, no lo sabe. El día prometía ser caluroso: cielo despejado, serranías boscosas y valles difuminados, incorpóreos, tenues y transparentes. Conducía deprisa pero alerta. «Estoy sometido a una tensión inusual. Debo poner atención a mi atención y conducir con cuidado», se dijo, y condujo con cuidado.
La malvada interestatal había recobrado su inocencia. Ahora era una amplia y ajetreada pista blanca llena de camiones y coches que aceleraban intentando pasar. No trató de localizar el lugar donde los habían obligado a detenerse, que pronto quedó atrás. Observaba a los ocupantes de los otros coches. Familias, parejas, hombres solos, viajantes. «No he quedado traumatizado como para no poder conducir por la interestatal. Lo que me ha ocurrido es algo excepcional, un caso entre un millón. Aquí la mayoría de los conductores son gente normal y corriente, y si tuviera que detenerme y pedir auxilio, no correría peligro. No tengo miedo de los coches que me adelantan, porque sé que, sencillamente, van más rápido que yo, lo mismo que yo voy más rápido que otros».
Se esforzaba para que sus agitados pensamientos no interfiriesen en su atención. El espacio vacío en el coche, los lugares por donde habían pasado hacía sólo tres días. Descendió las montañas boscosas para entrar en Ohio, el cielo siempre claro y los lejanos sembrados vagamente visibles a través del aire denso. Paró de vez en cuando para tomar café, repostar y comer, con cuidado de no hacerlo donde se había detenido con su familia.
Tenía la mente ocupada. Sobre las torres de alta tensión que se sucedían atravesando el campo hasta el neblinoso horizonte, vio impresa la curva de una carretera en la noche, con el hombre barbudo llamado Lou, y vio su coche estacionado en el apartadero mientras éste le decía que continuase: «No es el tuyo: el tuyo tiene cuatro puertas», y él sabía por las huellas dactilares de Laura en el barrote de la cama que ella y Helen estaban allí en aquel momento, en la caravana entre los árboles, tras la ventana tenuemente iluminada, a merced de dos hombres llamados Ray y el Turco.
Lo repasó todo de nuevo, mientras sin darse cuenta iba adelantando camiones y excediendo el límite de velocidad. Tenían que haber estado allí. Probablemente se encontraban cerca de la puerta, Ray sujetando del brazo a Laura y a Helen, que miraba alrededor buscando la forma de soltarse. Laura habría dicho: «Déjennos ir, no pueden hacernos esto». En aquel momento tal vez oyeron acercarse el otro coche, con una oleada de esperanza que se diluyó cuando éste pasó de largo; aquella cortina arrugada y desteñida que cubría la ventana, con su estampado de hojas y capullos de rosa, colocada allí por la esposa del cazador, le ocultaba la escena a la noche.
Después se obligó a continuar con el momento siguiente, preguntándose qué les habría sucedido, si Ray habría acercado una navaja a la garganta de Helen para obligar a su madre a desnudarse o si habría sacado una pistola, aunque Tony no había visto ninguna. «Ambas fueron violadas», había dicho el teniente. Había una cama junto a la cortina floreada, y la cama tenía barrotes para que Laura se aferrase a uno con todas sus fuerzas mientras tiraba hacia arriba al tiempo que alguien empujaba hacia abajo. Gritando, resistiéndose. Hombres violentos: sus dedos como garras hundiéndose en los tiernos hombros de su esposa y su hija, forzándolas a tenderse aterrorizadas sobre un colchón desnudo de muelles inclementes, insuflando odio en el cálido amor que Tony tan bien conocía y en el truncado futuro de su hija.
Mientras se internaba en el caliente resplandor de un sol vespertino escasamente definido, deseó no saber cómo habían muerto: sería más llevadero ignorarlo, como todos los demás espacios en blanco en la historia del mundo. Pero lo sabía. No se trataba de anónimas víctimas del mundo, sino de Laura y Helen: un golpe en el cráneo, estrangulamiento. Lo cual hacía imposible dejar de recapitular. Ray y el Turco (y también Lou, probablemente, que habría ido a la caravana después de abandonar a Tony en el bosque) descargando el martillo y aplastando contra la pared el pequeño cuerpo que se resistía. «Maldita sea, he dicho que te calles».
Al anochecer llegó a casa. Se calmó cuando vio que se alzaba tan serena como una representación de la vida. El roble en el jardín del frente, el talud lateral con las matas de lilas y, arriba, la vivienda del señor Husserl. Se preparó otra vez para la desagradable sensación que le produciría abrir la puerta, entrar y encontrar la casa vacía. La cocina limpia como la habían dejado, el salón en penumbra antes de encender la luz, los dos cuadros de Laura en la pared. Sabía que iba a ser duro, era de esperar. Entró las maletas y las bolsas empapadas, las subió a la habitación de Helen, las dejó caer en el suelo. Al cabo de un rato, encendió las luces.
Sonó el teléfono.
—Ya estás en casa.
—Sí.
—Lo he leído en el periódico.
—¿Sí? ¿Quién es?
—¿Has llegado bien?
—Sí. ¿Quién es?
Colgaron.
Miró en la nevera. Iba a necesitar leche, zumo y pan para el desayuno. No quería salir esa noche, no quería que nadie lo viese. «Olvídalo».
Volvió a sonar el teléfono. Lisa McGregor, del Tribune, para pedir una entrevista. Bajó las persianas. Se sentó en el salón, frente a la silla vacía de Laura, sin saber qué hacer. Subió a la planta superior y metió su ropa, todavía húmeda, en una bolsa para la colada. Se desvistió, pasó un rato en el cuarto de baño y fue a tientas hasta la cama, en medio de la oscuridad. Le parecía hallarse en un sendero estrecho y, allá donde fuese, la tangible ausencia lo rodeaba.
El siguiente día fue deliberadamente ajetreado. Fue a desayunar a la cafetería de Jake, confiando en que nadie lo reconociese. Llamó a Bill Furman y mantuvo con él una larga conversación, lo que lo hizo sentirse de vuelta en el mundo civilizado. Delegó en Bill la responsabilidad de organizar el funeral y difundir la noticia. Mientras hablaba se fijó en una colorida furgoneta estacionada delante de la casa, a la sombra del roble. Era del canal de televisión local. Una joven elegantemente vestida con traje sastre se acercó por el sendero de acceso, seguida por dos hombres que cargaban con el equipo. Quería una declaración.
—¿Está usted a favor de la pena de muerte? —preguntó.
—No deseo responder a esa pregunta en este momento.
Más tarde fue al cementerio de Lot Hill. El señor Camel le mostró un trozo de terreno sobre una pendiente que daba a la cerca posterior y a una hilera de patios traseros. Se detuvo en la sección de monumentos: piedra compacta y dura, granito. Iba sumando costes con tono indiferente. De nuevo en casa, barrió la planta baja y metió su ropa en la lavadora. Sábanas y toallas limpias para su hermano en la habitación de huéspedes, y para su hermana en el dormitorio de Helen, mientras pensaba: «Esto es un acto civilizado. Estoy haciendo cosas que nunca he hecho, y eso es bueno para mí». En el aeropuerto recibió a Paula, que lo abrazó entre lágrimas, y ambos se quedaron a esperar el avión de Alex. Esa noche, en la casa, los tres hijos de los mismos padres se reunieron después de permanecer mucho tiempo separados, como consecuencia de la vida adulta, y no pudieron evitar sentirse extraños. De todos modos, la presencia humana en la casa, la charla en la cocina, significaban un cambio. El futuro se presentaba como un animal salvaje recién nacido al que la conversación domesticaba. ¿Qué clase de vida iba a llevar Tony en adelante? ¿Debía conservar la casa? ¿Hasta dónde era capaz de valerse por sí mismo? Paula hizo planes, compró vituallas, se entrevistó con la señora Fleischer. Hubo copas y luego cena, preparada por Paula, y muchos recuerdos y nostalgia. Convinieron en que, después de que Tony visitase a Paula en Cape Cod, ella regresaría en septiembre y lo ayudaría con los arreglos que hubiese que hacer. Él iría a casa de Alex en Chicago para el Día de Acción de Gracias y por Navidad se reuniría nuevamente con Paula, en Winchester.
Se sentó en la primera fila de la iglesia unitaria, entre Paula y Alex, aislado, mientras la luz del sol entraba a raudales por las vidrieras. Un lago en el que se hundían los recuerdos brutales y cesaba el movimiento violento. Luz de sol, música y voces contenidas. Delante, dos extrañas formas oblongas, una al lado de la otra, cubiertas con una tela blanca. Tony Hastings vagamente consciente de que la iglesia estaba llena de gente, de gente ávida de mirarlo. Colegas. Amigos de Laura: no estaba seguro de conocerlos. Estudiantes de instituto, amigos de Helen. Después, las despedidas, estrechar manos. Personas a las que conocía y personas desconocidas lo abrazaban entre lágrimas. La marea lo invadió, y él también se echó a llorar.
A la mañana siguiente, Paula y él cerraron la casa y partieron hacia Cape Cod. Después de despegar, el avión sobrevoló la ciudad. El aire era límpido, las calles y las manzanas nítidamente distinguibles. Tony buscó el pequeño rectángulo verde de Lot Hill, pero la cápsula en que se hallaba se elevaba cada vez más, y quizá no fuera Lot Hill después de todo. El suelo se movía y no habría sabido decirlo. Al cabo de unos minutos, blancas nubes de algodón y el mundo entero semejante a un mar.
Ray le recriminó a Lou: «Capullo hijoputa, lo has dejado escapar; ahora hablará», y Lou replicó: «¿Cómo iba a saberlo?». Ray le había dicho: «Eh, tío, tu mujer te llama», y Paula: «Lo pasaremos bien en la playa, ¿no te parece?».
Economía de escritor: utilizar lo que uno sabe. Tony vive en Cincinnati, como Edward. Eso hace que Susan experimente la extraña sensación de saber algo que no debería. No importa. Ya está bien por esta noche, Edward, viejo amigo. ¿Qué se puede decir? Esta novela la tiene atrapada, eso puede afirmarlo sin lugar a dudas. La lenta y prolongada inmersión en la noche de la infamia y Tony intentando fortalecerse siendo civilizado. La noción de que ser civilizado esconde una gran debilidad. Ante esa angustia o ironía latente, ante ésa tensa y fría superficie, ella no sabría decir si la tristeza que refleja la historia es propia de ésta o fruto de su imaginación. La ironía la hace pensar en Edward, lo cual interfiere en la tristeza, pues la ironía de Edward siempre le provocaba desasosiego.
Coloca el manuscrito en la caja, e incluso ese acto es una especie de violencia, como meter los ataúdes en la tierra: imágenes del libro trasladadas a su propia casa. Miedo y pesar. El miedo es espejo del temor con que empezó. Entonces tuvo miedo de introducirse en el mundo de la novela: no fuera a olvidar la realidad. Ahora, al dejarla, tiene miedo de no ser capaz de volver. La historia ha tejido alrededor de su silla una suerte de telaraña. Para salir tiene que abrir un agujero que se agrandará poco a poco, y para cuando ella vuelva la telaraña habrá desaparecido.
Una vez que ha dejado el manuscrito, que ha ido del salón a la cocina y luego a la planta superior, Tony se asienta en sus páginas. Susan recuerda, como si hubiera sido hace mucho tiempo, siglos, el vago miedo que había sentido por la lejanía de Arnold, pero eso ahora parece remoto, como el mismo Arnold. Su mente la ocupa Edward. Revive cosas de la infancia. Cuando se sentaban los dos en el porche mirando el acantilado del otro lado del río mientras los demás chicos jugaban al escondite, y ellos hablaban de cosas sin importancia, como hermanos. Y después… ¿qué?
Él se fue a la universidad. Y volvió a encontrarse con ella años después, en los cursos de posgrado. «Pero ¡si habéis sido novios desde niños!», exclamaba su madre, ignorando la realidad.
Entonces, ¿qué salió mal? Su madre lo preguntaba siempre, sin preguntar. ¿Se debió a que apareció Arnold, nada más que a eso? Pero debió de pasar algo malo con Edward, pues nadie acaba de creerse que Susan Morrow sencillamente lo cambiara por un modelo mejor. ¿Qué error cometió Edward?
La explicación oficial dice que nunca hubo más que una cosa mala en Edward: su personalidad. Después de superadas todas las ofensas, quedaba su personalidad. Sólo los más íntimos lo sabían, porque en apariencia era impecable: responsable, considerado, digno de confianza. Tímido. Modesto. Encantador. Pero tienes que vivir con él día y noche: es entonces cuando lo encuentras insoportable.
Edward era quisquilloso. Estirado. Era remilgado. Fruncía los labios. Daba golpecitos en el suelo con el pie. Le decía al policía de tráfico: «¿Puedo saber cuál es el problema, agente?». Se negaba a ver la televisión por la noche. En una ocasión, cuando tenían quince años, en Maine, iban en el bote —la gran mansión se alzaba en la costa—, estaban allí sin hacer nada, no iban a ningún sitio concreto, y él le pidió que no metiera la mano en el agua. Nadie remaba, iban al ralentí, pero él de todas maneras le pidió que no metiera la mano en el agua. Fue así desde el principio y era probable que hubiese nacido así. ¿No es verdad, Stephanie?
Ojalá no hubiera pensado en eso. No quería pensar en los labios fruncidos de Edward mientras intentaba ser objetiva con su novela.