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Susan Morrow lee hasta que llega a un punto y aparte. Las has matado, Edward, piensa, has seguido adelante y lo has hecho. La mera idea le resultaba insoportable. Compartía la estupefacción de Tony, como si no lo hubiera visto venir. Un crimen horriblemente triste, aunque sepa que se habría sentido decepcionada si después de haber llevado las cosas tan lejos éste no se hubiese producido. Pobre Tony, hasta qué punto el placer de ella depende de la desventura de él. Susan tiene cierta noción de que el dolor que la escena revela, encarnado en Tony, es en realidad el suyo, lo cual resulta alarmante. Su propio dolor, antiguo o nuevo, pasado o futuro, no sabría decirlo. Que no esté claro tiene que ver con que ella sabe que su dolor, a diferencia del de Tony, no está aquí, sino en otra parte, y su ausencia, vívidamente experimentada, es lo que infunde emoción al momento. Como no está segura de lo que quiere decir con esto, acude a la apreciación crítica. Aprecia la narrativa, los detalles del descubrimiento, la irracionalidad generalizada, la negación de lo obvio: eso es lo que aprecia. Luego podrá criticar si objeta la victimización de las mujeres, por ejemplo, pero todavía no, primero acepta, aprecia, por horrible que sea.

Página siguiente: SEGUNDA PARTE, sobre una hoja blanca. De modo que ha sido una primera parte lo que hemos estado leyendo, para darle forma a Tony, como quien pone algo en un molde. Y ahora, ¿qué sigue? Sea lo que sea, resultará diferente, lo que supone un riesgo para Edward, como empezar de nuevo. Por esa razón, le desea buena suerte.

Susan Morrow tenía la intención de hacer un alto aquí, pero le fue imposible. Además, todavía hay alguien en la ducha. Tiene que echarle un vistazo a la segunda parte.

Animales nocturnos 10

La palabra que resonaba en la cabeza de Tony Hastings era «¡No!», una negación violentamente esgrimida contra el hecho para el que su mente lo había preparado. Lo acompañaron de vuelta al coche, sosteniéndolo del brazo como a un anciano. Ocupó el asiento trasero, dejó la puerta abierta, mirando hacia atrás. Oía la radio, voces estridentes, y al conductor que hablaba por el micro dando un informe que no logró entender. Miraba los matorrales, las prendas esparcidas sobre las ramas. Miraba lo que había bajo los matorrales, que no cambiaba: cada vez que miraba era lo mismo, como los árboles. Los saltamontes zumbaban en la hierba alta, y un papamoscas echaba a volar con un silbido en el aire quieto. Apartó la vista; miró al policía inclinado en el asiento delantero hablando por la radio, las copas de los árboles en el borde del claro y en una de ellas un nido de halcón, y volvió a mirar el matorral y las vio otra vez, colocadas, quietas: una fotografía.

No había más que «¡No!, ¡no!», su negativa a seguir el paso del tiempo entre estas dos palabras. Fin del futuro. Cada momento separado de los demás, el tiempo que se aparta sin que participemos de él. Ningún pensamiento, excepto «No». «Lo siento —dijo alguien—, no podemos tocarlas, no podemos mover nada hasta que vengan los otros». La espera sin preguntarse qué estaban esperando ni notar cuánto tiempo llevaban haciéndolo; sólo mirando de vez en cuando la escena en el matorral, la misma cada vez que miraba. Ambos policías recorrían el claro mirando el suelo, tanteando delicadamente la maleza, yendo y viniendo del coche. Más tarde, Tony no recordaría si también él había estado dando vueltas por el claro.

Los coches llegaron como si no hubiera habido espera alguna, sus luces parpadeantes en el bosque a mediodía, y los hombres se apearon e irrumpieron en el claro para tomar medidas y fotos. Se alinearon de espaldas a él, bloqueándole la visión, dando voces, y él recordaba haber pensado: «Son mías: mi Laura, mi Helen». Los vio manipular torpemente unas bolsas grises, y cuando pudo mirar de nuevo las prendas ya no estaban allí, y ellas tampoco.

Vio aquel envoltorio, aquella crisálida que sacaban en una camilla de entre las ramas quebradas. Después vio el otro. Tendidas una al lado de la otra, no sabía cuál era cuál. Creyó saberlo, pero se dio cuenta de que no, y no había forma de averiguarlo, excepto preguntando a alguien, que podía equivocarse. Se dijo que tenía que saberlo, su Laura y su Helen, el impacto de ese pensamiento hizo que algo se soltase en su garganta y desbordara por sus mejillas como si fuese una criatura.

—Venga, yo lo llevaré —dijo un policía joven.

—¿Adónde? —preguntó, buscando al teniente, al conductor, a alguien conocido.

—Al motel.

—¿Qué voy a hacer allí?

Bobby Andes estaba leyendo sus notas, grabándolas en un casete. Vio a Tony.

—Puede irse con George, señor Hastings —dijo—. Hablaré con usted por la tarde.

Tony recompuso el mundo exterior.

—¿Estará disponible mi coche?

—Mañana. Primero quiero examinarlo.

—¿Puedo recuperar mi maleta?

—George se la llevará —respondió Bobby Andes. Y volviéndose hacia el agente, agregó—: Dile a Max que necesita sus efectos personales.

* * *

El hombre a quien Bobby Andes había llamado George lo condujo de regreso (el largo viaje que realizó para salir del bosque fue como una cuchillada en su mente) por las carreteras comarcales hasta su motel, frente a la comisaría. Tony Hastings recordaría más adelante a aquel hombre, vagamente, como a un rubio jugador de futbol americano de instituto con uniforme de policía. No hablaron durante el trayecto. Tony miraba fijamente los sucesivos bosques, que semejaban un telón de fondo para sus pensamientos difusos. Más adelante recordaría cómo se desplegaban esos pensamientos sobre los grandes troncos, las ramas caídas, los afloramientos rocosos, junto con las voces de la radio del coche patrulla. La palabra «No». No sabía qué pensaba, solamente que acababa de ocurrirle lo peor y que el mundo se había acabado. Tampoco qué sentía, en el caso de que sintiese algo. Fatiga y somnolencia. No sabía qué debía hacer. Supuso que no tenía objeto ir a Maine. Por supuesto que no tenía objeto: ¿en qué estaba pensando? ¿Qué iba a hacer en agosto y el resto del verano? ¿Qué iba a hacer con el coche? ¿Y qué cuando el policía lo dejase en el motel? Se preguntó si sus emociones requerían que se saltara la comida, pero tenía hambre, sin importar cuáles fuesen aquellas emociones, lo que en cualquier caso ignoraba. Se preguntó dónde podría comer y cómo resultaría. Se preguntó qué hacer por la tarde, y esperó con ansiedad la entrevista con Bobby Andes, que al menos significaría algo que hacer. Después tocaría pensar en la cena. Y tras la cena, la noche.

Sabía que su pérdida era enorme, aunque no sintiera su peso, y que debía comunicárselo a alguien. Por supuesto que debía hacerlo: era lo que le correspondía como deudo. Deudo. Pensó en sus amigos y no supo a quién decírselo; qué íntimos se reunirían con él en su hora de aflicción. No pudo pensar en nadie que deseara reunirse con él, pero a alguien había que informar del suceso. ¿A quién? Probablemente a su hermana y a su hermano. Desde luego que a sus hermanos. Se alegró de acordarse de su hermana. En cuanto a su hermano, no estaba tan seguro. Pero cuando pensó en qué decirle a ella, sintió que no quería darle la noticia, no quería enfrentarse a la conmoción que a ella le causaría, no quería escucharla.

La idea del dolor lo hizo recordar aquellas crisálidas, «¿Cuál era cuál?», y el recuerdo liberó nuevamente sus lágrimas.

—¿Sería posible que alguien telefonease a mi hermana para comunicárselo —preguntó—, darle mi número para que pueda llamarme?

El semblante de George dio a entender que no entendía por qué, si Tony quería hablar con su hermana, no la llamaba él mismo. Pero ésa fue la expresión de su rostro. Lo que dijo fue:

—Supongo que sí, claro.

Cogió el número que Tony había escrito en un trozo de papel que arrancó de su libreta.

Sin embargo, Tony empezaba a preguntarse si no habría cometido un error: la posibilidad de que, desquiciado como estaba y esperando lo peor, no hubiera tenido suficiente cuidado al identificarlas y hubiese llegado a una conclusión precipitada. Se daba cuenta de que había mirado una sola vez, y apenas lo suficiente para ver lo que había esperado ver. La posibilidad del error crecía como un manantial. Prueba con George.

—Me temo que no estoy completamente seguro de mi identificación.

A George le costó un minuto entenderlo.

—¿Cómo? —dijo al cabo con tono de fastidio, lo que hizo que Tony se sintiera incómodo—. De todas formas, tendrá que hacerlo otra vez en el depósito.

En el motel, antes de irse, George preguntó:

—¿Quiere cancelar esa llamada a su hermana?

—¿Para qué?

—Hasta que esté seguro.

Aunque ya sabía que aquélla era una esperanza fútil, la mínima posibilidad de haber cometido un error, de que su hermana pudiera recibir una noticia falsa que él más tarde tendría que negar, lo dejó paralizado. No supo qué decir. El policía esperaba.

—No… Sí… No.

—¿En qué quedamos?

Espera, luego cede.

—Adelante, avísenla.

—¿Seguro?

—Sí.

Por la tarde se quedó dormido, vestido, en la cama del motel. Después, un policía pasó a recogerlo y lo llevó al depósito a identificar nuevamente los cadáveres. Cadáveres. Se encontraban en una estancia fría, con azulejos blancos en las paredes. Ambas en sendas mesas. El hombre levantó la sábana para descubrir la cabeza. O eran bustos de cera, grises y verdes, o eran sus seres queridos. Laura retratada con una sonrisa entre irónica y airada y Helen con un mohín en los labios que podría haber sido juguetón pero no lo era. Ninguna duda.

Lo llevaron de nuevo a la comisaría, donde lo esperaba Bobby Andes.

—Tenemos noticias —dijo—. Nos informan de Topping que anoche alguien fue víctima de un ataque similar al que sufrieron ustedes.

—Probablemente se tratara de los mismos sujetos.

—Hay una matrícula. —Tony Hastings lo miró—. Lamentablemente —añadió el teniente—, la robaron de un coche del desguace.

De pronto, Tony Hastings comprendió que Bobby Andes quería apresar a aquellos tres individuos. Para él ése sería, por lógica, el paso siguiente.

El teniente se disculpó.

—Si no le importa —dijo—, querríamos también sus huellas dactilares.

—¿Las mías?

—No es por nada. Encontramos algunas en el maletero de su coche, que no estaba sumergido del todo.

Eso parecía alegrarlo. Le pidió a Tony que repasara nuevamente su historia. El acoso en la autopista, la detención en el arcén y el neumático deshinchado, la separación de la familia, el trayecto por el bosque, la salida de éste, todo. Andes se mostró comprensivo, meneaba una y otra vez la cabeza, y su comprensión se trocó en ira mientras hablaban.

—Cabrones —masculló—. Hijos de puta. —Dejó caer la pluma y se reclinó en la silla—. Toda su familia, nada menos. ¿Se imagina?

Tony Hastings no tenía que imaginárselo. Estaba agradecido por la consideración y buena voluntad del teniente, aunque lo sorprendían, y no sabía qué hacer con la ira.

—Bestias —prosiguió Andes—. Yo tenía esposa y un hijo. Ella se divorció de mí. Pero da igual. —Hizo el gesto de retorcer un cuello con las manos. Tenía manchas rojas en la cara—. Los cogeremos. Cuente conmigo. —Dio una palmada seca.

«Aprecio su buena voluntad —pensó Tony—, pero ¿de qué puede servir?».

El teniente adoptó un aire oficial.

—Me gustaría que se quedase hasta mañana por la tarde —dijo—. Tenemos una autorización judicial para revisar la caravana, y vamos a examinar su coche en busca de pruebas. Podríamos necesitarlo.

—De acuerdo.

—Haremos un llamamiento por televisión por si hubiera testigos, como el viejo de la furgoneta.

—¿Qué podría hacer él?

—Prestar testimonio, si no está demasiado asustado. Quién sabe lo que ha visto. ¿Podrá arreglárselas esta noche?

—Creo que sí.

—¿Tiene dónde comer?

—En el motel, supongo.

—¿Le gusta la comida italiana? Pruebe en Giulio’s.

—Gracias.

—Ah, Hawks quiere saber si va a disponer usted algo. Me refiero a las gestiones, el funeral. Ya sabe.

«Ya sabe». Tony Hastings no sabía. El funeral.

—¿Tengo que ocuparme de eso?

—Tómese su tiempo, no hay prisa.

—No conozco ninguna funeraria.

—Podrían celebrar el funeral aquí y después trasladarlas. Puedo recomendarle a alguien.

«Trasladarlas».

Cogió un taxi hasta Giulio’s y tomó una cena italiana, precedida por un trago. La bebida le recordó su soledad, y la comida era buena, lo cual empeoraba la cosa. Compró unas revistas para pasar la noche y regresó al motel.

Recibió una llamada de Paula, su hermana. Estaba conmocionada. «Ay, Tony, ¡qué espanto!». Cuando la oyó exclamar «qué espanto», una vieja costumbre estuvo a punto de hacerle decir: «No es para tanto». Se contuvo a tiempo. Su hermana le propuso que se reuniera enseguida con ella y se instalara en Cape Cod. Tony respondió que primero tenía que ocuparse de las gestiones. Las gestiones. Ella dijo que asistiría al funeral. Después, debía acompañarla a Cape Cod. El funeral. Le dio las gracias. Ella quiso saber cómo pensaba irse a casa. Contestó que conduciendo su coche, en cuanto se lo devolviesen. El funeral.

—¿Conducir en un momento como éste? ¿Te parece prudente?

Él reflexionó al respecto.

—Estoy bien. No te preocupes.

No quería que hiciera solo un viaje tan largo. Tuvo una idea. Enviaría a Merton al día siguiente para que lo acompañase en el viaje de regreso. Lo haría ella misma, si no fuese por algo que tenía que hacer.

No: no necesitaba a Merton. No necesitaba a nadie. Se encontraba perfectamente, podía conducir solo. Su hermana no tenía de qué preocuparse.

—Bueno, si estás seguro… —Se verían en el funeral. Iría en avión y pasaría a recogerlo. Después podían hacer juntos el vuelo de regreso a Cape Cod.

El funeral. Ella prometió llamar a su hermano, Alex, que vivía en Chicago, así como a alguien que vivía en Cincinnati para que avisase a quien hubiera que avisar.

—Nos vemos el jueves —añadió.

Notificado. Pasó el resto del tiempo en el motel, leyendo revistas, y cuando fue hora de dormir, se durmió.

Al día siguiente, por la tarde, Tony Hastings recogió su coche en la comisaría. Lo habían secado y limpiado. Estaba lleno de recuerdos, pero eso no importaba. Bobby Andes tenía más noticias.

—Sabemos la causa de la muerte.

Tony se sentó, expectante. Andes habló sin mirarlo:

—Su esposa presenta fractura de cráneo. Al parecer la golpearon con un martillo o un bate de béisbol. Sólo una vez, o quizá dos. Su hija lo pasó peor. La estrangularon.

Esperó a que Tony lo asimilara; había más.

—También tenía un brazo roto.

—¿Significa que se resistió?

—Eso parece —respondió Andes, mirándolo—. Otra cosa —añadió. Tony aguardó—. Ambas fueron violadas. —Hizo que sonara como la peor noticia hasta el momento, aunque a Tony no lo sorprendió oírla.

Al teniente, en cambio, sí lo había sorprendido. Luego, se animó un poco.

—Le diré una cosa: tenía usted razón sobre la caravana.

—¿A qué se refiere?

—Esos tipos las llevaron allí, como usted dijo.

—¿Cómo lo sabe?

—Un martillo.

—Encontramos huellas dactilares de su esposa en un barrote de la cama.

Como si se tratara de una buena noticia.

—Oh, Dios mío. ¿Y Helen?

—Las de ella no; sólo las de su esposa.

—¿De quién es la caravana?

«Violadas».

—Ah, sí. —Bobby Andes conocía bien su oficio—. Libre de sospecha. Vive en Poleville; la utiliza para la temporada de caza. Forzaron la puerta. Alguien ha estado viviendo en ella.

La noticia era oscura y fría: Laura y Helen en la caravana.

—Joder —murmuró Tony.

«Se resistió».

—Tenemos también otras huellas.

—¿Dónde?

—En la caravana, un par. Le diré otra cosa. Las huellas que encontramos en el coche no coinciden.

—Bien —asintió Tony. ¿Bien? ¿Por qué había dicho eso?—. ¿Las han cotejado con las de la caravana? —Tony Hastings detective. ¿Para qué?

—Es muy pronto. Lleva tiempo, señor Hastings. Tendremos que comparar las huellas de la caravana con las del dueño, ver si podemos diferenciarlas. Pero soy optimista. El dueño no ha estado allí desde el otoño. Pinta bien.

—Supongo que sí. —Tony Hastings, cortés pero renuente a admitir que algo pudiera pintar bien. Era demasiado tarde para eso.

—Hemos mandado comprobarlas. Tendrá noticias mías.

Bobby Andes se mostraba complacido. Tony pensaba que era demasiado tarde para todo. Pasó un tiempo antes de que comprendiese que para las mentes policiales él mismo podría haber necesitado quedar limpio de toda sospecha por aquellas huellas desconocidas encontradas en la caravana.