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Arriba, sonido de agua que corre: Dorothy está tomando una ducha. Susan Morrow pasa ansiosamente las páginas, tratando de no ver las palabras, poco después lee: SEGUNDA PARTE. Qué historia más triste, piensa. Tristeza de las noticias que vendrán, que todos esperan aunque nadie las mencione. Se pregunta si Edward habrá dejado a propósito algún cabo suelto que abra la posibilidad de un final distinto, pero no se le ocurre ninguno. A pesar de la tristeza, experimenta cierta energía, y no sabe si es producto de su propia química interna o proviene de la novela. ¿Edward emocionado, disfrutando de su obra? Le gusta imaginar a Edward disfrutando de su obra: la hace sonrojarse. Aguarda el horrible descubrimiento que su espíritu deplora, lo espera con avidez.

Animales nocturnos 9

Por qué Tony Hastings temía ascender de nuevo por aquel camino de montaña. No había ningún motivo, y por lo tanto ningún temor. Un residuo irracional de la noche. Ningún motivo para temer nada: estaba cómodamente instalado en el asiento trasero del coche patrulla con dos policías (representantes de la civilización que había vuelto a acogerlo) enteramente dedicados a él, a ayudarlo a recuperar lo que había perdido.

Una carretera de reciente construcción, con coches, que ascendía por la sierra boscosa. En la cima había una tienda de curiosidades: banderines y búhos tallados en madera. Motivos para temer. Ninguno. Sencillamente estaban descartando posibilidades. Motivos para la esperanza, en realidad: si Laura y Helen habían estado en aquel coche, si las habían abandonado allí como lo habían abandonado a él en el bosque, si la intención era que los tres se encontrasen allí. Pero, en tal caso, a esas alturas ya deberían haber llegado a algún sitio. Ése era el problema que ofrecía aquella idea. A menos que hubieran resuelto echarse a dormir y aguardar la mañana. Pero aun así, siendo ya casi mediodía, habrían llegado a alguna parte.

Mientras seguían adelante, Bobby Andes empezó a formularle preguntas amistosas sobre su vida. Su trabajo. La casita en Maine. La felicidad de su matrimonio. El hijo único de Bobby Andes. El teniente tenía un solo hijo, pero no porque quisiera. «O sea, no nos hemos propuesto no tener otro hijo. ¿Y ustedes?».

El coche se detuvo en un tramo recto en el que la calzada quedaba por encima del nivel del bosque. Tony no lo había reconocido porque se acercaron desde la dirección opuesta. Ignoraba cómo habían dado la vuelta para ir por el otro lado: ésa sería la dirección que Ray y el Turco habían tomado después de intentar atropellarlo.

El motivo por el que temía entrar en el bosque le atenazó la garganta. Entretanto, el conductor hacía girar el coche y cruzaba dando tumbos la cuneta, dejando atrás la cancela rota para internarse entre los árboles. El motivo era lo avanzado de la hora. Tras circular toda la mañana el sol se aproximaba al mediodía: demasiado tarde para encontrar a Laura y a Helen saliendo de allí a pie.

Puesto que era demasiado tarde, no había motivo para internarse en el bosque.

—Sólo quiero ver qué tienen aquí —dijo Bobby Andes.

—Yo no vi nada más que árboles.

—Era de noche.

—¿Cree que pueden tener una destilería clandestina?

Andes rió.

—Quizá haya una casa.

—A mí me llevaron hasta el final del camino, creo. Me parece que no hay nada.

Tony no creía que hubiese una casa, ni que el teniente esperase encontrar algo así. La senda era estrecha, giraba bruscamente para esquivar rocas y árboles, el coche daba brincos y se bamboleaba. «¡Joder!», exclamó Bobby Andes. El bosque era difuso, no muy compacto, con abundante maleza y ramas caídas. Los árboles crecían en torno a pedruscos y afloramientos rocosos. Tony Hastings no podía relacionar lo que veía con nada que recordase, ni yendo en el coche con los faros encendidos ni saliendo en medio de la oscuridad guiado por sus pupilas dilatadas para distinguir algo entre las sombras. Buscó la roca detrás de la cual se había ocultado mientras Ray y el Turco se marchaban. Vio varias que podían haber servido, pero ninguna como la que recordaba.

El motivo de que Tony tuviera miedo de entrar en el bosque era la credibilidad que concedía a lo que imaginaba. Que el teniente creyera que debía buscarse por aquel camino. Para excluir, eliminar esa posibilidad. El acto de recorrer aquel camino agónico, la tensión —duplicada a cada minuto a causa del minuto adicional que requeriría salir de allí más tarde, haciendo el camino inverso— convertían en realidad lo que de otro modo habría sido simplemente un sueño fantasmagórico: lo transformaba en un hecho.

La pesadumbre que la noche anterior lo había conducido al borde del llanto se abatió de nuevo sobre él. Lo castigaba por su omisión cuando aquellos hombres lo llamaron, pues ahora estaba seguro de que su intención había sido que se reuniese con Laura y Helen. Vivas o muertas. Y si le había parecido sensato escapar a la muerte, qué estúpida sería esa sensatez si resultaba que las habían matado. Y cuánto peor si no había sido así y en aquel momento estaban en el coche, y había habido una última oportunidad.

Vio el puente de troncos y comprendió que la menor densidad de árboles que se advertía más adelante correspondía al claro del bosque. El corazón le dio un vuelco. Poco antes, mientras descendían por una leve cuesta hacia el puente y subían dando bandazos por la breve y pronunciada pendiente, había experimentado ya el profundo alivio de ver lo bastante como para saber que allí no había nada. El claro se abrió ante ellos; en realidad se trataba de un terreno cubierto de hierba en el que se advertían huellas recientes de neumáticos de coche describiendo círculos.

—Joder… —dijo el conductor.

—¡Mierda, maldita sea! —exclamó Bobby Andes.

Tony Hastings no sabía de qué se trataba: se sentía aliviado y decepcionado por no descubrir en el claro nada de lo que había esperado y temido, o lo que anhelaba ver. Observó que alguien había estado allí: el pañuelo rojo y el jersey oscuro y el par de vaqueros sobre las matas que crecían al otro lado del claro. Cuando Bobby Andes volvió la cabeza vio a la pareja de amantes desnudos bajo el matorral, dormidos.

—Calma, señor Hastings —dijo el teniente.

Tony se preguntó por qué estaban tan preocupados por él. Ya estaba fuera del coche, caminando rápidamente hacia donde yacían los amantes, y ambos policías iban tras él, corriendo, y alguien intentaba cogerlo de un brazo como si necesitara que lo contuviesen. Ése no era el problema. Él quería sencillamente desechar de una vez y para siempre la atroz suposición que estaban haciendo sus acompañantes y, sin importar que estuviesen desnudos, despertar a aquellos amantes, chico y chica según veía, para poder decirles a aquellos hombres quiénes no eran. Chico y chica, aunque todavía no estaba seguro de cuál era cuál: uno tumbado boca arriba, el otro cerca, boca abajo. Existía la posibilidad —comprendió a medida que se aproximaba— de que no estuviesen dormidos sino muertos, que alguien los hubiera asesinado. En tal caso, el asunto incumbía a sus acompañantes, los oficiales de policía, no a él.

No eran Laura y Helen, porque aquellos dos estaban desnudos y parecían niños dormidos, con los brazos y las piernas abiertos, o aturdidos, golpeados en la cabeza, en coma, o muertos. Caminaba deprisa, apartándose de Bobby Andes, que quería cogerlo de un brazo, porque deseaba asegurarse de que no se trataba de Laura y de Helen. No corría porque sabía que, desde luego, era imposible que lo fuesen.

Sólo que sí se trataba de Laura y de Helen. Ésa fue la razón de que se bajase del coche casi antes de que éste se detuviera; lo supo en el mismo instante en que vio a aquellos niños desnudos dormidos entre los arbustos. Sí, eran Laura y Helen, y eso explicaba que el coche hubiese vuelto la noche anterior y la lección de Ray y el Turco y Lou; lo supo antes de verlas, antes de ver el pañuelo en el matorral, antes de oír las exclamaciones de indignación de los dos policías. Lo sabía.

El pañuelo de Helen, el jersey y los pantalones de Laura. Iba deprisa porque aún no distinguía sus rostros. Parecían demasiado pequeños, apenas unos niños, y tampoco podía decir de qué sexo era cada uno, cuál era la chica y cuál el chico.

Estaban entre las ramas quebradas de los arbustos, como si hubieran chocado y caído allí, y no podía verles la cara: la grácil niña desnuda boca arriba con la cabeza vuelta hacia el otro lado, la persona mayor tumbada a su lado sobre el vientre, la cabeza hacia abajo oculta por los hombros, de forma que no se le veía el cabello, y las ramas le bloqueaban el paso.

—Calma, señor Hastings —le decían, reteniéndolo.

—Déjenme ver, déjenme ver.

El agente lo sujetaba mientras Bobby Andes apartaba las ramas y se abría paso hasta la chica. Se puso de rodillas y le levantó cuidadosamente la cabeza con una mano. Él vio el rostro de perfil, oblicuamente, no podía estar seguro. El teniente la soltó y pasó rápidamente sobre ella hacia la otra, la empujó por el hombro, intentó darle la vuelta, el cabello oscuro y espeso, como el de Laura, al levantarle el rostro.

Vio la boca de Laura entreabierta como si gritase, las mejillas, y los ojos desorbitados de dolor. Reconoció el grito, las mejillas y los ojos, reconoció el dolor, la inteligencia congelada, el lenguaje, los años. Allí estaba el teniente, también con los ojos desorbitados, mirándolo, sosteniendo aquella cabeza para que él la viese. Bobby Andes, un desconocido venido del mundo. Tony avanzó para mirar, por si quedaba alguna posibilidad, por si acaso no era demasiado tarde. Las ramas se enredaron en sus tobillos, perdió el equilibrio y se desplomó entre la maleza.

—¿Es su esposa?

—¿Está herida?

El rostro era blanco, los ojos miraban fijamente. Bobby Andes no contestó.