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Ella realiza sus tareas diarias, llevar a los niños al dentista, hacer la compra, arreglarlo todo para reunirse por la noche con Arnold en el aeropuerto O’Hare. Temerosa de lo que Arnold pueda traerle a casa —terrores posibles—, vuelca su pensamiento en Edward, que llegará al día siguiente. La crítica que él espera de ella, las preguntas que supone que le formulará, las que Susan ha postergado.

Preferiría dejar el libro donde estaba la noche anterior: actuando por su cuenta en los recónditos sótanos de su mente, pero elaborará una opinión para Edward: qué le ha gustado y qué no. Adjetivos. Preguntas que estructurarán su lectura ante respuestas tentativas. Para la pregunta de Edward: ¿«Qué le falta a mi novela»?, tiene una respuesta maliciosa.

Por la noche se reúne con Arnold en el aeropuerto O’Hare, procurando mostrarse feliz de verlo. Lo besa, lo coge del brazo, Arnold el Oso, el que siempre parece desorientado en los lugares públicos, con su barba que encanece, sus pobladas cejas, nervioso por su equipaje, abstraído en sus pensamientos. Preocupado. ¿Por qué? Susan lo ignora. Él no lo dice. Ella está a la expectativa de su indeseado regalo y retiene las urgentes preguntas que la están volviendo loca.

Lo lleva a casa por la concurrida carretera. Como si nada hubiera ocurrido, él habla de reuniones, de gente a la que ha visto, de las conferencias a las que ha asistido. Le cuenta la entrevista con los del Cedar Hall Institute, Cedar Hall, qué honor para él, si su madre hubiera vivido para verlo. Espera la invitación antes de una semana. Ella recuerda la promesa de discutirlo antes de tomar una decisión, pero él parece pensar que esa deliberación entre ambos ya ha tenido lugar. Si Susan le recuerda el asunto, dirá que creía que ya estaba resuelto. Ella teme que ese recordatorio traiga consigo más respuestas indeseadas.

Menciona en cambio la inminente visita de Edward. Describe la novela mientras va conduciendo, pero no sabría decir si Arnold la escucha. Habla en medio de las rachas de viento que zumban contra las ventanillas del coche; él permanece en silencio. Le comunica su propósito de invitar a Edward a cenar. Mañana por la noche. Puesto que Arnold tampoco oye eso, Susan se lo repite.

Discúlpame, responde, tendrás que arreglártelas sin mí. Mañana por la noche tengo trabajo.

Esa noche Susan Morrow hace el amor. Con su Arnold, de la forma en que suelen hacerlo al cabo de veinticinco años. No lo esperaba: la fatiga de él, su propia irritabilidad, lo que sea que la tiene absorbida. Un sentimiento de ultraje, lástima de sí misma, todos los sacrificios que ha hecho. El desinterés de él por sus experiencias, como la más reciente, esa novela de Edward, tan importante para ella como las experiencias de Nueva York puedan serlo para él; su indiferencia. De modo que Susan no se lo esperaba, y se encuentra a medio camino hacia la trampilla del sueño cuando él emplea sus prerrogativas posándole encima su garra de oso y haciéndola volver bruscamente.

Volver a un viejo mundo de cuerpos nocturnos, de sus pezones, su garganta, sus caderas y su abdomen, junto con el sudoroso torso de él, sus piernas y sobacos velludos, su barba. También el intercambio de lenguas y finalmente su vulnerable, impetuosa, rechoncha salchicha en las oscuras zonas húmedamente sensitivas bajo el arco pelviano de ella. Susan olvida sus resentimientos con un grito de alivio, aprobando su propia política de ser fiel y auténtica tanto en Chicago como en Washington, mientras todo lo demás desaparece, incluidos Edward y Marilyn Linwood. O no desaparece. Está pensando en ellos, preguntándose cómo disfrutarían el uno del otro, mientras Arnold se retira de ella. A continuación, él (¿quién?: Arnold, por supuesto) apoya la cabeza en el hombro de ella y gime:

Ay, perdóname, perdóname. Tranquilo, tranquilo, dice ella, como si fuese una madre, dándole palmaditas en la nuca, sin atreverse a preguntar qué quiere que le perdone.

Al día siguiente espera a Edward. En su tarjeta anuncia que se alojará en el Marriott, pero no hace referencia a un plan específico para reunirse. Susan espera que él llame para entonces invitarlo a cenar. Excitada y nerviosa, pasa toda la mañana y parte de la tarde esperando. Entretanto, la luz diurna disipa el rubor de la noche junto a Arnold. Como de costumbre. La desconsideración de éste hacia Edward le disgusta. La mortifica el dogma oficial que durante veinticinco años ha sostenido que Edward no tiene ninguna importancia. Desearía que Arnold leyese su novela. Lo desea como si la hubiera escrito ella misma. La idea toma cuerpo: que la novela capture a Arnold, que lo envíe a él también por el bosque con Tony, que sufra la estremecedora pérdida y el turbador descubrimiento, que sea esclavo de la imaginación de Edward durante tres días o lo que haga falta.

Pero Arnold diría: Ese tal Tony Hastings del libro de Edward, tu Tony Hastings, es un blandengue. Se trata del lenguaje de Arnold, de la forma en que él lo expresaría. Diría: Me doy cuenta de la calamidad que afecta a Tony, pero ¿qué le pasa a este hombre, que no es capaz de proteger a su familia ni de controlar a Ray, ni siquiera cuando tiene una pistola? Es justamente la clase de protagonista propio de tu Edward.

Esto la irrita, por más que sea ella quien lo inventa y lo pone en boca de Arnold. Desconfiando de los motivos de él al tiempo que los inventa, se imagina diciendo: Tú nunca permitirías que los compinches de Ray me llevasen con ellos, ¿verdad, Arnold? A ti no podría sucederte una cosa así, porque tú no lo permitirías: ¿es eso lo que quieres que crea, héroe mío? En el desprecio hacia Tony reconoce el intento de Arnold de afirmar su propia hombría, aunque ésta esté condicionada, subsumida en el recuerdo de las palmaditas en la nuca de la noche anterior, mientras ella le dice: «Tranquilo, tranquilo».

Sus pensamientos están llenos de rencor. Intenta corregirlo siendo justa. En justicia, también a ella la desazonó la falta de agallas de Tony, lo cual explica por qué puede inventarse la crítica de Arnold. No hagas eso, Tony, so tonto, diría ella. Pero ni por un instante ha pensado en quejarse a Edward, porque conoce su respuesta: eso es lo que se supone que él haría. Si ella lo comprende, Arnold también debería poder comprenderlo. Debería entender el dilema de Tony con respecto al arma. Respecto al hecho de tenerla y ser incapaz de emplearla: para Susan eso es la vida real, distinta de las películas, en las que la mera exhibición de un arma confiere a quien la porta poderes divinos. En esa situación, Susan habría sido tan incapaz de usarla como Tony. Debería alabar a Edward por eso, pero vacila, por si la idea contiene más de lo que puede anticipar: por si en esa imagen fugaz de Tony el Blandengue hay un reflejo magnificado de ella misma.

Arnold lo negaría. Quizá le aseguraría, con condescendencia: ¿Tony y tú, Susan? No existe la menor semejanza. Yo conozco a mi Susan. Si Ray y sus compinches atacaran a tus hijos, lucharías de una forma inimaginable para el mesurado Tony. Le saltarías al cuello, morderías, patearías, le meterías los dedos en los ojos. Nunca permitirías que un malnacido hiciera daño a los tuyos, al contrario de Tony. Lo sabes muy bien.

Cierto, Susan lo sabe. Ella también conoce a su Susan.