Susan Morrow vuelve al libro después de un día ajetreado. Limpieza, aspiradora, papel de embalar, trastos y juguetes en las habitaciones de los niños. Una hora pagando cuentas y otra al teléfono hablando con Maureen de todo menos de lo que ocupa su mente.
Dorothy y Henry se han ido a patinar con los Fowler. Está nevando, las carreteras podrían ser peligrosas al regreso. Rosie está viendo la televisión en el dormitorio: Mantén bajo el sonido, querida. Jeffrey en el diván: Fuera, minino, sabes que no debes. La nostalgia de pizza le escuece en los labios.
Susan abre la caja, deposita el manuscrito en la mesita baja y busca el punto de lectura. Coloca las páginas leídas boca abajo en la caja y apila sobre la mesa las que quedan por leer. El montón de éstas es más pequeño que el de aquéllas. Susan prevé el momento en que no habrá espacio suficiente para lo que debería ocurrir. Presiente la decepción del final que la espera, ya mecanografiado, en esa pila.
Se acomoda con las páginas en el regazo, tratando de recordar. Tony Hastings perdió a su familia a manos de unos asaltantes en mitad de la noche. Echa un vistazo a la última página leída y lo encuentra rompiéndole los dientes a Ray Marcus en la caravana. Recuerda su cólera e indignación. Antes de eso, Tony y el teniente Andes habían hecho subir a Ray en el coche con su uniforme de béisbol, y antes de eso Tony había identificado a Lou Bates tras fracasar en la identificación del Turco.
Que Edward haya escrito todo eso la hace sentirse avergonzada. Coge las páginas y se apresta a continuar.
Animales nocturnos 20
—Ray Marcus y Lou Bates serán juzgados en Grant Center en cuanto lo tengamos todo preparado. Deberá usted volver para asistir al juicio. Gorman, fiscal del distrito, llevará el caso. Para eso se necesitarán otros dos meses por lo menos.
Se presentará con actitud decidida en la audiencia, respondiendo a las preguntas de Gorman, mirando a los ojos a Ray, que lo mirará a su vez con su rostro tumefacto. «Te voy a empapelar, tío». Y un cuerno. Con actitud decidida ante abogados y jurados, la bandera americana en el rincón, y la prensa.
Se oyó cantar entre el estruendo del viento que se colaba por las ventanillas abiertas, mientras conducía de camino a casa. Liberado. Junio en la interestatal, los campos radiantes, la rica tierra recién sembrada, el denso olor a estiércol de caballos y vacas que impregna los surcos donde crece lo que nos alimenta.
Canta, canta, canta. Sí, señor. Todavía le duelen los nudillos: no se había dado cuenta en su momento. Tenía una rozadura en carne viva allí donde el filo de un diente roto le había rasgado la piel. Disfrutaba con aquel dolor porque lo hacía recordar.
A casa para una fiesta, conduciendo más rápido que nunca bajo el vasto cielo de la tibia y fresca tarde de junio, que trae viento y nubes de buen tiempo, adelantando raudamente camiones y cadillacs y volkswagens. Sin mengua alguna de su amor, era hora de que Tony reanudara su vida. Canta. Una vez que hubo arreglado lo que le preocupaba. Que hubo tocado lo intocable, que lo hubo golpeado por sorpresa. Que hubo dado rienda suelta a lo reprimido, roto la botella que bautiza la nave botada, maravilloso Tony. Rápido Tony, avezado en trampas para ir a toda velocidad, hoy no hay poli que lo pesque. Desnudo en la ducha, tomando conciencia de sí mismo, sintiendo la esperanza crecer en su interior. Dos fiestas, en realidad: la de la facultad en casa de los Furman y la de los estudiantes de posgrado, con una nota personal de Louise Germane: «Ojalá pueda venir». Dos fiestas a la misma hora.
Se puso una tirita sobre la herida que le dejó el diente de Ray. Vestido para la fiesta de Furman, lamentando tener que elegir. La elección hacía que menguase su henchida esperanza, fuera la que fuese, cosa que él no sabía. El deseo de decirle algo importante a alguien. ¿Qué? ¿A quién? Intentó concentrar sus expectativas en la fiesta de los Furman. ¿Francesca Hooton? Echó una rápida ojeada por la casa antes de partir, alisó el cobertor de la cama, puso una segunda toalla limpia en el cuarto de baño, se sintió un tonto.
Los Malk, los Arthur, los Washington, los Garfield. Francesca Hooton estaba de pie ante la puerta del porche, con una copa en la mano, junto a su marido. Tony había olvidado que tenía marido. Todos los invitados iban y venían con copas en la mano, en la galería cubierta de la parte posterior de la casa y fuera, en el jardín, a la luz crepuscular de las nueve en punto en pleno junio. Exótica velada, luz que no se extingue, en las ventanas el resplandor de las luciérnagas; esa clase de cosas. Todo le recordaba a Laura. Las luces y las luciérnagas se la recordaban. Ese deambular con las bebidas en la mano.
Ojalá hubiera ido a la otra fiesta. Trató de recordar qué cosa importante había querido decirle a Francesca antes de descubrir que tenía marido. Lo único que se le ocurrió fue la noticia de que habían cogido a Ray y que él personalmente le había dado un puñetazo. Aquello parecía estar lleno de sentido, pero se deshinchó como un globo cuando, al salir a la galería cubierta y ver a aquellos buenos amigos a quienes conocía tan bien, Tony comprendió qué rumbo iba a tomar la conversación.
En el jardín, Eleanor Arthur le decía algo al tiempo que se desplazaba lentamente hacia el extremo opuesto, en dirección al borde del oscuro barranco. Se sintió obligado a seguirla. Hablaba sobre la enseñanza de las Matemáticas en comparación con la enseñanza de la Literatura, que era su trabajo. Intentaba provocar una controversia al respecto. A Tony no le apetecía llevarle la contraria, ni en ésa ni en ninguna otra materia, pero a ella la irritó que él no la contrariase. De modo que procuró iniciar una discusión sobre la razón de que él nunca tomase partido por nada. Como Tony tampoco quiso polemizar al respecto, ella recurrió al argumento —sin por eso dejar de mostrarse comprensiva— de que él todavía estaba afectado por su tragedia, y como Tony tampoco se lo discutió —aunque se había pasado el día diciéndose que ya no era cierto—, ella se puso a hablar de grupos parroquiales, de la organización Natura y de los compasivos amigos que acudirían en cuanto él se lo pidiera. Con las manos unidas a la espalda y la cabeza gacha en actitud pensativa, Tony trató de regresar a la casa, pero ella permaneció plantada como una estaca, hasta que por fin a él se le ocurrió ir a buscarle otra copa. Regresó con Francesca, y entonces sintió la urgente necesidad de contarles lo de Ray.
—Perdí el control y lo derribé de un puñetazo.
Eleanor Arthur se mostró encantada.
—¿Al asesino? Pues te felicito; seguramente eso le hizo pensar en sus actos.
«Es poco probable», pensó él. Miró a Francesca buscando, entre la maraña de mensajes, uno en particular. La mirada de ella seguía siendo intensa, pero Tony no conseguía interpretarla. De pronto se sintió estúpido: su potente experiencia convertida en algo de lo que alardear fútilmente en las fiestas. Eso lo avergonzó, mientras Francesca lo miraba con los ojos de Laura.
Resolvió ir a la fiesta de los estudiantes. Esperó hasta el bufet para no ser descortés y después se despidió de Francesca Hooton y de Gerald, de Eleanor Arthur, de Bill y Roxanne Furman. Salió a la fragante noche de junio pocos minutos antes de las doce y fue apresuradamente hasta su coche, aparcado bajo el renovado follaje de un arce, preguntándose si aún estaría a tiempo.
A un apartamento de la tercera planta de un viejo edificio. La calle estrecha. Tuvo que aparcar a tres manzanas. Mientras se acercaba, ya oía la música. Otra vez el súbito desasosiego. Qué tontería, ¿qué interés podía tener en unos jóvenes que escuchaban aquella música estridente, por qué prefería estar allí? La respuesta era Louise Germane. De la que no sabía nada. (¿Tenía Louise un novio? ¿Un amante?). Sólo las palabras halagadoras que solía dirigirle y la nota personal que había añadido a la invitación.
Ascendió por los estrechos escalones en medio de un ruido que le recordó la jungla. Arriba, la puerta estaba abierta; estruendo, un lugar atestado. Vio a su colega Gabe Dalton, que, apoyado en la jamba de la puerta, con su pipa y un vaso de plástico lleno de cerveza en la mano disertaba ante un trío interesado y respetuoso. Dentro, había varios asistentes a su seminario.
—Hola, señor Hastings. La cerveza está en la cocina.
La presencia de Gabe Dalton lo alegró, hizo que se sintiese menos fuera de lugar. Gabe pasaba de un tema a otro con una autoridad respaldada con el hábil manejo de la pipa y con la barba. Camelaba a los chicos. Para no interrumpir su monólogo, le dio a Tony en el brazo una palmada llena de significados tales como «Me alegro de verte salir de tu cueva, colega». Tony miró alrededor con cierta decepción. Fue a la cocina y encontró allí a Louise Germane.
Estaba apoyada contra la nevera, hablando con Oscar Gametti y Myra Slue. Al verlo, lo saludó con la mano. Qué jovial y atractiva era. Alta, con camiseta azul y roja, la trigueña cabellera recogida con un pañuelo azul.
—Voy a buscarle una cerveza —se ofreció.
Había un barril en un rincón. Llenó un vaso y se lo alcanzó. En la cocina, el ruido no era tan intenso como en el resto del apartamento. En un tono muy convincente, le dijo que se alegraba de verlo. Oscar Gametti le hizo una pregunta y él respondió. Los estudiantes lo rodeaban cortésmente, y, al igual que Gabe Dalton, Tony se puso a disertar con creciente desenvoltura y con la autoridad que le otorgaban su edad y su sabiduría, sobre política nacional, las matemáticas en general y el Departamento de Matemáticas en particular. Mientras lo miraban con admiración, pensó en lo respetuosos que eran.
Reparó en los pequeños pechos de Louise Germane bajo la camiseta. Quiso hablarle de un modo diferente, decir algo distinto para ella. Louise escuchaba con interés, ávidamente —pensó Tony—, sus ojos parecían emitir destellos dirigidos a él. Deseó llevarla aparte, pero no sabía a qué excusa recurrir. Se preguntó cómo habría llegado, cómo pensaría irse, si él podría, por ejemplo, llevarla a casa. Si sería capaz de proponérselo con naturalidad, sin sobresaltarla o llamar la atención de los demás.
Empezó a contar su historia, desde el principio, a partir del incidente en la interestatal. Suponía que la conocían, pero nunca hasta ese momento había hablado de ello para una audiencia formada por estudiantes. De pronto se oyó haciéndolo, y apenas pudo creerlo. Lo avergonzaba contarlo, pero no tenía modo de evitarlo. Lo hizo de la forma más sencilla que pudo, eludiendo los detalles, pero sin excluir ningún hecho importante. Lo contó como algo que todo el mundo debería saber, como una lección acerca del mundo. Lo escuchaban con actitud grave, negaban con la cabeza, se mostraban consternados. Tony reparó en la mirada de espanto de Louise Germane, que parecía deseosa de besarlo.
Cuando terminó su relato, Myra Slue dijo:
—Creo que es hora de que me vaya a casa.
—Yo también —dijo Tony, y a continuación, sin alzar demasiado la voz—: ¿Puedo llevar a alguien?
Myra Slue no lo oyó y los demás estaban de espaldas o conversando. Tony miró a Louise Germane y repitió, para ella:
—¿Puedo llevarla a casa?
La afinidad entre ojos y rostro que querían besar disimuló una gozosa sorpresa.
—Gracias —repuso ella en tono vacilante, y añadió—: He venido con Nora Jensen.
Él dejó traslucir su desencanto. Ella agregó:
—Iré a decírselo. —Y como una ocurrencia tardía—: Me reuniré con usted abajo.
Como una confabulación, un plan que había que mantener oculto. Tony sintió que le daba un vuelco el corazón. Cuando ella se alejaba en busca de Nora, advirtió que intentaba contener una sonrisa. Su dignidad se tambaleó un poco. Dio las buenas noches a Gabe Dalton, que continuaba disertando en la puerta, y bajó solo hasta la calle, donde esperó a la chica, preguntándose si realmente bajaría, mientras sentía los rápidos latidos de su corazón.