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En esta otra mente prevalecen el orden y el sistema. Pero durante un rato persiste —como las rayas de la helada en la ventana— el fulgor de un mundo que retrocede, donde todo está relacionado, Edward, Tony, las diversas mentes de Susan, conectadas entre sí, cada una de ellas la otra y la misma. Al disiparse el hechizo reaparecen las diferencias, y una vez más Susan es la lectora y Edward el escritor. Y sin embargo persiste una curiosa visión de ella misma como escritora, como si no existiese diferencia alguna entre ambos.

Eso es lo suficientemente interesante como para que se detenga en la cocina después del desayuno, con sendos platos en las manos, tratando de resolver racionalmente qué significa. Se observa a sí misma. Ve palabras. Ella habla consigo misma todo el tiempo. ¿La convierte eso en escritora?

Piensa: si la escritura es la adaptación del pensamiento al lenguaje, todo el mundo escribe. Distingue: las palabras que se dispone a pronunciar son habla, no escritura. Las palabras que no están destinadas a pronunciarse son ensoñación. Si Susan es una escritora, lo es a causa de otras palabras, que no son ni habla ni ensueño: palabras como estas de ahora: su costumbre de generalizar. Su modo de fabricar reglas y leyes y descripciones de las cosas. Lo hace constantemente, envolviendo sus pensamientos en palabras almacenadas para uso ulterior. Hace otra generalización: es guardar palabras para emplearlas después lo que constituye la escritura.

Sus aspiraciones literarias siempre han sido modestas: cartas, un diario intermitente, unos apuntes biográficos sobre sus padres. Alguna ocasional carta al director sobre los derechos de la mujer. Hubo un tiempo en que aspiraba a más, como también anhelaba ser compositora, patinadora, miembro del Tribunal Supremo. Renunció sin lamentarlo, como si aquello a lo que renunciaba no fuera escribir, sino otra cosa menos importante.

Necesita distinguir entre la escritora en que se negó a convertirse y la escritora que siempre ha sido. Lo que rechazó seguramente no fue la escritura, sino el paso siguiente, la divulgación: las concesiones y la publicidad requeridas para inducir a otros a leer, un extenso proceso que se resume en una palabra: publicación. Mientras cumple con sus obligaciones domésticas, en este día claro que sin embargo va oscureciéndose poco a poco ante la amenaza de nieve, Susan piensa que fue una lástima, porque renunciando a ser publicada renunció a la oportunidad de participar en una conversación escrita, a leer el efecto de sus palabras en otras palabras del mundo exterior. Una verdadera lástima —en lo que a vanidad se refiere— visto lo de Edward (que fue quien lo inició todo), puesto que sabe que su mente es tan buena como la de él, y que si hubiera dedicado años a la práctica del oficio podría haber escrito una novela tan buena como la suya.

Entonces, ¿por qué no escribió? Otras cosas más importantes reclamaron su atención. ¿Qué cosas? ¿Su marido, hijos, enseñar Literatura Inglesa? Susan necesita otra razón. Algo en el proceso de ser publicado que la repelía de un modo sutil. Lo comprobó en los viejos tiempos, cuando Edward se esforzaba en ser un escritor. Y lo percibió cuando intentó escribir ella misma. Una especie de fraude, la idea de que escribir para que otro leyese constituía una suerte de engaño. La incómoda sensación de estar mintiendo, la misma que contaminaba, y todavía contamina, hasta sus más modestos esfuerzos, sus cartas, sus mensajes en las tarjetas navideñas, que mienten sin importar lo que ella diga o deje de decir.

La presencia del otro: ésa es la causa. El otro, el lector, contamina lo que ella escribe. El prejuicio, el gusto, el simple hecho de que ese lector sea otro, controlando lo que ella pueda decir, como un productor de Hollywood o un analista de mercado. Sin embargo, incluso en la escritura que permanece inédita en su alma hay un desajuste entre ella misma y las frases que es capaz de fraguar. La oración simplifica. Si no lo hace se convierte en un lío y se empantana en el vicio adicional de la oscuridad. Ella crea una frase clara recortando, exagerando, distorsionando y tapando lo que falte como con una capa de pintura. Eso le proporciona tal ilusión de claridad o profundidad que lo preferirá a la verdad y pronto olvidará que no es verdad.

La deshonestidad intrínseca de la escritura corrompe también la memoria. Susan escribe sus recuerdos como si de narrativa se tratase. Pero la narrativa no opera por relámpagos, como la memoria, sino que se va formando con el transcurrir del tiempo, con celdas donde almacenar los relámpagos que van apareciendo. Transforma el recuerdo en texto, relevando a la mente de la necesidad de hurgar y cazar. El Edward recordado es uno de esos textos, y el Arnold del principio y su matrimonio con él: fueron establecidos mediante numerosos escritos hace mucho tiempo. Obligada ahora a releer aquellos viejos textos, no puede evitar reescribirlos. Los reescribe con el mayor empeño, haciendo cuanto puede por rescatar la ilusión de una memoria viva, porque la narrativa ortodoxa está totalmente muerta.