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Sin embargo, le cuesta concentrarse en la historia. Arthur, el de las sonrosadas mejillas, ¿será realmente el agradable jovencito que aparenta ser, tímido, incapaz de mirarte a los ojos, o un loco incipiente, un demente, un asesino? Entretanto, Martha se instala sobre el tablero del Monopoly, con dinero y todo, con hoteles que le pinchan la panza, y por debajo aquel mundo de Tony. Cuando Susan desliza la mano, Martha cae despatarrada al suelo arrastrando con ella la civilización moderna.

Susan coloca sobre el sofá el manuscrito sin leer que está en la caja, y al lado apila las páginas que ya ha leído. Busca el improvisado punto de lectura: un trozo de papel navideño, rojo y verde. Piensa. Trata de evocar al Tony que perdió a su familia en el bosque. Todavía no está lista. Su estado de ánimo no es el adecuado. Sueña un poco, para imaginarse dentro de Tony. En estado de ensoñación compara el caso de él con el suyo. ¿Qué clase de novela producirían los problemas de Susan? Los de Tony son terribles, pero los de ella son reales, mientras que los de él son imaginarios, inventados por alguien: por Edward. Son asimismo cuestiones de vida y de muerte, más simples, directas y desnudas, en contraste con las suyas, que son ordinarias, confusas y menores, complicadas por la incertidumbre respecto a si alcanzan siquiera la categoría de problemas. Problemas los tienen quienes carecen de techo, la gente que sufre los efectos de la pobreza, de la guerra, el delito, las enfermedades. ¿Acaso es un problema Marilyn Linwood, cuya aventura con Arnold terminó hace tres años, pero quizá aún continúe? Susan no lo sabe: de verdad, no lo sabe. Y no va a preguntar. No después de todas las conversaciones que han mantenido y el entendimiento alcanzado, según el cual Linwood no significa nada, ya que este matrimonio, dice Arnold, es lo suficientemente sólido para resistir cualquier atracción rival. No da para molestar a un consejero matrimonial.

La continuidad del ensueño hace que aflore a la superficie la señora Givens, y a través de ella la señora Macomber, la esposa del profesor, que demandó a Arnold por mala praxis debido a que su marido tuvo un ataque cardíaco después de que lo operase del corazón. Su rencor y su amargura (humanamente comprensibles) hicieron temblar a Susan, responsable, en virtud de ser la esposa del médico, de la mano que manejaba el bisturí y las grapas, y de las precauciones tomadas o no en un quirófano que jamás ha visto. Arnold da por sentado que un médico y su esposa son lo mismo, y ella se atiene al juicio de su marido. Un cirujano magnífico, brillante, competente, meticuloso, digno de confianza. Susan sabe sin necesidad de preguntar que la demanda de la señora Macomber fue fruto de la ignorancia, si no de la mala fe o la ligereza, y eso fue lo que le dijo a la entrometida de la señora Givens. Si la esposa no cree que su marido está en lo cierto, ¿quién, aparte del marido, va a creérselo? La verdad es que Susan no tiene ni idea de cuán buen médico es Arnold. Algunas personas lo admiran: los pacientes lo alaban, algunos colegas, determinadas enfermeras, pero ¿qué sabe ella? Trabaja mucho, se toma su profesión en serio, estudia. A ella nunca le ha parecido especialmente brillante, pero su reputación debe de ser buena: de lo contrario, no sería candidato al Instituto Cedar Hall. Todos los días mueren pacientes. Es algo que no puede evitarse, dice él, y lo acepta con estoicismo. En ocasiones, cuando habla de la muerte de un enfermo, a Susan le dan ganas de llorar, aunque se trate de un desconocido, pues alguien debe llorar, además de los allegados. Pero no llora, porque aquello podría interpretarse como una crítica que no tiene ningún derecho a hacer.

Ya está bien. Basta de perder el tiempo: no es sano. Una ráfaga de autocompasión, como un olor a sudor. La novela la hará recobrarse, para eso está. Susan mira la página de arriba. Echa aliento en sus gafas, trata de recordar. Tony Hastings, el crimen, el claro con los maniquíes. Y más: el regreso a casa y el funeral. Por último recuerda: él está en un avión con destino a Cape Cod con Paula, su hermana. Ahora que su familia ha muerto, ¿qué nuevas cosas —escritas ya en esas páginas todavía por leer— le ocurrirán a Tony Hastings?

Animales nocturnos 12

Tony Hastings no quería recuperarse. Mantenía su energía a raya, a fin de evitar el peligro. Viajó a Cape Cod para no discutir con Paula. El barbudo Merton los esperaba en un coche, le tocó el brazo, con cara de circunstancias, para expresar lo inexpresable. Tony percibió la intención, y se dio cuenta de que Merton no le caía bien. Que nunca le había caído bien, lo cual fue una sorpresa, porque Merton siempre le había parecido simpático. Tampoco le gustaron los chicos, que iban sentados en la parte de atrás, con aire solemne, para que no los reprendieran.

Atravesaban un bosque amarillento y achaparrado. El terreno llano de Cape Cod y el tenue vaho en la atmósfera revelaban la proximidad del mar. Paula y Merton hablaban. Tony vio que Peter y Jenny trataban de que no los sorprendiesen observándolo.

La casa estaba en el bosque, a un kilómetro de la bahía. Un descuidado sendero de acceso ascendía desde la carretera. Le dieron la misma habitación que había ocupado con Laura. Desde la ventana se veía, por encima de los árboles y más allá de las dunas, el cegador reflejo del sol vespertino en la bahía. El cuarto olía a pino y el suelo estaba salpicado de arena.

Fueron a la playa, desierta al atardecer. Una brisa cortante soplaba sobre la bahía procedente del oeste, hacía frío. Peter y Jenny, que estaban en bañador, se pusieron los jerséis.

—¿No vais a nadar? —preguntó con esfuerzo Tony.

—¡Hace demasiado frío! —exclamó Jenny.

Peter tenía un disco volador, y él y Jenny se pusieron a lanzárselo para no tener que hablar con su tío. No sabían qué decir, porque tenían miedo de preguntarle sobre aquello tan terrible que sabían que le había pasado. El viento levantó una ola alborotada. La playa exhibía los restos dejados por la multitud: el enorme y herrumbroso contenedor de basura estaba lleno de papeles y envases de plástico que el viento desparramaba por el suelo. Una gran gaviota caminaba desgarbadamente por la arena con sus patas anaranjadas, su mirada perversa y su pico maligno. Otra descendió un poco y se detuvo en el aire a un metro del suelo, evaluando el panorama. Restos de un bocadillo. Un envase de huevos vacío. Un jersey perdido por alguien, semienterrado en la arena.

—Me muero de frío —dijo Peter—. Vámonos a casa.

Por la noche, durante la cena, locuaz y animada conversación. Tony sabía que debía tomar parte en ella, si era capaz de seguir el hilo. «Soy un plasta —pensó más tarde—; tengo que esforzarme más: no debo olvidar quién soy».

Por la mañana se afeitó el bigote, que le daba asco. La playa estaba luminosa, la bahía, verdosa y en calma, el agua templada; soplaba una fresca brisa y los chicos estuvieron nadando. Tony pasó un rato con ellos y se preguntó si aquello le haría bien. Advirtió una expresión interrogativa en Jenny, que salió del agua —gotas en la cara y cabello empapado— y, tras mirarlo un instante, volvió a zambullirse y se alejó.

Tony supo lo que estaba pensando: se acordaba de la tía Laura, que solía nadar bajo el agua merodeando como un submarino entre los que andaban por la superficie, dándoles pellizcos y haciendo que se hundieran. Quizá recordaban cuando se subían a los hombros del tío Tony y la tía Laura. «Si me lo piden —pensó—, me haré el distraído». Pero nadie se lo pidió.

Tanto en el agua como en la arena apenas sentía placer, por lo que pronto volvió a la playa y se sentó sobre una toalla. Cuando los chicos estuvieron de regreso, hizo un esfuerzo y preguntó:

—¿Os gustaría caminar hasta la entrada de la bahía?

Le resultaba difícil formular preguntas como aquélla, porque las palabras se le atascaban en el pecho como si fueran de plomo.

Caminaron hacia la entrada de la bahía. Ahora (lo sabía), los chicos estaban pensando en la caminata del año anterior en compañía de la tía Laura, recogiendo conchas y guijarros. El tío Tony identificando las aves de la costa, Helen hurgando en los diminutos hoyos de la arena, intentando averiguar qué había allí: ¿una almeja?, ¿un cangrejo? Él defendía en silencio su dolor, negándose a prestar atención a las bonitas piedras o a los delicados caparazones de cangrejo, indiferente al grosor de la arena alrededor de sus pies. No quería distinguir las gaviotas de las golondrinas de mar. La arena alrededor de sus pies era gruesa. Los chicos caminaban en silencio. Entonces Peter le susurró algo a Jenny. Ella se adelantó corriendo y él le lanzó el disco volador. Se alejaron, jugando con el disco el resto del camino, mientras él continuaba andando.

Pasó dos semanas en Cape Cod, tratando de mantenerse deprimido sin ser antipático.

—Tienes todo el derecho del mundo a estar deprimido —dijo Paula, y le sugirió que fuese a ver a un psiquiatra.

* * *

Dos semanas después regresó al hogar, solo. Llegó por la tarde a la casa vacía —aquella casa que de ahora en adelante sería absoluta y únicamente suya— y se encontró una carta remitida desde Grant Center.

He pensado que le gustaría saber que una de las huellas dactilares halladas en su coche coincide con una de las de la caravana. Asimismo, otra de las de su coche ha sido identificada como perteneciente a Steve Adams, exresidente en Los Angeles. Posee antecedentes en California: robo de coche; acusado de violación y absuelto. Le adjunto foto de frente y de perfil del susodicho Adams para que nos confirme si se trata de alguna de las personas que los atacaron a usted y a su esposa. Hemos emitido una orden de busca y captura.

Nadie ha respondido a nuestro llamamiento en busca de posibles testigos.

Quedo a la espera de sus noticias cuanto antes. Lo mantendré informado de lo que pase.

Robert G. Andes

La foto temblaba en su mano. Era un retrato de ficha policial, de frente y de perfil. Correspondía a un hombre flaco, de cabello y barba largos y negros y pinta de profeta. Tony Hastings se quedó mirándola, tratando de penetrar en ella con la vista. ¿Quién…? Nariz ganchuda, ojos tristes. No era Ray, ni el Turco. Trató de recordar, ahuyentando un profundo desaliento. ¿La barba, el cabello de Lou? La barba de Lou no era tan larga, y su cabello era diferente, aunque Tony no lograse recordar en qué, y los ojos de la foto no le decían nada. Aquella foto no era de nadie que él hubiese visto antes. Trató de imaginarse a Ray con barba, pero la foto le dificultaba recordar cómo era sin ella.

La carta lo intranquilizó: ganas de que se castigue a los culpables, aunque pensó: «¿Qué más da si los atrapan o no?».

No obstante, por la noche tuvo deseos de venganza. Eso lo molestó y se mordió el labio, pero se olvidó de contestar la carta. Así pues, al cabo de unos días recibió una llamada del teniente Andes. Apenas lo oía por defectos en la línea.

—¿Recibió mi carta?

—Sí.

—¿Y bien?

—¿Qué?

—¿Reconoce la cara?

—Pues no, no la reconozco.

—Joder, hombre.

—Lo siento.

—Maldita sea, las huellas de ese sujeto estaban en su coche. ¿Cómo es que ahora no lo reconoce?

—Lo siento, pero no.

—Joder.

Deprimido como se sentía, Tony hacía lo mínimo necesario para mantenerse vivo. Se preparaba el desayuno, bocadillos para el mediodía. Cenaba en restaurantes baratos. Si se sentía menos apático que de costumbre, cocinaba. Iba al despacho, pero le costaba concentrarse en su trabajo y volvía pronto a casa. Por la noche intentaba leer, pero no lograba fijar la atención. Pasaba la mayor parte del tiempo ante el televisor. Tampoco era capaz de dejarse absorber por lo que veía, y generalmente no se enteraba de nada. Una vez a la semana la señora Fleischer iba a limpiar y a hacer la colada. En el ínterin, en la casa reinaba un desorden de periódicos, libros y platos sucios. Quería que terminara el verano de una vez y retomar sus clases, aunque no estaba ansioso por enseñar.

Una noche, tras resolver que era hora de preparar las clases de otoño, fue a su estudio. Sus pensamientos, sin embargo, iban por otros derroteros. Quería realizar una ceremonia, pero no lograba decidir de qué clase. Se acercó a la ventana y sólo vio su reflejo en el cristal. Alguien fuera vería mejor hacia dentro que él hacia fuera. Apagó todas las luces y la casa se quedó a oscuras. ¿Para qué hago esto? La tenue iluminación de las farolas de la calle y las casas vecinas, el brillo del cielo nocturno, penetraban por las ventanas y arrojaban manchas y sombras sobre las paredes. Fue hasta la ventana lateral para mirar la casa del señor Husserl —que tenía casi todas las luces encendidas— y las demás casas de los alrededores, la negra noche sobre los arbustos y los jardines vallados. Recorrió la casa a oscuras habitación tras habitación, mirando la noche fuera y los dibujos que la luz creaba en el interior.

Después salió. Recorrió la calle de las tiendas. Miró a través de los ventanales de los restaurantes abiertos y de los escaparates iluminados de los comercios cerrados. Entró en el parque por una pendiente bajo unos árboles enormes; estaba tan oscuro que tuvo que llevar la mano por delante para protegerse de ramas invisibles. «¿Para qué he venido aquí?».

Probablemente lo habían decidido mientras cambiaban el neumático, cuando se reunieron junto al coche de Ray. «Llevémoslas a la caravana, montemos una orgía. ¿Qué hacemos con él? Joder, tíos, tendremos que deshacernos de él. De acuerdo, separémoslos. Él en un coche, las tías en el otro». «Él contigo, Lou. Es peligroso, tío. Joder, macho, todo es peligroso».

Trató de recordar la llave de hierro que habían utilizado para cambiar el neumático. ¿Quedó tirada en el suelo cuando terminaron? Él podría haberla recogido. Con aquella llave podría haber impedido que Ray y el Turco se metieran en su coche. Podría haberla esgrimido frente a ellos. De ser necesario, incluso podría haberle atizado a Ray en la cabeza.

En el parque se salió involuntariamente del sendero. Distinguió una luz entre las ramas de los árboles y se guió por ella para regresar a la acera. La luz era el rótulo luminoso de una tienda de cosmética, cerrada por la noche. Estaba temblando y tenía la cara arañada.

Se sentó en la casa a oscuras mirando hacia fuera. «Hazme retroceder. Empieza de nuevo, invierte el curso de los acontecimientos. Cambiar un momento, eso es lo único que pido; después, que la historia prosiga. Hazme parar en la caravana donde no me detuve. Déjame junto a la puerta del coche para pelear con Ray y el Turco; concédeme eso, nada más, sólo un eslabón en la cadena lógica. Recoge al autoestopista que iba a Bangor, fíjate en la dulzura de mi hija hacia aquel hombre, padre idiota».

La casa era como un tanque vacío colmado de pesadumbre. Los vacuos fantasmas de su esposa y su hija flotaban en todos los lugares donde ellas no estaban. El joyero que permanecía abierto sobre el tocador. Los cajones, los armarios donde colgaban sus vestidos, cuyas texturas Tony acariciaba con los dedos. Se envolvió la cabeza con el grueso jersey gris de su mujer. Sentimental y piadoso, regó las plantas que ella había dejado en el vestíbulo. Recoger la loza azul y blanca. No utilizar los sillones de lona estilo Hitchcock, ni el abridor de latas eléctrico de la cocina. No escribir una carta a máquina en su viejo secreter. No tocar su caballete, su pintarrajeada paleta, los lienzos sin enmarcar apoyados contra la pared del estudio.

Qué aislados se veían los dos grandes cuadros suyos en el salón, uno en el que predominaba un azul pálido como la bruma de una incipiente mañana en el mar, el otro con tonos rosados y anaranjados, sereno y consecuente, ignorante de futuras violaciones y martillos. El estúpido y cursi oso panda de peluche de Helen —ojos de vidrio calculadamente grandes y cabeza desproporcionada—, lo enternecía, allí, puesto sobre la cama en aquella habitación imbuida del espíritu de la casa que Jack había construido.

Por la mañana esperaba oír el ruido del agua en el cuarto de baño. Aguardaba expectante el sonido de la cancela y los pasos en el sendero alejándose hacia la escuela. Quería decirle adiós cuando se marchaba de la casa, pero ella debía de haber subido. Por la tarde, al regresar, ella estaba pintando en su estudio y él aguzaba el oído al pie de la escalera. Luego esperaba el ruido de la cancela cuando la otra entraba. Después de la cena saldrían a dar un paseo.

Planificaba aquellos redescubrimientos de la ausencia de modo que se presentasen como una sucesión regular de sorpresas, para mantener constante el flujo de la pesadumbre. Le permitían recrear esa pesadumbre una y otra vez. Olvidaba de forma deliberada y luego restauraba el orden en que habían ocurrido las cosas. Las extrañas formas oblongas cubiertas de tela blanca en la iglesia venían después de las crisálidas de lona arrancadas del matorral, que a su vez venían después de los maniquíes en el matorral, los cuales venían después de que a ellas se las llevasen en el coche en mitad de la noche, lo que venía a continuación de cualquier cosa que hubiera sucedido en esa casa. Nada en esa casa era más reciente que lo que había ocurrido en el arcén de aquella carretera, nada era más nuevo o estaba más fresco que la muerte de ellas. «Lo último que habrás visto de ellas —se dijo Tony Hastings, estupefacto— será siempre la expresión de pánico de sus rostros cuando se alejaban por la carretera».

Lo repasó con ella. «El peor momento fue cuando Ray y el Turco se metieron por la fuerza en el coche contigo». «Fue bastante malo, sí», convino ella. «No —se corrigió él—. Lo peor fue cuando vi algo entre los arbustos y me di cuenta de que eras tú». Ella sonrió. Él añadió: «Ojalá pudieras contarme tu versión». «Ojalá», repuso ella.

La otra, bajando ruidosamente las escaleras en plena noche, saltando los peldaños de dos en dos, el golpe sordo al cerrarse la cancela. Él preguntó: «¿Qué debo hacer con sus cosas: los animales de peluche, los caballitos de porcelana? Me hace falta tu consejo». «Lo sé», dijo ella.