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Todas las noches, antes de descender hasta las profundidades de su mente, Susan Morrow lleva a cabo ciertos rituales. Pasear al perro; dar las buenas noches a la gata; cerrar puertas con llave. Tres niños seguros: una luz permanece encendida en la escalera. Dientes y peinarse, lámpara de noche, a veces hacer el amor. Volverse a la derecha dándole la espalda a Arnold, esponjar la almohada, esperar.

Esta noche es diferente, porque Arnold no está. Libertad, la posibilidad de alguna locura. Susan reprime el impulso y decide que sea una noche como las demás, sólo que en vez de volverse hacia la derecha, de espaldas a Arnold, se explaya hacia la izquierda, disfrutando de la ausencia de marido en su espacio vacío. Entonces la asalta un pensamiento horrible con relación a Arnold, allá en Nueva York, pero se deshace de él.

Después, como todas las noches, espera a los habitantes de su mente, que entran por debajo de la puerta con un sordo fragor. Hunde la cabeza en la almohada y aguarda. La distraen unos ruidos biológicos, el corazón que cambia de velocidad en su oído. La respiración, que hace que se sienta incómoda. A veces el laboratorio intestinal trabaja hasta tarde, preparando un cargamento, para perturbar su sueño. Las conversaciones del día disuelven la dura costra de su mente como las olas en un vendaval. Hora de cerrar las escotillas; de enfardar sus planes y argumentos. Hora de estibar Animales nocturnos para la noche.

La tormenta que espera empieza cuando las palabras que están en su cabeza se ponen a hablar por su cuenta. Brotan por la trampilla. Su mente está allí, y Susan oye las voces a través de los endebles tabiques de las habitaciones. Este momento es temible debido al riesgo desconocido que entraña. Su mente emerge y la succiona, para expandirse seguidamente en un territorio en el que, aun cuando le resulta familiar, es una forastera. Todas las noches vuelve a visitar lugares donde ya ha estado y se encuentra con personas que han cambiado desde su visita anterior. Se avergüenza de su mala memoria, y sabe que lo que es incapaz de recordar es más importante que lo que recuerda. Con sus órdenes en un sobre sellado que ha perdido, Susan deambula descalza, con las piernas paralizadas, pierde pie y navega por el aire, o asciende trabajosamente por la colina para descubrir que la clase ya ha empezado, o ve a su bondadoso padre muerto y le pregunta si le importa estar muerto, o deja que un callado estudiante se siente en el pupitre y le acerque una mano a la entrepierna, a la que nunca llegará… mientras ella intenta evitar la habitación mortuoria.

El amanecer la sorprende en un momento de absoluta confusión. La expulsan al día vacío. Cuando reconoce las floreadas cortinas azules en la ventana y las ramas del arce cubiertas con una delgada capa de nieve, la trampilla se ha cerrado de golpe. Si retiene un fragmento de sueño, éste se disipará a menos que consiga situarlo en el tiempo y ponerlo en palabras. Pero la cronología y las palabras lo liquidan. La historia que queda no es ningún sueño, y el sueño permanece inasible, al lado de los demás, bajo la trampilla, parte integrante de un gran sueño continuo que ha durado toda la vida, que se desvanece en el olvido del día, pero que continuará cuando ella vuelva a descender para realizar su siguiente visita.

Entretanto, en la vacua y fría luz matinal, Susan, privada de sus sueños, carente al principio hasta de nombre, construye poco a poco el nuevo día. Martes 8. Arnold ausente. La convención en Nueva York. Toma súbitamente conciencia de ello: la vida real opera como reloj despertador. El nítido recuerdo de la llamada de Arnold la noche anterior para tranquilizarla, y el verdadero significado de la misma. Significa que en Nueva York, Marilyn Linwood, recepcionista, está teniendo, o no, una aventura con él. Ordenando papeles en la habitación de hotel de él. Marilyn Linwood espera a que Susan despierte: una treintañera remilgada, profesional, impecable traje sastre, gafas, cabello recogido en una coleta, expresión de cautela. Reservada: la recepcionista perfecta. Alguien cuyos secretos salen a luz en la excursión del personal: biquini amarillo, cabello dorado ondeando suelto, muslos blancos un poco demasiado delgados. «¿Quién es ésa? —preguntó el doctor Gaspar, condescendiente—. ¿De veras es la señorita Linwood?».

Las cosas han cambiado desde que Susan renunció a los celos. Despierta otra vez, recordando. Liberada por la decisión de no pensar, de aceptar lo ignorado en beneficio de la paz y de no tener que saber si hace falta que lo acepte. Contribuyendo al buen matrimonio, estable y firme tras dieciséis años de duda.

Regresar al día: arriba, Susan. Dejar dormir a los chicos: son las vacaciones navideñas. ¿Qué tengo que hacer hoy? Tienes que hacer la colada, llevar a Jeffrey al veterinario. ¿Quitar la nieve? Mirar por la ventana. Para cuando ha salido de la cama y se ha puesto la bata para mirar la nieve (sólo una delgada capa en el suelo, que no tardará en desaparecer), Susan está recompuesta del todo. El nuevo día remienda la herida nocturna como si su vida consciente fuese ininterrumpida.

Durante el día hace lo siguiente, entre otras cosas: se ducha, se viste, despierta a los chicos, desayuna, va en el coche a casa de los Burridge a buscar a Rosie. Junta la ropa de la semana para lavarla en la lavadora del sótano, hace las camas, va al supermercado a comprar margarina, carne y leche. Comida para los tres niños y ella. A la biblioteca a devolver libros, después recoger el salón, llevar los regalos de Rosie arriba, también los de Henry y Dorothy, que deberían haberlo hecho por iniciativa propia. Un paréntesis al piano, Invenciones de Bach. De nuevo al sótano a reemplazar la carga de la lavadora. Jamón en el horno, encender el lavavajillas, poner la mesa. Su mente diurna, que no sabe nada de su otra mente, está llena de lo que no se encuentra allí, pero sabe dónde está todo: Rosie arriba con Carol, Dorothy fuera, Henry con Mike, Arnold en Nueva York.

Y Edward. Un largo garfio que llega desde el pasado para engancharla de la mente. Se pasa el día preguntándose por qué está pensando en Edward. El recuerdo reverbera como salido de un sueño, aparece y desaparece, como pájaros que viajan de árbol en árbol. Viene demasiado deprisa, huye con excesiva rapidez. Para retenerlo tiene que trazar una cronología, como hace con sus sueños. Al igual que a éstos, eso lo liquida. Su extinto recuerdo de Edward está archivado desde hace años, mientras que el nuevo y vivo Edward anda revoloteando ahí fuera sin dejarse atrapar.