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Ahí están el árbol de Navidad, las felicitaciones sobre la repisa de la chimenea, los juegos y las prendas, sobre el sofá, envueltos en papel de seda. Un batiburrillo. En la casa, apenas se oye el ruido del tráfico del aeropuerto O’Hare; Arnold está ya en Nueva York. Incapaz de discernir qué la ha asustado, intenta no hacer caso, apoya las piernas sobre la mesita baja, respira hondo y se limpia las gafas.

La preocupación persiste, y más profunda de lo que cabe esperar. Quizá sea el viaje de Arnold lo que la asusta como si se tratara del fin del mundo. Sin embargo, no encuentra ninguna razón lógica para semejante sentimiento. Que el avión se estrelle. Pero los aviones no suelen estrellarse. La convención médica en sí no ofrece motivo de preocupación: la gente lo reconocerá, o se fijará en la placa con su nombre y, como de costumbre, él se sentirá halagado al constatar que lo reconocen, y eso lo pondrá del mejor talante. La entrevista con la gente de Chickwash no representa un riesgo si resulta en nada. Y si por ésas da resultado, traerá consigo una vida nueva y la oportunidad de instalarse en Washington, si ella quiere. Además, Arnold se encuentra en compañía de colegas, gente en la que Susan confía. Probablemente esté cansada, eso es todo.

Aun así, posterga a Edward. Lee cosas breves, el periódico, los editoriales, los crucigramas. El manuscrito se resiste, o ella se resiste, temerosa de empezar: no vaya a ser que la historia la haga olvidar ese peligro, sea cual sea. El manuscrito es tan pesado, tan largo… Los libros siempre se le resisten al principio, porque requieren mucho tiempo. En ocasiones, sepultan aquello en lo que está pensando, a veces de manera definitiva. Cuando acabe quizá sea una persona diferente. En este caso es peor que de costumbre, pues el resucitado Edward trae consigo nuevas preocupaciones, ajenas a su discurrir habitual. Además, resulta peligroso descargar la mente, la bomba que lleva dentro. En fin. Si no logra dar con el motivo de su desasosiego, la novela lo cubrirá como una capa de pintura. Entonces no querrá parar. Abre la caja y mira el título: Animales nocturnos. Imagina aquel recinto del zoo al que se accede a través de un túnel: los tanques de vidrio, bajo una difusa luz purpúrea, en los que viven extrañas criaturas, activas y pequeñas, de enormes orejas y ojos grandes y bulbosos, que creen que el día es la noche. Adelante, empecemos.

Animales nocturnos 1

Un hombre, Tony Hastings, viajaba de noche con su esposa Laura y su hija Helen hacia el este desde el norte de California. Era el inicio de sus vacaciones y se dirigían hacia su casita de verano en Maine. Viajaban de noche porque habían salido tarde y se habían retrasado aún más al verse obligados por el camino a cambiar un neumático. Había sido idea de Helen, mientras volvían al coche tras cenar en un sitio al este de Ohio:

—¿Y si en lugar de buscar un motel viajamos toda la noche? —sugirió.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Tony.

—Claro que sí. ¿Por qué no?

La propuesta atentaba contra el sentido del orden de Tony y ponía en tela de juicio sus hábitos. Era un profesor de Matemáticas que se ufanaba de su formalidad y sensatez. Había dejado el tabaco hacía seis meses, pero a veces aún llevaba una pipa entre los labios por la imagen de aplomo que ésta transmitía. Su primer impulso ante la propuesta fue: «No digas tonterías», pero como quería ser un buen padre, se contuvo. Se consideraba a sí mismo un buen padre, un buen pedagogo, un buen marido. Una buena persona. No obstante, también sentía cierta afinidad con los vaqueros y los jugadores de béisbol. Jamás había montado a caballo, no jugaba al béisbol desde que era un niño y no destacaba por su estatura ni fortaleza, pero lucía un bigote negro y se tenía por una persona abierta. En respuesta a la idea de estar de vacaciones y sentir la libertad de la carretera nocturna, la emoción que implica, se vio a sí mismo liberado de la responsabilidad de tener que andar a la caza de un sitio donde alojarse, de detenerse ante un letrero y acercarse a un mostrador a pedir habitaciones, y se dejó llevar por la idea de lanzarse a la carretera esa misma noche y dejar atrás sus hábitos.

—¿Estás dispuesta a coger el volante a las tres de la madrugada?

—Cuando tú digas, papá.

—¿Tú qué opinas, Laura?

—¿No estarás muy cansado por la mañana?

Él sabía que a aquella noche inusual le seguiría un día horroroso y que por la tarde se sentiría fatal intentando no quedarse dormido y tratando de que todos se ajustaran al horario normal, pero él era un vaquero de vacaciones, y aquélla, una buena ocasión para actuar irresponsablemente.

—De acuerdo —dijo—. Adelante.

Y adelante marcharon, en el lento atardecer de junio, zumbando por la autopista interestatal, bordeando ciudades industriales, tomando con cuidado las curvas sin disminuir la velocidad, recorriendo largas cuestas y declives junto a los campos cultivados, mientras el sol, que declinaba a sus espaldas, arrancaba destellos a las ventanas de las casas y a los pastos crecidos y extensos. Los tres miembros de la familia avanzaban extasiados con la novedad, intercambiando exclamaciones ante la belleza de la campiña al atardecer, de los prados amarillos y los verdes montes y las casas que el brillo ambiguo del sol transfiguraba, y sobre el firme de la carretera, también ambiguo: plateado en el retrovisor y negro al frente.

Al anochecer se detuvieron a repostar gasolina y, al volver a la interestatal, Tony, el padre, vio a un andrajoso autoestopista de pie en el arcén. Pisó el acelerador. El autoestopista sostenía un cartel que decía: BANGOR ME.

Helen le gritó al oído:

—¡Va a Bangor, papá! ¡Llevémoslo!

Tony Hastings aceleró más. El autoestopista vestía un pantalón con peto, no llevaba camisa, tenía una barba larga y amarillenta y una cinta en la cabeza. Cuando el coche pasó por su lado, el hombre lo siguió con la vista.

—¡Papá…!

Tony miró por encima del hombro.

—Iba a Bangor —añadió Helen.

—¿Pretendías que viajara con nosotros durante doce horas?

—Nunca quieres recoger autoestopistas.

—Se trata de desconocidos —puntualizó él, pretendiendo advertir a su hija de los peligros del mundo, pero sólo consiguió sonar pedante.

—Hay gente menos afortunada que nosotros —dijo Helen—. ¿No te da remordimientos pasar de largo?

—¿Remordimientos? En absoluto.

—Nosotros tenemos coche y sitio. Y vamos en la misma dirección.

—Vamos, Helen —terció Laura—, no seas tan chiquilla.

—Mis compañeros de clase hacen autoestop —adujo Helen—. ¿Te imaginas si todo el mundo pensara como tú? —Y tras un breve silencio, agregó—: Ese hombre era una buena persona. Bastaba con mirarlo.

Tony, divertido, recordó al andrajoso autoestopista.

—¿Te refieres al que iba por mí?[1]

—¡Papá!

Se sentía eufórico ante la inminencia de la noche, como un explorador frente a lo desconocido.

—Llevaba un cartel —añadió Helen—. Era una cortesía de su parte, una muestra de consideración. Y tenía una guitarra. ¿No has visto la guitarra?

—Eso no era una guitarra, era una metralleta —replicó su padre—. Todos los asesinos la llevan en el estuche de un instrumento para que los tomen por músicos. —Sintió en la nuca la mano de Laura, su mujer.

—Parecía Jesucristo, papá. ¿No has visto qué noble parecía?

Laura rió.

—Cualquiera que lleve una barba tan larga parece Jesucristo —dijo.

—A eso precisamente me refiero —afirmó Helen—. Si lleva una barba así tiene que ser buena persona.

La mano de Laura en la nuca de Tony y Helen en el asiento trasero, con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento que quedaba libre entre los dos.

—Papá…

—¿Sí?

—¿Era un chiste obsceno el que has hecho?

—¿A qué te refieres?

Nada más. Avanzaron silenciosamente hacia la noche. Más tarde, Helen se puso a cantar y su madre se le unió; incluso Tony, que no cantaba nunca, contribuyó con algunos graves. Y así, cantando, se adentraron en Pensilvania, por la desierta carretera interestatal, mientras la luz se iba haciendo densa y la oscuridad ganaba terreno.

De pronto era noche cerrada y Tony Hastings conducía solo; ya no se oían voces, solamente el rumor del viento tapando el del motor y los neumáticos. Laura viajaba en silencio en la oscuridad del asiento contiguo, y Helen iba en el asiento trasero, fuera de su ángulo de visión. No había mucho tráfico. De vez en cuando veía las luces de los autos que iban en dirección opuesta parpadeando entre los arbustos que dividían la carretera en dos. En otros momentos el camino divergía y las luces de los coches que viajaban en dirección contraria se elevaban o descendían. A veces, Tony veía pasar a su lado las luces rojas de algún vehículo que se quedaba atrás, o notaba unos faros en el retrovisor y al poco un coche o un camión los alcanzaba, pero durante largos tramos no había nadie cerca. Tampoco había luz en los campos circundantes, que Tony no veía, pero que imaginaba como un inmenso bosque. Se alegraba de que el coche se interpusiera entre él y la naturaleza salvaje, e iba tarareando y pensando en el café que se tomaría en una hora, disfrutando entretanto de su bienestar, completamente despierto y sereno, al timón de su barco, mientras los pasajeros dormían. Estaba contento por el autoestopista que había dejado atrás, por el amor de su esposa y el curioso humor de su hija.

Era un conductor orgulloso de sí mismo, aunque con tendencia a hacer ostentación de su recto proceder. Trataba de mantenerse lo más cerca posible de los cien kilómetros por hora. En una larga subida, dio alcance a dos pares de luces traseras que bloqueaban ambos carriles. Un coche intentaba adelantar a otro, pero no lo conseguía, así que Tony tuvo que reducir la velocidad. Se colocó en el carril izquierdo, detrás del coche que quería adelantar. «Venga, vamos», murmuró, pues también podía ser un conductor impaciente. Después se le ocurrió que el coche de la izquierda no estaba intentando adelantar al de la derecha sino que los conductores de ambos mantenían una conversación; de hecho, aminoraron todavía más la marcha.

«Maldita sea, dejad de bloquear la carretera». No tocar nunca la bocina era una de sus rigurosas normas; pero hizo una excepción. El coche que tenía delante dio un acelerón. Él aceleró a su vez, adelantó al otro y pasó velozmente al carril de la derecha con una leve sensación de incomodidad. El coche más lento se quedó atrás. El de delante, que había acelerado, volvió a aminorar. Tony supuso que el conductor tenía la intención de esperar al otro a fin de reanudar su juego, y se dispuso a pasarlo, pero el otro se arrimó a la izquierda para cerrarle el paso y lo obligó a pisar el freno. Se sintió turbado al darse cuenta de que aquel tipo se proponía fastidiarlo. Aminoró todavía más y vio en el retrovisor, mucho más atrás, los faros del coche al que había adelantado hacía un momento. Se contuvo de tocar la bocina. Iban a menos de cincuenta kilómetros por hora. Resolvió pasarse al carril de la derecha, pero el otro coche volvió a impedirle el adelantamiento.

Tony soltó un gruñido. Laura se movió a su lado.

—Tenemos problemas —dijo él.

Ahora, el coche de delante iba un poco más rápido, aunque no lo suficiente. El segundo coche seguía detrás, a una buena distancia. Tony tocó la bocina.

—No lo hagas —dijo Laura—. Eso es precisamente lo que él quiere.

Tony dio un palmetazo al volante. Pensó un momento y respiró hondo.

—Sujétate —dijo, pisó el acelerador y dio un volantazo a la izquierda. Esta vez consiguió pasarlo. El otro coche hizo sonar el claxon y él continuó velozmente.

—Chicos jóvenes —musitó Laura.

—Panda de chalados —dijo Helen desde el asiento trasero.

Tony no había reparado en que estaba despierta.

—¿Nos hemos librado de ellos? —preguntó.

El otro coche estaba detrás, a poca distancia. Tony se sintió aliviado.

—¡Helen! ¡No! —exclamó Laura.

—¿Qué pasa? —preguntó Tony.

—Helen les ha mostrado el dedo corazón.

El otro coche era un Buick viejo, grande y oscuro (azul o negro), con el guardabarros izquierdo abollado. Tony no había visto a sus ocupantes. Le estaba comiendo terreno. Aceleró a ciento veinte por hora, pero los faros del otro se mantuvieron muy cerca, pegados a él, casi tocándolo.

—Tony —musitó Laura.

—Por Dios —dijo Helen.

Él intentó ir todavía más rápido.

—Tony —insistió Laura.

Su perseguidor seguía pegado a su maletero.

—¿Por qué no te limitas a conducir como si nada?

El segundo coche estaba muy lejos; sus faros desaparecían en las curvas para reaparecer en las rectas al cabo de un rato.

—Terminarán por aburrirse.

Tony redujo a unos cien kilómetros, mientras el otro coche lo imitaba y permanecía tan cerca que en el retrovisor sólo veía el resplandor de sus luces. De pronto empezó a hacer sonar la bocina y se desplazó para adelantarlo.

—Deja que pase —dijo Laura.

El otro coche se puso a su lado, acelerando cuando Tony aceleraba, aminorando la velocidad cuando él lo hacía. Dentro iban tres individuos, pero Tony sólo alcanzaba a ver bien al que ocupaba el asiento del copiloto, un tipo con barba que lo miraba con una ancha sonrisa.

Tony decidió mantenerse en los cien kilómetros por hora. No hacer caso, si podía. Pero en ese momento, el otro coche se colocó delante y redujo la velocidad, obligándolo a hacer lo mismo. Cuando intentó adelantarlo, le cerró el paso. Regresó al carril derecho y el otro dejó que lo alcanzase. Entonces aceleró y empezó a zigzaguear entre los dos carriles. Volvía al de la derecha como invitándolo a adelantar, pero cuando Tony lo intentaba, se pasaba al de la izquierda. En un impulso de rabia, Tony se negó a ceder; se oyó un fuerte estampido metálico y el coche se sacudió, con lo que supo que les había dado.

—¡Mierda!

Como si estuviese dolorido, el otro coche se apartó y lo dejó pasar. «Se lo merecen —pensó él—, se lo han buscado…». Sin embargo, ¡joder! Redujo la velocidad, sin saber qué hacer, mientras el otro hacía lo mismo detrás de él.

—¿Qué haces? —preguntó Laura.

—Tenemos que parar.

—Papá —dijo Helen—, ¡no podemos parar!

—Hemos chocado con ellos, debemos detenernos.

—¡Nos matarán!

—¿Han parado?

Tony daba vueltas a la posibilidad de abandonar el lugar del accidente, preguntándose si éste había calmado los ánimos de los ocupantes del otro coche, si era razonable suponer algo así.

Entonces oyó a Laura. Solía confiar en ella en lo que se refería a cuestiones éticas; en ese instante estaba diciendo:

—Tony, por favor, no te detengas.

Hablaba suave y tranquilamente: él recordaría ese detalle durante mucho tiempo.

De manera que no se detuvo.

—Podemos coger la próxima salida y denunciarlos a la policía —añadió ella.

—Tengo el número de la matrícula —anunció Helen.

Pero el otro coche volvía a acercarse, de pronto rugía ya a su izquierda, el individuo de la barba sacaba el brazo por la ventanilla y agitaba el puño o lo señalaba con el dedo, y gritaba. Se pusieron a su altura e invadieron su carril, buscando forzarlo a orillarse en el arcén.

—Dios mío —murmuró Laura.

—¡No hagas caso! —gritó Helen—. ¡Dales con el coche!

Tony no pudo esquivarlos, volvió a oírse un golpe, éste leve, contra la parte delantera; sintió que algo se quebraba, empezaba a traquetear y hacía vibrar el volante mientras el otro vehículo lo obligaba a aminorar la marcha. El coche tembló como herido de muerte y Tony cedió, se metió en el arcén y se aprestó a detenerse. El otro coche frenó delante del suyo. Un tercer auto, el que se había rezagado, apareció y los dejó atrás a toda velocidad.

Tony empezó a abrir la portezuela, pero Laura le tocó el brazo y dijo:

—No. No salgas del coche.