En la primera conversación online que tuve con Edward Snowden, me dijo que lo de dar un paso al frente le producía solo un temor: que sus revelaciones fueran recibidas con indiferencia y desinterés, lo que significaría que habría echado a perder su vida y se habría arriesgado a ir a la cárcel por nada. Decir que ese temor no se ajustaba a la realidad equivale a subestimar la dimensión del problema.
De hecho, los efectos de la revelación de sus informaciones han sido más importantes y duraderos y de mayor alcance de lo que habría cabido imaginar. Snowden ha llamado la atención de la gente acerca de los peligros de la generalizada vigilancia del estado y los omnipresentes secretos gubernamentales. Ha desencadenado el primer debate global sobre el valor de la privacidad individual en la era digital y ha contribuido a cuestionar el control hegemónico norteamericano en internet. Ha cambiado la opinión de personas de todo el mundo sobre la fiabilidad de las declaraciones de los funcionarios estadounidenses y ha modificado las relaciones entre países. Ha alterado radicalmente diversas perspectivas acerca del papel adecuado del periodismo en relación con el poder. Y dentro de Estados Unidos ha dado lugar a una coalición transpartidista, ideológicamente diversa, que promueve una reforma a fondo del estado policial.
Un episodio concreto puso de relieve los importantes cambios ocasionados por las revelaciones de Snowden. Apenas unas semanas después de que mi primer artículo para el Guardian sacara a la luz el grueso de los metadatos de la NSA, dos miembros del Congreso presentaron conjuntamente un proyecto de ley para dejar de financiar el programa de la NSA. Curiosamente, los dos proponentes del proyecto eran John Conyers, liberal de Detroit en su vigésimo mandato en la Cámara, y Justin Amash, integrante del conservador Tea Party, que cumplía solo su segundo mandato. Cuesta imaginar a dos congresistas más diferentes, y sin embargo ahí estaban, unidos en su oposición al espionaje interno de la NSA. Y su propuesta enseguida consiguió montones de apoyos de todo el espectro ideológico, desde los más liberales a los más conservadores pasando por los grados intermedios: un acontecimiento de lo más extraño en Washington.
Cuando llegó el momento de votar el proyecto, el debate fue televisado en C-SPAN, y lo vi mientras chateaba online con Snowden, que también estaba viéndolo en Moscú en su ordenador. Nos quedamos asombrados los dos. Era, creo yo, la primera vez que él valoraba realmente la magnitud de lo que había conseguido. Un miembros de la Cámara tras otro se levantaron para denunciar con vehemencia el programa de la NSA, burlándose de la idea de que para luchar contra el terrorismo hiciera falta recoger datos de llamadas de todos y cada uno de los norteamericanos. Fue, con mucho, el cuestionamiento más firme de la doctrina de la seguridad nacional que había surgido del Congreso desde los atentados del 11 de Septiembre.
Hasta las revelaciones de Snowden, era inconcebible sin más que cualquier proyecto de ley pensado para destripar un programa de seguridad nacional pudiera recibir apenas un puñado de votos. Sin embargo, la votación final de la propuesta Conyers-Amash conmocionó al Washington oficial; perdió por un margen estrechísimo: 217-205. Por otro lado, el respaldo fue totalmente transversal: ciento once demócratas y noventa y cuatro republicanos. Snowden y yo interpretamos esta inexistencia de las tradicionales divisiones partidistas como un considerable impulso a la idea de poner freno a la NSA. El Washington oficial depende de un tribalismo ciego engendrado por una guerra partidista inflexible. Si es posible erosionar el marco «rojo versus azul», y a continuación superarlo, hay muchas más esperanzas para la política basada en los verdaderos intereses de los ciudadanos.
A lo largo de los meses siguientes, a medida que se iban publicando más artículos sobre la NSA en todo el mundo, muchos entendidos pronosticaron que decaería el interés de la gente en el tema. Sin embargo, este interés en la discusión sobre la vigilancia no ha hecho más que aumentar, no solo de puertas para dentro, sino también en el plano internacional. Los episodios de una sola semana de diciembre de 2013 —más de seis meses después de que apareciera mi primer artículo en el Guardian— ilustran la medida en que las revelaciones de Snowden siguen resonando y lo insostenible que ha llegado a ser la situación de la NSA.
La semana comenzó con un llamativo dictamen hecho público por el juez federal Richard Leon, según el cual la recogida de datos de la NSA probablemente violaba la Cuarta Enmienda de la Constitución de EE.UU. y era «casi orwelliana» en cuanto a su alcance. Es más, el jurista nombrado por Bush señalaba de manera enfática que «el gobierno no cita un solo caso en el que el análisis masivo de metadatos de la NSA haya impedido de veras un atentado terrorista inminente». Justo dos días después, un comité de asesores creado por el presidente Obama al estallar el escándalo de la NSA redactó un informe de 308 páginas sobre la cuestión. El informe también rechazaba enérgicamente las afirmaciones de la NSA sobre la vital importancia de su labor de espionaje. «Según nuestro análisis, la información aportada a las investigaciones sobre terrorismo mediante el uso del programa de metadatos telefónicos de la sección 215 de la Patriot Act [Ley Patriótica] no fue esencial para impedir atentados», escribió el comité. «No ha habido ningún caso en el que la NSA pueda decir con total seguridad que el resultado habría sido distinto sin el programa de metadatos telefónicos de la sección 215».
Entretanto, fuera de Estados Unidos, la semana de la NSA no transcurría mejor. La asamblea general de la ONU aprobó por unanimidad una resolución —presentada por Alemania y Brasil— según la cual la privacidad online es un derecho humano fundamental, lo que un experto calificó como «duro mensaje a Estados Unidos de que ha llegado el momento de dar marcha atrás y acabar con la vigilancia generalizada de la NSA». Y el mismo día, Brasil anunció que no suscribiría el largamente esperado contrato de 4.500 millones de dólares para comprar cazas a la Boeing con sede en EE.UU., y en cambio los compraría a la empresa sueca Saab. En Brasil, el escándalo por el espionaje de la NSA a sus líderes políticos, sus empresas y sus ciudadanos había sido sin duda un factor clave en la sorprendente decisión. «El problema de la NSA ha sido la perdición de los norteamericanos», dijo a Reuters una fuente del gobierno brasileño.
Nada de todo esto significa que se haya ganado la batalla. La doctrina de la seguridad nacional es de lo más sólido, seguramente más que nuestros máximos funcionarios electos, y cuenta con un amplio conjunto de influyentes partidarios para defenderla a toda costa. Así, no es de extrañar que también haya cosechado algunas victorias. Dos semanas después del dictamen del juez Leon, otro juez federal, aprovechándose del recuerdo del 11 de Septiembre, declaró constitucional el programa de la NSA en un proceso distinto. Los aliados europeos fueron abandonando sus muestras iniciales de enfado para terminar dócilmente de acuerdo con EE.UU., como suele ser costumbre. El respaldo de la gente en el país también ha sido inconstante: según las encuestas, la mayoría de los norteamericanos, aunque esté en contra de los programas de la NSA sacados a la luz por Snowden, querría que este fuera procesado por las revelaciones. Y algunos altos funcionarios estadounidenses han comenzado a sostener que, aparte de Snowden, también merecen ser procesados y encarcelados algunos periodistas que colaboraron con él, entre ellos yo mismo.
De todas maneras, los partidarios de la NSA se han quedado claramente en fuera de juego, y sus argumentos contra la reforma han sido cada vez más endebles. Por ejemplo, los defensores de la vigilancia masiva a ciudadanos no sospechosos suelen insistir en que siempre hace falta un poco de espionaje. Pero esto es una falacia lógica que se rebate a sí misma: nadie está en contra. La alternativa a la vigilancia generalizada no es la supresión total de la vigilancia, sino la vigilancia seleccionada, dirigida solo a aquellos de quienes se tienen indicios sustanciales de implicación en delitos reales. Esta vigilancia específica tiene más probabilidades de desbaratar planes terroristas que el actual enfoque de «recogerlo todo», que abruma a las agencias de inteligencia con una cantidad ingente de datos que los analistas no son capaces de analizar de forma efectiva. Y a diferencia de la vigilancia masiva indiscriminada, la vigilancia específica concuerda con los valores constitucionales norteamericanos y los preceptos básicos de la justicia occidental.
De hecho, tras los escándalos por abusos de vigilancia descubiertos por el Comité Church en la década de 1970, fue precisamente este principio —que el gobierno debe aportar alguna prueba de probable delito o estatus de agente extranjero antes de poder escuchar en secreto las conversaciones de una persona— el que dio lugar a la creación del tribunal FISA. Por desgracia, este tribunal se ha convertido en un simple sello de visto bueno: no proporciona ningún análisis judicial significativo a las solicitudes gubernamentales de vigilancia. De todos modos, la idea esencial es sensata y muestra el camino a seguir. Una reforma positiva pasaría por transformar el tribunal FISA en una verdadera instancia judicial y eliminar el actual montaje unilateral en el que solo el gobierno puede exponer su caso.
Es improbable que estos cambios legislativos internos basten, por sí solos, para resolver el problema de la vigilancia, pues el estado, en virtud de la doctrina de la seguridad nacional, suele cooptar a las entidades para que procuren supervisión. (Como hemos visto, por ejemplo, a estas alturas los comités de inteligencia del Congreso han sido captados en su totalidad). No obstante, esta clase de cambios legislativos puede al menos reafirmar el principio de que la vigilancia masiva indiscriminada no tiene razón de ser en una democracia aparentemente regida por garantías constitucionales de privacidad.
Es posible tomar otras medidas para reclamar privacidad online y restringir la vigilancia estatal. Los esfuerzos internacionales —actualmente liderados por Alemania y Brasil— por crear una nueva infraestructura de internet de modo que la mayor parte del tráfico ya no tenga que atravesar Estados Unidos pueden ser muy útiles para reducir el control norteamericano de la red. Por su parte, cada individuo también puede desempeñar un papel si reivindica su propia privacidad online. No utilizar los servicios de compañías tecnológicas que colaboran con la NSA y sus aliados ejercería en aquellas cierta presión para que pusieran fin a dicha colaboración al tiempo que animaría a la competencia a tomarse en serio la protección de la privacidad. En la actualidad, varias empresas tecnológicas europeas ya están publicitando sus servicios de chat y correo electrónico como alternativa mejor a lo ofrecido por Google y Facebook, proclamando a los cuatro vientos que no suministran —ni suministrarán— datos de usuarios a la NSA.
Además, para evitar que los gobiernos se inmiscuyan en las comunicaciones personales y en internet, los usuarios han de contar con herramientas de encriptación y navegación anónima. Esto es especialmente importante para las personas que trabajan en ámbitos delicados, como los periodistas, los abogados o los activistas de los derechos humanos. Por otro lado, la comunidad tecnológica ha de seguir creando programas de codificación y anonimato fáciles de utilizar y más efectivos.
En todos estos frentes abiertos aún hay mucho trabajo por hacer. No obstante, menos de un año después de que me reuniera por primera vez con Snowden en Hong Kong, no hay duda de que sus revelaciones ya han originado cambios fundamentales e irreversibles en muchos ámbitos y países. Y más allá de los detalles de los cambios en la NSA, las acciones de Snowden también han fortalecido muchísimo la causa de la transparencia gubernamental y de las reformas en general. Ha construido un modelo para inspirar a otros, y los futuros activistas probablemente seguirán sus pasos y perfeccionarán los métodos por él adoptados.
La administración Obama, durante la cual se han producido más procesamientos de filtradores que en todas las presidencias anteriores juntas, ha procurado crear un ambiente de miedo que ahogue cualquier intento de revelación de prácticas irregulares. Sin embargo, Snowden ha destruido este patrón. Ha conseguido permanecer libre, fuera del alcance norteamericano; es más, no ha querido seguir escondido, sino que ha preferido darse orgullosamente a conocer e identificarse. Como consecuencia de ello, su imagen pública no es la de un recluso con mono naranja y grilletes, sino la de un personaje independiente y elocuente capaz de explicar a la perfección lo que ha hecho y por qué. Ya no cuela que el gobierno de EE.UU. pretenda distraer la atención del mensaje demonizando sin más al mensajero. Hay aquí una lección interesante para futuros filtradores: decir la verdad no tiene por qué arruinarte la vida.
Y en cuanto al resto de nosotros, el efecto inspirador no es menos profundo. Snowden nos ha recordado sencillamente a todos la extraordinaria capacidad de cualquier ser humano para cambiar el mundo. Una persona normal en todas sus vertientes —criada por padres sin riqueza ni poder, carente incluso de estudios secundarios, trabajando como gris empleado de una empresa gigantesca— ha alterado literalmente, en virtud de un simple acto de conciencia, el curso de la historia.
Incluso los activistas más comprometidos suelen tener la tentación de sucumbir al derrotismo. Las instituciones dominantes parecen demasiado poderosas para ser cuestionadas; da la impresión de que las ortodoxias están excesivamente afianzadas para poder arrancarlas; siempre hay muchos grupos interesados en mantener el statu quo. Sin embargo, somos los seres humanos en conjunto, no unas élites actuando en secreto, quienes podemos decidir el tipo de mundo en el que queremos vivir. Potenciar la capacidad humana para razonar y tomar decisiones: esta es la finalidad de las filtraciones y las denuncias de irregularidades, del activismo, del periodismo político. Y esto es lo que está pasando ahora gracias a las revelaciones de Edward Snowden.