En los últimos años, una serie de extraordinarias revelaciones de valientes filtradores han frustrado los esfuerzos de los gobiernos occidentales por ocultar a los ciudadanos actividades de vital importancia. Una y otra vez, diversas personas al servicio de agencias gubernamentales o del estamento militar de los Estados Unidos y sus aliados han decidido no seguir calladas después de descubrir transgresiones graves. En vez de ello, han dado un paso al frente y han hecho públicos delitos oficiales, a veces conscientes de estar infringiendo la ley, y siempre pagando un elevado precio personal: arriesgando la carrera, las relaciones o la libertad. Quienes viven en democracia, quienes valoran la transparencia y la asunción de responsabilidades, deben gratitud eterna a estos activistas de las denuncias contra el sistema.
La larga lista de predecesores que inspiraron a Edward Snowden está encabezada por Daniel Ellsberg, el filtrador de los Papeles del Pentágono, uno de mis viejos héroes y ahora amigo y colega, cuyo ejemplo trato de seguir en todo lo que hago. Entre otros filtradores audaces que han sufrido persecución por mostrar al mundo verdades fundamentales se cuentan Chelsea Manning, Jesselyn Radack y Thomas Tamm, así como los ex agentes de la NSA Thomas Drake y Bill Binney. Todos ellos han desempeñado también un papel decisivo en la iniciativa de Snowden.
El abnegado acto de conciencia de Snowden ha consistido en dar a conocer el generalizado sistema de vigilancia infundada creado en secreto por Estados Unidos y sus aliados. Por otra parte, la imagen de un hombre corriente de veintinueve años arriesgándose a acabar en la cárcel por una cuestión de principios, actuando en defensa de derechos humanos básicos, era de veras inaudita. La intrepidez y la inquebrantable serenidad de Snowden —cimentadas en la convicción de estar haciendo lo correcto— ha impulsado toda la cobertura que he hecho de esta historia y sin duda tendrá una enorme influencia en mí durante el resto de mi vida.
El impacto de este episodio habría sido imposible sin mi valerosísima, brillante compañera periodística y amiga Laura Poitras. Pese al insistente acoso del gobierno norteamericano debido a sus películas, Laura nunca dudó en luchar por esta historia con afán. Su insistencia en la privacidad personal, su aversión a los focos, a veces no han dejado ver lo indispensable de su papel en toda la cobertura que hemos sido capaces de hacer. Sin embargo, su pericia, su talento estratégico, su criterio y su coraje le han dado el sello distintivo a toda la labor llevada a cabo. Hablábamos casi cada día y tomábamos conjuntamente las decisiones importantes. No me cabe en la cabeza una asociación más perfecta ni una amistad más inspiradora ni estimulante.
Laura y yo sabíamos que el valor de Snowden acabaría siendo contagioso. Numerosos periodistas abordaron la historia con intrepidez, entre ellos los editores del Guardian Janine Gibson, Stuart Millar y Alan Rusbridger, amén de diversos reporteros del periódico encabezados por Ewen MacAskill. Snowden fue capaz de conservar su libertad y, por tanto, de participar en el debate que había ayudado a desencadenar gracias al atrevido e indispensable apoyo procurado por WikiLeaks y su representante Sarah Harrison, que le ayudó a salir de Hong Kong y luego se quedó con él en Moscú varios meses arriesgándose a no poder de regresar sin novedad a su país, Reino Unido.
Muchos amigos y colegas me han ofrecido respaldo y sensatos consejos en muchas situaciones difíciles: entre ellos, Ben Wizner y Jameel Jaffer, de la ACLU; mi amigo de toda la vida Norman Fleischer; Jeremy Scahill, uno de los mejores y más valientes periodistas de investigación que existen; la rigurosa y perspicaz reportera brasileña Sonia Bridi, de Globo, y Trevor Timm, director ejecutivo de la Fundación para la Libertad de Prensa. También varios miembros de mi familia, que a menudo se mostraban preocupados por lo que estaba pasando (como solo hace la familia): mis padres, mi hermano Mark y mi cuñada Christine.
No ha sido un libro fácil de escribir, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias, razón por la cual estoy realmente agradecido a la gente de Metropolitan Books: Connor Guy, por su eficiente gestión; Grigory Tovbis, por su perspicaz contribución editorial y su competencia técnica, y en especial Riva Hocherman, la mejor editora posible gracias a su profesionalidad e inteligencia. Es el segundo libro consecutivo que he publicado con Sara Bershtel, de quien deseo destacar su juicio y creatividad, y no me imagino escribir otro sin ella. Mi agente literario, Dan Conaway, ha vuelto a ser una voz firme y prudente a lo largo de todo el proceso. Mis más sinceras gracias también a Taylor Barnes por su decisiva ayuda en la composición final del libro; su capacidad investigadora y su vigor intelectual no dejan ninguna duda de que tiene por delante una carrera periodística estelar.
Como siempre, en el centro de todo lo que hago está mi compañero de vida desde hace nueve años, David Miranda, mi alma gemela. El suplicio a que fue sometido debido a nuestra labor informativa fue exasperante y grotesco, pero gracias a aquello el mundo llegó a conocer al extraordinario ser humano que es. En cada tramo del camino me ha inoculado su audacia, ha reforzado mi resolución, ha orientado mis decisiones, ha sugerido ideas para clarificar las cosas y ha estado a mi lado, inquebrantable, con un amor y un apoyo incondicionales. Una sociedad así es valiosísima, pues elimina el miedo, supera los límites y hace que todo sea posible.