El cuarto estado
Una de las principales instituciones en principio dedicadas al control y la inspección de los abusos de poder por parte del estado son los medios de comunicación políticos. La teoría del «cuarto estado» habla de garantizar transparencia gubernamental y procurar un freno a las extralimitaciones, de las cuales la vigilancia secreta de poblaciones enteras seguramente se cuenta entre los ejemplos más notorios. Sin embargo, este control solo es efectivo si los periodistas actúan con actitud combativa ante quienes ejercen el poder político. Lamentablemente, los medios norteamericanos han renunciado a menudo a este papel, supeditándose a los intereses del gobierno, amplificando incluso, más que examinando, sus mensajes y llevando a cabo su trabajo sucio.
En este contexto, yo sabía que sería inevitable la hostilidad de los medios hacia mi cobertura de las revelaciones de Snowden. El 6 de junio, el día después de que apareciera el primer artículo sobre la NSA en el Guardian, el New York Times planteó la posibilidad de llevar a cabo una investigación criminal. «Tras haber escrito durante años de manera vehemente, incluso obsesiva, sobre la vigilancia del gobierno y la persecución de periodistas, de repente Glenn Greenwald se ha colocado directamente en la intersección de estas dos cuestiones, y tal vez en el punto de mira de los fiscales federales», declaraba el periódico en una reseña sobre mí. De mis informaciones sobre la NSA, añadía, «se espera que susciten una investigación del Departamento de Justicia, que ha perseguido con afán a los filtradores». El perfil citaba al neoconservador Gabriel Schoenfeld, del Instituto Hudson, que lleva tiempo defendiendo el procesamiento de los periodistas que publiquen información secreta y me calificaba de «apologista muy profesional de cualquier clase de antiamericanismo que puede alcanzar un grado extremo».
La prueba más reveladora de las intenciones del Times se debió al periodista Andrew Sullivan, citado en la misma reseña, cuando decía que «… en cuanto entabla uno un debate con Greenwald, puede ser difícil tener la última palabra» y «creo que él no conoce bien lo que significa realmente dirigir un país o librar una guerra». Molesto por la utilización de sus comentarios fuera de contexto, más adelante Andrew me hizo llegar la conversación completa con la reportera del Times, Leslie Kaufman, en la que se incluían elogios a mi trabajo que el periódico había decidido omitir adrede. De todos modos, lo más revelador eran las preguntas originales que le había mandado Kaufman:
La segunda —que soy «una especie de solitario» con dificultades para tener amigos— era, en cierto modo, más significativa que la primera. Si se trata de denuncias de malas prácticas, desacreditar al mensajero calificándolo de inadaptado social para desacreditar el mensaje es una vieja treta que suele funcionar.
El intento de desprestigiarme personalmente se evidenció más si cabe cuando recibí un e-mail de un periodista del New York Daily News, en el que me decía que estaba investigando varios aspectos de mi pasado, incluyendo deudas, obligaciones tributarias o la participación en una empresa de distribución de vídeos para adultos mediante una sociedad de la que yo había tenido acciones ocho años atrás. Como el Daily News es un tabloide que a menudo trafica con escándalos y corruptelas personales, decidí que no había razón alguna para atraer más atención hacia esos asuntos y no respondí.
Sin embargo, ese mismo día recibí un e-mail de Michael Schmidt, reportero del Times interesado también en escribir sobre mis pasadas deudas fiscales. Resultaba de veras extraño que los dos periódicos se hubieran enterado al mismo tiempo de esos detalles oscuros, pero al parecer el Times había decidido que mi vieja deuda tenía interés periodístico; si bien se negaba a dar ninguna explicación del porqué.
Estas cuestiones eran claramente triviales y solo pretendían difamar. Al final el Times no publicó nada, a diferencia del Daily News, que llegó a incluir pormenores de un conflicto que había tenido yo diez años atrás en mi edificio de apartamentos sobre una demanda judicial según la cual mi perro superaba el peso límite permitido por las leyes de propiedad horizontal.
Aunque la campaña de desprestigio era previsible, no ocurría lo mismo con el esfuerzo por negarme el estatus de periodista, que tenía ramificaciones potencialmente graves. Esta campaña fue iniciada por el New York Times también en su perfil del 6 de junio. En el titular, el periódico se desvivía por concederme cierto título no periodístico: «Bloguero dedicado a la vigilancia, en el centro del debate». El titular era malo, pero el online original era aún peor: «Activista antivigilancia protagonista de una nueva filtración».
La editora pública del periódico, Margaret Sullivan, criticó el titular calificándolo de «desdeñoso». Y añadía: «Ser bloguero no tiene nada de malo, desde luego, yo también lo soy. Pero cuando el estamento mediático utiliza el término, de algún modo parece decir “tú no eres de los nuestros”».
El artículo pasaba a considerarme una y otra vez cosas distintas de «periodista» o «reportero». Yo era, por lo visto, «abogado y bloguero de toda la vida» (llevo seis años sin dedicarme al derecho, y hace varios años que trabajo como columnista en importantes medios, aparte de haber publicado cuatro libros). Y si había llegado a trabajar «como periodista», decía el artículo, mi experiencia era «inusual», no debido a mis «opiniones claras» sino porque «casi nunca había estado bajo las órdenes de un director».
A continuación, los medios en pleno se enzarzaron en un debate sobre si yo era realmente «periodista» u otra cosa. La alternativa más habitual era la de «activista». Nadie se tomó la molestia de precisar ninguna de esas palabras; se limitaban a basarse en tópicos mal definidos, como suelen hacer los medios, sobre todo cuando el objetivo es demonizar. A partir de entonces, se aplicó como rutina la vacía e insustancial etiqueta.
La calificación tenía un significado real en varios niveles. Para empezar, quitar el marbete de «periodista» reduce la legitimidad de la cobertura. Además, convertirme en «activista» podía tener consecuencias legales, es decir, criminales. Los periodistas cuentan con protecciones jurídicas formales y tácitas a las que otros no pueden recurrir. Por ejemplo, aunque por lo general se considera legítimo que un periodista publique secretos gubernamentales, no sucede lo mismo con alguien que actúe en calidad de otra cosa.
Adrede o no, quienes defendían la idea de que yo no era periodista —pese al hecho de estar escribiendo para uno de los periódicos más antiguos e importantes del mundo— estaban ayudando al gobierno a criminalizar mis informaciones. Después de que el New York Times proclamara mi condición de activista, Sullivan, la editora pública, reconocía que «estos asuntos han adquirido más trascendencia en el ambiente actual, y para el señor Greenwald podrían ser cruciales».
La alusión al «ambiente actual» era una forma de referirse a dos importantes controversias relacionadas con el trato a los periodistas por parte de la administración. La primera giraba en torno a la adquisición secreta por el Departamento de Justicia (DOJ) de registros de llamadas telefónicas y e-mails de reporteros y editores de Associated Press para averiguar las fuentes de las historias.
El segundo incidente, más peliagudo, se refería a los esfuerzos del DOJ por conocer la identidad de una fuente que había filtrado información secreta. A tal fin, el departamento solicitó al tribunal federal una orden judicial para poder leer los correos electrónicos de James Rosen, jefe de la oficina de Fox News en Washington.
En la solicitud de la orden judicial, los abogados del gobierno tildaban a Rosen de «co-conspirador» en relación con los delitos de la fuente en virtud del hecho de haber obtenido material confidencial. La petición era escandalosa porque, como decía el New York Times, «ningún periodista norteamericano ha sido procesado jamás por reunir y publicar información reservada, por lo que el lenguaje planteaba la posibilidad de que la administración Obama estuviera llevando la ofensiva contra las filtraciones a un nuevo nivel».
La conducta mencionada por el DOJ para justificar la calificación de Rosen como «co-conspirador» —trabajar con la fuente para conseguir documentos, establecer un «plan de comunicación encubierto» para eludir la detección al hablar, o «utilizar halagos y jugar con la vanidad y el ego [de la fuente] para convencerle de que filtrase información»— se componía de montones de cosas que los periodistas de investigación hacen de forma rutinaria.
Como dijo Olivier Knox, veterano reportero de Washington, el DOJ había «acusado a Rosen de violar la ley antiespionaje con comportamientos que —tal como aparecen descritos en la propia declaración del agente— se inscriben perfectamente en la categoría de cobertura tradicional de las noticias». Considerar que el proceder de Rosen es un delito grave era criminalizar el periodismo como tal.
Este movimiento quizá sorprendió menos de lo que cabía esperar teniendo en cuenta el amplio contexto de ataques de la administración Obama contra las fuentes y las denuncias de malas prácticas. En 2011, el New York Times reveló que, al intentar descubrir la fuente de un libro escrito por James Risen, el DOJ había «obtenido abundantes registros de sus llamadas telefónicas, su situación económica y su historial de viajes», incluyendo «datos bancarios y de la tarjeta de crédito, así como información de su agencia de viajes y tres informes crediticios acerca de su contabilidad financiera».
El DOJ también intentaba obligar a Risen a revelar la identidad de su fuente, con la amenaza de mandarlo a la cárcel si se negaba. Los periodistas del país entero estaban pasmados por el trato dado a Risen: si uno de los reporteros de investigación más capaces y protegidos desde el punto de vista institucional sufría un ataque de tal magnitud, a cualquier otro podía pasarle eso y más.
En la prensa, muchos reaccionaron con inquietud. Un artículo de USA Today señaló que «la administración del presidente Obama se enfrenta a acusaciones de haber emprendido una verdadera guerra contra los periodistas», y citaba a Josh Meyer, antiguo reportero de seguridad nacional de Los Angeles Times: «Hay una línea roja a la que ninguna otra administración se había acercado antes de que la administración Obama la haya cruzado con creces». Jane Mayer, la admiradísima reportera de investigación del New Yorker, ya avisó en el New Republic de que la campaña del DOJ de Obama contra las denuncias de corrupción estaba convirtiéndose en un ataque al propio periodismo: «Es un tremendo impedimento para la cobertura informativa, y no “enfría” exactamente, sino que más bien paraliza el conjunto del proceso hasta desactivarlo».
La situación impulsó al Comité para la Protección de los Periodistas —organización internacional que hace un seguimiento de los ataques del estado a la libertad de prensa— a hacer público su primer informe sobre Estados Unidos. Redactado por Leonard Downie, Jr., antiguo redactor ejecutivo del Washington Post, el informe, publicado en octubre de 2012, concluía que:
La guerra de la administración contra las filtraciones y otros esfuerzos para controlar la información es lo más agresivo… desde la administración Nixon… Los treinta experimentados periodistas de Washington en diversas organizaciones de noticias… entrevistados con motivo de este informe no recuerdan nada igual.
La dinámica se extendió más allá de la seguridad nacional para constituir, como dijo un jefe de oficina, un esfuerzo «con la finalidad de frustrar las coberturas sobre rendición de cuentas de las agencias gubernamentales».
Muchos periodistas de EE.UU., prendados de Barack Obama durante años, hablaban ahora de él habitualmente en estos términos: una grave amenaza para la libertad de prensa, el líder más represivo al respecto desde Richard Nixon. Era un cambio más que notable tratándose de un político que había accedido al poder jurando crear «la administración más transparente de la historia de Estados Unidos».
Para neutralizar el creciente escándalo, Obama ordenó al fiscal general, Eric Holder, que se reuniera con representantes de los medios y examinara con ellos las normas que rigen el trato del DOJ a los periodistas. Obama afirmaba estar «preocupado por la posibilidad de que ciertas investigaciones sobre filtraciones pudieran poner trabas al periodismo de investigación que exige cuentas al gobierno», como si él no hubiera sido durante cinco años responsable precisamente de esta clase de agresiones contra el proceso de obtención de información.
En una sesión del Senado, el 6 de junio de 2013 (al día siguiente de que el Guardian publicara la primera historia de la NSA), Holder juró que el DOJ nunca encausaría «a ningún reportero por hacer su trabajo». El objetivo del DOJ, añadió, es simplemente «identificar y procesar a funcionarios gubernamentales que hagan peligrar la seguridad nacional al violar sus juramentos, no perseguir a miembros de la prensa o disuadirlos de que lleven a cabo su esencial labor».
Hasta cierto punto, fue un acontecimiento grato: al parecer, la administración había notado la suficiente reacción para crear al menos la apariencia de que encaraba el asunto de la libertad de prensa. Sin embargo, en el juramento de Holder había un enorme boquete: en el caso de Rosen y Fox News, el DOJ había establecido que trabajar con una fuente para «robar» información confidencial trascendía el ámbito de «actuación del periodista». De este modo, las garantías de Holder dependían de la idea del DOJ sobre qué era periodismo y qué rebasaba los límites de la cobertura informativa legítima.
Con este telón de fondo, los intentos de algunas figuras de los medios de expulsarme del «periodismo» —insistiendo en que yo no informaba, sino que hacía «activismo», por tanto, algo criminal— se tornaban potencialmente peligrosos.
La primera petición para procesarme llegó del congresista republicano de Nueva York Peter King, que había sido presidente del Subcomité de la Cámara sobre Terrorismo y había convocado sesiones macartistas sobre la amenaza terrorista planteada «desde dentro» por la comunidad musulmana norteamericana (curiosamente, King había apoyado durante mucho tiempo al IRA). King confirmó a Anderson Cooper, de la CNN, que los reporteros que se ocuparan de cuestiones de la NSA debían ser procesados «si sabían y aceptaban que se trataba de información confidencial… en especial sobre algo de esta magnitud». «A mi entender, existe una obligación», añadía, «tanto moral como legal, de actuar contra un reportero cuyas revelaciones pongan en peligro la seguridad nacional».
Más adelante, King aclaró en Fox News que estaba hablando concretamente de mí:
Estoy hablando de Greenwald… no solo reveló esta información, ha dicho que tiene nombres de agentes de la CIA y activos de todo el mundo, y amenaza con sacarlo todo a la luz. La última vez que pasó algo así en este país, hubo un jefe de base de la CIA asesinado en Grecia… Creo que [el procesamiento de periodistas] debería ser específico, muy selectivo y desde luego excepcional. No obstante, en este caso, en el que alguien desvela secretos como este y amaga con dar a conocer otros, sí, hay que emprender acciones legales contra él.
Eso de que yo había amenazado con hacer públicos nombres de agentes y activos de la CIA era una descarada mentira inventada por King. De todos modos, sus comentarios abrieron las compuertas, y los comentaristas se metieron a empujones. Marc Thiessen, del Washington Post, antiguo redactor de discursos de Bush y autor de un libro en el que justificaba el programa de torturas de EE.UU., defendía a King bajo este titular: «Sí, publicar secretos de la NSA es un crimen». Tras acusarme de «violar el 18 USC [US Code, código de EE.UU.] 798, que considera un acto criminal publicar información confidencial reveladora de criptografía gubernamental o inteligencia de comunicaciones», añadía que «Greenwald ha infringido claramente esta ley» (como hizo el Post, si vamos a eso, cuando publicó detalles secretos del programa PRISM de la NSA).
Alan Dershowitz habló para la CNN y declaró lo siguiente: «A mi juicio, Greenwald ha cometido un delito gravísimo». Pese a ser un conocido defensor de los derechos civiles y de la libertad de prensa, Dershowitz dijo que mi cobertura informativa «no bordea la criminalidad, sino que entra de lleno en la categoría de crimen».
Al creciente coro se sumó el general Michael Hayden, que había dirigido tanto la NSA como la CIA bajo el mandato de George Bush y puesto en marcha el programa de la agencia de escuchas ilegales sin orden judicial. «Edward Snowden», escribió en CNN.com, «probablemente será el filtrador de secretos norteamericanos más gravoso de la historia de la república», para añadir más adelante que «Glenn Greenwald merece mucho más el calificativo de co-conspirador por el Departamento de Justicia que en su día James Rosen, de Fox».
Al principio limitado a personajes de derechas de quienes cabía esperar que considerasen el periodismo como un crimen, el coro de voces que planteaba la cuestión del procesamiento creció durante una infame aparición en Meet the Press [Encuentro con la prensa].
La propia Casa Blanca ha elogiado Meet the Press al considerarlo un lugar cómodo para que las figuras políticas y otras élites transmitan su mensaje sin demasiada dificultad. El programa semanal de la NBC fue aclamado por Catherine Martin, antigua directora de comunicaciones del vicepresidente Dick Cheney, diciendo que tenía «nuestro mejor formato» porque Cheney era capaz de «controlar el mensaje». Llevar al vicepresidente a Meet the Press era, decía ella, una «táctica utilizada con frecuencia». De hecho, un vídeo del presentador del programa, David Gregory, bailando en el escenario en la cena de corresponsales de la Casa Blanca, con torpeza a la par que entusiasmo, detrás de un rapero, Karl Rove, causó sensación al simbolizar vívidamente lo que es el programa: un sitio donde el poder político va a ser amplificado y halagado, donde solo se oyen los comentarios convencionales más aburridos, donde solo se permite una reducidísima gama de opiniones.
Fui invitado al programa en el último momento y por necesidad. Unas horas antes, se había sabido que Snowden había abandonado Hong Kong e iba en avión camino de Moscú, un espectacular giro de los acontecimientos que inevitablemente dominaría el ciclo informativo. A Meet the Press no le quedó más remedio que empezar con la historia, y, como yo era una de las pocas personas que estaba en contacto con Snowden, me pidieron que acudiera al programa como principal invitado.
A lo largo de los años, había criticado yo con dureza a Gregory y preveía una entrevista hostil. Pero no esperaba esta pregunta del presentador: «Teniendo en cuenta que ha ayudado y secundado a Snowden, incluso en sus movimientos actuales, ¿por qué no se le podría acusar a usted, señor Greenwald, de haber cometido delito?». En el enunciado había tantas cosas erróneas, que tardé un minuto en procesar lo que me había preguntado realmente.
El problema más notorio era la cantidad de suposiciones infundadas implícitas en la pregunta. Eso de «teniendo en cuenta» que yo había «ayudado y secundado a Snowden, incluso en sus movimientos actuales» no difiere mucho de «teniendo en cuenta que el señor Gregory ha asesinado a sus vecinos…». Era solo un llamativo ejemplo de la formulación: «¿Cuándo dejó usted de pegar a su esposa?».
Sin embargo, más allá de la falacia retórica, un periodista de televisión acababa de dar crédito a la idea de que otros periodistas podían y debían ser procesados por hacer periodismo, una afirmación insólita. La pregunta de Gregory daba a entender que cualquier reportero de investigación de Estados Unidos que trabajara con fuentes y recibiera información confidencial era un delincuente. Y era precisamente esa teoría y ese ambiente lo que había vuelto tan precaria la cobertura informativa de investigación.
Como era de esperar, Gregory me describió una y otra vez como algo distinto de un «periodista». Prologó una pregunta con la siguiente proclamación: «Usted es un polemista, tiene una opinión, es un columnista». Para luego anunciar: «La cuestión de quién es periodista acaso merezca un debate con respecto a lo que usted está haciendo».
De todos modos, Gregory no era el único en utilizar estos razonamientos. Ninguno de los presentes en Meet the Press, convocados para analizar mi conversación con Gregory, pusieron objeciones a la idea de que un periodista pudiera ser encausado por haber trabajado con una fuente. Chuck Todd, de la NBC, reafirmó esa teoría formulando inquietantes «preguntas» sobre lo que él denominaba mi «papel» en «el complot»:
Glenn Greenwald… ¿hasta qué punto estaba implicado en el complot?… ¿Tenía algún papel aparte de simple receptor de esta información? ¿Y va a responder a estas preguntas? Es, bueno, una cuestión de derecho.
Un programa de la CNN, Reliable Sources [Fuentes fiables], debatió el asunto mientras en la pantalla aparecía sobreimpresionada esta pregunta: «¿Hay que procesar a Glenn Greenwald?».
Walter Pincus, periodista del Washington Post que en la década de 1960 había espiado a estudiantes norteamericanos en el extranjero por cuenta de la CIA, escribió una columna en que sugería que Laura, Snowden y yo formábamos parte de una conspiración planeada y organizada por Julian Assange, fundador de WikiLeaks. En la columna había tantos errores de hecho (documentados en una carta abierta a Pincus), que el Post se vio obligado a añadir un artículo de tres párrafos excepcionalmente largo que reconocía y corregía múltiples errores.
En su propio programa de la CNBC, el columnista económico Andrew Ross Sorkin decía lo siguiente:
Me da la sensación, primero, de que la hemos cagado, dejando [a Snowden] que se fuera a Rusia. Segundo, sin duda los chinos nos odian por haberle siquiera dejado salir del país… Yo lo detendría, y ahora casi detendría también a Glenn Greenwald, el periodista que al parecer quiere ayudarle a llegar a Ecuador.
El hecho de que un reportero del Times, que había llegado hasta el Tribunal Supremo con el fin de publicar los Papeles del Pentágono, abogara por mi detención era una clarísima señal de la lealtad que muchos periodistas consagrados profesaban al gobierno de Estados Unidos: pese a todo, criminalizar el periodismo de investigación tendría un serio impacto en ese periódico y sus trabajadores. Más adelante, Sorkin me pidió disculpas, pero sus comentarios pusieron de manifiesto la velocidad y la facilidad con que esas afirmaciones consiguen aceptación.
Por suerte, esta idea distaba de ser unánime entre la profesión periodística norteamericana. De hecho, el fantasma de la criminalización impulsó a muchos periodistas a manifestarse en apoyo de mi trabajo, y en varios programas televisivos de masas los presentadores mostraron más interés en lo esencial de las revelaciones que en demonizar a los implicados. Durante la semana que siguió a la entrevista de Gregory, se oyeron muchas opiniones de repulsa hacia su pregunta. En el Huffington Post leemos: «Aún no acabamos de creernos lo que David Gregory le preguntó a Glenn Greenwald». Toby Harnden, jefe de la oficina de Washington del Sunday Times del Reino Unido, tuiteó: «En el Zimbabue de Mugabe fui encarcelado por “practicar periodismo”. ¿Está diciendo David Gregory que la Norteamérica de Obama debe hacer lo mismo?». Numerosos reporteros y columnistas del New York Times, el Post y otros medios han salido en mi defensa en público y en privado. No obstante, por mucho apoyo que reciba nada va a contrarrestar el hecho de que los propios reporteros habían aceptado la posibilidad de peligro legal.
Diversos abogados y asesores coincidían en que, si yo volvía a EE.UU., había verdadero peligro de detención. Intenté encontrar una persona de fiar que me dijera lo contrario, que no había riesgo alguno, que era inconcebible una demanda del DOJ contra mí. No me lo dijo nadie. La opinión general era que el DOJ no actuaría contra mí explícitamente por mi labor informativa, pues intentaría evitar la imagen de perseguidor de periodistas. Existía más bien la preocupación de que el gobierno improvisaría la teoría de que mis supuestos crímenes habían sido cometidos fuera del ámbito del periodismo. A diferencia de Barton Gellman, del Washington Post, yo había viajado a Hong Kong a verme con Snowden antes de que se publicaran las historias, había hablado regularmente con él en cuanto hubo llegado a Rusia, y había escrito historias sobre la NSA como free-lance en periódicos de todo el mundo. El DOJ podía afirmar que yo había «ayudado y secundado» a Snowden en sus filtraciones o había ayudado a un «fugitivo» a huir de la justicia, o que mi colaboración con periódicos extranjeros constituía cierto tipo de espionaje.
Además, mis comentarios sobre la NSA y el gobierno de EE.UU. habían sido deliberadamente agresivos y desafiantes. Sin duda, el gobierno se moría de ganas de castigar a alguien por lo que se consideraba la filtración más perjudicial de la historia del país, si no para aliviar la furia institucional sí al menos para disuadir a otros. Como la cabeza más buscada para clavarla en una pica residía tranquilamente en Moscú bajo el escudo protector del asilo político, Laura y yo éramos una oportuna segunda opción.
Durante meses, varios abogados con contactos de alto nivel en el Departamento de Justicia trataron de obtener garantías informales de que yo no sería procesado. En octubre, cinco meses después de que se publicase la primera historia, el congresista Alan Grayson escribió al fiscal general Holder señalando que destacadas figuras políticas habían exigido mi detención y que yo había declinado una invitación a testificar en el Congreso sobre la NSA debido a la preocupación por un posible procesamiento. Terminaba la carta diciendo lo siguiente:
Considero esto lamentable porque (1) el ejercicio del periodismo no es un crimen; (2), por el contrario, está protegido de manera explícita por la Primera Enmienda; (3) de hecho, las crónicas del señor Greenwald relativas a estos asuntos nos han informado a mí, a otros miembros del Congreso y al público en general, de violaciones graves y generalizadas de la ley y los derechos constitucionales cometidas por agentes del gobierno.
La carta preguntaba al Departamento de Justicia si tenía intención de presentar cargos contra mí, y si, en caso de entrar yo en Estados Unidos, «el Departamento de Justicia, el Departamento de Seguridad Nacional o cualquier otro organismo gubernamental intentará retener, interrogar, arrestar o encausar». El periódico de la ciudad de Grayson, el Orlando Sentinel, publicó la carta en diciembre, pero el congresista no recibió respuesta alguna.
A finales de 2013 y ya entrados en 2014, la amenaza de procesamiento fue tomando forma mientras los funcionarios del gobierno mantenían un ataque claramente coordinado con el objetivo de criminalizar mi trabajo. A finales de octubre, el jefe de la NSA, Keith Alexander, en una obvia referencia a mis coberturas informativas free-lance en todo el mundo, se quejaba de que «los reporteros de periódicos tuvieran todos esos documentos, los 50.000… los que tengan y están vendiendo», y exigía de forma inquietante que «nosotros» —el gobierno— «hemos de encontrar la manera de parar esto». En una sesión de febrero, el presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara, Mike Rogers, le dijo una y otra vez al director del FBI, James Comey, que algunos periodistas estaban «vendiendo bienes robados», tachándolos de «peristas» y «ladrones», y a continuación especificó que hablaba de mí. Cuando empecé a informar en la CBC sobre el espionaje canadiense, el portavoz parlamentario del gobierno conservador de Stephen Harper me denunció calificándome de «espía porno» y acusó a la CBC de comprarme documentos robados. En EE.UU., James Clapper, director de Inteligencia Nacional, comenzó a utilizar el término criminal «cómplices» para referirse a los periodistas que hablaban de temas relacionados con la NSA.
Yo creía que, aunque solo fuera por razones de imagen y controversia mundial, las posibilidades de ser detenido si regresaba a EE.UU. eran inferiores al 50%. La potencial mancha en el legado de Obama, que sería el primer presidente en procesar a un periodista por ejercer el periodismo, era, suponía yo, impedimento suficiente. No obstante, si el pasado reciente demostraba algo, era que el gobierno de EE.UU. estaba dispuesto a hacer toda clase de cosas censurables con la excusa de la seguridad nacional, sin tener en cuenta cómo se percibiera eso en el resto del mundo. Caso de equivocarme, las consecuencias —acabar esposado y acusado conforme a las leyes de espionaje, ser juzgado por una judicatura federal que se había mostrado descaradamente deferente para con Washington en estos asuntos— eran demasiado importantes para rechazarlas alegremente. Estaba decidido a volver a EE.UU., pero solo en cuanto tuviera más claro el riesgo que comportaba. Entretanto, quedarían lejos la familia, los amigos y toda clase de oportunidades importantes para hablar en Estados Unidos sobre mi labor.
El hecho de que para diversos abogados y un congresista el riesgo fuera real era en sí mismo extraordinario, una convincente señal de la erosión de la libertad de prensa. Y el hecho de que muchos periodistas se hubieran sumado a la idea de considerar mis coberturas un delito grave era un considerable triunfo propagandístico para los poderes gubernamentales, que contaban con profesionales cualificados que les hacían el trabajo y equiparaban el periodismo de investigación crítico con la actividad criminal.
Los ataques contra Snowden eran mucho más virulentos, desde luego, y también extrañamente idénticos en cuanto al tema. Destacados comentaristas que no sabían absolutamente nada de Snowden adoptaron enseguida el mismo guion de tópicos para menospreciarlo. Apenas unas horas después de haberse aprendido su nombre, ya marchaban hombro con hombro para denostar su persona y sus motivaciones. Snowden estaba impulsado, recitaban, no por ninguna convicción real, sino por el «narcisismo que busca notoriedad».
Bob Schieffer, presentador de CBS News, calificó a Snowden de «joven narcisista» que se cree «más listo que nadie». Jeffrey Toobin, del New Yorker, diagnosticó que Snowden era «un narcisista fatuo que merece estar en la cárcel». Richard Cohen, del Washington Post, dictaminó que Snowden «no es un paranoico, sino solo un narcisista»; haciendo referencia al informe según el cual Snowden se tapaba con una manta para evitar que sus contraseñas fueran captadas por cámaras en el techo, Cohen añadía que Snowden «se desinflará como una Caperucita Roja transformista» y «su supuesto deseo de fama se verá desbaratado».
Salta a la vista que estas caracterizaciones son ridículas. Snowden decía estar decidido a desaparecer, a no conceder entrevistas. Comprendía que a los medios les encantaba personalizar las historias, y quería que el centro de atención fuera la vigilancia de la NSA, no él. Fiel a su promesa, Snowden rechazaba todas las invitaciones de los medios. Durante muchos meses, yo recibí a diario llamadas y e-mails de casi todos los programas de televisión norteamericanos, de personalidades de los noticiarios y de periodistas famosos que suplicaban hablar con Snowden. Matt Lauer, presentador del Today Show, llamó varias veces para intentar convencerme; los de 60 Minutes eran tan implacables en sus peticiones que dejé de cogerles las llamadas; Brian Williams envió a diversos representantes para explicar su postura. Si hubiera querido, Snowden se habría podido pasar día y noche en los programas televisivos más influentes y tener al mundo entero pendiente de él.
Sin embargo, Edward se mostraba firme. Yo le transmitía las solicitudes y él las rechazaba para no desviar la atención de las revelaciones. Curioso comportamiento para un narcisista que busca notoriedad.
Hubo más denuncias sobre la personalidad de Snowden. David Brooks, columnista del New York Times, se burlaba de él alegando que «no había logrado abrirse paso con éxito en el colegio comunitario». Snowden es, decretaba Brooks, «el colmo del hombre aislado», símbolo de «la creciente marea de desconfianza, la corrosiva propagación del cinismo, el desgaste del tejido social y la proliferación de personas tan individualistas en sus enfoques que no saben realmente cómo unirse a los demás y buscar el bien común».
Para Roger Simon, de Politico, Snowden era «un perdedor» porque «abandonó la secundaria». La congresista demócrata Debbie Wasserman Schultz, que también preside el Comité Nacional Demócrata, condenó a Snowden, que acababa de echar a perder su vida al hacer las revelaciones sobre la NSA, calificándolo de «cobarde».
Como era de prever, se ponía en entredicho el patriotismo de Snowden. Si había ido a Hong Kong, es que probablemente espiaba para el gobierno chino. «No es ningún disparate pensar que Snowden ha sido un agente doble chino y que pronto desertará», anunció Matt Mackowiak, veterano asesor de campañas electorales del Partido Republicano.
Sin embargo, cuando Snowden salió de Hong Kong para ir a Latinoamérica a través de Rusia, pasó de ser espía chino a ser espía ruso por arte de magia. Congresistas como Mike Rogers hacían esta acusación sin prueba ninguna, y pese al hecho evidente de que Snowden estaba en Rusia solo porque las autoridades de EE.UU. le habían invalidado el pasaporte y habían intimidado a países como Cuba para que revocasen su concesión de derecho de tránsito. Además, ¿qué clase de espía ruso iría a Hong Kong, colaboraría con periodistas y se identificaría públicamente en vez de pasar el material a sus jefes de Moscú? La afirmación no tenía sentido ni se basaba en hecho alguno, pero eso no impidió su difusión.
Entre las calumnias más insensatas e infundadas vertidas sobre Snowden había una del New York Times, según el cual habían sido las autoridades chinas, no las de Hong Kong, las que le habían permitido irse; el periódico añadía una especulación repugnante y malintencionada: «Dos expertos occidentales en inteligencia, que habían trabajado para importantes agencias de espionaje gubernamentales, decían que, a su juicio, el gobierno chino se las había ingeniado para vaciar los cuatro portátiles que el señor Snowden había llevado consigo a Hong Kong».
El New York Times no tenía ninguna prueba de que el gobierno chino hubiera obtenido los datos de Snowden sobre la NSA. El periódico simplemente inducía a los lectores a llegar a esa conclusión basándose en dos «expertos» anónimos que «creían» que tal cosa había podido suceder.
Mientras pasaba todo esto, Snowden estaba bloqueado en el aeropuerto de Moscú sin poder conectarse online. En cuanto regresó a la superficie, negó con vehemencia, mediante un artículo que publiqué yo en el Guardian, que hubiera pasado dato alguno a China ni a Rusia. «Nunca he dado ninguna información ni a un gobierno ni al otro, y ellos tampoco han cogido nada de mis ordenadores», dijo.
Al día siguiente de haberse publicado el desmentido de Snowden, Margaret Sullivan criticó al Times por su artículo. Entrevistó también a Joseph Kahn, editor de asuntos internacionales del periódico, quien dijo que «es importante ver este episodio de la historia como lo que es: una exploración sobre lo que habría podido pasar partiendo de unos expertos que no aseguran tener un conocimiento directo». Sullivan observó que «dos frases en medio de un artículo del Times sobre un asunto tan delicado —aunque puedan apartarse del tema central— tienen la capacidad de influir en el análisis o dañar una reputación». Sullivan terminaba mostrándose de acuerdo con un lector que se había quejado por la historia y decía: «Leo el Times en busca de la verdad. Si quiero especulaciones, puedo leerlas casi en todas partes».
A través de Janine Gibson, la directora ejecutiva del Times, Jill Abramson —en una reunión en la que pretendía convencer al Guardian para que colaborase en ciertos reportajes sobre la NSA— envió un mensaje: «Por favor, díganle personalmente a Glenn Greenwald que coincido totalmente con él en que nunca teníamos que haber publicado eso de que China había “vaciado” los portátiles de Snowden. Fue una irresponsabilidad».
Al parecer, Gibson creía que yo me sentiría complacido, pero de eso nada: ¿Cómo podía una directora ejecutiva de un periódico llegar a la conclusión de que un artículo obviamente lesivo había sido una irresponsabilidad sin retractarse ni publicar al menos una nota editorial?
Aparte de la falta de pruebas, la afirmación de que los portátiles de Snowden habían sido «vaciados» era una contradicción en sus propios términos. La gente lleva años sin utilizar los portátiles para transportar grandes cantidades de datos. Antes de que los ordenadores portátiles llegaran a ser comunes, si había muchos documentos se guardaban en discos; ahora en pen drives. Es verdad que en Hong Kong Snowden tenía consigo cuatro portátiles, cada uno para una cosa, pero esto no guarda ninguna relación con la cantidad de documentos. Estos estaban en pen drives, encriptados mediante sofisticados métodos criptográficos: tras haber trabajado como hacker de la NSA, Snowden sabía que la agencia sería incapaz de descifrarlos, no digamos ya las agencias de inteligencia chinas o rusas.
Utilizar el número de portátiles de Snowden era una manera muy tramposa de jugar con la ignorancia y los temores de la gente: ¡había cogido tantos documentos que necesitaba cuatro ordenadores para guardarlos todos! Por otro lado, si los chinos los hubieran extraído por algún medio, no habrían obtenido nada de valor.
Igualmente absurda era la idea de que Snowden intentaría salvarse revelando secretos. Se había complicado la vida y se arriesgaba a ir a la cárcel por decirle al mundo que había que poner fin a un sistema clandestino de vigilancia. La posibilidad de que, para evitar la cárcel, diera marcha atrás y ayudara a China o Rusia a mejorar sus capacidades de espionaje era simplemente una estupidez.
La afirmación sería un disparate, pero, como era de prever, el daño fue considerable. En cualquier discusión en la televisión sobre la NSA había siempre alguien que aseguraba, sin que nadie le contradijera, que ahora China estaba en posesión, gracias a Snowden, de los secretos norteamericanos más delicados. Bajo el encabezamiento «Por qué China dejó ir a Snowden», el New Yorker explicaba a sus lectores que «su utilidad estaba casi agotada. A juicio de ciertos expertos en inteligencia citados por el Times, el gobierno chino “había conseguido extraer el contenido de los cuatro portátiles que el señor Snowden dijo haber llevado consigo a Hong Kong”».
Demonizar la personalidad de cualquiera que desafíe al poder político ha sido una vieja táctica de Washington, medios de comunicación incluidos. Uno de los primeros y acaso más llamativos ejemplos de esta táctica fue el trato que la administración Nixon dio al filtrador de los Papeles del Pentágono, Daniel Ellsberg: llegaron a irrumpir por la fuerza en la consulta de su psicoanalista para robar su expediente y husmear en su historial sexual. Por absurdo que pueda parecer este sistema —¿por qué la revelación de información personal embarazosa va a contrarrestar pruebas de engaño gubernamental?—, Ellsberg lo entendió con claridad: la gente no quiere que se la vincule a alguien que ha sido desacreditado o humillado públicamente.
Se usó el mismo método para dañar la reputación de Julian Assange mucho antes de ser acusado de delitos sexuales en Suecia por dos mujeres. Cabe señalar que los ataques contra Assange fueron llevados a cabo por los mismos periódicos que habían trabajado con él y habían sacado provecho de las revelaciones de Chelsea Manning, posibilitadas por Assange y WikiLeaks.
Cuando el New York Times publicó lo que denominó «Los diarios de la guerra de Irak», miles de documentos confidenciales que detallaban atrocidades y otros abusos durante la guerra protagonizados por los militares norteamericanos y sus aliados iraquíes, el periódico sacó un artículo de primera plana —tan prominente como las propias revelaciones—, escrito por el reportero belicista John Burns, con la exclusiva finalidad de describir a Assange como un personaje extraño y paranoico sin apenas contacto con la realidad.
El artículo describía el modo en que Assange «se registra en los hoteles con nombres falsos, se tiñe el pelo, duerme en sofás o en el suelo, y en vez de tarjetas de crédito utiliza dinero en metálico, a menudo prestado por amigos suyos». Señalaba lo que definía como su «conducta irregular e imperiosa» y sus «delirios de grandeza», y decía que sus detractores «lo acusan de organizar una vendetta contra Estados Unidos». Añadía asimismo este diagnóstico psicológico de un voluntario descontento de WikiLeaks: «No está en su sano juicio».
Calificar a Assange de loco e iluminado llegó a ser un ingrediente básico del discurso político de EE.UU. en general y de la estrategia del New York Times en particular. En un artículo, Bill Keller citaba a un reportero del Times que describía a Assange como alguien «alborotado, una especie de mujer sin techo que deambulara por la calle con una chaqueta clara y pantalones cargo, una camisa blanca sucia, zapatillas andrajosas y calcetines blancos mugrientos caídos sobre los tobillos. Y apestando como si llevara días sin ducharse».
El Times también inició la cobertura del asunto Manning, insistiendo en que lo que impulsó a Manning a ser un filtrador masivo no fue la conciencia ni las convicciones sino los trastornos de personalidad y la inestabilidad psicológica. Numerosos artículos daban a entender, sin fundamento alguno, que diversos aspectos de su vida, desde los conflictos de género hasta las intimidaciones antigay en el ejército pasando por los enfrentamientos con su padre, habían sido móviles importantes en la decisión de sacar a la luz aquellos documentos.
Atribuir la discrepancia a ciertos trastornos de personalidad no es ni mucho menos un invento norteamericano. Los disidentes soviéticos eran internados como rutina en hospitales psiquiátricos, y los opositores chinos aún reciben a menudo tratamiento psiquiátrico forzoso. Hay razones evidentes para lanzar ataques personales contra los críticos del statu quo. Como se ha indicado, una es restarle efectividad a la crítica: pocas personas quieren juntarse con alguien loco o raro. Otra es la disuasión: si se expulsa a los disidentes de la sociedad y se les degrada calificándolos de emocionalmente desequilibrados, los demás reciben un fuerte incentivo para no ser como ellos.
Sin embargo, el motivo clave es la necesidad lógica. Para los custodios del statu quo, no hay nada genuina o básicamente erróneo en el orden imperante y sus instituciones, pues todo se considera justo. En consecuencia, quien afirme otra cosa —sobre todo si es alguien lo bastante motivado para emprender acciones radicales— será emocionalmente inestable y estará psicológicamente discapacitado por definición.
Dicho de otro modo, en líneas generales hay dos alternativas: obediencia a la autoridad institucional o disconformidad absoluta. La primera es una opción sensata y válida solo si la segunda es irracional e ilegítima. Para los defensores del statu quo, la mera correlación entre enfermedad mental y oposición radical a la ortodoxia predominante no basta. La disidencia radical es indicio, incluso prueba, de trastorno grave de la personalidad.
En el núcleo de esta formulación hay un engaño esencial: que la discrepancia respecto de la autoridad institucional conlleva una elección moral o ideológica, no siendo así en el caso de la obediencia. Partiendo de esta premisa falsa, la sociedad presta gran atención a los motivos de los disidentes, pero ninguna a quienes se someten a las instituciones, sea asegurándose de que sus acciones permanecen ocultas, sea por cualquier otro medio. Se considera que la obediencia a la autoridad es el estado natural.
De hecho, tanto cumplir las normas como infringirlas conlleva opciones morales, y ambas maneras de actuar revelan algo importante sobre el individuo en cuestión. Contrariamente a la premisa aceptada —que la disidencia radical es indicativa de trastorno de personalidad—, puede ser verdad lo contrario: ante una injusticia grave, negarse a disentir indica debilidad de carácter o insuficiencia moral.
El profesor de filosofía Peter Ludlow deja muy clara esta cuestión en un artículo publicado en el New York Times sobre lo que él llama «las fugas, las filtraciones y el hacktivismo, que ha irritado a los militares de EE.UU. y a las comunidades de inteligencia privadas y gubernamentales»; actividades asociadas a un grupo que él denomina «generación W», con Snowden y Manning como ejemplos destacados:
El deseo de los medios de psicoanalizar a los miembros de la generación W es lógico. Quieren saber por qué estas personas están actuando de una manera que a ellos, los miembros de las corporaciones mediáticas, les resulta inaceptable. Pero lo que vale para uno vale para todos; si las fugas, las filtraciones y el hacktivismo tienen motivaciones psicológicas, habrá también motivaciones psicológicas para cerrar filas con la estructura de poder de un sistema, en este caso, un sistema en el que las corporaciones mediáticas desempeñan un papel importante.
Del mismo modo, es posible que el sistema propiamente dicho esté enfermo, aunque los protagonistas en el seno de la organización se comporten con arreglo a la etiqueta organizativa y respeten los lazos internos de confianza.
Esta discusión es una de las que las autoridades institucionales tienen más ganas de evitar. Esta demonización interna de los filtradores es un procedimiento mediante el cual el estamento mediático de Estados Unidos protege los intereses de quienes ejercen el poder. Esta sumisión es tan profunda que muchas reglas del periodismo se elaboran, o cuando menos se aplican, con la finalidad de potenciar el mensaje del gobierno.
Tomemos por ejemplo la idea de que filtrar información confidencial es una especie de acto criminal o malintencionado. Los periodistas de Washington que nos aplicaron esta idea a Snowden y a mí no lamentan las revelaciones de información secreta, sino las revelaciones que contrarían o debilitan al gobierno.
La realidad es que Washington está siempre con el agua al cuello de filtraciones. El reportero más famoso y venerado de D.C., Bob Woodward, ha afianzado su posición recibiendo regularmente información reservada de fuentes de alto nivel y luego publicándola. Ciertos funcionarios de Obama han ido una y otra vez al New York Times a distribuir información sobre temas como el uso de drones o el asesinato de Osama bin Laden. Leon Panetta, exsecretario de Defensa, y varios agentes de la CIA proporcionaron información secreta al director de La noche más oscura, esperando que la película pregonaría a bombo y platillo el mayor triunfo político de Obama. (Al mismo tiempo, los abogados del Departamento de Justicia decían a los tribunales federales que, para proteger la seguridad nacional, no podían dar a conocer información sobre el ataque contra Bin Laden).
Ningún periodista del estamento oficial propondría el procesamiento de ninguno de los agentes responsables de esas filtraciones ni de los reporteros que las recibieron y que escribieron acerca de las mismas. Se reirían ante la insinuación de que Bob Woodward —que lleva años revelando secretos— y sus fuentes gubernamentales de alto nivel pudieran ser delincuentes.
Ello se debe a que estas filtraciones son consentidas por Washington y responden a los intereses del gobierno de EE.UU., por lo cual se consideran aceptables y apropiadas. Las únicas fugas condenadas por los medios de Washington son las que contienen información que los funcionarios preferirían ocultar.
Veamos lo que pasó justo momentos antes de que David Gregory sugiriese en Meet the Press que yo debería ser detenido por mi cobertura informativa sobre la NSA. Al principio de la entrevista hice referencia a una resolución judicial secreta dictada en 2011 por el tribunal FISA, según la cual partes sustanciales del programa de vigilancia doméstica eran inconstitucionales y violaban los estatutos reguladores del espionaje. Yo conocía la resolución porque había leído al respecto en los documentos de la NSA que me había entregado Snowden. En Meet the Press, había pedido que se hicieran públicos.
Sin embargo, Gregory intentó defender que el tribunal FISA decía otra cosa:
Con respecto a esta opinión concreta del FISA, no es el caso; basándome en personas con las que he hablado, dicha opinión, apoyada en la petición del gobierno, es que ellos dijeron «bueno, puedes tener esto, pero eso otro no, pues se saldría realmente de tu esfera de competencias…», lo cual significa que la solicitud fue modificada o denegada, que es lo que el gobierno deja claro: hay una verdadera inspección judicial, ningún abuso.
Aquí la cuestión no son los detalles del dictamen del tribunal FISA (aunque cuando fue hecho público, ocho semanas después, quedó claro que la resolución concluía efectivamente que la NSA había actuado de forma ilegal). Lo más importante es que Gregory aseguró conocer la resolución porque sus fuentes le habían informado sobre la misma, y luego transmitió la información al mundo.
Así pues, momentos antes de plantear la amenazadora posibilidad de que me detuvieran debido a mis reportajes, él mismo había filtrado lo que consideraba información secreta procedente de fuentes gubernamentales. Sin embargo, a nadie se le pasaría jamás por la cabeza que hubiera que criminalizar el trabajo de Gregory. Aplicar la misma lógica al presentador de Meet the Press y su fuente se habría considerado ridículo.
De hecho, Gregory probablemente sería incapaz de aceptar que su revelación y la mía eran siquiera comparables, pues la suya se producía a instancias de un gobierno que pretendía defender y justificar sus acciones, mientras que la mía se realizaba buscando el enfrentamiento, contra los deseos de los círculos oficiales.
Desde luego, esto es precisamente lo contrario de lo que debe conseguir la libertad de prensa. La idea subyacente al «cuarto estado» es que quienes ejercen el poder en su grado máximo deben ser cuestionados por una oposición crítica y la insistencia en la transparencia; el cometido de la prensa consiste en rebatir las falsedades que el poder difunde invariablemente para protegerse. Sin esta clase de periodismo, los abusos son inevitables. No hacía ninguna falta la libertad de prensa garantizada en la Constitución de EE.UU. para que los periodistas apoyaran, reforzaran y ensalzaran a los líderes políticos; la garantía era necesaria para que los periodistas hiciesen justo lo contrario.
El doble criterio aplicado a la publicación de información confidencial es aún más acusado cuando se trata del requisito tácito de la «objetividad periodística». Era la supuesta violación de esta norma lo que hacía de mí un «activista» más que un «periodista». Como se nos dice hasta la saciedad, los periodistas no expresan opiniones, solo informan de los hechos.
Esto es una ficción obvia, una presunción. Las percepciones y las declaraciones de los seres humanos son intrínsecamente subjetivas. Cada artículo es fruto de muchísimos supuestos culturales, nacionalistas y políticos muy subjetivos. Y el periodismo siempre atiende a los intereses de una facción u otra.
La distinción pertinente no es entre los periodistas que tienen opiniones y los que no las tienen, categoría que no existe, sino entre los periodistas que revelan sinceramente sus opiniones y quienes las ocultan pretendiendo no tener ninguna.
La misma idea de que los reporteros deben carecer de opiniones dista mucho de ser un requisito tradicional de la profesión; de hecho, es una invención relativamente nueva que tiene el efecto, si no la intención, de neutralizar el periodismo.
Como señalaba el columnista de Reuters Jack Shafer, esta reciente perspectiva norteamericana refleja una «triste lealtad al ideal corporativista de lo que debe ser el periodismo», así como una «lamentable falta de conocimientos históricos». Desde la fundación de EE.UU., el periodismo mejor y de mayor trascendencia ha incluido reporteros luchadores, con incidencia política y dedicados a luchar contra las injusticias. El patrón del periodismo sin opinión, sin color, sin alma, ha vaciado la actividad de sus atributos más valiosos, lo que ha vuelto intrascendente al estamento mediático: una amenaza para nadie, exactamente lo que se quería.
De todos modos, aparte de la falacia intrínseca de la información objetiva, quienes afirman creer en la regla casi nunca la aplican de forma coherente. Los periodistas del establishment expresan continuamente sus opiniones sobre una amplia gama de temas controvertidos sin verse privados por ello de su estatus profesional. Si además esas opiniones son consentidas por los círculos oficiales de Washington, se perciben como legítimas.
Durante la polémica sobre la NSA, Bob Schieffer, presentador de Face the Nation [Frente al país], criticó a Snowden y defendió la vigilancia de la NSA; lo mismo que Jeffrey Toobin, reportero en asuntos legales del New Yorker y la CNN. John Burns, enviado especial del New York Times que había cubierto la guerra de Irak, admitió a posteriori que apoyaba la invasión, llegando a describir las tropas norteamericanas como «mis liberadores» y «ángeles del Señor». Christiane Amanpour, de la CNN, se pasó el verano de 2013 defendiendo el uso de la fuerza militar norteamericana en Siria. Sin embargo, estas posturas no fueron descalificadas como «activismo», porque, pese a todas las reverencias a la objetividad, en realidad nada prohíbe a los periodistas tener opiniones.
Igual que la supuesta regla contra las filtraciones, la «regla» de la objetividad no es una regla ni nada, sino más bien un medio para favorecer los intereses de la clase política dominante. De ahí que «la vigilancia de la NSA es legal y necesaria», «la guerra de Irak es acertada» o «EE.UU. de invadir tal país» sean opiniones aceptables en boca de los periodistas, que las emiten continuamente.
La «objetividad» consiste tan solo en reflejar las preferencias y en atender a los intereses del atrincherado Washington. Las opiniones son problemáticas solo cuando se apartan del marco aceptable de la ortodoxia oficial.
La hostilidad hacia Snowden es fácil de explicar. La hostilidad hacia los reporteros que publican la noticia —yo mismo— es quizá más compleja. En parte por rivalidad y en parte por venganza tras años de críticas profesionales mías a estrellas mediáticas norteamericanas, también había, a mi juicio, enfado e incluso vergüenza ante la verdad que el periodismo de confrontación había desvelado: esa cobertura informativa enojaba al gobierno y revelaba el papel de los periodistas tolerados por Washington, es decir, el de reforzar al poder.
No obstante, la razón más significativa del enfrentamiento era, con mucho, que ciertas figuras del estamento mediático han aceptado la función de portavoces diligentes del poder político, sobre todo en lo concerniente a la seguridad nacional. De lo que se deduce que, al igual que los funcionarios políticos, muestran desdén hacia quienes desafían o debilitan los centros de poder de Washington.
El reportero icónico del pasado era el outsider total, el francotirador. Muchos de los que entraban en la profesión tendían a oponerse al poder y no a estar a su servicio, no solo por ideología sino también por personalidad y disposición. Escoger la carrera de periodista garantizaba prácticamente el estatus de outsider: los reporteros ganaban poco dinero, tenían poco prestigio profesional y normalmente eran algo enigmáticos.
Esto ha cambiado. Tras la adquisición de las empresas mediáticas por las mayores corporaciones del mundo, la mayoría de las estrellas de los medios son bien remunerados trabajadores de conglomerados, sin diferencia alguna respecto a otros empleados. En vez de vender servicios bancarios o instrumentos financieros, trapichean con productos mediáticos en nombre de la empresa en cuestión. Su camino profesional está determinado por la misma métrica que define el éxito en este tipo de entorno: la medida en que complacen a sus jefes y satisfacen los intereses de la compañía.
Los que prosperan en la estructura de corporaciones grandes suelen ser expertos en agradar al poder institucional más que en ponerlo en entredicho. Por tanto, quienes triunfan en el periodismo corporativo tienen madera para complacer al poder. Se identifican con la autoridad institucional y están cualificados para ponerse a su servicio, no para combatirla.
Hay pruebas de sobra. Conocemos la disposición del New York Times a suprimir, a instancias de la Casa Blanca, el descubrimiento de James Risen, en 2004, del programa de escuchas telefónicas ilegales de la NSA; en su momento, la editora pública del periódico describió las excusas para la supresión como «lamentablemente insuficiente». En un incidente parecido en Los Angeles Times acaecido en 2006, el redactor Dean Baquet echó abajo una crónica de reporteros suyos sobre la colaboración secreta entre AT&T y la NSA, basada en una información proporcionada por el filtrador Mark Klein. Éste había ofrecido montones de documentos que revelaban la construcción, en la oficina de San Francisco de AT&T, de una habitación secreta donde la NSA podía instalar divisores de banda para desviar tráfico telefónico y de internet desde los clientes de las empresas de telecomunicaciones a almacenes de la agencia.
Como decía Klein, los documentos ponían de manifiesto que la NSA estaba «husmeando en las vidas personales de millones de norteamericanos inocentes». Sin embargo, según contó él mismo a ABC News en 2007, Baquet impidió la publicación de la historia «a petición de John Negroponte, a la sazón director de Inteligencia Nacional, y del general Michael Hayden, entonces director de la NSA». Poco después, Baquet llegó a ser responsable del New York Times en Washington y más adelante fue ascendido al cargo de director editorial del periódico.
El hecho de que el Times se mostrara tan dispuesto a defender los intereses del gobierno no debería sorprender. Su editora pública, Margaret Sullivan, señaló que el periódico quizá debería mirarse al espejo y reconocer sus errores si los editores quisieran entender por qué las fuentes de importantes revelaciones sobre la seguridad nacional, como las de Chelsea Manning o Edward Snowden, no se sentían lo bastante seguras o motivadas para procurarles información. Es verdad que el New York Times había publicado valiosísimos documentos conjuntamente con WikiLeaks, pero poco después, el antiguo director ejecutivo, Bill Keller, puso todo su afán para distanciar el periódico de su socio: contrastó públicamente el enfado de la administración Obama con WikiLeaks y su agradecimiento al Times y sus coberturas «responsables».
Keller aireó orgullosamente la relación de su periódico con Washington también en otras ocasiones. En 2010, durante una aparición en la BBC en la que analizaba los telegramas obtenidos por WikiLeaks, explicó que el Times seguía directrices del gobierno de EE.UU. sobre lo que debía publicar y lo que no. Incrédulo, el presentador preguntó: «¿Está diciendo más o menos que ustedes van antes al gobierno y dicen “qué tal esto, qué tal lo otro, está bien esto, está bien aquello” y luego consiguen autorización?». El otro invitado, el antiguo diplomático británico Carne Ross, dijo que, tras oír los comentarios de Keller, «a su juicio nadie debería ir al New York Times a leer esos telegramas. Es asombroso que el periódico busque el visto bueno del gobierno sobre lo que debe decir al respecto».
Sin embargo, esta clase de colaboración de los medios con Washington no tiene nada de asombroso. Por ejemplo, es algo rutinario que los reporteros adopten la postura oficial de EE.UU. en controversias con adversarios extranjeros y tomen decisiones editoriales basándose en lo que más favorece «los intereses de Estados Unidos», tal como los define el gobierno. Jack Goldsmith, abogado del Departamento de Justicia, aclamó lo que denominaba «fenómeno subestimado: el patriotismo de la prensa norteamericana», lo que significa que los medios nacionales tienden a mostrar lealtad a la agenda de su gobierno. Goldsmith citaba al director de la CIA y la NSA con Bush, Michael Hayden, quien señalaba que los periodistas norteamericanos exhiben «cierta disposición a trabajar con nosotros», pero con la prensa extranjera, añadía, «es muy, muy difícil».
Esta identificación del estamento mediático con el gobierno se fundamenta en varios factores, uno de ellos socioeconómico. Muchos de los periodistas influyentes de EE.UU. son en la actualidad multimillonarios. Viven en los mismos barrios que las figuras políticas y las élites financieras para las que aparentemente ejercen la función de perros guardianes, asisten a las mismas recepciones, comparten círculos de amigos y colegas, sus hijos van a las mismas escuelas privadas de élite.
Esta es una de las razones por las que los periodistas y los funcionarios gubernamentales se intercambian los puestos con tanta facilidad. La puerta giratoria lleva a las figuras de los medios a empleos de alto nivel en Washington, del mismo modo que los funcionarios a menudo abandonan su cargo con la recompensa de un lucrativo contrato en los medios. Jay Carney y Richard Stengel, de Time Magazine, están actualmente en el gobierno, mientras que David Axelrod y Robert Gibbs, asesores de Obama, son comentaristas de la MSNBC. Se trata más de traslados laterales que de cambios profesionales: el movimiento es tan aerodinámico precisamente porque el personal sigue al servicio de los mismos intereses.
El establishment mediático norteamericano no tiene nada que ver con outsiders. Está plenamente integrado en el poder político dominante del país: desde el punto de vista cultural, emocional y socioeconómico, son la misma cosa. Los periodistas ricos, famosos y con acceso a información privilegiada no quieren trastocar el statu quo que tan generosamente les recompensa. Como todos los cortesanos, anhelan defender el sistema que les concede privilegios y desprecian a todo aquel que ponga este sistema en entredicho.
Para llegar a la plena identificación con las necesidades de los funcionarios políticos, apenas hay un paso. De ahí que la transparencia sea inoportuna, que el periodismo de confrontación sea maligno, quizás incluso criminal. A los dirigentes políticos hay que dejarles ejercer el poder en la oscuridad.
En septiembre de 2013, Seymour Hersh, reportero ganador del premio Pulitzer que desvelara la masacre de My Lai y el escándalo de Abu Ghraib, dejó claras estas cuestiones de forma convincente. En una entrevista en el Guardian, Hersh clamaba contra lo que él llamaba «la timidez de los periodistas en Norteamérica, su nula disposición a desafiar a la Casa Blanca y a ser mensajeros impopulares de la verdad». Decía también que el New York Times pasaba demasiado tiempo «al servicio de Obama». Pese a que la administración miente de manera sistemática, sostenía, «ninguno de los leviatanes de los medios norteamericanos, las cadenas televisivas o los grupos editoriales» se plantea hacerle frente.
La propuesta de Hersh «para arreglar el periodismo» consistía en «cerrar las oficinas de prensa de NBC y ABC, despedir al 90% de los redactores y volver a la tarea fundamental de los periodistas», que es ejercer de outsiders. «Hay que promover a redactores a los que no se pueda controlar», recomendaba Hersh. «Los alborotadores no son ascendidos», decía, en vez de lo cual los periodistas y «redactores cobardes» están acabando con la profesión porque la mentalidad general es la de no atreverse a ser un francotirador, un outsider.
Tan pronto un reportero es etiquetado como activista, en cuanto su trabajo está empañado por la acusación de actividad delictiva y es expulsado del círculo de protección, es vulnerable al trato criminal. Esto me quedó claro inmediatamente después de que se hiciera pública la historia de la NSA.
Al cabo de unos minutos de regresar a Río tras mi estancia en Hong Kong, David me explicó que le había desaparecido el portátil. Sospechando que la desaparición estaba relacionada con una conversación que habíamos mantenido estando yo fuera, me recordó que le había llamado mediante Skype para hablar sobre un importante archivo de documentos encriptados que yo pretendía enviarle por correo electrónico. En cuanto lo recibiese, tenía que guardarlo en un lugar seguro. Para Snowden era esencial que alguien de absoluta confianza tuviera un juego completo de los documentos por si mi archivo se perdía o resultaba dañado, o alguien lo robaba.
«Yo quizá no esté disponible mucho más tiempo», dijo. «Y quién sabe cómo evolucionará tu relación profesional con Laura. Alguien ha de tener un juego al que tú siempre tengas acceso, pase lo que pase».
La opción obvia era David. Sin embargo, no llegué a enviarle el archivo. Una de las cosas para las que no tuve tiempo mientras estaba en Hong Kong.
«Menos de veinticuatro horas después de que me dijeras eso», me dijo David, «entraron en casa y me robaron el portátil». Me parecía inconcebible la posibilidad de que el robo tuviera que ver con nuestra conversación por Skype. Expliqué a David que no podíamos volvernos como esos paranoicos que atribuyen a la CIA cualquier episodio extraño de su vida. Quizás el ordenador se había extraviado o alguien de visita en la casa se lo había llevado; o a lo mejor sí que se había producido un robo, pero al margen de lo demás.
David rebatió mis teorías una a una: nunca sacaba el portátil de la casa; lo había puesto todo patas arriba y no estaba en ninguna parte; ninguna otra cosa había desaparecido ni se había movido de sitio. Le daba la impresión de que, al negarme a considerar lo que parecía la única explicación, yo estaba siendo irracional.
Llegados a este punto, diversos reporteros habían señalado que la NSA no tenía prácticamente ni idea de lo que Snowden me había dado, ni los documentos concretos ni la cantidad. Era lógico que el gobierno de EE.UU. (o quizás incluso otros gobiernos) quisiera saber urgentemente qué tenía yo. Si el ordenador de David iba a darles información, ¿por qué no robarlo?
Para entonces también sabía que una conversación con David a través de Skype era cualquier cosa menos segura, tan vulnerable al control de la NSA como cualquier otra forma de comunicación. Así pues, el gobierno tenía la capacidad de saber que yo había planeado mandar los documentos a David y un claro motivo para apoderarse de su ordenador.
Gracias a David Schultz, abogado del Guardian, me enteré de que había motivos para creer en la teoría del robo de David. Ciertos contactos en los servicios de inteligencia de EE.UU. le habían permitido saber que la presencia de la CIA era más sólida en Río casi que en ningún otro lugar del mundo y que el jefe de la base «tenía fama de agresivo». Partiendo de esto, Shultz me dijo: «Deberías hacerte a la idea de que van a controlar de cerca prácticamente todo lo que digas, todo lo que hagas y todos los sitios a los que vayas».
Acepté que ahora mis posibilidades para comunicarme se verían gravemente limitadas. Me abstenía de usar el teléfono para nada que no fueran comentarios banales. Enviaba y recibía e-mails solo mediante engorrosos sistemas de encriptación. Confiné mis conversaciones con Laura, Snowden y otras fuentes en programas de chat online codificados. Pude trabajar en artículos con redactores del Guardian y otros periodistas solo haciéndoles viajar a Río para vernos en persona. Incluso me mostraba cauteloso con David en casa o en el coche. El robo del ordenador había dejado clara la posibilidad de que estuvieran vigilados incluso los espacios más íntimos.
Si necesitaba más pruebas del ambiente amenazador en el que estaba yo ahora trabajando, estas llegaron en forma de informe sobre una conversación escuchada casualmente por Steve Clemons, un respetado y bien relacionado analista político de D.C. que trabajaba como editor colaborador para el Atlantic.
El 8 de junio, estando Clemons en el aeropuerto de Dulles, en la sala de espera de United Airlines, oyó por casualidad a cuatro agentes de inteligencia de EE.UU. decir en voz alta que el filtrador y el reportero del rollo de la NSA tenían que «desaparecer». Grabó algo de la conversación con el móvil. Le pareció que se trataba solo de «bravatas», pero igualmente decidió publicarla.
Aunque Clemons es bastante creíble, no me tomé la noticia demasiado en serio. De todos modos, esa cháchara frívola entre tipos del establishment sobre «hacer desaparecer» a Snowden —y a los periodistas con quienes trabajaba— era inquietante.
En los meses siguientes, la posible criminalización de la cobertura informativa sobre la NSA dejó de ser una idea abstracta para pasar a ser una realidad. Este cambio drástico fue impulsado por el gobierno británico.
Primero, gracias a Janine Gibson y a través del chat encriptado, me enteré de un hecho notable que había tenido lugar a mediados de julio en las oficinas de Londres del Guardian. Gibson describió lo que denominaba «cambio radical» en el desarrollo de las conversaciones entre el periódico y el GCHQ, iniciadas desde hacía varias semanas. Lo que al principio habían sido «conversaciones muy civilizadas» sobre la cobertura informativa del periódico había degenerado en una serie de exigencias cada vez más agresivas y al final en amenazas en toda regla por parte de la agencia de espionaje británica.
En un momento dado, más o menos de repente, me contó Gibson, el GCHQ anunció que no «permitiría» al periódico publicar un solo artículo más sobre documentos secretos. Y a tal fin exigió al Guardian de Londres que le entregara todas las copias de los archivos recibidos de Snowden. Si el periódico rehusaba, una orden judicial prohibiría cualquier reportaje futuro.
La amenaza no era vana. En Reino Unido no hay garantías constitucionales para la libertad de prensa. Los tribunales británicos son tan complacientes con las exigencias gubernamentales de «censura previa» que los medios pueden ser clausurados por publicar cualquier cosa considerada una amenaza para la seguridad nacional.
De hecho, en la década de 1970, Duncan Campbell, el reportero que desveló la existencia del GCHQ y escribió al respecto, fue detenido y procesado. Los tribunales británicos podían clausurar el Guardian en cualquier momento y requisarle todo su material y su equipo. «Ningún juez diría que no, si se lo pidieran», dijo Janine. «Lo sabemos, y ellos saben que lo sabemos».
Los documentos en posesión del Guardian eran una pequeña parte del archivo completo pasado por Snowden, que tenía clarísimo que debían ser los periodistas británicos quienes informaran específicamente sobre el GCHQ, por lo cual uno de los últimos días en Hong Kong entregó una copia de los documentos a Ewen MacAskill.
En nuestra conversación, Janine me explicó que ella y el editor Alan Rusbridger, junto con otros miembros de la plantilla, el fin de semana anterior habían estado recluidos en cierto lugar de un área remota en las afueras de Londres. De repente supieron que varios agentes del GCHQ iban camino de la sala de redacción, donde pretendían incautarse de los discos duros en los que estaban guardados los documentos. «Ya os habéis divertido bastante», dijeron a Rusbridger, como más tarde contó este, «ahora queremos el material». El grupo llevaba en el campo solo dos horas y media cuando se enteraron de lo del GCHQ. «Tuvimos que volver a Londres a toda prisa para defender el edificio. Fue espeluznante», dijo Janine.
El GCHQ exigía al Guardian que le entregara todas las copias del archivo. Si el periódico hubiera obedecido, el gobierno habría conocido el material pasado por Snowden, cuya situación legal habría peligrado aún más. En vez de ello, el Guardian accedió a destruir todos los discos duros pertinentes mientras diversos agentes del GCHQ supervisaban el proceso para asegurarse de que se efectuaba a su entera satisfacción. En palabras de Janine, lo que se produjo fue «un baile muy complejo de rodeos y evasivas, diplomacia, trapicheos y “destrucción demostrable” cooperativa».
El término «destrucción demostrable» lo inventó el GCHQ para describir lo sucedido. Los agentes acompañaron al personal del Guardian, incluido el redactor jefe, al sótano de la sala de redacción y estuvieron observando mientras los otros hacían añicos los discos duros, exigiendo incluso que rompieran más algunas partes concretas «solo para asegurarse de que en los fragmentos de metal destrozados no quedara nada de interés para eventuales agentes chinos», contaba Rusbridger. «Podemos olvidarnos de los helicópteros negros», parece que dijo bromeando un agente de seguridad, mientras el personal del Guardian «barría los restos de un MacBook Pro».
La imagen de un gobierno que envía agentes a un periódico para forzar la destrucción de sus ordenadores es intrínsecamente escandalosa, esas cosas que a los occidentales nos hacen creer que solo pasan en sitios como China, Irán o Rusia. Pero también es increíble que un periódico de prestigio se someta voluntaria y mansamente a órdenes así.
Si el gobierno amenazaba con clausurar el periódico, ¿por qué no desafiarlo a que lo hiciera a plena luz del día? Como dijo Snowden tras enterarse de la amenaza, «la única respuesta adecuada es “¡adelante, cerradnos!”». Obedecer voluntariamente en secreto es permitir al gobierno ocultar su verdadero carácter ante el mundo: un estado que impide violentamente a los periodistas informar sobre una noticia de máximo valor para la gente.
Peor aún: la acción de destruir material que una fuente ha revelado arriesgando la libertad e incluso la vida choca de frente con la finalidad del periodismo.
Aparte de la necesidad de sacar a la luz esta conducta despótica, tiene un indiscutible interés periodístico el hecho de que un gobierno irrumpa en una sala de redacción y obligue a un periódico a destruir información. Sin embargo, al parecer el Guardian procuró guardar silencio, lo que pone poderosamente de relieve la precariedad de la libertad de prensa en Reino Unido.
En cualquier caso, Gibson me aseguró que el Guardian conservaba una copia del archivo en sus oficinas de Nueva York. Y luego me dio una noticia sorprendente: ahora el New York Times tenía en su poder otro juego de los documentos, entregados por Alan Rusbridger al director ejecutivo Jill Abramson para garantizar que el periódico conservase acceso a los archivos aunque un tribunal británico intentara obligar al Guardian de EE.UU. a destruir su copia.
Esto tampoco era una buena noticia. El Guardian no solo había accedido en secreto a destruir sus documentos, sino que, sin consultarnos ni avisarnos a Snowden o a mí, además se los había dado al mismo periódico descartado por Snowden porque no confiaba en su relación estrecha y servil con el gobierno de EE.UU.
Desde su perspectiva, el Guardian no podía tomarse a la ligera las amenazas del gobierno británico teniendo en cuenta la falta de protección constitucional, los cientos de empleados y un periódico centenario que había que salvaguardar. Y destruir los ordenadores era mejor que entregar el archivo al GCHQ. No obstante, a mí me molestaba su conformidad con las exigencias del gobierno y, más todavía, su evidente decisión de no publicar los documentos.
Aun así, tanto antes de la destrucción de los discos duros como después, el Guardian siguió siendo agresivo e intrépido en el modo de publicar las revelaciones de Snowden… más, creo yo, de lo que lo habría sido ningún otro periódico comparable en tamaño e importancia. Pese a la táctica intimidatoria de las autoridades, que incluso se intensificó, los editores continuaron publicando un artículo tras otro sobre la NSA y el GCHQ, lo que habla muy bien de ellos.
Sin embargo, a Laura y Snowden les indignaba que el Guardian hubiera claudicado ante la intimidación del gobierno y que luego hubiera guardado silencio ante lo sucedido, y que el archivo del GCHQ hubiera acabado en el New York Times. Snowden estaba particularmente furioso. Él consideraba que eso era un incumplimiento de su acuerdo con el Guardian y de su deseo de que trabajaran con los documentos británicos solo periodistas británicos y sobre todo que al NYT no se le dieran copias. Al final, la reacción de Laura provocó consecuencias tremendas.
Desde el principio de nuestra labor informativa, la relación de Laura con el Guardian había sido incómoda, y ahora la tensión se desató. Mientras estábamos trabajando en Río, descubrimos que parte de uno de los archivos de la NSA que me había entregado Snowden el día que fue a Hong Kong a esconderse (pero no había tenido ocasión de darle a Laura) estaba corrompido. Durante la semana que permaneció en Río, Laura fue incapaz de arreglarlo, pero pensó que quizá podría hacerlo cuando estuviera de nuevo en Berlín.
Al cabo de una semana de haber regresado a Berlín, Laura me comunicó que tenía el archivo listo para devolvérmelo. Dispusimos que un empleado del Guardian volara a Berlín, cogiera el archivo y me lo llevara a Río. Sin embargo, tras el dramático episodio del GCHQ, el empleado del periódico, presa del miedo, sugirió a Laura que, en vez de darle a él personalmente el archivo, me lo mandara mediante FedEx.
Esto alteró e irritó a Laura como nunca. «¿Ves lo que están haciendo?», me dijo. «Quieren poder decir “no tuvimos nada que ver con el transporte de estos documentos, fueron Glenn y Laura quienes se los pasaron uno a otro”». Añadió que utilizar FedEx para mandar documentos secretos por el mundo —y mandarlos desde Berlín a Río equivalía a colgarles un letrero de neón bien visible para las partes interesadas— era la peor violación imaginable de las normas de seguridad operativa.
«No volveré a confiar en ellos», declaró.
De todos modos, yo seguía necesitando ese archivo, pues contenía documentos fundamentales relacionados con artículos en los que estaba trabajando amén de muchos otros pendientes de publicación.
Janine insistía en que era un malentendido, en que el empleado había entendido mal los comentarios de su supervisor, en que actualmente algunos responsables de Londres se mostraban asustadizos ante la idea de transportar documentos entre Laura y yo. No había problema alguno, decía. Ese mismo día, alguien del Guardian iría a Berlín a recoger el archivo.
Era demasiado tarde. «Jamás en la vida daré estos documentos al Guardian», dijo Laura. «Ya no confío en ellos, eso es todo».
El tamaño y la confidencialidad del archivo disuadían a Laura de enviármelo por correo electrónico. Debía entregarlo en persona alguien de nuestra confianza. Ese alguien era David, quien, al enterarse del problema, se ofreció enseguida voluntario a ir a Berlín. Ambos vimos que era la solución ideal. David estaba al corriente de la historia, Laura lo conocía y confiaba en él, y en cualquier caso él tenía planeado visitarla para hablar con ella de posibles nuevos proyectos. Janine aceptó encantada la idea y accedió a que el Guardian costeara el viaje de David.
La agencia de viajes del Guardian le reservó el vuelo en British Airways y le mandó el itinerario por e-mail. Nunca se nos pasó por la cabeza que en el viaje pudiera surgir algún problema. Diversos periodistas del Guardian que han escrito artículos sobre los archivos de Snowden, así como empleados que han llevado documentos de un lado a otro, han despegado y aterrizado muchas veces en el aeropuerto de Heathrow sin incidentes. La misma Laura había volado a Londres solo unas semanas antes. ¿Cómo iba nadie a pensar que David —una figura mucho más periférica— corría peligro?
David salió rumbo a Berlín el domingo 11 de agosto; tenía que estar de regreso una semana después con el archivo de Laura. Sin embargo, la mañana de su llegada prevista, me despertó una llamada tempranera. La voz, con marcado acento británico, se identificó como «agente de seguridad del aeropuerto de Heathrow» y me preguntó si conocía a David Miranda. «Le llamamos para informarle», prosiguió, «de que tenemos retenido al señor Miranda en aplicación de la Ley Antiterrorista de 2000, Anexo 7».
Tardé en asimilar la palabra «terrorismo»; me sentía confuso más que nada. Lo primero que pregunté fue cuánto tiempo llevaba retenido, y cuando oí «tres horas» supe que no se trataba de un cribado estándar de inmigración. El hombre explicó que Reino Unido tenía el «derecho legal» de retenerle durante un total de nueve horas, y a partir de ahí un tribunal podía ampliar el período. También podían arrestarle. «Todavía no sabemos lo que vamos a hacer», dijo el agente de seguridad.
Tanto Estados Unidos como Reino Unido han dejado claro que, cuando aseguran estar actuando contra el «terrorismo», no respetan ninguna clase de límites, sean éticos, legales o políticos. Ahora David estaba bajo custodia con arreglo a la Ley Antiterrorista. Ni siquiera había intentado entrar en Reino Unido: cruzaba la zona de tránsito del aeropuerto. Las autoridades del país habían entrado en lo que ni siquiera es territorio británico y lo habían pillado invocando para ello las razones más opacas y escalofriantes.
Los abogados del Guardian y la diplomacia brasileña se pusieron en marcha al instante para lograr la liberación de David. A mí no me preocupaba cómo manejaría David el arresto. Una vida inconcebiblemente difícil tras haber crecido huérfano en una de las favelas más pobres de Río de Janeiro lo había vuelto muy fuerte, obstinado y astuto. Yo sabía que él entendería exactamente lo que estaba pasando y por qué, y no tuve duda alguna de que sus interrogadores acabarían tan hartos de él como él de ellos. Sea como fuere, a los abogados del Guardian les extrañaba que retuvieran a alguien tanto rato.
Investigando sobre la Ley Antiterrorista, me enteré de que son retenidas solo tres de cada mil personas, y de que la mayoría de los interrogatorios, más del 97%, dura menos de una hora. Solo el 0,06% permanece en manos de la policía más de seis horas. Parecía bastante probable que en cuanto llegara la novena hora David sería arrestado.
Como sugiere el nombre, el propósito declarado de la Ley Antiterrorista es interrogar a la gente sobre vínculos con el terrorismo. La capacidad para detener, afirma el gobierno británico, se utiliza «con el fin de determinar si la persona está o ha estado implicada en la perpetración, la preparación o la instigación de actos de terrorismo». No había justificación alguna, ni remotamente, para retener a David conforme a esa ley a menos que mi labor informativa se equiparase ahora con el terrorismo, lo que parecía ser el caso.
A medida que pasaban las horas, la situación parecía cada vez más sombría. Lo único que sabía yo era que en el aeropuerto había varios diplomáticos brasileños y abogados del Guardian intentando localizar a David y tener acceso a él, en vano hasta el momento. Pero a falta de dos minutos para que se cumpliera el período de nueve horas, un e-mail de Janine me dio en una palabra la noticia que yo necesitaba oír: «LIBERADO».
La escandalosa detención de David fue condenada al instante en todo el mundo como un intento rufianesco de intimidación. Una crónica de Reuters confirmaba que esta había sido de hecho efectivamente la intención del gobierno: «Un agente de seguridad de EE.UU. explicó a Reuters que uno de los principales objetivos de la… retención y el interrogatorio de Miranda era enviar a los destinatarios del material de Snowden, entre ellos el Guardian, el mensaje de que el gobierno británico se tomaba muy en serio lo de acabar con las filtraciones».
Sin embargo, como dije a la multitud de periodistas congregados en el aeropuerto de Río mientras esperábamos el regreso de David, la táctica intimidatoria británica no impediría mis reportajes. Si acaso, ahora me sentía incluso con más ánimo. Las autoridades británicas habían demostrado ser abusivas en extremo; a mi entender, la única respuesta adecuada era ejercer más presión y exigir más transparencia y rendición de cuentas. Es una función primordial del periodismo. Cuando me preguntaron cómo creía yo que se percibiría el episodio, dije que el gobierno británico acabaría lamentando lo que había hecho porque eso le daba ahora una imagen represiva y autoritaria.
Un equipo de Reuters tradujo mal y tergiversó mis comentarios —hechos en portugués— y llegó a decir que, en respuesta a lo que le habían hecho a David, yo ahora publicaría documentos sobre Reino Unido que antes no había tenido intención de revelar. Mediante servicio de cable, esta distorsión se transmitió enseguida al mundo entero.
Durante los dos días siguientes, los medios informaron airados de que yo había jurado llevar a cabo «periodismo de venganza». Se trataba de una tergiversación absurda: mi idea era que, tras el comportamiento abusivo de Reino Unido, yo estaba más decidido que nunca a seguir con mi labor. Sin embargo, como he podido comprobar muchas veces, asegurar que tus comentarios han sido sacados de contexto no sirve para parar la maquinaria mediática.
Basada o no en un error, la reacción ante mis comentarios fue reveladora: Reino Unido y Estados Unidos llevaban años comportándose como matones, respondiendo a cualquier desafío con intimidaciones o cosas peores. Las autoridades británicas acababan de obligar al Guardian a destruir sus ordenadores y detener a mi compañero en aplicación de una ley antiterrorista. Había filtradores procesados y periodistas amenazados con la cárcel. No obstante, los partidarios y apologistas del estado recibían indignados la mera percepción de una respuesta enérgica a una agresión así: ¡Dios mío! ¡Habla de venganza! La sumisión dócil a la coacción de los círculos oficiales se considera obligatoria; los actos de rebeldía son descalificados como insubordinación.
David y yo pudimos hablar en cuanto escapamos por fin de las cámaras. Me dijo que durante las nueve horas se había mostrado desafiante, aunque admitió haber pasado miedo.
Lo buscaban a él, sin duda: a los pasajeros de su vuelo se les dijo que enseñaran los pasaportes a agentes que esperaban fuera del avión. Tras ver el suyo, lo retuvieron en aplicación de la Ley Antiterrorista y lo «amenazaron desde el primer momento hasta el último», explicó David, que iría a la cárcel si no «cooperaba a fondo». Le requisaron todo su equipo electrónico, incluido el móvil con fotografías personales, contactos y chats con amigos, obligándole a darles la contraseña del teléfono so pena de arresto. «Me sentí como si invadieran mi vida entera, como si estuviera desnudo», dijo.
David había estado pensando en lo que EE.UU. y Reino Unido habían hecho durante la última década al amparo de la lucha contra el terrorismo. «Secuestran personas, las encarcelan sin cargos ni asistencia jurídica, las hacen desaparecer, las encierran en Guantánamo, las asesinan», explicaba David. «Lo que más asusta realmente es que estos dos gobiernos te llamen “terrorista”», decía; algo que no les pasaría a la mayoría de los ciudadanos norteamericanos o británicos. «Te das cuenta de que pueden hacerte cualquier cosa».
La controversia sobre la detención de David duró semanas. En Brasil fue noticia destacada durante días, y prácticamente toda la población brasileña se sintió indignada. Diversos políticos británicos pidieron la reforma de la Ley Antiterrorista. Desde luego resultaba gratificante ver que para mucha gente la ley de Reino Unido era fuente de abusos. Al mismo tiempo, sin embargo, la ley ya llevaba años originando atropellos, aunque, como se había aplicado sobre todo a los musulmanes, poca gente había mostrado interés. Para llamar la atención sobre los abusos, no debería haber hecho falta la detención del compañero de un periodista occidental, blanco y conocido, pero así fue.
Como cabía esperar, se supo que antes de la detención de David el gobierno británico había hablado con Washington. Cuando se le preguntó al respecto en una conferencia de prensa, un portavoz de la Casa Blanca dijo: «Hubo un aviso… una indicación de que probablemente iba a pasar algo». La Casa Blanca se negó a condenar la retención y admitió no haber tomado ninguna medida para evitarla ni disuadir de la misma.
La mayoría de los periodistas comprendía lo peligroso que era ese paso. «El periodismo no es terrorismo», declaró una indignada Rachel Maddow en su programa de la MSNBC yendo al meollo del asunto. Pero no todo el mundo lo veía igual. En un programa de máxima audiencia, Jeffrey Toobin elogió al gobierno británico equiparando la conducta de David con la del «mula» o narcotraficante. Tobbin añadió que David debería dar gracias por no haber sido arrestado y procesado.
Ese fantasma pareció algo más verosímil cuando el gobierno británico anunció que iniciaba formalmente una investigación criminal sobre los documentos que llevaba consigo David (que también había presentado una demanda contra las autoridades británicas alegando que su retención había sido ilegal al no tener nada que ver con el único fin de la ley que se le había aplicado: investigar los vínculos de una persona con el terrorismo). No es de extrañar que las autoridades estuvieran tan envalentonadas cuando el periodista más prominente compara una cobertura informativa de enorme interés público con la manifiesta ilegalidad de los traficantes de drogas.
Poco antes de morir, en 2005, David Halberstam, el archiconocido corresponsal de guerra en Vietnam, pronunció un discurso ante alumnos de la Escuela de Periodismo de Columbia. El momento de su carrera del que se sentía más orgulloso, les dijo, fue cuando unos generales norteamericanos de Vietnam amenazaron con exigir a sus directores del New York Times que lo apartasen de la cobertura del conflicto bélico. Al parecer, Halberstam había «enfurecido a Washington y Saigón al mandar despachos pesimistas sobre la guerra». Los generales le consideraban «enemigo», pues también había interrumpido sus conferencias de prensa para acusarles de mentir.
Para Halberstam, enfurecer al gobierno era motivo de orgullo, la verdadera finalidad de la profesión de periodista. Sabía que ser periodista significaba correr riesgos, enfrentarse a los abusos de poder, no someterse a ellos.
En la actualidad, para muchos de la profesión los elogios del gobierno al periodismo «responsable» —por seguir instrucciones suyas sobre lo que se debe publicar y lo que no— son una divisa de honor. Esta sería la verdadera medida del declive del periodismo de confrontación en Estados Unidos.