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DIEZ DÍAS EN HONG KONG

Llegamos a Hong Kong el domingo 1 de junio por la noche, con el plan de quedar con Snowden inmediatamente después de llegar al hotel. En cuanto estuve en mi habitación del hotel, en el exclusivo barrio de Kowloon, encendí el ordenador y lo busqué en el programa encriptado de chats que utilizábamos. Como casi siempre, allí estaba él, esperando.

Tras intercambiar algunos comentarios sobre el viaje, fuimos al grano y hablamos de la logística de nuestro encuentro. «Podéis venir a mi hotel», dijo.

Fue mi primera sorpresa: que se alojara en un hotel. Aún no sabía yo por qué se hallaba en Hong Kong, pero a estas alturas supuse que se escondía. Me lo había imaginado en un tugurio, en algún piso barato donde pudiera permanecer oculto sin que le llegara una paga regular, no instalado cómodamente en un hotel, expuesto al público, acumulando gastos a diario.

Cambiamos de planes y decidimos que sería mejor vernos a la mañana siguiente. La decisión la tomó Snowden, que estableció la atmósfera supercautelosa, envuelta en intrigas y misterio, que marcaría los días siguientes.

«Es más fácil que llaméis la atención si os movéis de noche», dijo. «Que dos americanos se registren en el hotel y salgan enseguida constituye una conducta extraña. Será algo más natural si venís por la mañana».

A Snowden le preocupaba tanto la vigilancia de las autoridades chinas y de Hong Kong como la de las americanas. No le gustaba nada que pudieran seguirnos agentes de inteligencia locales. Como di por sentado que él conocía a fondo las agencias de espionaje de EE.UU. y sabía de qué estaba hablando, respeté su opinión, pero me supo mal que no pudiéramos vernos esa noche.

Como Hong Kong iba exactamente doce horas por delante de Nueva York, ahora el día y la noche estaban invertidos, por lo que apenas dormí, lo mismo que durante el viaje. Se podía culpar al jet lag solo en parte; en un estado de excitación apenas controlable, fui capaz de dormitar solo unos noventa minutos, dos horas a lo sumo, lo que acabó siendo mi patrón normal de sueño durante toda la estancia.

A la mañana siguiente, Laura y yo nos encontramos en el vestíbulo y a continuación tomamos un taxi para ir al hotel de Snowden. Laura era quien había organizado los detalles del encuentro. Se mostró muy reacia a hablar en el taxi, pues temía que el conductor fuera un agente encubierto. Yo ya no me apresuraba como antes a rechazar esos temores calificándolos de paranoia. Pese a las pegas, le insistí lo suficiente para conocer el plan.

Iríamos a la tercera planta del hotel, donde se hallaban las salas de reuniones. Snowden había elegido una sala de reuniones concreta buscando lo que para él era el equilibrio perfecto: lo bastante aislada para evitar el «tráfico humano», sustancial como lo llamaba él, pero no tan oscura y oculta que llamara la atención mientras esperáramos.

Laura explicó que, una vez que llegásemos a la tercera planta, debíamos preguntar al primer empleado con que nos tropezásemos cerca de la habitación indicada si había algún restaurante abierto. Para Snowden, que estaría rondando cerca, la pregunta sería una señal de que no nos habían seguido. Dentro de la habitación, esperaríamos sentados en un sofá situado junto a «un caimán gigante», que, como confirmó Laura, era una especie de elemento decorativo, no un animal vivo.

Teníamos dos horas de cita distintas: las diez y las diez y veinte. Si Snowden no aparecía pasados dos minutos de la primera hora, teníamos que marcharnos y regresar para la segunda hora, cuando sí se reuniría con nosotros.

«¿Cómo sabremos que es él?», pregunté a Laura. Prácticamente aún no sabíamos nada de Snowden, ni la edad, ni la raza, ni el aspecto físico; nada.

«Llevará un cubo de Rubik», contestó.

Solté una carcajada. La situación era estrambótica. Improbable y extrema. Un thriller internacional surrealista rodado en Hong Kong, pensé.

El taxi nos dejó en la puerta del Hotel Mira, que, advertí, también estaba en el barrio de Kowloon, una zona muy comercial llena de tiendas elegantes y rascacielos: más notorios imposible. Al entrar en el vestíbulo, volví a sentirme desconcertado: Snowden no se alojaba en cualquier hotel, sino en uno imponente y caro, que costaba varios cientos de dólares la noche. Me pregunté por qué alguien que pretendía tirar de la manta en la NSA, que necesitaba moverse con discreción, había ido a esconderse en un hotel de Hong Kong ubicado en uno de los barrios más llamativos de la ciudad. Pero en ese momento no tenía sentido detenerse demasiado en el misterio, pues en cuestión de minutos conocería a la fuente, y cabía suponer que tendría todas las respuestas.

Como pasa con muchos edificios de Hong Kong, el Hotel Mira era grande como un pueblo. Laura y yo estuvimos al menos quince minutos recorriendo los largos y profundos pasillos camino del punto de encuentro. Tuvimos que tomar varios ascensores, cruzar puentes interiores y pedir indicaciones una y otra vez. Cuando creímos estar cerca de la habitación, vimos a un empleado del hotel. Con cierta torpeza le hice la pregunta codificada, y a continuación escuchamos instrucciones sobre varias opciones de restaurante.

Tras doblar una esquina vimos una puerta abierta y un enorme caimán verde de plástico en el suelo. Tal como habíamos quedado, nos sentamos en el sofá, varado en medio de aquella habitación por lo demás vacía, y aguardamos, nerviosos y en silencio. La pequeña habitación no parecía tener función alguna, ni parecía haber ningún motivo para que alguien entrase en ella, pues solo contenía el sofá y el caimán. Como al cabo de cinco minutos de estar allí callados no había aparecido nadie, nos fuimos a otra habitación próxima, en la que esperamos otros quince minutos.

A las diez y veinte regresamos y ocupamos de nuevo nuestro sitio junto al caimán, en el sofá, que daba a la pared posterior de la estancia y a un gran espejo. Dos minutos después oí que alguien entraba.

En vez de volverme y ver quién había entrado, seguí mirando el espejo de la pared de atrás, en el que de pronto se apreció el reflejo de un hombre acercándose. Me di la vuelta solo cuando el hombre estuvo a unos centímetros del sofá.

Lo primero que vi fue el no resuelto cubo de Rubik girando en la mano izquierda del individuo. Edward Snowden dijo hola, pero no extendió la otra mano para estrecharnos las nuestras, pues el encuentro pretendía ser casual. Tal como habían planeado, Laura le preguntó por la comida del hotel y él contestó que era mala. De todas las vueltas y revueltas de la historia entera, el momento del encuentro resultaría el más sorprendente.

Snowden contaba entonces veintinueve años, pero la camiseta blanca con unos caracteres algo desteñidos, los vaqueros y las gafas de intelectual lo hacían más joven. Se le apreciaba algo de pelo en la barbilla, aunque daba la impresión de que había empezado a afeitarse hacía poco. Iba básicamente muy cuidado y tenía un porte militar, pero estaba bastante delgado y pálido, y —como los tres en ese momento— se mostraba un tanto cauto y comedido. Habría pasado por cualquier tío de entre veintipocos y veintitantos años que trabajara en el laboratorio informático en un campus universitario.

De momento, yo no lograba armar el puzle. Sin haberlo pensado de manera consciente, por diversas razones había dado por sentado que Snowden era mayor, de cincuenta —o incluso sesenta— y tantos años. En primer lugar, teniendo en cuenta el hecho de que él tenía acceso a tantos documentos delicados, yo había supuesto que ostentaría un cargo importante dentro del sistema de seguridad nacional. Además, sus percepciones y estrategias eran siempre sofisticadas y bien fundadas, lo que me hacía pensar que era un veterano del ámbito político. Por último, como sabía que él estaba preparado para tirar su vida a la basura y pasar quizás el resto de la misma en la cárcel si revelaba lo que, en su opinión, el mundo debía saber, imaginé que se trataba de alguien próximo al final de su carrera. Pensé que si alguien llega a tomar una decisión tan extrema y abnegada, es porque ha experimentado muchos años, incluso décadas, de profundo desencanto.

Ver que la fuente del asombroso alijo de material de la NSA era un hombre tan joven ha sido una de las experiencias más chocantes de mi vida. Se me agolpaban las posibilidades en la cabeza: ¿Estábamos ante un engaño? ¿Había sido una pérdida de tiempo volar al otro extremo del mundo? ¿Cómo alguien tan joven podía tener acceso al tipo de información que habíamos visto? ¿Cómo iba a ser esa persona tan espabilada y experta en inteligencia y espionaje como demostraba ser nuestra fuente? Quizá, pensé, era solo el hijo o el ayudante, que ahora nos conduciría hasta la fuente propiamente dicha. Me inundaban la mente todas las posibilidades concebibles, y ninguna tenía verdadero sentido.

«Bien, acompañadme», dijo, a todas luces tenso. Le seguimos. Mientras andábamos, farfullamos varios cumplidos ininteligibles. Yo me sentía demasiado aturdido y confuso para hablar, y notaba que a Laura le pasaba lo mismo. Snowden parecía muy alerta, como si buscara observadores potenciales u otros signos de problema. Así que continuamos tras él prácticamente sin decir palabra.

Sin saber adónde nos llevaba, subimos al ascensor, llegamos a la décima planta y nos dirigimos a su habitación. Snowden sacó de la cartera una llave electrónica y abrió la puerta. «Bienvenidos», dijo. «Disculpad el desorden, pero es que llevo prácticamente dos semanas sin salir de la habitación».

La habitación se veía en efecto algo desordenada: platos del servicio de habitaciones con restos de comida amontonados en la mesa y ropa sucia desparramada. Snowden despejó una silla y me invitó a sentarme. Acto seguido, él se sentó en la cama. Como la habitación era tan pequeña, estábamos sentados a menos de un metro. La conversación discurría tensa, incómoda y forzada.

Él planteó enseguida cuestiones de seguridad y me preguntó si llevaba encima el móvil. Mi teléfono solo funcionaba en Brasil, pero Snowden insistió en que le quitara la batería o lo guardase en la nevera del minibar, lo cual al menos amortiguaría las conversaciones, que así serían más difíciles de escuchar.

Tal como me había contado Laura en abril, Snowden decía que el gobierno de Estados Unidos tenía capacidad para activar teléfonos móviles a distancia y convertirlos en dispositivos de escucha. Yo ya tenía conocimiento de esa tecnología, pero todavía consideraba que sus preocupaciones bordeaban la paranoia. Al final resultó que el equivocado era yo. El gobierno lleva años utilizando este procedimiento en las investigaciones criminales. En 2006, el juez federal que dirigía el proceso judicial contra presuntos mafiosos de Nueva York había dictaminado que el uso por parte del FBI de los denominados «micrófonos ocultos itinerantes» —que transformaban el móvil de una persona en un mecanismo de escucha mediante activación remota— era legal.

Tan pronto hube precintado el móvil en la nevera, Snowden cogió las almohadas de la cama y las arrimó a la parte inferior de la puerta. «Por si pasa alguien por el pasillo», explicó. «Podría haber cámaras en la habitación, pero lo que vamos a discutir va a salir igualmente en las noticias», dijo solo medio en broma.

Mi capacidad para evaluar todo aquello era muy limitada. Como seguía yo sin saber quién era Snowden, dónde trabajaba, lo que de veras le motivaba o lo que había hecho, no estaba muy seguro de qué amenazas podrían estar al acecho, de vigilancia o del tipo que fuera. Mi sensación permanente era la de incertidumbre.

Sin tomarse la molestia de sentarse ni decir nada, Laura, quizá para mitigar sus propios nervios, desembaló la cámara y la montó en el trípode. Se acercó, y a Snowden y a mí nos colocó sendos micrófonos.

Habíamos hablado de su idea de filmarnos mientras estuviéramos en Hong Kong: al fin y al cabo, ella era una realizadora de documentales que llevaba a cabo un trabajo sobre la NSA. Lo que estábamos haciendo llegaría a ser inevitablemente una parte fundamental de su proyecto. Yo sabía esto, pero no estaba preparado para empezar a grabar tan pronto. Había una disonancia cognitiva entre, por un lado, reunirnos a escondidas con una fuente que para el gobierno de EE.UU. había cometido delitos graves, y, por otro, filmarlo todo.

Laura estuvo lista en cuestión de minutos. «Empiezo a filmar», anunció, como si fuera la cosa más natural del mundo. Al reparar en que íbamos a ser grabados, aumentó notablemente la tensión en la estancia.

La interacción inicial entre Snowden y yo empezaba a ser incómoda, pero en cuanto la cámara empezó a funcionar, adoptamos en el acto una actitud más formal y menos cordial; la postura fue más rígida y nos pusimos a hablar más despacio. A lo largo de los años, he dado muchas charlas sobre cómo la vigilancia altera la conducta humana y he hecho hincapié en diversos estudios según los cuales las personas que se saben observadas se muestran más reprimidas, menos libres, más cautas sobre lo que dicen. Ahora veía y notaba una ilustración gráfica de esa dinámica.

Dada la inutilidad de nuestros intentos por intercambiar cortesías, lo único que podía hacer yo era lanzarme. «Tengo muchas preguntas que hacerte; empiezo, voy una por una, y si te parece bien podemos seguir a partir de ahí», dije.

«Me parece bien», dijo Snowden, a todas luces tan aliviado como yo al ver que íbamos al grano.

En ese momento, yo tenía sobre todo dos objetivos. Como éramos todos conscientes del riesgo de que fuera detenido en cualquier momento, mi máxima prioridad era saberlo todo acerca de Snowden: su vida, sus empleos, lo que le había empujado a tomar esa extraordinaria decisión, lo que había hecho en concreto para conseguir esos documentos y por qué, y qué estaba haciendo en Hong Kong. En segundo lugar, estaba decidido a averiguar si era sincero y cooperativo o si estaba ocultando cosas importantes sobre quién era y lo que había hecho.

Aunque yo había sido ensayista político durante casi ocho años, la experiencia más pertinente a lo que estaba a punto de hacer derivaba de mi profesión de abogado, que incluía tomar declaraciones de testigos. En una declaración, el abogado se sienta al otro lado de la mesa durante horas, a veces días, con los testigos, que tienen la obligación legal de permanecer ahí y responder a todas y cada una de las preguntas con sinceridad. Un objetivo clave es poner en evidencia mentiras, descubrir contradicciones en el relato y desmontar cualquier invención a fin de hacer emerger la verdad oculta. Tomar declaración era una de las pocas cosas que me gustaba realmente de ser abogado; y para desarmar al testigo había llegado a desarrollar toda clase de tácticas, en las que siempre se incluía un aluvión implacable de preguntas, a menudo las mismas formuladas repetidamente pero en contextos distintos, desde diferentes ángulos y enfoques, para verificar la solidez del relato.

Al hablar con Snowden online, mi postura había sido pasiva y deferente; ahora usaría mi táctica agresiva de abogado. Sin apenas un descanso para ir al baño o tomar un bocado, me pasé cinco horas interrogándole. Comencé por su infancia temprana, sus experiencias escolares, su historial laboral con el gobierno. Quise saber todos los detalles que él pudiera recordar. Snowden, hijo de empleados del gobierno federal de clase media-baja (su padre había sido guardacostas durante treinta años), había nacido en Carolina del Norte y crecido en Maryland. Más interesado en internet que en las clases, detestaba el instituto y no llegó a terminar la secundaria.

Casi al instante, alcancé a ver en persona lo que había observado en los chats online: Snowden era muy inteligente y racional, y sus procesos de pensamiento resultaban metódicos. Sus respuestas eran escuetas, claras y contundentes. Casi en todos los casos, respondían directamente a mi pregunta, con seriedad y reflexión. No había rodeos extraños ni relatos inverosímiles de los que constituyen el sello distintivo de las personas emocionalmente inestables o de quienes padecen dolencias psicológicas. Su estabilidad y su concentración transmitían confianza.

Pese a que en las interacciones online enseguida nos formamos impresiones de la gente, necesitamos conocer a alguien en persona para desarrollar un sentido fiable de quién es. Yo enseguida me sentí mejor respecto a la situación y me recuperé de mi desorientación y mis dudas iniciales sobre la persona con la que estaba abordando asuntos tan importantes. Con todo, permanecí muy escéptico porque sabía que la credibilidad de todo lo que íbamos a hacer dependía de la fiabilidad de las afirmaciones de Snowden acerca de quién era.

Dedicamos un buen rato al apartado de su trabajo y su evolución intelectual. Como les pasaba a muchos norteamericanos, las ideas políticas de Snowden habían cambiado considerablemente desde los atentados del 11 de Septiembre: se había vuelto mucho más «patriota». En 2004, a los veinte años, se había alistado en el ejército para luchar en la guerra de Irak, que en su momento consideró un esfuerzo noble para liberar al pueblo iraquí de la opresión. Sin embargo, tras solo unas semanas de instrucción básica, vio que allí se hablaba más de matar árabes que de liberar a nadie. Para cuando se hubo roto las dos piernas en un accidente, tras lo cual se vio obligado a dejar el ejército, ya se había desilusionado respecto a la verdadera finalidad de la guerra.

No obstante, como aún creía en la bondad esencial del gobierno de Estados Unidos, Snowden decidió seguir el ejemplo de muchos familiares suyos y se puso a trabajar para una agencia federal. Sin estudios secundarios, en la edad adulta temprana consiguió crearse oportunidades por su cuenta, entre ellas labores técnicas a treinta dólares la hora antes de cumplir los dieciocho, y desde 2002 fue ingeniero de sistemas en Microsoft. De todos modos, consideraba que una actividad en el gobierno federal era algo noble y prometedor desde el punto de vista profesional, por lo que empezó como guarda jurado del Centro de Estudios Avanzados del Lenguaje de la Universidad de Maryland, un edificio gestionado y utilizado en secreto por la NSA. La intención, decía él, era conseguir una autorización para asuntos secretos y así tener luego la oportunidad de dedicarse a labores técnicas.

Aunque Snowden había abandonado la secundaria, tenía un talento natural para la tecnología que ya se hizo evidente en su adolescencia. Combinadas con su obvia inteligencia, estas cualidades, pese a su corta edad y su falta de estudios formales, le permitieron avanzar deprisa en sus empleos, y pasó rápidamente de guardia de seguridad a experto técnico de la CIA en 2005.

Me explicó que toda la comunidad de inteligencia buscaba urgentemente trabajadores con destrezas tecnológicas. Se había transformado en un sistema tan grande y diseminado que le resultaba difícil encontrar suficientes personas capaces de hacerlo funcionar. Así pues, las agencias de seguridad nacional debieron recurrir a reservas de talento no tradicionales. Las personas con destrezas informáticas lo bastante avanzadas solían ser jóvenes, a veces alienados, que generalmente no habían brillado en la educación convencional. A menudo consideraban la cultura de internet mucho más estimulante que las instituciones educativas formales y las interacciones personales. Snowden llegó a ser un miembro muy valorado en su equipo IT (Tecnologías de Información) en la agencia, alguien sin duda más entendido y destacado que la mayoría de sus colegas de más edad y con formación superior. Tenía la impresión de haber encontrado el entorno adecuado en el que se verían recompensadas sus habilidades y sería pasada por alto su falta de referencias académicas.

En 2006, pasó de trabajar para una empresa contratista de la CIA a ser miembro de la plantilla a tiempo completo, lo que incrementaba sus posibilidades. En 2007, vio un anuncio de la CIA que suponía trabajar con sistemas informáticos mientras estuviera en el extranjero. Contando con elogiosas recomendaciones de sus jefes, consiguió el empleo, y al final acabó trabajando para la CIA en Suiza. Estuvo destinado en Ginebra tres años, hasta 2010, bajo la tapadera de ciertas credenciales diplomáticas.

Según la descripción que hacia Snowden de su trabajo en Ginebra, él era mucho más que un mero «administrador de sistemas». Se le consideraba el máximo experto técnico y en ciberseguridad en Suiza. Tenía el encargo de viajar por todas las regiones para resolver problemas insolubles para los demás. Fue escogido por la CIA como refuerzo del presidente en la Cumbre de 2008 de la OTAN celebrada en Rumanía. A pesar de este éxito, fue durante su período con la CIA cuando Snowden comenzó a inquietarse seriamente ante las acciones de su gobierno.

«Debido al acceso de los expertos técnicos a los sistemas informáticos, vi un montón de cosas secretas», me explicó Snowden, «algunas muy fuertes. Empecé a entender que lo que hace mi gobierno en el mundo es muy diferente de lo que siempre me habían contado. A su vez, este reconocimiento te empuja a reevaluar el modo de mirar las cosas, a cuestionártelas más».

Uno de los ejemplos que refirió fue el intento de varios agentes de la CIA de reclutar a un banquero suizo para que les proporcionara información confidencial. Querían saber acerca de las transacciones financieras realizadas por ciertas personas de interés para EE.UU. Snowden describió la manera en que uno de los agentes encubiertos se hizo amigo del banquero y una noche lo emborrachó y lo animó a conducir hasta su casa. Cuando la policía lo hizo parar y lo detuvo por DUI (Driving Under Influence, Conducir bajo la influencia [de alcohol o drogas]), el agente de la CIA se ofreció a ayudarle personalmente de diversas formas siempre y cuando el otro colaborase con la agencia. Al final, el esfuerzo de reclutamiento falló. «Destruyeron la vida del objetivo por algo que ni siquiera funcionó, y se fueron sin más», explicó. Más allá del engaño, Snowden se había sentido trastornado por el modo en que el agente alardeaba de los métodos utilizados para cazar a su presa.

Los esfuerzos baldíos de Snowden para que sus superiores fueran conscientes de los problemas en la seguridad y los sistemas informáticos, donde a su juicio se rozaban los límites de la ética, supusieron un factor añadido de frustración.

«Decían que no era asunto mío, o que no tenía suficiente información para hacer esas valoraciones. En esencia, me ordenaban que lo dejara correr», señaló. Entre sus compañeros, Snowden se ganó fama de plantear demasiados problemas, rasgo que no le granjeó el aprecio de sus superiores. «Fue entonces cuando comencé a ver realmente lo fácil que es separar el poder de la rendición de cuentas, y que cuanto más altos son los niveles de poder, menor es la supervisión y la obligación de asumir responsabilidades».

A finales de 2009, Snowden, decepcionado, estaba dispuesto a dejar la CIA. Fue entonces, al término de su estancia en Ginebra, cuando empezó a contemplar la posibilidad de delatar ilegalidades y filtrar secretos que, a su entender, revelaban delitos graves.

«¿Por qué no lo hiciste entonces?», pregunté.

En la época en cuestión, Snowden pensaba, o al menos esperaba, que la elección de Barack Obama como presidente permitiría acabar con algunas de las peores prácticas que había visto. Obama accedió al cargo jurando acabar con los abusos de la seguridad nacional que habían estado justificados por la guerra contra el terrorismo. Snowden esperaba que al menos se pulirían los bordes más ásperos del mundo militar y de la inteligencia.

«Pero enseguida estuvo claro que Obama no solo seguiría con los abusos, sino que en muchos casos los incrementaría», explicó. «Entonces comprendí que no cabía confiar en que un líder político arreglara estas cosas. El liderazgo ha de consistir sobre todo en actuar y servir de ejemplo para los demás, no en esperar que los demás actúen».

A Snowden también le preocupaba el daño que causaría al sacar a la luz lo que había descubierto en la CIA. «Si filtras secretos de la CIA, puedes perjudicar a ciertas personas», dijo refiriéndose a agentes encubiertos e informantes. «No estaba dispuesto a hacer eso. Pero si filtras secretos de la NSA, el perjuicio es solo para sistemas abusivos. La idea me gustaba mucho más».

Así pues, Snowden regresó a la NSA, esta vez trabajando para la Dell Corporation, que tenía un contrato con la agencia. En 2010 fue destinado a Japón y se le concedió un nivel de acceso a secretos de vigilancia mucho mayor que el que había tenido antes.

«Las cosas que vi empezaron a perturbarme de veras», explicó Snowden. «Podía observar drones en tiempo real mientras vigilaban a gente a la que quizá matarían. Veía pueblos enteros y lo que hacía todo el mundo. Veía a la NSA haciendo el seguimiento de actividades de ciertas personas en internet mientras tecleaban. Llegué a ser consciente de lo invasivas que eran las capacidades de vigilancia de EE.UU. Reparé en la auténtica dimensión de ese sistema. Y casi nadie sabía que estaba pasando».

La necesidad percibida, la obligación, de filtrar lo que estaba viendo se le hizo cada vez más apremiante. «Cuanto más tiempo pasaba en la NSA de Japón, más claro tenía que no podía guardármelo todo para mí. Me daba la impresión de que estaría mal contribuir a ocultarle todo aquello a la gente».

Más adelante, en cuanto se supo la identidad de Snowden, varios reporteros intentaron describirlo como alguien corto de luces, un tipo de TI de bajo nivel que se encontró casualmente con información confidencial. Sin embargo, la realidad era muy distinta.

Durante toda su labor tanto para la CIA como para la NSA, explicó Snowden, recibió cada vez más formación para llegar a ser agente cibernético cualificado, alguien capaz de hackear sistemas civiles y militares de otros países para robar información o perpetrar ataques sin dejar huellas. En Japón, este entrenamiento se intensificó. Snowden llegó a ser experto en los métodos más sofisticados para proteger datos electrónicos de la acción de otras agencias de inteligencia, y fue formalmente calificado como ciberagente de alto nivel. Al final fue elegido por la Academia de Formación de Contraespionaje de la DIA [Agencia de Inteligencia de la Defensa] para dar clases de contraespionaje cibernético en el curso de contraespionaje chino.

Los métodos de seguridad operativa en los que insistía él tanto eran los que había aprendido e incluso ayudado a diseñar en la CIA y, sobre todo, en la NSA.

En julio de 2013, el New York Times confirmó lo que Snowden me había contado: informaba de que «en 2010, mientras trabajaba para una empresa contratista de la Agencia de Seguridad Nacional, Edward J. Snowden aprendió el oficio de hacker» y de que «se convirtió en el tipo de experto en ciberseguridad que la NSA recluta con urgencia». La formación que recibió allí, decía el New York Times, fue «fundamental en su cambio hacia más ciberseguridad sofisticada». El artículo añadía que los archivos a los que había accedido Snowden ponían de manifiesto que «había pasado al lado ofensivo del espionaje electrónico o de la guerra cibernética, en la que la NSA analiza sistemas informáticos de otros países para robar información u organizar ataques».

Aunque en mi interrogatorio intenté ajustarme a la cronología, a veces no podía resistir la tentación de dar saltos adelante, movido sobre todo por la impaciencia. Quería llegar especialmente al núcleo de lo que para mí había sido el mayor misterio desde que había empezado a hablar con él: qué había impulsado realmente a Snowden a tirar su carrera a la basura, convertirse en un potencial delincuente y violar las exigencias de confidencialidad y lealtad que habían resonado durante años en su cabeza.

Le formulé la misma pregunta de varias maneras, y Snowden me dio respuestas distintas, aunque las explicaciones daban la impresión de ser o bien demasiado superficiales, abstractas, o bien carentes de pasión o convicción. Se mostraba muy cómodo al hablar de tecnología y sistemas de la NSA, pero bastante menos cuando el tema era él mismo, sobre todo en respuesta a las sugerencias de que había hecho algo valiente y extraordinario que justificaba una explicación psicológica. Como sus respuestas parecían más abstractas que viscerales, las encontré poco convincentes. Decía que el mundo tenía derecho a saber lo que se hacía con su privacidad; que sentía la obligación moral de adoptar una postura frente a las fechorías y vilezas; que su conciencia no le permitía quedarse callado ante las amenazas ocultas a sus valores más preciados.

A mi entender, esos valores políticos eran para él reales, pero yo quería saber qué le había empujado a sacrificar su vida y su libertad en defensa de esos valores, y tenía la sensación de no estar obteniendo una respuesta sincera. Quizás él no sabía la respuesta o, como les pasa a muchos hombres norteamericanos, en especial a los inmersos en una cultura de seguridad nacional, quizás era reacio a escarbar tan hondo; pero yo debía averiguarlo.

En cualquier caso, quería estar seguro de que él había tomado su decisión conociendo verdadera y racionalmente las consecuencias: no iba ayudarle a asumir tantos riesgos si no estaba convencido de que él actuaba con autonomía y capacidad plenas, con una verdadera comprensión de su objetivo.

Por último, Snowden me dio una respuesta que percibí vehemente y real. «La verdadera medida del valor de una persona no es aquello en que dice que cree, sino lo que hace para defender esas creencias», dijo. «Si no actúas con arreglo a tus creencias, seguramente no son reales».

¿Cómo había creado esta medida para calcular su valor? ¿De dónde había sacado su creencia de que solo actuaría moralmente si estaba dispuesto a sacrificar sus propios intereses para alcanzar un bien superior?

«Partiendo de muchos sitios diferentes, de muchas experiencias», dijo Snowden. Había crecido leyendo grandes cantidades de mitología griega y había recibido la influencia de El héroe de las mil caras: psicoanálisis del mito, de Joseph Campbell, que, señalaba, «encuentra hilos comunes entre las historias compartidas por todos». La principal lección que aprendió en ese libro fue que «somos nosotros quienes infundimos significado a la vida mediante nuestras acciones y los relatos que creamos con ellas». Una persona es solo lo definido por sus acciones. «No quiero ser una persona que tiene miedo de actuar en defensa de sus principios».

Este tema, este constructo moral para aquilatar la identidad y el valor de uno, aparecía una y otra vez en su recorrido intelectual, aparte, añadió con cierta vergüenza, de los videojuegos. La lección aprendida por Snowden de su inmersión en los videojuegos, decía, era que una persona sola, incluso la menos poderosa, puede enfrentarse a una gran injusticia. «El protagonista suele ser una persona corriente que se ve frente a graves injusticias causadas por fuerzas poderosas y tiene la opción de huir asustado o luchar por sus creencias. Y la historia también pone de manifiesto que personas aparentemente normales con la suficiente firmeza pueden triunfar ante los adversarios más temibles».

No era él la primera persona en afirmar que los videojuegos habían sido decisivos a la hora de determinar su visión del mundo. Años atrás quizá me habría burlado, pero ahora ya tenía asumido que, para la generación de Snowden, los videojuegos desempeñaban, en el moldeado de la conciencia política, el razonamiento moral y la comprensión del lugar de uno en el mundo, un papel tan importante como la literatura, el cine o la televisión. También plantean a menudo dilemas morales complejos y provocan reflexión, sobre todo entre las personas que empiezan a cuestionarse lo que les han enseñado.

El primer razonamiento moral de Snowden —extraído de un esfuerzo que creaba, como decía él, «un modelo de quién queremos ser y por qué»— evolucionó hasta convertirse en una seria introspección adulta sobre obligaciones éticas y límites psicológicos. «Lo que mantiene a una persona pasiva y dócil», explicaba, «es el miedo a las repercusiones, pero en cuanto te libras de las ataduras a las cosas que en última instancia no importan —el dinero, la carrera, la seguridad física—, puedes superar ese miedo».

Igualmente fundamental para su cosmovisión era el valor sin precedentes de internet. Como para muchos de su generación, para él «internet» no era una herramienta aislada para tareas concretas, sino el mundo en el que se desarrollaba su mente y su personalidad, un lugar en sí mismo que ofrecía libertad, exploración y el potencial para el conocimiento y el crecimiento intelectual.

Para Snowden, las excepcionales cualidades de internet tenían un valor sin parangón, había que preservarlas a toda costa. Siendo adolescente, había usado internet para explorar ideas y hablar con personas de lugares lejanos y ambientes radicalmente distintos con las que, de lo contrario, jamás habría tenido contacto. «Más que nada, internet me permitió experimentar libertad e investigar mi capacidad plena como ser humano». A todas luces animado, incluso vehemente, al hablar de la importancia de internet, Snowden añadió: «Para muchos niños, internet es un medio de autorrealización. Les permite explorar quiénes son y qué quieren ser, pero esto solo funciona si somos capaces de conservar la privacidad y el anonimato, de cometer errores sin que nos vigilen. Me preocupa que mi generación sea la última en disfrutar de esta libertad».

El papel de esto en su decisión me quedó clarísimo. «No quiero vivir en un mundo sin privacidad ni libertad, donde se suprima el extraordinario valor de internet», dijo Snowden, que sentía el impulso de hacer todo lo posible para impedir que sucediera eso o, siendo más exactos, para permitir que otros tomaran la decisión de actuar o no en defensa de esos valores.

En ese orden de cosas, Snowden hacía una y otra vez hincapié en que su objetivo no era destruir la capacidad de la NSA para eliminar la privacidad. «Esta decisión no me corresponde a mí», dijo. Lo que sí quería era que los ciudadanos de EE.UU. y del mundo entero supieran qué se estaba haciendo con su privacidad, darles esa información. «Mi intención no es destruir estos sistemas», insistía, «sino ayudar a la gente a decidir si deben seguir actuando igual o no».

Con frecuencia, los reveladores de secretos como Snowden son calificados de solitarios o perdedores, gente que no actúa a partir de la conciencia sino de la alienación y la frustración ante una vida fracasada. Pero Snowden era todo lo contrario: tenía una vida llena de cosas que la gente considera valiosísimas. Su decisión de filtrar los documentos significó renunciar a una novia de hacía años a la que quería, una vida en la paradisíaca Hawái, una familia que le apoyaba, una actividad profesional estable, un buen sueldo, una existencia llena de posibilidades de toda índole.

Cuando en 2011 terminó su temporada en Japón para la NSA, Snowden volvió a trabajar para la Dell Corporation, esta vez en una oficina de la CIA de Maryland. Con los pluses, iba camino de ganar más de doscientos mil dólares anuales colaborando con Microsoft y otras empresas tecnológicas en la creación de sistemas seguros para la CIA y otras agencias dedicadas a almacenar documentos y datos. «El mundo estaba cada vez peor», decía Snowden de esa época. «En este puesto, veía de primera mano que el estado, sobre todo la NSA, trabajaba conjuntamente con la industria privada de alta tecnología para conseguir acceso total a las comunicaciones de la gente».

A lo largo de las cinco horas de interrogatorio de ese día —de hecho, todo el rato que hablé con él en Hong Kong—, el tono de Snowden fue casi siempre sereno, sosegado, prosaico. Sin embargo, cuando explicó lo que por fin lo había impulsado a actuar se mostró más apasionado, incluso ligeramente nervioso. «Me di cuenta», dijo, «de que estaban creando un sistema cuya finalidad era eliminar la privacidad a escala mundial, de tal manera que toda comunicación electrónica pudiera ser recogida, almacenada y analizada por la NSA».

Tras darse cuenta de esto, Snowden reforzó su decisión de convertirse en filtrador. En 2012 fue trasladado por la Dell de Maryland a Hawái. Pasó períodos de 2012 preparándose descargando los documentos que, a su juicio, el mundo debía conocer. Escogió algunos no para ser publicados sino para que los periodistas entendieran el contexto de los sistemas sobre los que estaban informando.

A principios de 2013, comprendió que había un conjunto de documentos que necesitaba para completar el cuadro que quería mostrar al mundo, pero no podría acceder a ellos mientras estuviera en la Dell. Serían accesibles solo si ocupaba un puesto distinto, uno en el que estuviera asignado formalmente como analista de infraestructuras, lo que le permitiría llegar a los almacenes de datos de vigilancia en bruto de la NSA.

Con este propósito en mente, Snowden solicitó un empleo ofrecido en Hawái por Booz Allen Hamilton, una de las empresas contratistas de defensa más grandes y poderosas del país, llena de antiguos funcionarios gubernamentales. A tal fin aceptó una reducción de salario. El nuevo puesto le permitió descargar la serie final de archivos que creía necesitar para completar el cuadro del espionaje de la NSA. Lo más importante fue que, gracias a ese acceso, pudo recoger información del seguimiento secreto de la NSA sobre toda la infraestructura de telecomunicaciones en el interior de Estados Unidos.

A mediados de mayo de 2013, Snowden solicitó un par de semanas libres para recibir tratamiento contra la epilepsia; sabía que padecía la enfermedad desde el año anterior. Empaquetó sus cosas, entre las que incluyó cuatro portátiles vacíos que usaría con distintas finalidades. No le dijo a su novia adónde iba; de hecho, para él era algo habitual viajar sin poder revelarle a ella su destino. Snowden quería mantenerla al margen para no exponerla al acoso del gobierno una vez que se hiciera pública la identidad del revelador de secretos.

El 20 de mayo salió de Hawái y llegó a Hong Kong, donde se registró en el Hotel Mira con su propio nombre, y allí permanecía desde entonces.

Snowden se alojaba en el hotel sin esconderse mucho, pagando con la tarjeta de crédito, porque, explicaba, sabía que, a la larga, sus movimientos estarían controlados por el gobierno, los medios y prácticamente todo el mundo. Quería evitar cualquier afirmación de que fuera un agente extranjero, algo más fácil si se hubiera pasado el tiempo oculto. Se había propuesto demostrar, decía, que sus movimientos se podían justificar, que no había conspiración alguna, que estaba actuando solo. Para las autoridades chinas y de Hong Kong, parecía un hombre de negocios, no alguien que tratara de pasar desapercibido. «No tengo intención de ocultar lo que soy ni quién soy», dijo, «por lo que no tengo motivos para esconderme y alimentar teorías de la conspiración ni campañas demonizadoras».

Entonces le pregunté lo que me rondaba desde la primera vez que hablamos online: ¿Por qué había escogido Hong Kong como destino una vez que estuvo listo para revelar los documentos? Como era de prever, Snowden contestó que la decisión se había basado en un análisis cuidadoso.

Su prioridad, explicó, era garantizar su seguridad física y evitar la intromisión de EE.UU. mientras trabajaba conmigo y con Laura sobre los documentos. Si las autoridades norteamericanas descubrían su plan de filtrar los documentos, intentarían impedirlo, detenerle o algo peor. Aun siendo semiindependiente, Hong Kong formaba parte del territorio chino, razonaba, y para los agentes norteamericanos sería más difícil actuar contra él allí que en otros lugares que había contemplado como candidatos para buscar refugio definitivo, por ejemplo, algún país latinoamericano pequeño como Ecuador o Bolivia. Hong Kong también estaría más dispuesto a resistir la presión de EE.UU. a entregarlo —y sería más capaz de hacerlo— que los países europeos pequeños del tipo de Islandia.

Aunque hacer públicos los documentos había sido la principal consideración a la hora de elegir destino, no era la única. También quería estar en un sitio donde la gente tuviera cierto compromiso con valores políticos importantes para él. Tal como explicaba, los habitantes de Hong Kong, aunque han acabado sometidos al régimen represivo chino, habían luchado por preservar ciertas libertades políticas básicas y creado un efervescente clima de disidencia. Snowden señaló que Hong Kong tenía dirigentes políticos elegidos democráticamente y era también sede de importantes protestas callejeras, entre ellas una manifestación anual contra la represión en la plaza de Tiananmen.

Hubiera podido ir a otros lugares, donde habría disfrutado incluso de más protección contra potenciales acciones de EE.UU., incluida la China continental. Y desde luego había países donde imperaba más libertad política. Sin embargo, tuvo la impresión de que Hong Kong procuraba la mejor combinación de seguridad física y solidez política.

La decisión presentaba inconvenientes, por supuesto, de los que Snowden era consciente, entre ellos las relaciones de la ciudad con la China continental, lo que procuraría a sus críticos una vía fácil para demonizarle. Pero no había decisiones perfectas; «todas mis opciones son malas», solía decir, y Hong Kong a él le proporcionó un grado de seguridad y a nosotros, una libertad de movimientos que habría sido difícil encontrar en otra parte.

Una vez que tuve en mi poder todos los hechos, tenía otro objetivo: asegurarme de que Snowden sabía lo que probablemente le pasaría en cuanto se supiera que era la fuente originaria de las revelaciones.

La administración Obama había librado lo que para personas de todo el espectro político era una guerra sin precedentes contra los delatores de ilegalidades. Pese a que en su campaña electoral había asegurado que tendríamos la «administración más transparente de la historia», comprometiéndose concretamente a proteger a los delatores de ilegalidades, a quienes elogió llamándoles «nobles» y «valientes», el presidente había hecho justo lo contrario.

Con arreglo a la Ley de Espionaje de 1917, la administración Obama ha iniciado contra los filtradores gubernamentales más acciones judiciales —un total de siete— que todas las administraciones anteriores juntas: de hecho, más del doble. La Ley de Espionaje, aprobada durante la Primera Guerra Mundial para permitir a Woodrow Wilson criminalizar a los contrarios a la guerra, tenía sanciones muy duras: incluían la cadena perpetua e incluso la pena de muerte.

Sobre Snowden caería todo el peso de la ley, sin ninguna duda; cabía esperar que se le calificara de traidor, por lo que el Departamento de Justicia de Obama lo acusaría de delitos que le mandarían a prisión de por vida.

«¿Qué crees que pasará cuando se sepa que eres la fuente?», le pregunté.

Snowden contestó al punto, lo que dejaba claro que se había planteado la cuestión muchas veces: «Dirán que he violado la Ley de Espionaje. Que he cometido crímenes graves. Que he ayudado a enemigos de Norteamérica. Que he puesto en peligro la seguridad nacional. Seguro que utilizarán cualquier incidente de mi pasado, y probablemente exagerarán o incluso inventarán algunos para demonizarme tanto como sea posible».

Él no quería ir a la cárcel. «Intentaré evitarla», dijo. «Pero si es el resultado final de todo esto, y sé que hay una elevada probabilidad de que así sea, decidí hace tiempo que puedo aguantar lo que sea. Lo único que no puedo aguantar es saber que no hice nada».

Ese primer día y todos los días subsiguientes, la resolución y la tranquila previsión de lo que pudiera pasarle fueron sorprendentes y conmovedoras de verdad. No le detecté en ningún momento una sola nota de arrepentimiento, miedo ni angustia. Explicó impasible que había tomado su decisión y conocía las posibles consecuencias, para las que estaba preparado.

Del hecho de haber tomado la decisión, Snowden parecía extraer cierta fuerza. Cuando hablaba de lo que el gobierno de EE.UU. podía hacerle, irradiaba una extraordinaria serenidad. La imagen de ese hombre de veintinueve años respondiendo así a la amenaza de pasarse décadas, o la vida entera, en una cárcel de máxima seguridad —perspectiva que, por definición, paralizaría de miedo a cualquiera— era sumamente inspiradora. Y su coraje resultaba contagioso: Laura y yo nos juramos uno a otro, y juramos a Snowden, que todas las decisiones que tomásemos y las acciones que emprendiésemos en lo sucesivo honrarían su camino elegido. Yo me sentía en la obligación de informar sobre la cuestión con el espíritu que había animado la acción original de Snowden: valentía fundada en la convicción de hacer lo que uno cree correcto, y un rechazo a ser intimidado o disuadido mediante amenazas infundadas de funcionarios malévolos ansiosos por ocultar sus propias acciones.

Tras cinco horas de interrogatorio, estaba convencido, más allá de toda duda, de que Snowden era sincero y había reflexionado seriamente sobre sus motivos. Antes de irnos, volvió sobre la cuestión que ya había mencionado otras veces: insistía en identificarse como la fuente de los documentos, y en que esto se hiciera en el primer artículo que publicáramos. «Quienquiera que haga algo tan importante tiene la obligación de explicar a la gente por qué lo ha hecho y qué espera conseguir», dijo. Tampoco quería, con su encierro, agudizar el ambiente de miedo que el gobierno de EE.UU. había fomentado.

Además, Snowden estaba seguro de que la NSA y el FBI localizarían la fuente de las filtraciones en cuanto empezaran a publicarse nuestros reportajes. No había tomado todas las medidas posibles para tapar sus huellas, pues no quería que sus colegas fueran objeto de investigación o falsas acusaciones. Insistía en que, mediante las destrezas adquiridas y teniendo en cuenta lo muy laxos que eran los sistemas de la NSA, habría podido eliminar sus huellas si hubiera querido, incluso tras descargar tantos documentos secretos. Pero había decidido dejar al menos algunas huellas electrónicas para ser descubierto, lo cual significaba que permanecer escondido ya no era una alternativa válida.

Aunque yo no quería ayudar al gobierno a averiguar la identidad de mi fuente dándola a conocer, Snowden me convenció de que el descubrimiento de su identidad era inevitable. Y de algo más importante: estaba decidido a definirse ante la gente antes de que el gobierno lo definiera a él.

El único miedo de Snowden respecto a dar a conocer su identidad era el de distraerse de lo esencial de sus revelaciones. «Sé que los medios lo personalizan todo, y el gobierno querrá convertirme en el eje de la historia, matar al mensajero», dijo. Su intención era identificarse pronto, y a continuación desaparecer de escena para que el centro de atención fuera la NSA y sus actividades de espionaje. «En cuanto me haya identificado y explicado a mí mismo», añadió, «no haré nada con los medios. No quiero ser yo la historia».

Yo creía que, en vez de revelar su identidad en el primer artículo, sería mejor esperar una semana para así poder publicar la serie inicial de informes sin esa distracción. Nuestra idea era simple: sacar una historia tras otra, cada día, una versión periodística del dominio rápido, empezando lo antes posible, y como culminación dar a conocer la fuente. Al final de la reunión de ese primer día, estábamos todos de acuerdo. Teníamos un plan.

Durante el resto del tiempo que pasé en Hong Kong, me reuní y hablé cada día con Snowden largo y tendido. No dormí ninguna noche más de dos horas, y en todo caso solo gracias a los somníferos. Me pasaba el resto del tiempo escribiendo artículos basados en los documentos de Snowden y, en cuanto empezaron a publicarse, a conceder entrevistas para hablar de ellos.

Snowden dejó que Laura y yo decidiésemos qué informaciones debían hacerse públicas, en qué orden, y cómo se presentarían. Sin embargo, el primer día —como había hecho en muchas ocasiones antes y haría después— recalcó la urgencia de que examinásemos todo el material con cuidado. «Seleccioné estos documentos basándome en el interés general», nos dijo, «pero confío en vuestro criterio periodístico para publicar solo los que la gente deba conocer y se puedan sacar a la luz sin hacer daño a personas inocentes». Snowden sabía al menos una cosa: que la capacidad de generación de un verdadero debate público dependía de que el gobierno de EE.UU. no tuviera ninguna excusa para acusarnos de poner vidas en peligro debido a la publicación de los documentos.

También hacía hincapié en lo importante que era publicar los documentos de manera periodística, es decir, trabajando con los medios y escribiendo artículos que brindaran el contexto de los materiales, no solo publicarlos a granel. Este planteamiento, creía él, proporcionaría más protección legal y, más importante aún, permitiría a los lectores procesar las revelaciones de forma más ordenada y racional. «Si quisiera tan solo publicar masivamente los documentos en internet, habría podido hacerlo yo mismo», dijo. «Quiero que garanticéis que estas historias se publican una a una, para que el público entienda lo que debería saber». Estuvimos todos de acuerdo en que este sería nuestro marco de referencia.

Snowden explicó en diversas ocasiones que había querido involucrarnos a mí y a Laura en las historias desde el principio porque sabía que nosotros las expondríamos con garra y no cederíamos a las amenazas del gobierno. Solía hacer referencia al New York Times y otros medios de comunicación importantes que habían entorpecido la publicación de buenos artículos por presiones gubernamentales. No obstante, aunque deseaba una cobertura agresiva, quería también periodistas meticulosos que se tomaran el tiempo necesario para garantizar que los hechos serían irrebatibles y que todos los artículos se analizarían a fondo. «Algunos de los documentos que os doy no son para ser publicados, sino para que vosotros entendáis cómo funciona este sistema y así podáis informar correctamente», dijo.

Después de mi primer día entero en Hong Kong, dejé a Snowden en su habitación, volví a la mía y me quedé levantado para escribir cuatro artículos con la esperanza de que el Guardian los publicase de inmediato. Había un poco de prisa: necesitábamos que Snowden revisara con nosotros tantos documentos como fuera posible antes de que, por una razón u otra, ya no pudiera hablar más.

La urgencia tenía otra causa. En el taxi que nos había llevado al aeropuerto JFK, Laura me había confesado que había hablado de los documentos de Snowden con varios reporteros importantes, entre ellos Barton Gellman, el doble ganador del premio Pulitzer, que había estado en la redacción del Washington Post y ahora trabajaba para el periódico por cuenta propia. A Laura le costaba convencer a ciertas personas de que viajasen con ella a Hong Kong. Pero Gellman, que llevaba tiempo implicado en asuntos de vigilancia, había mostrado mucho interés en la historia.

Por recomendación de Laura, Snowden había accedido a entregar «algunos documentos» a Gellman con la idea de que él, el Post y ella informarían sobre revelaciones concretas.

Yo respetaba a Gellman, pero no al Washington Post, que, a mi juicio, como vientre de la bestia de Beltway, encarna los peores atributos de los medios políticos de EE.UU.: excesiva cercanía al gobierno, veneración por las instituciones de seguridad nacional, exclusión rutinaria de las voces disidentes. Incluso un crítico del periódico, Howard Kurtz, documentó en 2004 que el Post había amplificado sistemáticamente las voces favorables a la guerra en el período previo a la invasión de Irak al tiempo que restaba importancia o directamente excluía a las voces contrarias. La cobertura periodística del Post, concluía Kurtz, había sido «llamativamente tendenciosa» a favor de la invasión. El editorial del Post se comportaba, en general, como una de las cheerleaders más vociferantes y atolondradas a favor del militarismo norteamericano, así como del secretismo y de la vigilancia.

El Post contaba ahora con una importante primicia que había obtenido sin ningún esfuerzo y que la fuente —Snowden— no había seleccionado como primera opción (pero había aceptado la recomendación de Laura). De hecho, mi primera conversación encriptada con Snowden surgió a raíz de su enfado por el enfoque pusilánime del Post.

A lo largo de los años, una de mis pocas críticas a WikiLeaks ha sido que ellos también, en ocasiones similares, procuraron valiosas primicias a los propios medios de comunicación del establishment para proteger al gobierno en lo posible, con lo que aumentaba su prestigio e importancia. Las primicias exclusivas sobre documentos secretos elevan el estatus de la publicación de forma excepcional y acreditan al periodista que da la noticia. Pero tiene mucho más sentido dar estas primicias a periodistas independientes y organizaciones mediáticas, pues así se potencia su voz, se eleva su perfil y se maximiza su impacto.

Peor aún, me enteré de que el Post acataba diligentemente las normas no escritas sobre cómo los medios del poder establecido deben informar sobre los secretos de estado. Según estas normas, que permiten al gobierno controlar revelaciones y minimizar, e incluso neutralizar, su impacto, lo primero que deben hacer los redactores es acudir a los funcionarios y notificarles lo que pretenden publicar. A continuación, los funcionarios de la seguridad nacional explican a los redactores los diversos aspectos en que la seguridad nacional podría verse perjudicada por las revelaciones. Tiene lugar una prolongada negociación sobre lo que se publicará y lo que no. En el mejor de los casos, se producen considerables demoras; a menudo se suprime información de clarísimo interés periodístico. Esto es lo que llevó al Post, una vez que se hubo conocido en 2005 la existencia de centros de detención clandestinos de la CIA, a ocultar la identidad de los países en los que se ubicaban esas cárceles, lo cual permitió a la CIA proseguir su actividad en sus centros ilegales de tortura.

Este mismo proceso hizo que el New York Times ocultara durante más de un año la existencia del programa de escuchas sin mandamiento judicial de la NSA después de que, a mediados de 2004, los reporteros James Risen y Eric Lichtblau estuvieran listos para informar acerca del mismo. El presidente Bush había mandado llamar al dueño del periódico, Arthur Sulzberger, y al jefe de redacción, Bill Keller, al Despacho Oval para hacer absurdamente hincapié en que, si revelaban que la NSA espiaba a americanos sin autorización legal, estarían ayudando a los terroristas. El New York Times se plegó a estos dictados y bloqueó la publicación del artículo durante quince meses, hasta finales de 2005, después de que Bush hubiera sido elegido de nuevo (colaborando así en su reelección mientras ocultaba a la gente que había estado escuchando ilegalmente a los norteamericanos sin orden judicial). El Times acabó publicando la historia de la NSA solo cuando un frustrado Risen estaba a punto de sacar a la luz las revelaciones en su libro y el periódico no quería que su propio reportero se le adelantase.

Luego está el tono que los medios del establishment utilizan para hablar de las fechorías del gobierno. La cultura periodística norteamericana establece que los reporteros han de evitar afirmaciones claras o enunciativas, e incorporar a su cobertura declaraciones gubernamentales con independencia de lo intrascendentes que sean. A tal fin, usan lo que el propio columnista del Post, Erik Wemple, denomina con sorna «zigzag en medio de la calzada»: se trata de no decir nunca nada definitivo sino de otorgar el mismo crédito a las explicaciones del gobierno y a los hechos reales, lo cual tiene el efecto de diluir las revelaciones en un revoltijo confuso, incoherente y a menudo irrelevante. Por encima de todo, dan siempre gran importancia a las declaraciones oficiales, incluso cuando son a todas luces falsas o engañosas.

Fue este periodismo servil y miedoso lo que llevó al Times, el Post y otros medios a negarse a usar la palabra «tortura» en sus reportajes sobre los interrogatorios de la era Bush, pese a que la utilizaban sin reparos para describir la misma táctica cuando se hablaba de otros gobiernos. También fue eso lo que provocó la debacle de los medios que blanqueaban afirmaciones gubernamentales infundadas sobre Saddam e Irak para vender al público norteamericano una guerra emprendida basándose en pretextos falsos que los medios de comunicación de EE.UU. amplificaban en vez de investigar.

Otra regla tácita concebida para proteger al gobierno es que los medios publican solo unos cuantos documentos secretos y luego lo dejan. Informan sobre un archivo como el de Snowden de forma que el impacto sea limitado: publicar un puñado de crónicas, deleitarse en elogios de «gran primicia», recibir premios y luego marcharse, garantizando que nada cambia realmente. Snowden, Laura y yo coincidíamos en que la verdadera cobertura sobre los documentos de la NSA pasaba por publicar de manera agresiva una crónica tras otra, y no parar hasta haber abarcado todos los temas de interés público, al margen del enfado o las amenazas que ello suscitara.

Desde la primera conversación, Snowden había sido claro con respecto a sus razones para desconfiar de los medios del poder establecido, refiriéndose una y otra vez a la ocultación de las escuchas de la NSA por el New York Times. Había llegado a creer que la ocultación de la información por parte del periódico podía muy bien haber cambiado el resultado de las elecciones de 2004. «Ocultar esa historia cambió la historia», dijo.

Estaba decidido a poner al descubierto el espionaje extremo de la NSA reflejado en los documentos para posibilitar un debate público permanente con consecuencias reales, no solo lanzar una primicia excepcional sin más consecuencias que algunos elogios para los reporteros. Eso requeriría informes audaces, desdén hacia las excusas endebles del gobierno, firme y contundente defensa de la pertinencia de las acciones de Snowden y una condena inequívoca de la NSA… exactamente lo que el Post prohibiría hacer a sus reporteros. Yo sabía que lo único que haría el Post sería atenuar el impacto de las revelaciones. El hecho de que hubieran recibido un montón de documentos de Snowden parecía desmentir totalmente lo que, a mi entender, estábamos intentando conseguir.

Como de costumbre, Laura tenía razones convincentes para desear implicar al Post. Para empezar, sería beneficioso involucrar al Washington oficial en las revelaciones, para que luego fuera más difícil atacarlas o criminalizarlas. Si el periódico favorito de Washington informaba sobre las filtraciones, al gobierno le costaría más demonizar a los implicados.

Además, como señalaba atinadamente Laura, ni ella ni Snowden habían podido comunicarse conmigo durante un tiempo debido a mi falta de encriptación, por lo que había sido ella quien había asumido la carga inicial de los miles de documentos secretos de la NSA suministrados por la fuente. Laura había sentido la necesidad de encontrar a alguien a quien pudiera confiar el secreto y de trabajar con una institución que la protegiera de algún modo. Tampoco quería viajar a Hong Kong sola. Como al principio ella no podía hablar conmigo, y la fuente creía que alguien más debía ayudar a informar sobre lo de PRISM, llegó a la conclusión de que tenía sentido acudir a Gellman.

Comprendí las razones de Laura para dar participación al Post, pero no las acepté. La idea de que necesitábamos involucrar en la historia a los funcionarios de Washington me parecía exactamente el clásico enfoque de excesivo acatamiento de reglas no escritas, de aversión al riesgo, que yo quería evitar. Nosotros éramos tan periodistas como cualquiera del Post, y entregarles documentos para estar protegidos era, a mi juicio, reforzar precisamente las premisas que intentábamos subvertir. Aunque Gellman terminó haciendo unos reportajes espléndidos con el material, durante nuestras primeras conversaciones Snowden comenzó a lamentar la implicación del Post, aunque él había sido quien en última instancia había decidido aceptar la recomendación de Laura de contar con el periódico.

A Snowden le molestaba lo que percibía como reticencias del Post, la imprudencia de haber implicado a tantas personas que hablaban de manera tan poco segura sobre lo que habían hecho, y en especial el miedo reflejado en sus interminables reuniones con abogados que lanzaban toda clase de avisos alarmistas y hacían exigencias de lo más onerosas. Snowden estaba especialmente enojado por el hecho de que Gellman, a instancias de los abogados y editores del Post, se hubiera negado finalmente a viajar a Hong Kong para reunirse con él y examinar los documentos.

Al menos tal como lo transmitieron Snowden y Laura, los abogados del Post habían dicho a Gellman que no debía ir a Hong Kong; también aconsejaron a Laura que no fuera y retiraron el ofrecimiento de pagarle los gastos de viaje. Para ello se basaban en una teoría absurda, ligada al miedo, a saber, que cualquier conversación sobre información secreta llevada a cabo en China, un país con vigilancia generalizada, podría ser escuchada furtivamente por el gobierno chino. A su vez, el gobierno de EE.UU. podría considerar que el Post estaba pasando imprudentemente secretos a los chinos, lo que acaso comportara, con arreglo a las leyes de espionaje, responsabilidad penal para el periódico y para Gellman.

A su manera estoica y sobria, Snowden se puso furioso. Había puesto su vida patas arriba y afrontado todos los peligros para sacar todo aquello a la luz, casi sin protección; y por otro lado, ahí estaba ese importantísimo medio, con toda clase de respaldo legal e institucional, que no corría siquiera el insignificante riesgo de mandar un reportero a Hong Kong para verse con él. «Estoy dispuesto a entregarles esta tremenda historia asumiendo un gran riesgo personal», dijo, «y ellos ni se suben a un avión». Era exactamente la típica reverencia al gobierno, tímida y pusilánime, de nuestra «prensa acreditada de confrontación» que yo me había pasado años condenando.

En cualquier caso, la entrega de algunos de los documentos al Post ya se había producido, y yo no podía hacer nada para dar marcha atrás. Sin embargo, esa segunda noche en Hong Kong, tras reunirme con Snowden, decidí que no sería el Washington Post, con su voz confusa y progubernamental, sus miedos y su zigzagueo en mitad de la calzada, el que determinaría el modo en que la NSA y Snowden serían conocidos eternamente. Quienquiera que fuese el primero en dar la noticia desempeñaría un papel preponderante en cómo se analizara y se entendiera, y me había propuesto que fuésemos el Guardian y yo. Para que la información tuviera el efecto que debía tener, había que infringir las reglas no escritas del estamento periodístico —las ideadas para suavizar el impacto de las revelaciones y proteger al gobierno—, tenían que ser infringidas, no obedecidas. El Post ya sacaría las siguientes, no yo.

Así pues, en cuanto estuve en mi habitación del hotel terminé el trabajo sobre las cuatro historias. La primera versaba sobre la orden secreta del tribunal FISA que exigía a Verizon, una de las principales empresas de telefonía de Norteamérica, la entrega a la NSA de los registros de llamadas telefónicas de todos los ciudadanos; la segunda abordaba lo relativo al programa de escuchas sin autorización judicial de Bush, basándose en un informe interno secreto de 2009 del inspector general de la NSA; otra detallaba el programa «INFORMANTE SIN LÍMITES» que había leído en el avión; y la última explicaba el programa PRISM, del que había tenido noticia en Brasil. Me urgía sobre todo esta última, pues era el documento que el Post estaba a punto de sacar a la luz.

Para no perder tiempo, necesitábamos que el Guardian se implicara y se comprometiera a publicar enseguida. Anochecía en Hong Kong; clareaba en Nueva York. Aguardé impaciente a que los redactores del periódico se despertasen en Nueva York, comprobando cada cinco minutos si Janine Gibson se había incorporado al chat de Google, nuestro habitual sistema de comunicación. En cuanto vi que allí estaba, le envié un mensaje al punto: «Hemos de hablar».

A estas alturas, ya sabíamos que daba lo mismo hablar por teléfono o mediante el chat de Google: las dos maneras eran inseguras. Como por algún motivo no logramos conectar a través de OTR, el programa encriptado de chat que habíamos estado utilizando, Janine sugirió que probáramos con Cryptocat, un programa de reciente comercialización diseñado para impedir la vigilancia estatal que acabaría siendo nuestra principal vía de comunicación durante toda mi estancia en Hong Kong.

Le hablé de mi reunión con Snowden ese día y de mi convencimiento de que tanto él como los documentos eran genuinos. Le expliqué que ya había escrito varios artículos. A Janine le entusiasmó en especial la historia de Verizon.

«Fantástico», dije. «El artículo está listo. Si hay que hacer correcciones de poca importancia, adelante». Recalqué a Janine la necesidad de publicarlo ya. «Hay que sacarlo enseguida».

Pero había un problema. Los redactores del Guardian habían mantenido reuniones con los abogados del periódico y oído avisos preocupantes. Janine transmitía lo que le habían dicho los abogados: publicar información confidencial puede ser considerado (bien que con reservas) delito por el gobierno de EE.UU., una violación de la Ley de Espionaje, con consecuencias incluso para los periódicos. El peligro era especialmente grave con respecto a documentos relacionados con inteligencia de señales. En el pasado, el gobierno se había abstenido de demandar judicialmente a medios de comunicación, pero solo en la medida en que estos cumplieran las normas no escritas y proporcionaran a los funcionarios información previa y la oportunidad de alegar, en su caso, que la publicación atentaba contra la seguridad nacional. Este proceso consultivo con el gobierno, explicaban los abogados, es lo que permitía al periódico demostrar que, al sacar a la luz documentos secretos, no tenía intención de poner en peligro la seguridad nacional, por lo que no existía la acción criminal necesaria para el procesamiento.

No se había producido nunca ninguna filtración de documentos de la NSA, no digamos ya tan delicados y de esta magnitud. Según los abogados, había un claro riesgo de incriminación penal, no solo para Snowden, sino, dado el historial de la administración Obama, también para el periódico. Solo unas semanas antes de ir yo a Hong Kong, se supo que el Departamento de Justicia de Obama había conseguido una orden judicial para leer los e-mails de reporteros y redactores de Associated Press a fin de descubrir las fuentes de sus artículos.

Casi inmediatamente después, un nuevo informe reveló un ataque aún más radical contra el proceso de recogida de noticias: el Departamento de Justicia había presentado ante los tribunales una declaración jurada en la que acusaba a James Rosen, jefe de la oficina de Washington de Fox News, de «co-conspirador» en varios presuntos crímenes de su fuente, alegando que el periodista había «ayudado y amparado» la revelación de información confidencial al trabajar estrechamente con dicha fuente para recibir material.

Los periodistas llevaban años notando que la administración Obama estaba lanzando ataques sin precedentes contra el proceso de recogida de noticias. En todo caso, el episodio de Rosen supuso una considerable vuelta de tuerca. Criminalizar la colaboración con una fuente calificándola de «ayuda y amparo» es criminalizar el propio periodismo de investigación: ningún reportero consigue jamás información secreta sin trabajar con el proveedor. Esta atmósfera había vuelto a todos los abogados de los medios, entre ellos los del Guardian, sumamente cautos e incluso miedosos.

«Dicen que el FBI podría cerrarnos las oficinas y llevarse nuestros archivos», me explicó Gibson.

Me pareció ridículo: la mera idea de que el gobierno de EE.UU. cerrara un periódico importante como el Guardian US y asaltara sus oficinas era uno de esos desatinos que, a lo largo de mi carrera jurídica, me había hecho detestar las advertencias inútilmente exageradas de los abogados. De todos modos, sabía que Gibson no rechazaría —no podía rechazar— sin más estas preocupaciones.

«¿En qué afecta esto a lo que estamos haciendo?», pregunté. «¿Cuándo podemos publicar?».

«No estoy muy segura, Glenn», contestó Gibson. «Primero hemos de tenerlo todo en orden. Mañana volveremos a reunirnos con los abogados y sabremos algo más».

Me inquieté de veras. No tenía ni idea de cómo reaccionarían los redactores del Guardian. Habida cuenta de mi independencia en el periódico y del hecho de que yo había escrito más artículos de opinión que crónicas, y desde luego nada tan delicado como esto, me enfrentaba a factores desconocidos. De hecho, el conjunto de la historia era muy sui generis: resultaba imposible saber cómo reaccionaría nadie porque nunca antes había pasado nada igual. ¿Los redactores se sentirían atemorizados, intimidados, por las amenazas de EE.UU.? ¿Optarían por pasarse semanas negociando con el gobierno? ¿O, para sentirse más seguros, preferirían dejar que fuera el Post el que diera la primicia?

Yo estaba impaciente por publicar de inmediato el asunto de Verizon: teníamos el documento de FISA, a todas luces auténtico. No había motivo alguno para negar a los norteamericanos ni un minuto más el derecho a saber lo que estaba haciendo el gobierno con su privacidad. Igual de apremiante era la obligación que sentía hacia Snowden, que había tomado su decisión con un espíritu impregnado de audacia, fuerza y pasión. Yo estaba resuelto a que mi cobertura estuviera impulsada por el mismo espíritu, hacer justicia al sacrificio hecho por nuestra fuente. Solo un periodismo audaz podía dar a la historia la fuerza necesaria para superar el ambiente de temor impuesto por el gobierno a los periodistas y sus fuentes. Las paranoicas advertencias legales y los titubeos del Guardian eran la antítesis de esa audacia.

Esa noche llamé a David y le confesé mi creciente preocupación con respecto al Guardian. También hablé de ello con Laura. Acordamos concederle otro día de tiempo para publicar el primer artículo; si no lo hacía, buscaríamos otras opciones.

Al cabo de unas horas, Ewen MacAskill vino a mi habitación para ponerse al corriente sobre Snowden. Le confesé mi preocupación por los retrasos. «No te apures», dijo sobre el Guardian, «son muy agresivos». Alan Rusbridger, viejo jefe de redacción del periódico, estaba, según me aseguró Ewen, «muy interesado» en la historia y «comprometido con la publicación».

Yo todavía veía a Ewen como un hombre de empresa, pero empezaba a caerme mejor. Cuando se hubo marchado, le hablé a Snowden sobre el viaje de Ewen con nosotros, refiriéndome a él como el «canguro» del Guardian y le dije que quería concertar una cita entre los dos para el día siguiente. Le expliqué que subir a Ewen al carro era un paso importante para que los redactores del periódico se sintieran cómodos y accedieran a la publicación. «No hay problema», dijo Snowden. «Pero lo que tienes es un guardaespaldas; por eso lo enviaron».

La reunión era importante. A la mañana siguiente, Ewen nos acompañó al hotel de Snowden y se pasó unas dos horas interrogándolo, tocando gran parte de los temas que había tocado yo el día anterior. «¿Cómo sé que eres quien dices ser?», preguntó Ewen al final. «¿Tienes pruebas?». Snowden sacó un montón de documentos de su maleta: su ahora caducado pasaporte diplomático, una vieja tarjeta de identificación de la CIA, un carné de conducir y otra cédula de identidad oficial.

Salimos juntos del hotel. «Estoy totalmente convencido de que es auténtico», dijo Ewen. «No me cabe ninguna duda». A su entender, ya no había razón alguna para esperar. «En cuanto lleguemos al hotel, llamaré a Alan y le diré que hemos de comenzar ya».

A partir de ese momento, Ewen se integró del todo en nuestro equipo. Laura y Snowden se sintieron inmediatamente a gusto con él, y admito que yo también. Nos dimos cuenta de que nuestras sospechas habían sido totalmente infundadas: acechando bajo la superficie de la apariencia afable y paternal había un reportero intrépido impaciente por continuar con esa historia exactamente del modo que yo consideraba necesario. Ewen, al menos tal como se veía a sí mismo, no estaba allí para imponer restricciones institucionales sino para informar y a veces ayudar a superar esas restricciones. De hecho, durante nuestra estancia en Hong Kong, fue con frecuencia la voz más radical y argumentó a favor de revelaciones que ni Laura ni yo —y, si vamos a eso, ni Snowden— estábamos seguros de que fuera el momento de hacerlas. Enseguida comprendí que su defensa de la cobertura agresiva dentro del Guardian era fundamental para que Londres respaldara de lleno lo que estábamos haciendo.

Ya entrada la mañana en Londres, Ewen y yo llamamos juntos a Alan. Mi intención era dejar lo más claro posible que esperaba —exigía, incluso— que el Guardian comenzase la publicación ese día, así como llegar a tener clara la postura del periódico. A estas alturas —era solo el segundo día en Hong Kong—, si percibía dudas institucionales sustanciales estaba dispuesto a llevar el asunto a cualquier parte.

Fui categórico. «Estoy decidido a publicar este artículo de Verizon y no entiendo por qué no estamos haciéndolo ya», dije a Alan. «¿A qué se debe la tardanza?».

Me aseguró que no había tardanza ninguna. «Yo estoy de acuerdo. Estamos listos para publicarlo. Esta tarde, Janine tiene una última reunión con los abogados. Estoy seguro de que después lo haremos».

Saqué a relucir la implicación del Post en la cuestión de PRISM, lo cual solo avivaba mi sensación de apremio. Entonces Alan me sorprendió: quería ser el primero en publicar no solo las historias de la NSA en general, sino también la de PRISM en particular, a todas luces ansioso por adelantar al Post con la noticia. «No hay ninguna razón para dejársela a ellos», dijo.

«Me parece de fábula».

Como Londres iba cuatro horas por delante de Nueva York, faltaba bastante rato para que Janine llegara a la oficina y aún más para que se reuniera con los abogados. Así que pasé esa noche en Hong Kong con Ewen terminando nuestra historia de PRISM, convencidos de que Rusbridger sería todo lo enérgico que hiciera falta.

Acabamos el artículo de PRISM ese día y lo mandamos encriptado por e-mail a Janine y Stuart Millar. Ahora mismo teníamos listas para publicar dos bombas de relojería: Verizon y PRISM. Se me iba acabando la paciencia, la disposición a esperar.

Janine inició la reunión con los abogados a las tres de la tarde, hora de Nueva York —las tres de la madrugada en Hong Kong— y estuvo con ellos dos horas. Yo me quedé levantado, esperando el resultado. Cuando hablé con Janine, solo quería oír una cosa: que publicábamos el artículo enseguida.

Pero no pasó eso, ni por asomo. Aún había que abordar «considerables» cuestiones legales, me dijo Janine. En cuanto estuviesen resueltas, añadió, el Guardian tenía que poner nuestros planes en conocimiento de ciertos funcionarios gubernamentales para darles la oportunidad de convencernos de que no publicáramos… el proceso que yo detestaba y condenaba. Acepté que el Guardian dejara al gobierno exponer sus argumentos para la no publicación, siempre y cuando ese proceso no acabara siendo una táctica para retrasarlo todo durante semanas o rebajar su impacto.

«Da la impresión de que faltan días, incluso semanas, para la publicación, no horas», dije a Janine, intentando condensar toda mi irritación y mi paciencia en una frase online. «Insisto en que daré todos los pasos necesarios para que esta historia se publique». La amenaza era tácita pero inequívoca: si no lograba sacar los artículos inmediatamente en el Guardian, llamaría a otra puerta.

«Ya lo dejaste claro antes», replicó ella, cortante.

Se terminaba el día en Nueva York, y supe que no ocurriría nada al menos hasta el día siguiente. Me sentía decepcionado, y cada vez más inquieto. El Post estaba trabajando en su artículo de PRISM, y Laura, que contaría con un pie de autor, se había enterado por Gellman de que planeaban publicarlo el domingo, es decir, en un espacio de cinco días.

Tras hablar de ello con David y Laura, me di cuenta de que ya no estaba dispuesto a esperar más al Guardian. Estuvimos de acuerdo en que debíamos empezar a buscar alternativas, una especie de Plan B por si había más retrasos. Las llamadas a Salon, mi editorial durante años, así como al Nation, enseguida dieron fruto. En apenas unas horas, ambos me dijeron que estarían encantados de publicar enseguida las historias de la NSA y me ofrecieron toda la ayuda necesaria, incluidos abogados que examinarían los artículos de inmediato.

Saber que había dos semanarios de reconocido prestigio preparados y ansiosos por sacar a la luz los artículos de la NSA daba ánimos. Sin embargo, David y yo llegamos a la conclusión de que había una opción aún mejor: crear sin más nuestra propia página web, NSAdisclosures.com [NSArevelaciones], y empezar a colgar ahí los artículos sin necesidad de ningún medio de comunicación existente. En cuanto hiciéramos público que teníamos en nuestro poder ese inmenso tesoro de documentos secretos sobre el espionaje de la NSA, contaríamos fácilmente con editores, abogados, investigadores y patrocinadores voluntarios: un equipo completo cuya única motivación sería la transparencia y el verdadero periodismo de confrontación, dedicado a informar sobre lo que sin duda era una de las filtraciones más significativas de la historia norteamericana.

Desde el principio creí que los documentos brindaban una oportunidad para poner al descubierto no solo el espionaje secreto de la NSA, sino también la dinámica corrupta del periodismo oficial. Sacar a la luz una de las historias más importantes de los últimos años mediante un modelo de cobertura nuevo e independiente, al margen de las organizaciones mediáticas más influyentes, me resultaba sumamente atractivo. Eso pondría audazmente de relieve que la garantía de la libertad de prensa de la Primera Enmienda y la capacidad para hacer periodismo importante no dependen de la vinculación a un medio de comunicación poderoso. La garantía de la libertad de prensa protege en efecto no solo a los reporteros contratados, sino a cualquiera que se dedique al periodismo, con contrato laboral o sin él. Y la intrepidez transmitida al dar ese paso —vamos a publicar miles de documentos secretos de la NSA sin la protección de ninguna gran empresa mediática— alentaría a otros y ayudaría a hacer añicos el actual ambiente de miedo.

Aquella noche casi no dormí. Pasé las primeras horas de la mañana de Hong Kong llamando a personas de cuya opinión me fiaba: amigos, abogados, periodistas, gente con la que había trabajado estrechamente. Todo el mundo me aconsejaba lo mismo, cosa que en realidad no me sorprendió: hacerlo solo, sin una estructura mediática, era demasiado arriesgado. Yo quería oír argumentos en contra de la actuación independiente, y ellos me dieron muchos y buenos.

Al final de la mañana, tras haber escuchado todas las advertencias, volví a llamar a David mientras hablaba simultáneamente online con Laura. David ponía especial acento en que acudir a Salon o a The Nation sería algo demasiado cauteloso, una señal de miedo —«un paso atrás», decía él— y en que, si el Guardian se demoraba más, el mero hecho de publicar los artículos en una página web recién creada reflejaría el espíritu atrevido del periodismo que queríamos practicar. También estaba seguro de que eso inspiraría a gente de todas partes. Aunque en un principio se mostró escéptica, Laura acabó convencida de que dar ese paso valiente y crear una red global de personas dedicadas a la transparencia de la NSA desencadenaría una masiva y potente oleada de pasión.

Así, a medida que en Hong Kong se acercaba la tarde, resolvimos mancomunadamente que si al final de ese día —que en la Costa Este todavía no había empezado— el Guardian no estaba dispuesto a publicar, yo colgaría enseguida el artículo de Verizon en nuestra nueva página web. Pese a ser consciente de los riesgos, estaba increíblemente entusiasmado por nuestra decisión. También sabía que tener un plan alternativo me iría bien en nuestra discusión de ese día con el Guardian: sentía que no necesitaba estar ligado a ellos para hacer esa cobertura, y liberarse de ataduras siempre fortalece.

Cuando esa misma tarde hablé con Snowden, le hablé del plan. «Arriesgado. Pero audaz», tecleó. «Me gusta».

Conseguí dormir un par de horas. Tras despertarme a media tarde en Hong Kong, comprendí que tenía horas por delante hasta que en Nueva York diera comienzo la mañana del miércoles. Sabía que, de alguna manera, iba a transmitir al Guardian un ultimátum. Quería ponerme manos a la obra ya.

Tan pronto vi que Janine estaba online, le pregunté por el plan. «¿Vamos a publicar hoy?».

«Eso espero», respondió. Su tono impreciso me inquietó. El Guardian aún pretendía establecer contacto con la NSA aquella mañana para hacerle saber nuestras intenciones. Dijo que conoceríamos la fecha de publicación tan pronto tuviéramos noticias de ese contacto.

«No entiendo por qué hemos de esperar», dije, perdida ya la paciencia ante tantos retrasos del periódico. «Tenemos una historia tan sencilla y clara; ¿qué más da su opinión sobre si podemos publicarla o no?».

Dejando aparte mi indignación ante el proceso —el gobierno no debía ser un socio editorial colaborador con los periódicos a la hora de decidir qué se publicaba—, yo sabía que no había ningún argumento convincente de la seguridad nacional en contra de nuestro informe de Verizon, que incluía una sencilla orden judicial reveladora de la sistemática recogida de registros de llamadas telefónicas de ciudadanos norteamericanos. La idea de que los «terroristas» sacarían provecho de la revelación de dicha orden daba risa: cualquier terrorista con dos dedos de frente ya debía de saber que el gobierno intentaba controlar sus comunicaciones telefónicas. Quienes aprenderían algo de nuestro artículo no serían los «terroristas» sino el pueblo norteamericano.

Janine repetía lo que había oído decir a los abogados del Guardian e insistía en que me equivocaba si daba por supuesto que el periódico iba a claudicar ante algún tipo de intimidación. Solo se trataba, dijo, de un requisito legal: tenían que escuchar la opinión de los funcionarios del gobierno. Pero me aseguró que ninguna alegación vaga y frívola a la seguridad nacional la intimidaría ni influiría en ella.

Yo no daba por supuesto que el Guardian fuera a ceder; no lo sabía, eso es todo. Lo que sí me preocupaba era que hablar con el gobierno lo demorara demasiado todo. El Guardian tenía un historial de coberturas agresivas y desafiantes, una de las razones por las que recurrí a él de entrada. Yo sabía que sus responsables tenían derecho a sustanciar qué se debía hacer en esta situación, estaba claro; mejor que yo no abundara en mis peores sospechas. La proclamación de independencia en boca de Janine fue de algún modo tranquilizadora.

«Muy bien», dije, dispuesto a esperar y ver. «Pero insisto en que, desde mi punto de vista, esto debe publicarse hoy», tecleé. «No tengo ganas de esperar más».

Siendo ya mediodía en Nueva York, Janine me dijo que había llamado a la NSA y a la Casa Blanca para comunicarles que pensaban publicar material secreto. Sin embargo, no le habían devuelto las llamadas. Esa mañana, la Casa Blanca había nombrado a Susan Rice consejera de seguridad nacional. El nuevo reportero de seguridad nacional del Guardian, Spencer Ackerman, tenía buenos contactos en Washington. Le dijo a Janine que a los funcionarios les «preocupaba» Susan Rice.

«Ahora mismo no creen necesario llamarnos», escribió Janine. «Se van a enterar de que mis llamadas hay que devolverlas».

A las tres de la mañana —tres de la tarde, hora de Nueva York—, yo aún no sabía nada. Janine tampoco.

«¿Tienen una fecha tope o simplemente se pondrán en contacto con nosotros cuando les venga en gana?», pregunté con sorna.

Ella contestó que el Guardian había pedido a la NSA saber algo «antes de terminar el día».

«¿Y si para entonces no hay respuesta?», pregunté.

«Entonces tomaremos la decisión», dijo ella.

En ese momento Janine añadió otro factor problemático: Alan Rusbridger, su jefe, acababa de coger un avión de Londres a Nueva York para supervisar la publicación de las historias de la NSA. Pero eso significaba que durante las siguiente siete horas o así no estaría disponible.

«¿Puedes publicar este artículo sin Alan?». Si la respuesta era «no», no había ninguna posibilidad de que el artículo saliera ese día. El avión de Alan llegaría al JKF a última hora de la noche.

«Ya veremos», contestó ella.

Me daba la sensación de estar tropezándome con las mismas barreras a las coberturas agresivas que había querido evitar al acudir precisamente al Guardian: preocupaciones legales, consultas con funcionarios gubernamentales, jerarquías institucionales, aversión al riesgo, demoras.

Instantes después, a eso de las tres y cuarto de la mañana, Stuart Millar, segunda de Janine, me mandó un mensaje: «El gobierno ha contestado. Janine está ahora hablando con sus representantes».

Esperé lo que pareció una eternidad. Aproximadamente una hora después, Janine me llamó y me explicó lo sucedido. Habían llamado por teléfono casi una docena de funcionarios de alto rango de distintos organismos, entre ellos la NSA, el Departamento de Justicia y la Casa Blanca. Al principio se habían mostrado condescendientes pero cordiales; habían dicho a Janine que no entendían el significado ni el «contexto» de la orden del tribunal a Verizon. Querían concertar una reunión con ella «algún día de la semana próxima» para aclarar las cosas.

Tras decirles Janine que quería publicar aquello aquel mismo día y que eso haría a menos que escuchara razones muy concretas y específicas que la disuadieran, se habían puesto beligerantes, incluso bravucones. Le habían dicho que no era una «periodista seria» y que el Guardian no era un «periódico serio» toda vez que se negaban a dar al gobierno más tiempo para argumentar en contra de la publicación de la historia.

«Ningún medio de comunicación normal publicaría esto tan rápidamente sin reunirse primero con nosotros», habían dicho, con la inequívoca intención de ganar tiempo.

Recuerdo haber pensado que seguramente tenían razón. Esta es la cuestión Las reglas permiten al gobierno controlar y neutralizar el proceso de recogida de noticias y eliminar las relaciones de confrontación entre la prensa y el gobierno. A mi juicio, era fundamental que ellos supieran desde el principio que esas reglas perniciosas no iban a aplicarse en este caso. Las crónicas se publicarían basándose en un conjunto de reglas distintas que serían expresión de una prensa independiente, no servil.

Janine, con su tono fuerte y desafiante, me animó. Hizo hincapié en que, aunque les había preguntado una y otra vez, en ningún momento le habían explicado una forma concreta en que la publicación pudiera afectar a la seguridad nacional. De todos modos, no se comprometía a publicarlo ese día. Al final de la llamada, dijo: «A ver si localizo a Alan y decidimos qué hacer».

Aguardé media hora, tras lo cual pregunté sin rodeos: «¿Vamos a sacar el artículo hoy o no? Solo quiero saber esto».

Janine eludió la pregunta; no era posible localizar a Alan. Sin duda ella se encontraba en una situación más que difícil: por una parte, los funcionarios de EE.UU. la acusaban implacablemente de temeridad; por otra, yo no paraba de plantearle exigencias cada vez más inflexibles. Y, para colmo, recaía en ella toda la responsabilidad de una de las decisiones más difíciles y trascendentales de los ciento noventa años de historia del periódico porque el redactor jefe se encontraba en un avión.

Mientras estaba online con Janine, tuve a David todo el rato al teléfono. «Son casi las cinco de la tarde», señaló David. «Es el plazo que les diste. Ha llegado el momento de tomar una decisión. O publican ahora o les dices que lo dejas».

David tenía razón, pero yo albergaba dudas. Abandonar al Guardian justo antes de publicar una de las mayores filtraciones de la seguridad nacional de EE.UU. provocaría un gran escándalo mediático. Sería tremendamente perjudicial para el periódico, pues yo debería dar algún tipo de explicación pública, con lo que a su vez ellos se verían obligados a defenderse, seguramente atacándome. Nos estallaría en las manos un circo, una enorme barraca de feria que nos haría daño a todos; o aún peor, nos alejaría de lo que debía ser nuestro centro de atención: las revelaciones de la NSA.

También yo tuve que admitir mis temores personales: publicar cientos, si no miles, de archivos secretos de la NSA iba a ser ciertamente arriesgado aun haciéndolo mediante una organización importante como el Guardian. Hacerlo solo, sin protección institucional, lo sería mucho más. Me resonaban con fuerza en la cabeza todos los sensatos avisos de los amigos y abogados a quienes había llamado.

Al verme vacilar, David dijo: «No te queda otra opción. Si temen publicar, este no es el sitio para ti. El que actúa movido por el miedo no consigue nada. Esta es la lección que te ha enseñado Snowden».

Redactamos juntos lo que iba a decirle a Janine en el cuadro de chat: «Son las cinco de la tarde, la hora tope que te di. Si no publicamos de inmediato —en los siguientes treinta minutos—, por la presente pondré término a mi contrato con el Guardian». Pero antes de enviar el mensaje me lo pensé mejor. La nota era una amenaza en toda regla, una nota de rescate virtual. Si dejaba el Guardian en estas circunstancias, se sabría todo, también esta frase. Así que suavicé el tono: «Entiendo que tengáis vuestras preocupaciones y hagáis lo que consideréis correcto. Yo seguiré mi camino y también haré lo que considere más acertado. Lamento que no haya funcionado». Y entonces sí, pulsé «enviar».

Al cabo de quince segundos sonó el teléfono de mi habitación del hotel. Era Janine. «Creo que eres de lo más injusto», dijo, a todas luces consternada. Si yo abandonaba, el Guardian —que no tenía ninguno de los documentos— perdería toda la historia.

«Pues yo creo que la injusta eres tú», repliqué. «Te he preguntado una y otra vez cuándo pensáis publicar, y no me das ninguna respuesta, solo tímidas evasivas».

«Vamos a publicar hoy», dijo Janine. «Como mucho dentro de treinta minutos. Estamos haciendo las últimas correcciones, trabajando en los titulares y en el formato. Estará listo no más tarde de las cinco y media».

«Vale. Si el plan es este, no hay problema», dije. «Estoy dispuesto a esperar treinta minutos, desde luego».

A las seis menos veinte, Janine me envió un mensaje instantáneo con un enlace, el que llevaba días esperando. «Está dentro», dijo Janine.

El titular rezaba así: «La NSA obtiene a diario registros telefónicos de millones de clientes de Verizon». Había también un subtítulo: «Exclusiva: la orden secreta de un tribunal a Verizon para que entregue todos los datos de las llamadas pone de manifiesto el aumento de la vigilancia interna bajo el mandato de Obama».

A continuación había un enlace con la orden del tribunal FISA. Los tres primeros párrafos contaban la historia completa:

La Agencia de Seguridad Nacional está actualmente recabando registros telefónicos de millones de clientes de Verizon, uno de los mayores proveedores de telecomunicaciones de Norteamérica, conforme a la orden secreta de un tribunal emitida en abril.

La orden, de la que el Guardian tiene una copia, exige a Verizon que, a diario y de forma regular, procure a la NSA información sobre todas las llamadas telefónicas realizadas en sus sistemas, tanto dentro de EE.UU. como entre EE.UU. y otros países.

El documento pone de manifiesto por primera vez que, bajo la administración Obama, se están recogiendo registros de comunicaciones de millones de ciudadanos norteamericanos en masa y de manera indiscriminada, con independencia de si son sospechosos o han cometido delitos.

El impacto del artículo fue tremendo e instantáneo, superior a lo previsto. Esa noche, constituyó el tema principal de todos los noticiarios nacionales y dominó las discusiones políticas y mediáticas. Yo recibí un aluvión de peticiones de entrevistas de prácticamente todas las cadenas televisivas nacionales: CNN, MSNBC, NBC, The Today Show y Good Morning America, entre otras. En Hong Kong pasé muchas horas hablando con numerosos y cordiales entrevistadores de televisión —una experiencia fuera de lo común en mi carrera como escritor político, a menudo a la greña con la prensa del establishment—, para quienes la historia era un acontecimiento de la mayor repercusión amén de verdadero escándalo.

Como respuesta, el portavoz de la Casa Blanca salió como cabía prever en defensa del programa de recogida masiva de datos calificándolo de «instrumento clave para proteger al país de la amenaza terrorista». La presidenta demócrata del Comité de Inteligencia del Senado, Dianne Feinstein, una de las más férreas defensoras de la seguridad nacional en general y de la vigilancia en EE.UU. en particular, recurrió al típico alarmismo generado a raíz del 11 de Septiembre al decir a los periodistas que el programa era necesario porque «el pueblo quiere que la patria sea segura».

Sin embargo, casi nadie se tomó estas afirmaciones en serio. El editorial pro-Obama del New York Times hizo pública una dura crítica a la administración; bajo el título «Operativo policial del presidente Obama», decía lo siguiente: «El señor Obama está certificando el tópico de que el ejecutivo hará uso de todo su poder y muy probablemente abusará del mismo». Burlándose de la rutinaria invocación al «terrorismo» para justificar el programa, el editorial proclamaba que «la administración ha perdido toda credibilidad» (como esto generó cierta polémica, el periódico, sin hacer comentario alguno al respecto, suavizó la denuncia unas horas después añadiendo la frase «en esta cuestión»).

El senador demócrata Mark Udall declaró públicamente que «esta clase de vigilancia a gran escala nos concierne a todos y constituye la típica extralimitación que, a mi juicio, los norteamericanos han de considerar vergonzosa». En opinión de la ACLU, «desde la óptica de las libertades civiles, el programa es de veras inquietante…, trasciende lo orwelliano y proporciona nuevas pruebas sobre la medida en que los derechos democráticos fundamentales están siendo sometidos en secreto a las exigencias de agencias de inteligencia que no responden de sus actos». El ex vicepresidente Al Gore acudió a Twitter, con un enlace en nuestra historia, y escribió: «¿Soy yo, o la vigilancia global es obscenamente escandalosa?».

Poco después de haberse publicado la historia, Associated Press confirmó, gracias a un senador no identificado, lo que tanto habíamos sospechado: el grueso del programa de recogida de registros de llamadas llevaba años funcionando y estaba dirigido a todas las empresas de telecomunicaciones importantes, no solo a Verizon.

En los siete años que había estado yo escribiendo y hablando acerca de la NSA, no había visto jamás que una revelación produjera nada parecido a ese grado de agitación e interés. No había tiempo para analizar por qué había retumbado con tanta fuerza y originado tal oleada de curiosidad e indignación; de momento, preferí cabalgar la ola a intentar entenderla.

Cuando por fin acabé las entrevistas televisivas, en torno al mediodía hora de Hong Kong, fui directamente a la habitación de Snowden. Al entrar, vi que estaba puesta la CNN. En el programa había invitados hablando de la NSA, mostrando su sorpresa ante el alcance del programa de espionaje. El secretismo con que se había hecho todo los tenía indignados. Casi todos los invitados denunciaban el espionaje interno masivo.

«Está en todas partes», dijo Snowden, visiblemente agitado. «He visto tus entrevistas. Al parecer, todo el mundo lo ha captado».

En ese momento, noté una sensación real de logro. El gran temor de Snowden —echar a perder su vida por revelaciones que no importarían a nadie— había resultado infundado desde el primer día: no se había observado señal alguna de apatía ni indiferencia. Laura y yo le habíamos ayudado a desencadenar precisamente el debate que ambos considerábamos urgente y necesario… y ahora yo era capaz de verlo a él contemplarlo desplegado.

Habida cuenta del plan de Snowden de darse a conocer tras la primera semana de publicaciones, ambos sabíamos que probablemente perdería muy pronto la libertad. La deprimente certeza de que pronto recibiría ataques —y que sería perseguido y acaso encarcelado como un criminal— me rondaba en todo lo que hacía. Esto a él no parecía preocuparle lo más mínimo, pero a mí me impulsaba a reivindicar su decisión, a maximizar el valor de las revelaciones que había brindado al mundo corriendo toda clase de riesgos. Habíamos arrancado con buen pie, y era solo el principio.

«Todos creen que esto es una historia única, una primicia independiente», señaló Snowden. «No saben que se trata solo de la punta del iceberg, que habrá mucho más». Se volvió hacia mí. «¿Y ahora, qué? ¿Y cuándo?».

«PRISM», contesté. «Mañana».

Regresé a mi habitación del hotel y, aunque ya se acercaba la sexta noche en blanco, la verdad es que no pude desconectar. El subidón de adrenalina tenía la culpa. Agarrándome a mi última esperanza de descansar un poco, a las cuatro y media tomé una pastilla para dormir y puse el despertador a las siete y media, hora en que, sabía yo bien, los redactores del Guardian de Nueva York estarían online.

Ese día, Janine se conectó pronto. Intercambiamos felicitaciones y nos maravillamos de la reacción ante el artículo. Quedó claro al instante que el tono de nuestra conversación había cambiado de forma radical. Habíamos afrontado juntos un desafío periodístico importante. Janine estaba orgullosa del artículo y yo estaba orgulloso de su resistencia a la intimidación del gobierno y de su decisión de publicar el documento. El Guardian había hecho lo debido sin miedo, de manera admirable, aunque en su momento me había parecido que había mucho retraso, estaba claro, en retrospectiva, que el Guardian había avanzado con una presteza y un atrevimiento notables: más aún, estoy seguro de que ningún medio de tamaño y nivel comparables lo habría hecho. Y Janine dejaba ahora claro que el periódico no tenía intención de dormirse en los laureles. «Alan insiste en que publiquemos hoy lo de PRISM», dijo. Nunca me he sentido más feliz, desde luego.

Lo que volvía tan importantes las revelaciones de PRISM era que el programa permitía a la NSA obtener prácticamente cualquier cosa de las empresas de internet que centenares de millones de personas de todo el mundo utilizan ahora como principal sistema para comunicarse. Esto era posible gracias a las leyes que el gobierno de EE.UU. había puesto en práctica tras el 11 de Septiembre, que conferían a la NSA amplísimos poderes para vigilar a los norteamericanos y una autoridad prácticamente ilimitada para llevar a cabo vigilancia generalizada de poblaciones extranjeras enteras.

La Ley de Enmiendas a FISA de 2008 es la ley que en la actualidad rige la vigilancia de la NSA. Fue aprobada por un Congreso bipartidista tras el escándalo de las escuchas sin orden judicial de la NSA en la era Bush, y una clave era que legalizaba efectivamente lo esencial del programa ilegal de Bush. En el escándalo reveló que Bush había autorizado a la NSA que interceptara en secreto llamadas de norteamericanos y otros dentro de Estados Unidos, todo ello justificado por la necesidad de detectar actividad terrorista. La autorización anulaba el requisito de obtener de los tribunales órdenes judiciales requeridas normalmente para el espionaje interno, lo que se tradujo en la vigilancia secreta de como mínimo miles de personas dentro del país.

Pese a las protestas por la ilegalidad del programa, la ley FISA 2008 intentó institucionalizar el esquema, no suprimirlo. La ley se basa en una distinción entre «personas de EE.UU.» (ciudadanos norteamericanos y quienes están legalmente en suelo norteamericano) y los demás. Para seleccionar el teléfono o el correo electrónico de una persona de EE.UU., la NSA debe conseguir una orden judicial individual del tribunal FISA.

Sin embargo, para las demás personas, dondequiera que estén, no hace falta ninguna orden individual aunque estén comunicándose con gente de EE.UU. Según la sección 702 de la ley 2008, la NSA tiene solo la obligación de presentar una vez al año en el tribunal FISA sus directrices generales para determinar los objetivos de ese año —los criterios se limitan a que la vigilancia «ayude a legitimar la recogida de inteligencia extranjera»—, y entonces recibe autorización global para proceder. En cuanto el tribunal FISA pone «aprobado» en esos permisos, la NSA está habilitada para vigilar a cualquier ciudadano extranjero, y además puede obligar a las empresas de telecomunicaciones y de internet a procurarle acceso a las comunicaciones de cualquier norteamericano —chats de Facebook, e-mails de Yahoo!, búsquedas en Google. No es preciso convencer a ningún tribunal de que una persona es culpable de algo, ni siquiera de que existen razones para sospechar del objetivo; tampoco hay necesidad de dar a conocer a las personas norteamericanas que acaban vigiladas en el proceso.

Para los editores del Guardian, lo prioritario era notificar al gobierno nuestras intenciones de publicar la información sobre PRISM. Volveríamos a darle tiempo hasta el final de ese día, hora de Nueva York. Esto nos concedía un día entero para transmitir cualquier objeción, lo que invalidaría sus inevitables quejas por no haber tenido tiempo de responder. De todos modos, era igualmente esencial obtener comentarios de las empresas de internet, que, según los documentos de la NSA proporcionaban a la agencia acceso directo a sus servidores como parte de PRISM: Facebook, Google, Apple, YouTube, Skype y los demás.

Aún con horas por delante, volví a la habitación de Snowden, donde Laura estaba trabajando con él en varios asuntos. A estas alturas, Snowden empezaba a mostrarse visiblemente más alerta con respecto a su seguridad. Tan pronto hube entrado, arrimó varias almohadas a la puerta. En diversos momentos, cuando quería enseñarme algo en su ordenador, se colocaba una manta sobre la cabeza a fin de evitar que posibles cámaras instaladas en el techo captaran sus contraseñas. En un momento dado sonó el teléfono, y todos nos quedamos paralizados: ¿Quién sería? Tras varios timbrazos, lo descolgó Snowden con suma cautela: la gobernanta del hotel, al ver en la puerta el letrero de «no molestar», quería saber si podían ir a limpiar la habitación. «No, gracias», contestó él con brusquedad.

El ambiente de las reuniones en la habitación de Snowden era siempre tenso; y cuando comenzamos a publicar, la tensión se intensificó. No teníamos ni idea de si la NSA había identificado la fuente de la filtración, en cuyo caso, ¿sabían dónde se encontraba Snowden? ¿Lo sabían los agentes chinos y de Hong Kong? En cualquier instante podía sonar en la puerta un golpe que supondría un final amargo e inmediato de nuestro trabajo.

En un segundo plano estaba encendida la televisión, en la que siempre parecía haber alguien que hablaba sobre la NSA. Tras hacerse público el asunto de Verizon, los noticiarios hablaban casi todo el rato de «indiscriminada recogida en masa», «registros telefónicos locales» y «abusos de vigilancia». Mientras examinábamos las historias siguientes, Laura y yo veíamos a Snowden observar el alboroto que había provocado.

A las dos de la madrugada, hora de Hong Kong, tuve noticias de Janine.

«Ha pasado algo muy extraño», dijo. «Las empresas tecnológicas niegan con vehemencia lo de los documentos de la NSA. Insisten en que no han oído hablar nunca de PRISM».

Analizamos las posibles explicaciones de los desmentidos. Quizá los documentos de la NSA exageraban las capacidades de la agencia. A lo mejor las empresas mentían sin más o los individuos concretos entrevistados desconocían los arreglos de sus responsables con la NSA. O tal vez PRISM era solo un nombre en clave interno de la NSA que no compartió nunca con las compañías.

Con independencia de cuál fuese la explicación, debíamos reescribir la historia, no solo para incluir los desmentidos sino también para centrar ahora la atención en la curiosa disparidad entre los documentos de la NSA y la postura de las empresas de alta tecnología.

«No adoptemos ninguna postura sobre quién tiene razón; ventilemos sin más el desacuerdo, y que lo resuelvan en público», sugerí. Nuestra intención era que el artículo suscitara una discusión abierta sobre lo que la industria de internet había aceptado hacer con las comunicaciones de sus usuarios; si su versión no concordaba con los documentos de la NSA, tendrían que aclararlo con todo el mundo mirando, como tenía que ser.

Janine estuvo de acuerdo, y al cabo de dos horas me envió el nuevo borrador del artículo de PRISM. El titular rezaba así:

El programa Prism de la NSA accede a datos de usuarios de Apple, Google y otros

Tras citar los documentos de la NSA que describían PRISM, el artículo señalaba lo siguiente: «Aunque en la exposición se afirma que el programa se lleva a cabo con la ayuda de las empresas, todas las que respondieron el jueves a la petición de comentarios del Guardian niegan saber nada del mencionado programa». El artículo me pareció estupendo, y Janine se comprometió a publicarlo en media hora.

Mientras esperaba impaciente el paso de los minutos, oí la campanilla indicadora de la llegada de un mensaje de chat. Seguramente Janine me confirmaría lo del artículo de PRISM. Pero era otra cosa.

«El Post acaba de publicar su artículo de PRISM», dijo.

¿Cómo? No entendí por qué de pronto el Post había cambiado su calendario previsto y publicaba la información de PRISM con tres días de adelanto.

Barton Gellman contó poco después a Laura que el Post se había enterado de nuestras intenciones después de que aquella mañana los funcionarios del gobierno se hubieran puesto en contacto con el Guardian acerca del programa PRISM. Uno de los funcionarios, sabiendo que el Post estaba trabajando en un asunto similar, había pasado la información. Ahora yo detestaba aún más todo el proceso de deliberación: un funcionario de EE.UU. se había aprovechado de este procedimiento de pre-publicación, supuestamente ideado para proteger la seguridad nacional, para asegurarse de que su periódico favorito era el primero en publicar la historia.

Una vez que hube asimilado la información, advertí en Twitter el estallido ante el artículo de PRISM. Sin embargo, al empezar a leerlo vi que faltaba algo: la contradicción entre la versión de la NSA y las declaraciones de las empresas de internet.

Titulado «La inteligencia británica y de EE.UU. extrae datos de nueve empresas de internet norteamericanas con un programa secreto de gran alcance», el artículo decía que «la Agencia de Seguridad Nacional y el FBI están entrando directamente en los servidores centrales de nueve importantes empresas norteamericanas de internet, de donde obtienen chats de vídeo y audio, fotografías, e-mails, documentos y registros de conexión que permiten a los analistas localizar objetivos ajenos». Lo más significativo era que, según se alegaba, las nueve empresas «participaban a sabiendas en las operaciones de PRISM».

Nuestro artículo sobre PRISM apareció diez minutos después con un enfoque bastante distinto y un tono más cauteloso, y con especial hincapié en los vehementes desmentidos de las empresas de internet.

La reacción volvió a ser explosiva. Además, de carácter internacional. A diferencia de compañías telefónicas como Verizon, que por lo general tienen su sede en un país, los gigantes de internet son globales. Miles de millones de personas de todo el mundo —de países de los cinco continentes— utilizan Facebook, Gmail, Skype o Yahoo! como principal medio de comunicación. Enterarse de que esas empresas habían llegado a acuerdos secretos con la NSA en virtud de los cuales esta tenía acceso a las comunicaciones de sus clientes constituía un escándalo a escala mundial.

Ahora la gente empezaba a hacer conjeturas sobre si la anterior información sobre Verizon era o no una historia única: los dos artículos apuntaban a una grave filtración de documentos de la NSA.

La publicación del artículo sobre PRISM supuso el último día —de los últimos meses— en que fui capaz de leer, ya no digamos contestar, todos los e-mails que recibía. En la bandeja de entrada aparecían los nombres de casi todos los medios de comunicación más importantes del mundo, que solicitaban entrevistas conmigo: el debate mundial que Snowden había querido desencadenar estaba en marcha… tras solo dos días de historias publicadas. Pensé en el inmenso tesoro de documentos aún pendientes de llegar, lo que esto supondría en mi vida, el impacto que tendría en el mundo, y el modo en que el gobierno de EE.UU. reaccionaría en cuanto se diera cuenta de lo que se le avecinaba.

En una repetición de lo del día anterior, pasé las primeras horas de la mañana de Hong Kong participando en programas televisivos norteamericanos de máxima audiencia. Mi patrón cotidiano estaba fijado así: trabajar en artículos para el Guardian durante la noche, conceder entrevistas a lo largo del día y finalmente reunirme con Laura y Snowden en la habitación de este.

A menudo tomaba taxis en Hong Kong a las tres o las cuatro de la mañana para acudir a estudios de televisión, teniendo siempre presentes las «instrucciones operativas» de Snowden: no separarme nunca del ordenador ni de los pen drives llenos de documentos por si alguien pretendía manipularlos o robarlos. Me desplazaba por las desiertas calles de la ciudad con la pesada mochila siempre sujeta a la espalda, al margen del lugar o la hora. Mantenía en todo momento a raya mi paranoia, si bien me sorprendía a menudo mirando atrás y agarrando mis cosas con más fuerza cada vez que se acercaba alguien.

Una vez terminada la ronda de entrevistas televisivas, regresaba a la habitación de Snowden, donde los tres —y a veces también MacAskill— seguíamos trabajando, interrumpiendo de vez en cuando la labor solo para echar un vistazo a la televisión. Nos llenaba de asombro la reacción positiva, lo firme que parecía ser el compromiso de los medios con las revelaciones y lo enfadados que se mostraban la mayoría de los comentaristas: no con los paladines de la transparencia, sino con el insólito nivel de vigilancia estatal al que estábamos expuestos.

Ahora me sentía capaz de llevar a la práctica una de nuestras deseadas estrategias, respondiendo de manera desafiante y desdeñosa a la táctica gubernamental de invocar el 11-S como justificación de sus actividades de espionaje. Empecé por denunciar las tan previsibles como trilladas acusaciones de Washington según las cuales habíamos puesto en peligro la seguridad nacional, ayudábamos a los terroristas y al revelar secretos de estado habíamos cometido un crimen.

Me sentía envalentonado para sostener que esas eran las estrategias transparentes y manipuladoras de agentes gubernamentales que habían sido pillados haciendo cosas que los ponían en evidencia y dañaban su reputación. Esos ataques no nos harían desistir de nuestra labor; publicaríamos más crónicas extraídas de esos documentos, con independencia de las amenazas y los intentos de asustarnos, y llevaríamos a cabo nuestro deber como periodistas. Yo quería ser claro: la intimidación y la demonización habituales eran vanas. Nada detendría nuestra cobertura informativa. Pese a esa postura desafiante, aquellos primeros días la mayoría de los medios respaldaron nuestro trabajo.

Eso me sorprendió, toda vez que desde el 11 de Septiembre (aunque también antes) los medios de EE.UU. en general se habían mostrado sumamente leales al gobierno y, por ello, hostiles, a veces ferozmente, hacia todo aquel que revelara secretos oficiales.

Cuando WikiLeaks comenzó a publicar documentos confidenciales relacionados con las guerras de Irak y Afganistán, en especial cables diplomáticos, muchos periodistas norteamericanos pidieron el procesamiento de la organización, lo que en sí mismo constituía una conducta pasmosa. Precisamente la institución supuestamente dedicada a exigir transparencia en las actuaciones de los poderosos no solo criticaba una de las acciones de transparencia más importantes de los últimos años, sino que intentaba criminalizarla. Lo que había hecho WikiLeaks —recibir información secreta de una fuente del gobierno y revelarla luego al mundo— es en esencia lo que hace sistemáticamente cualquier entidad mediática.

Yo me había imaginado que los medios norteamericanos dirigirían su hostilidad hacia mí, en la medida, sobre todo, en que seguía publicando documentos y empezaba a quedar clara la inaudita magnitud de la filtración. Como crítico duro del establishment periodístico y de muchos de sus miembros más destacados, razonaba yo, me consideraba a mí mismo un imán de esa hostilidad. En los medios de comunicación tradicionales contaba con pocos aliados. La mayoría eran personas cuyo trabajo había criticado públicamente, con frecuencia y de manera implacable. Por eso esperaba su ataque a la primera oportunidad; pero esa primera semana de apariciones en los medios fue un ágape virtual, y no solo cuando estaba yo presente.

El jueves, ya el quinto día en Hong Kong, fui a la habitación de hotel de Snowden, quien enseguida me dijo que tenía noticias «algo alarmantes». Un dispositivo de seguridad conectado a internet que compartía con su novia de toda la vida había detectado que dos personas de la NSA —alguien de recursos humanos y un «policía» de la agencia— habían acudido a su casa buscándole a él.

Para Snowden eso significaba casi con seguridad que la NSA lo había identificado como la probable fuente de las filtraciones, pero yo me mostré escéptico. «Si creyeran que tú has hecho esto, mandarían hordas de agentes del FBI y seguramente unidades de élite, no un simple agente y una persona de recursos humanos». Supuse que se trataba de una indagación automática y rutinaria, justificada por el hecho de que un empleado de la NSA se había ausentado durante varias semanas sin dar explicaciones. Sin embargo, Snowden sugería que habían mandado gente de perfil bajo adrede para no llamar la atención de los medios ni desencadenar la eliminación de pruebas.

Al margen del significado de la noticia, recalqué la necesidad de preparar rápidamente el artículo y el vídeo en el que Snowden se daba a conocer como la fuente de las revelaciones. Estábamos decididos a que el mundo supiera de Snowden, de sus acciones y sus motivaciones, por el propio Snowden, no a través de una campaña de demonización lanzada por el gobierno norteamericano mientras él estaba escondido o bajo custodia o era incapaz de hablar por sí mismo.

Nuestro plan consistía en publicar dos artículos más, uno el viernes, al día siguiente, y el otro el sábado. El domingo sacaríamos uno largo sobre Snowden acompañado de una entrevista grabada y una sesión de preguntas y respuestas que realizaría Ewen.

Laura se había pasado las cuarenta y ocho horas anteriores editando el metraje de mi primera entrevista con Snowden; en su opinión, era demasiado minuciosa, larga y fragmentada. Quería filmar otra enseguida, más concisa y centrada, y confeccionar una lista de unas veinte preguntas directas que yo debía formular. Mientras Laura montaba la cámara y nos decía dónde sentarnos, añadí unas cuantas de cosecha propia.

«Esto, me llamo Ed Snowden», empieza el ahora famoso documental. «Tengo veintinueve años. Trabajo como analista de infraestructuras para Booz Allen Hamilton, contratista de la NSA, en Hawái».

Snowden pasó a dar respuestas escuetas, estoicas y racionales a cada pregunta: ¿Por qué había decidido hacer públicos esos documentos? ¿Por qué era eso para él tan importante hasta el punto de sacrificar su libertad? ¿Cuáles eran las revelaciones más importantes? ¿En los documentos había algo criminal o ilegal? ¿Qué creía que le pasaría a él?

A medida que daba ejemplos de vigilancia ilegal e invasiva, iba mostrándose más animado y vehemente. Solo denotó incomodidad cuando le pregunté por las posibles repercusiones, pues temía que el gobierno tomara represalias contra su familia y su novia. Decía que, para reducir el riesgo, evitaría el contacto con ellos, si bien era consciente de que no podía protegerlos del todo. «Esto es lo que me tiene despierto por la noche, lo que pueda pasarles», dijo con los ojos llenos de lágrimas, la primera y única vez que lo vi así.

Mientras Laura editaba el vídeo, Ewen y yo terminamos los otros dos artículos. El tercero informaba de una directriz secreta presidencial, firmada por el presidente Obama en noviembre de 2012, en la que se ordenaba al Pentágono y agencias afines preparar una serie de agresivas ciberoperaciones en todo el mundo. «Se ha pedido a diversos funcionarios de alto rango de la seguridad nacional y de inteligencia», rezaba el primer párrafo, «que elaboren una lista de potenciales objetivos de ciberataques de EE.UU. en el extranjero, según revela una directriz presidencial secreta obtenida por el Guardian».

El cuarto artículo, que se publicó el sábado tal como estaba previsto, trataba sobre el «INFORMANTE SIN LÍMITES», el programa de localización de datos de la NSA, y describía los informes según los cuales la NSA recogía, analizaba y almacenaba miles de millones de llamadas telefónicas y correos electrónicos enviados a través de la infraestructura de telecomunicaciones norteamericana. También planteaba la cuestión de si los funcionarios de la NSA habían mentido al Congreso cuando se habían negado a responder a diversos senadores sobre el número de comunicaciones internas interceptadas al afirmar que no guardaban esos registros y no podían reunir dichos datos.

Tras la publicación del artículo del «INFORMANTE SIN LÍMITES», Laura y yo quedamos en encontrarnos en el hotel de Snowden. Pero antes de salir de mi habitación, al sentarme en la cama me acordé, sin motivo aparente, de Cincinnatus, el anónimo interlocutor electrónico de seis meses atrás que me había acribillado con peticiones para que instalara el sistema PGP por si tenía alguna información importante que darme. En medio de toda la agitación, pensé que quizá también él tenía una historia interesante. Incapaz de recordar su e-mail, por fin localicé uno de los viejos correos buscando contraseñas.

«Eh, buenas noticias», le escribí. «Sé que he tardado un poco, pero ya estoy utilizando el PGP. Así que podemos hablar en cualquier momento si aún te interesa». Y pulsé «enviar».

«A propósito, ese Cincinnatus al que acabas de mandar un correo soy yo», dijo Snowden con algo más que cierto tono burlón una vez que hube entrado en su cuarto.

Tardé unos instantes en procesar aquello y recobrar la compostura. La persona que unos meses antes había intentado desesperadamente que yo utilizara una encriptación para proteger el correo electrónico era Snowden. Mi primer contacto con él no se había producido en mayo, el mes anterior, sino hacía mucho más tiempo. Antes de ponerse en contacto con Laura, antes de hablar con nadie, había tratado de comunicarse conmigo.

A cada día que pasaba, las horas y horas que estábamos juntos creaban un vínculo cada vez más fuerte. La tensión y la incomodidad del primer encuentro se había transformado en una relación de colaboración, confianza y finalidad compartida. Sabíamos que habíamos emprendido uno de los episodios más significativos de nuestra vida.

Una vez concluido el artículo del «INFORMANTE SIN LÍMITES», el estado de ánimo relativamente más relajado que habíamos conseguido mantener los días anteriores dio paso a una ansiedad palpable: faltaban menos de veinticuatro horas para que se conociera la identidad de Snowden, que a su entender supondría un cambio total, sobre todo para él. Los tres juntos habíamos vivido una experiencia corta pero extraordinariamente intensa y gratificante. Uno de nosotros, Snowden, pronto dejaría el grupo, tal vez estaría en la cárcel largo tiempo —un hecho que acechó en el ambiente desde el principio, difundiendo desánimo, al menos en lo que a mí respectaba—. Solo Snowden parecía no estar preocupado. Ahora entre nosotros circulaba un humor negro alocado.

«En Guantánamo me pido la litera de abajo», bromeaba Snowden mientras meditaba sobre nuestras perspectivas. Mientras hablábamos de futuros artículos, decía cosas como «esto va a ser una acusación. Lo que no sabemos es si será para vosotros o para mí». Pero casi siempre estaba tranquilísimo. Incluso ahora, con el reloj de su libertad quedándose sin cuerda, Snowden se iba igualmente a acostar a las diez y media, como hizo todas las noches que estuve yo en Hong Kong. Mientras yo apenas podía conciliar el sueño un par de horas, él era sistemático con las suyas. «Bueno, me voy a la piltra», anunciaba tranquilamente cada noche antes de iniciar su período de siete horas y media de sueño profundo, para aparecer al día siguiente totalmente fresco.

Cuando le preguntábamos sobre su capacidad para dormir tan bien dadas las circunstancias, Snowden respondía que se sentía totalmente en paz con lo que había hecho, por la noche no le costaba nada dormir. «Supongo que aún me quedan unos cuantos días con una almohada cómoda», bromeaba, «así que más vale que los disfrute».

El domingo por la tarde, hora de Hong Kong, Ewen y yo dimos los últimos retoques al artículo que presentaba a Snowden al mundo mientras Laura terminaba de editar el vídeo. Hablé con Janine, que entró en el chat al iniciarse la mañana en Nueva York, sobre la especial importancia de manejar esa noticia con tacto y la necesidad personal que sentía yo de hacer justicia a Snowden por sus valientes decisiones. Confiaba cada vez más en mis colegas del Guardian, tanto desde el punto de vista editorial como por su valentía. Pero en este caso quería revisar cada edición, grande o pequeña, cada uno de los artículos en los que Snowden se daría a conocer al mundo.

A última hora, Laura vino a mi habitación a enseñarnos a mí y a Ewen el vídeo. Los tres miramos en silencio. El trabajo de Laura era espléndido —el vídeo, sobrio, y la edición, magnífica—, pero casi toda la fuerza se concentraba en Snowden, que cuando hablaba transmitía con contundencia la convicción, la pasión y la responsabilidad que lo habían impulsado a actuar. No me cabía duda de que su audacia al darse a conocer y explicar lo que había hecho y hacerse responsable de sus actos, su negativa a ocultarse y vivir perseguido, inspiraría a millones de personas.

Lo que más deseaba yo era que el mundo viera la intrepidez de Snowden. Durante la última década, el gobierno de EE.UU. había redoblado sus esfuerzos para poner de manifiesto su ilimitado poder. Había iniciado guerras, torturado y encarcelado a gente sin mediar acusación, cometido asesinatos extrajudiciales al bombardear objetivos con drones. Y los mensajeros no estaban a salvo: se había maltratado y procesado a delatores de ilegalidades, se había amenazado a periodistas con penas de cárcel. Mediante una demostración cuidadosamente estudiada de intimidación a todo aquel que se planteara un reto significativo, el gobierno había procurado por todos los medios demostrar a gente de todo el mundo que su poder no estaba condicionado por la ley, la ética, la moralidad ni la Constitución: mirad lo que podemos hacer y lo que haremos con quienes entorpezcan nuestra agenda.

Snowden había desafiado la intimidación con toda la energía posible. El coraje es contagioso. Yo sabía que él podía animar a mucha gente a hacer lo mismo.

A las dos de la tarde del domingo 9 de junio, hora del Este, el Guardian publicó el artículo que hacía pública la identidad de Snowden: «Edward Snowden: el denunciante tras las revelaciones de vigilancia de la NSA». En la parte superior aparecía el vídeo de doce minutos de Laura; la primera frase decía así: «El individuo responsable de una de las filtraciones más importantes de la historia política de EE.UU. es Edward Snowden, de veintinueve años, antiguo asistente técnico de la CIA y actual empleado de la subcontratista de Defensa Booz Allen Hamilton». El artículo contaba la historia de Snowden, transmitía sus motivos y proclamaba que «pasará a la historia como uno de los reveladores de secretos más importante de EE.UU., junto con Daniel Ellsberg y Bradley Manning». Se citaba un viejo comentario que Snowden nos había hecho a mí y a Laura: «Sé muy bien que pagaré por mis acciones… Me sentiré satisfecho si quedan al descubierto, siquiera por un instante, la federación de la ley secreta, la indulgencia sin igual y los irresistibles poderes ejecutivos que rigen el mundo que amo».

La reacción ante el artículo y el vídeo fue de una intensidad que no había visto yo jamás como escritor. Al día siguiente, en el Guardian el propio Ellsberg señalaba que «la publicación de material de la NSA por parte de Edward Snowden es la filtración más importante de la historia norteamericana, incluyendo desde luego los papeles del Pentágono de hace cuarenta años».

Solo en los primeros días, centenares de miles de personas incluyeron el enlace en su cuenta de Facebook. Casi tres millones de personas vieron la entrevista en YouTube. Muchas más la vieron en el Guardian online. La abrumadora respuesta reflejaba conmoción y fuerza inspiradora ante el coraje de Snowden.

Laura, Snowden y yo seguíamos esas reacciones juntos mientras hablábamos al mismo tiempo con dos estrategas mediáticos del Guardian sobre qué entrevistas televisivas del lunes por la mañana debía yo aceptar. Nos decidimos por Morning Joe, en la MSNBC, y luego por The Today Show, de la NBC, los dos programas más tempraneros, que determinarían la cobertura del asunto Snowden a lo largo del día.

Sin embargo, antes de que me hicieran las entrevistas, a las cinco de la mañana —solo unas horas después de que se hubiera publicado el artículo de Snowden— nos desvió del tema la llamada de un viejo lector mío que vivía en Hong Kong y con el que había estado periódicamente en contacto durante la semana. En su llamada, el hombre señalaba que pronto el mundo entero buscaría a Snowden en Hong Kong, e insistía en la urgencia de que Snowden contase en la ciudad con abogados bien relacionados. Decía que dos de los mejores abogados de derechos humanos estaban listos para actuar, dispuestos a representarlo. ¿Podían acudir los tres a mi hotel enseguida?

Acordamos vernos al cabo de un rato, a eso de las ocho. Dormí un par de horas hasta que me llamó una hora antes, a las siete.

«Ya estamos aquí», dijo, «en la planta baja de su hotel. Vengo con dos abogados. El vestíbulo está lleno de cámaras y reporteros. Los medios están buscando el hotel de Snowden y lo encontrarán de manera inminente; según los abogados, es fundamental que lleguen ellos hasta él antes que los periodistas».

Apenas despierto, me vestí con lo primero que encontré y me dirigí a la puerta dando traspiés. Tan pronto la abrí, me estallaron en la cara los flashes de múltiples cámaras. Sin duda, la horda mediática había pagado a alguien del personal del hotel para averiguar el número de mi habitación. Dos mujeres se identificaron como reporteras del Wall Street Journal con sede en Hong Kong; otros, incluido uno con una cámara enorme, eran de Associated Press.

Me acribillaron a preguntas y formaron un semicírculo móvil a mi alrededor mientras me encaminaba hacia el ascensor. Entraron conmigo a empujones sin dejar de hacerme preguntas, a la mayoría de las cuales contesté con frases cortas, secas e intrascendentes.

En el vestíbulo, otra multitud de periodistas y reporteros se sumaron al primer grupo. Intenté buscar a mi lector y a los abogados, pero no podía dar un paso sin que me bloqueasen el camino.

Me preocupaba especialmente que la horda me siguiera e impidiera que los abogados establecieran contacto con Snowden. Por fin decidí celebrar una conferencia de prensa improvisada en el vestíbulo, en la que respondí a las preguntas para que los reporteros se marcharan. Al cabo de unos quince minutos, casi no quedaba ninguno.

Entonces me tranquilicé al tropezarme con Gill Phillips, abogada jefe del Guardian, que había hecho escala en Hong Kong en su viaje de Australia a Londres para procurarnos a mí y a Ewen asesoramiento legal. Dijo que quería explorar todas las maneras posibles en que el Guardian pudiera proteger a Snowden. «Alan se mantiene firme en que le demos todo el respaldo legal que podamos», explicó. Intentamos hablar más, pero como todavía quedaban algunos reporteros al acecho, no disfrutamos de intimidad.

Al final encontré a mi lector junto a los dos abogados de Hong Kong que iban con él. Discutimos dónde podríamos hablar sin ser seguidos, y decidimos ir todos a la habitación de Gill. Perseguidos aún por unos cuantos reporteros, les cerramos la puerta en las narices.

Fuimos al grano. Los abogados deseaban hablar con Snowden enseguida para que les autorizara formalmente a representarle, momento a partir del cual podrían empezar a actuar en su nombre.

Gill investigó en Google sobre aquellos abogados —a quienes acabábamos de conocer—, y antes de entregarles a Snowden pudo averiguar que eran realmente muy conocidos y se dedicaban a cuestiones relacionadas con los derechos humanos y el asilo político y que en el mundo político de Hong Kong tenían buenas relaciones. Mientras Gill realizaba su improvisada gestión, yo entré en el programa de chats. Snowden y Laura estaban online.

Laura, que ahora se alojaba en el hotel de Snowden, estaba segura de que era solo cuestión de tiempo que los reporteros los localizaran también a ellos. Snowden estaba ansioso por marcharse. Hablé a Snowden de los abogados, que estaban listos para acudir a su habitación. Me dijo que tenían que ir a recogerle y llevarle a un lugar seguro. Había llegado el momento, dijo, «de iniciar la parte del plan en el que pido al mundo protección y justicia».

«Pero he de salir del hotel sin ser reconocido por los reporteros», dijo. «De lo contrario, simplemente me seguirán adondequiera que vaya».

Transmití estas preocupaciones a los abogados. «¿Tiene él alguna idea de cómo impedir esto?», dijo uno de ellos.

Le transmití la pregunta a Snowden.

«Estoy tomando medidas para cambiar mi aspecto», dijo, dando a entender que ya había pensado antes en esto. «Puedo volverme irreconocible».

Llegados a este punto, pensé que los abogados tenían que hablar con él directamente. Antes de ser capaces de hacerlo, necesitaban que Snowden recitara una frase tipo «por la presente les contrato». Mandé la frase a Snowden, y me la tecleó. Entonces los abogados se pusieron frente al ordenador y comenzaron a hablar con él.

Al cabo de diez minutos, los dos abogados anunciaron que se dirigían de inmediato al hotel de Snowden con la idea de salir sin ser vistos.

«¿Qué van a hacer con él después?», pregunté.

Seguramente lo llevarían a la misión de la ONU en Hong Kong y solicitarían formalmente su protección frente al gobierno de EE.UU., alegando que Snowden era un refugiado en busca de asilo. O bien, dijeron, intentarían encontrar una «casa segura».

En todo caso, el problema era cómo sacar a los abogados del hotel sin que los siguieran. Tuvimos una idea: Gill y yo saldríamos de la habitación, bajaríamos al vestíbulo y atraeríamos la atención de los reporteros, que esperaban fuera, para que nos siguieran. Al cabo de unos minutos los abogados abandonarían el hotel sin ser vistos, como cabía esperar.

La treta surtió efecto. Tras una conversación de treinta minutos con Gill en un centro comercial anexo al hotel, volví a mi habitación y llamé impaciente al móvil de uno de los abogados.

«Lo hemos sacado justo antes de que los periodistas empezaran a pulular por el vestíbulo», explicó. «Hemos quedado con él en su habitación, frente a la del caimán», la misma en la que nos vimos Laura y yo con él la primera vez, como luego supe. «Luego hemos cruzado un puente que conducía a un centro comercial contiguo, y nos hemos subido al coche que nos esperaba. Ahora está con nosotros».

¿Adónde lo llevaban?

«Mejor no hablar de esto por teléfono», contestó el abogado. «De momento estará a salvo».

Saber que Snowden estaba en buenas manos me dejó la mar de tranquilo, aunque sabíamos que muy probablemente no volveríamos a verle ni a hablar con él, al menos no en calidad de hombre libre. Pensamos que la próxima vez quizá lo veríamos en la televisión, con un mono naranja y esposado, en una sala de juicios norteamericana, acusado de espionaje.

Mientras asimilaba la noticia, llamaron a la puerta. Era el director del hotel. Venía a decirme que no paraba de sonar el teléfono preguntando por mi habitación (yo había dejado instrucciones en el mostrador principal de que bloqueasen todas las llamadas). En el vestíbulo también había una multitud de reporteros, fotógrafos y cámaras esperando que yo apareciera.

«Si lo desea», dijo él, «puede salir por un ascensor de la parte de atrás y una puerta que no ve nadie. Además, el abogado del Guardian le ha hecho una reserva en otro hotel bajo un nombre distinto en caso de que usted así lo decida».

Era a todas luces un quiebro que significaba otra cosa: queremos que se vaya a causa del follón que está provocando. En cualquier caso, me parecía una buena idea: yo quería continuar trabajando con cierta privacidad y todavía esperaba mantener el contacto con Snowden. De modo que hice el equipaje y seguí al director hasta la salida trasera, me reuní con Ewen en un coche estacionado y me registré en otro hotel con el nombre del abogado del Guardian.

Lo primero que hice fue entrar en internet con la esperanza de saber de Snowden. Apareció online a los pocos minutos.

«Estoy bien», me dijo. «Por el momento en una casa segura. Pero no sé hasta qué punto es segura ni cuánto tiempo permaneceré aquí. Tendré que moverme de un sitio a otro y mi acceso a internet es poco fiable, así que no sé cuándo ni con qué frecuencia estaré online».

Se evidenciaba cierta reticencia a darme detalles sobre su emplazamiento, y no quise preguntar. Yo sabía que mi capacidad para averiguar cosas de su escondite era muy limitada. Ahora él era el hombre más buscado por el país más poderoso del mundo. El gobierno de EE.UU. ya había pedido a la policía de Hong Kong que lo detuviera y lo entregara a las autoridades norteamericanas.

De modo que hablamos breve y vagamente y manifestamos el deseo común de seguir en contacto. Le dije que actuara con prudencia.

Cuando por fin llegué al estudio para las entrevistas con Morning Joe y The Today Show, advertí enseguida que el tenor del interrogatorio había cambiado apreciablemente. En vez de tratarme como periodista, los anfitriones preferían atacar un objetivo nuevo: el Snowden de carne y hueso, no un personaje enigmático de Hong Kong. Muchos periodistas norteamericanos volvían a asumir su acostumbrado papel al servicio del gobierno. La historia ya no versaba sobre unos reporteros que habían sacado a la luz graves abusos de la NSA, sino sobre un norteamericano que, mientras trabajaba para el gobierno, había «incumplido» sus obligaciones, cometido crímenes y «huido a China».

Mis entrevistas con Mika Brzezinski y Savannah Guthrie fueron enconadas y ásperas. Como llevaba más de una semana durmiendo poco y mal, ya no tenía paciencia para aguantar las críticas a Snowden implícitas en sus preguntas: me daba la impresión de que los periodistas habrían tenido que estar de enhorabuena en vez de demonizar a quien, más que nadie en años, había puesto en evidencia una doctrina de seguridad nacional harto discutible.

Tras algunos días más de entrevistas, decidí que era el momento de abandonar Hong Kong. Ahora iba a ser imposible reunirme con Snowden o ayudarlo a salir de la ciudad, había llegado un punto en que me sentía emocional, física y psicológicamente agotado. Tenía ganas de regresar a Río.

Pensé en hacer escala un día en Nueva York con el fin de conceder entrevistas… solo para dejar claro que podía hacerlo y tenía intención de hacerlo. Pero un abogado me aconsejó que no lo hiciera alegando que era absurdo correr riesgos jurídicos de esa clase antes de saber cómo pensaba reaccionar el gobierno. «Gracias a ti se ha conocido la mayor filtración sobre la seguridad nacional de la historia de EE.UU. y has ido a la televisión con el mensaje más desafiante posible», me dijo. «Solo tiene sentido planear un viaje a EE.UU. una vez que sepamos algo de la respuesta del Departamento de Justicia».

Yo no estaba de acuerdo: consideraba sumamente improbable que la administración Obama detuviera a un periodista en medio de esos reportajes de tanta notoriedad. No obstante, estaba demasiado cansado para discutir o correr riesgos. Así que pedí al Guardian que reservara mi vuelo para Río con escala en Dubai, bien lejos de Norteamérica. Por el momento, discurrí, ya había hecho bastante.