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Lo encontraron sentado a oscuras, con las manos colgando entre las rodillas, en el regazo, la vieja capa de lana de Jeanne.

—¿Qué pasa, Jéróme? ¿Qué haces aquí sentado sin hacer nada? El fuego está apagado y todo por hacer.

Alazaïs irrumpió en la sala seguida de Domergue, que miró a su alrededor como atontado, con bovina paciencia, mientras su esposa trasteaba con esto y con aquello sin dejar de hablar.

—¡Pero cómo te has abandonado! —exclamó—. ¿Es que estás enfermo? Mira, hay polvo por todas partes y los animales están ahí en el patio, desatendidos. No has llevado a pastar a las ovejas ni has dado de comer al poni. ¡Mira que estar aquí a oscuras con el sol que hace y la de cosas que hay pendientes! —Por fin encontró el pedernal—. Seguro que ni siquiera has comido. El fuego está apagado y no has podido cocinar. Venga, hombre, di algo. ¿Qué te pasa? Domergue, trae un poco de leña, lo menos que podemos hacer es encender el fuego y dar de comer a este pobre hombre. Vamos, que pareces un niño, sentado solo y a oscuras.

Jéróme la miró angustiado un instante y bajó la vista.

—¿Es que no me oyes? Venga, hombre, levántate y haz algo.

—Está muerta.

—Ah. Muerta —repitió Domergue, sentándose junto a él y dándole golpecitos en la rodilla.

Alazaïs se quedó mirándolos con los brazos en jarras.

—Era una hereje —exclamó con rencor—. Es lo que se merecía.

—Yo se lo dije. —Jéróme alzó la cara, tenía los ojos llenos de lágrimas—. Yo les dije que era una hereje —repitió, tirando con los dedos de la capa de lana.

—¿Y acaso no te torturaron? —replicó Domergue con voz queda—. ¿Qué esperabas? Pero si casi te arrancan el brazo.

Jéróme se frotó el hombro con la expresión perpleja y asombrada de un niño. Dos lágrimas surcaban lentamente su rostro curtido.

—Ya no lo puedo mover. Les dije que Jeanne conocía a los herejes, que sabía dónde estaba el tesoro.

Alazaïs y Domergue se miraron.

—¿Qué tesoro?

—El tesoro cátaro, el tesoro de Montségur. Ella sabía dónde estaba.

—¿Qué sabía dónde estaba? —Alazaïs se dejó caer en el otro banco.

—Íbamos a ir a buscarlo. Hablamos mucho de eso. Jeanne ayudó a esconderlo. Cuando nos casáramos íbamos a pediros que cuidarais de nuestros animales durante un mes, mientras íbamos a por él. Teníamos pensado decir que el viaje era una peregrinación. Jeanne decía que teníamos que gastar el dinero muy poco a poco. Quería compartirlo con vosotros.

—¿Con nosotros?

—Os quería mucho. Quería que todos compartiéramos la buena suerte. Una parte del dinero sería para nosotros, otra os la daría a vosotros y el resto lo llevaríamos a Lombardía, para los Amigos de Dios. Era de ellos. Jeanne decía que nos quedaríamos con una parte y les llevaría el resto…

—¡No! —Alazaïs se levantó bruscamente—. Era una bruja. A ti te había embrujado, te tenía prisionero. No podías mirar a otra mujer, ni siquiera a mi hija Fays, que pronto habría sido una buena esposa para ti. Luego llegó ella y la metiste en tu casa.

La mujer se inclinó para espetarle en la cara:

—Era una bruja, con sus hierbas y sus brebajes mortales. Ella mató a mi Bernadette. Sí, ella, poniendo las manos en la cabeza de mis pobres niños y murmurando sus cánticos y hechizos. Y yo hasta le presté mi toca. Sabe Dios qué embrujos le echó encima.

Jéróme la miró boquiabierto.

—¿Fuiste tú quién la denunció?

—Hechizos, eso era todo lo que hacía. ¿Y qué si no? Era una vieja y todavía estaba hermosa.

—¿De verdad sabía dónde estaba el tesoro? —preguntó Domergue—. ¿Lo iba a compartir con nosotros?

Jéróme asintió con la cabeza.

—Bien, entonces todavía podemos ir a buscarlo —dijo Alazaïs—. Podemos hacer con el tesoro lo mismo que quería hacer Jeanne. ¿Dónde está escondido?

—No quiso decírmelo. Tenía miedo de que ocurriera realmente lo que ocurrió: que me detuvieran y dijera más de lo que quería decir.

—Pues entonces era una hereje de verdad —terció Alazaïs—. Si no lo hubiera sido, no podía saber dónde estaba el tesoro. —Miró como enloquecida a su marido y luego a Jéróme—. ¿Y de qué nos habría servido tener el dinero de los herejes? Nos habría contaminado. ¿Para qué habría servido? Para que nos mataran a todos, seguro.

Domergue se levantó.

—Cállate, mujer.

Alazaïs dio un respingo.

—Jéróme… —Domergue puso una mano sobre el brazo del otro hombre.

—La echo de menos. Ni siquiera tengo nada suyo. No tenía nada de valor. Este manto es todo lo que me queda de ella. —Se lo llevó a la cara—. Todavía conserva su aroma. ¿Quieres olerlo? —Lo siento.

—No había ningún tesoro —repitió Alazaïs vehemente—. No era más que otra mentira. Era una hereje, os lo aseguro. Se merecía que la detuvieran. No había ningún tesoro, creedme. El tesoro no existe. Ella no sabía nada.