Me llevan por segunda vez a la cámara de tortura. No es una sala hermosa con una chimenea tallada y mesas de escritura, sino una habitación pequeña, atestada, obscura. En un rincón humean los fuegos y en otro están los instrumentos de tortura, negros y metálicos, aguardándome. Huele a miedo y a carbones calientes, y en cuanto veo las máquinas de tortura se me escapa un hilillo de orina y dejo caer todo mi peso en los brazos de los guardias. Estoy mareada de terror.
—¿Confiesas que eres una hereje?
Ni siquiera me han atado todavía al potro. Intento contestar… Sí, sí, lo confieso todo, confieso lo que queráis, lo que queráis. Pero cuando abro la boca, vomito. Ellos retroceden de un brinco, maldiciendo, y luego me arrojan sobre el potro. Los he enfurecido. Intento contestar… Sí, no me hagáis daño. Confieso. Soy una hereje. Pero se me atascan las palabras. Dios mío, ayúdame, tengo miedo.
Hoy han venido a liberarme. Tan inesperadamente como me detuvieron, abrieron la puerta de mi celda y me llevaron escaleras arriba y luego, después de haber dejado atrás kilómetros de pasillos, subido y bajado escaleras, y atravesado lúgubres pasadizos, hasta la puerta.
—Eres libre.
Sin más explicaciones.
—¿Y Jéróme? —Mi voz es apenas un gemido, porque hace mucho tiempo que no hablo. Parpadeo bajo la luz cegadora, y el guarda cierra la puerta a mi espalda y me deja allí, desorientada. Es pleno verano. Apenas puedo caminar. No tengo comida, agua o refugio. ¿Adónde voy a ir?
Echo a andar despacio, tambaleante, alejándome del pueblo, hacia el campo, por el camino polvoriento. Me miro y tengo que echarme a reír de la loca Jeanne, sucia y desaliñada de nuevo. La desposeída, la exiliada. Pero estoy viva.
Al subir la colina el corazón se me ensancha en el pecho, crece, se abre maravillado a la belleza de la hierba, al azul del cielo y al dulce viento cálido que me besa la mejilla.
No me canso de ello. Camino hacia las montañas nevadas, hacia casa.
Me detengo en el río para beber y lavar la suciedad de mi cara, mis brazos y mis pies. El sol calienta y no hay nadie cerca, de modo que me quito el vestido sucio y me meto en el agua. ¡Está helada! Luego intento lavar también el vestido y lo dejo secar al sol. No puedo hacer mucho más.
Me sumerjo en el río para mojarme el pelo.
La loca Jeanne.
Más tarde, mientras me seco al sol, intento decidir adonde ir. Debo tener cuidado. Necesito comida y refugio. Pero ya sé adonde iré y lo que haré. Todo está muy claro. Estoy muy flaca, se me ven las costillas y todavía sigo enferma. Las piernas apenas me sostienen.
Cuando llego a casa de los Domergue ya ha caído la tarde. El perro sale ladrando al patio. Alazaïs es la primera en verme y se apresura a recibirme, seguida de la nodriza, a quien yo creía en el pueblo. No recuerdo su nombre. El niño ha crecido mucho. Ahora se chupa el pulgar.
—¡Jeanne! ¡Es Jeanne! —grita Alazaïs.
—¡Dios mío! ¡Estás aquí! —dice la nodriza—. ¡Pero qué pinta traes!
El perro ladra y brinca en el patio meneando la cola. La hermana menor, Fays, está en la puerta, con Jean, el bebé, en brazos.
Me hacen pasar entre risas y reproches. Los hombres están en los campos.
—¿Cómo estás?
—¿Estás bien?
—¿Cómo has conseguido salir? Todos hablan a la vez.
—¿Quién es, mamá? —pregunta el niño, oculto entre las faldas de su madre. Yo me echo a reír. Sí, ¿quién soy, después de todo?
Alazaïs aviva el fuego y pone la tetera a calentar.
—Tienes que asearte, estás horrorosa.
—Necesito comer.
Me pone en la mano un trozo de pan.
Estoy tan contenta que sólo atino a volverme hacia unos y otros sonriendo, riéndome como una tonta. Me dan cerveza y pastel de avena y luego una manzana dulce para calmar mi hambre. Siento que recobro las fuerzas. Raymond, el marido de Bernadette, se ha casado con la niñera, ¿quién lo iba a imaginar? La hija casada que vive en otra ciudad, ha tenido un nuevo hijo. El quinto.
—¿Qué ha pasado? —pregunto por fin—. ¿Lo sabéis alguno de vosotros? Hoy han llegado a la celda y me han puesto en libertad sin decir nada ni hacerme más preguntas. Así, sin más.
—Les dijimos que estabas loca —explica Alazaïs, riéndose a carcajadas con un brillo de sus dientes blancos—. Dijimos que eras medio tonta —añade, dándose golpecitos en la cabeza—. Demasiado feliz, pero una buena esposa para Jéróme. —Entonces me abraza sin dejar de reírse—. Ahora no nos hagas pasar por mentirosos.
La sonriente nodriza (ya se me ha olvidado su nombre) se sienta en un banco, se abre la blusa y saca un hermoso seno blanco para alimentar al niño. El bebé mama con ansia y yo no puedo apartar la vista. ¡La vida me maravilla!
—Loca, ¿eh? —sonrío—. Bueno, pues no mentisteis. —Luego pregunto curiosa—: ¿Quién nos denunció? Llegué a pensar que podíais haber sido vosotros.
—Creemos que fueron las investigaciones del sacerdote. ¿Pensaban que eras una hereje?
Todavía no estoy preparada para hablar de todo esto.
—Pero ahora estás en casa —concluye Fays, la niña mujer—. Tenemos que estar contentos, todo ha terminado y no volverá a pasar.
—Jéróme está en casa —dice Alazaïs—. Lo encontrarás en la granja. Te está esperando, supongo, aunque no sabíamos cuándo saldrías, o si te dejarían libre, o si pensaban quemarte. Pero te han soltado, ahora estás limpia.
No paramos de reírnos. Alazaïs se agacha para soplar sobre las ascuas.
—Gaillard se ha hecho pastor —me cuenta—, con Belleperche. Ha atravesado las montañas y ha llegado hasta Aragón. Ha crecido y se ha puesto muy fuerte. Ahora no lo vemos más que de un año para otro —prosigue, todavía de rodillas ante las llamas—. Hace nada era un niño y ahora se ha marchado.
—¿Y Domergue?
—Se hace viejo, pero ha vuelto a hacer la siembra. Gracias a Dios tiene dos hijos fuertes que le ayudan.
Me lavo de nuevo en el patio con dos cubos de agua tibia, calentada al fuego. Alazaïs recoge mi ropa.
—Quiero ir a casa.
—Jéróme te estará esperando —contesta ella—, pero no puedes ir así, como una mendiga. Te dejaré mi otro vestido y un paño para la cabeza.
—¿Qué vestido?
—El azul.
—¿Tu vestido nuevo? ¿Tu vestido de fiesta?
—Ya me lo devolverás mañana, cuando laves el tuyo. Pero ten cuidado con él, que lo necesito este domingo.
—¿Está bien Jéróme? —me atrevo a preguntar.
—Estuvo en la cárcel sólo una semana y no durante meses como tú.
Me sienta al sol entre sus rodillas, ahora ya limpia y aseada. Me lava y me seca el pelo, quitándome los piojos, que aplasta entre sus dedos. Qué sensación más agradable, sus dedos fuertes acariciándome la cabeza, las sienes, como hacía Baiona. Yo me agarro a sus rodillas y me recuesto contra su pecho, mientras ella me cuenta los cotilleos locales y me acaricia la cabeza, me da masajes, me llena de serenidad. Este y aquel han sufrido otros percances, y el muchacho, Martin, quiere casarse con una chica del pueblo. A Alazaïs no le gusta la familia de ella. Annie, la mujer de la hondonada, ha muerto. Y me habla de Jéróme, por supuesto, que fue encarcelado pero puesto en libertad de inmediato.
—¿Cómo? —pregunto—. ¿Por qué lo soltaron?
—Compramos su libertad.
—¿La comprasteis?
—Hipotecamos nuestra granja. Hicieron falta trescientas libras, pero está libre.
—¡Trescientas! ¡Eso es casi la renta de un noble! —exclamo sobresaltada—. ¿Y cómo se os ocurrió? ¡Qué idea tan inteligente! —Le doy palmaditas de aprobación en las rodillas e intento volverme para ver su querido rostro arrugado.
—No te muevas. Hasta los inquisidores necesitan dinero. El problema es que ahora Jéróme tiene que pagar, así que no creas que todo está arreglado. Nos ha dado su granja como garantía. No es más que un trato de negocios y al final saldremos ganando, espero. Una buena acción con un buen resultado. Jéróme estará endeudado hasta el día que se muera, y luego la granja será nuestra.
Yo no digo nada.
—Te han soltado gracias a Jéróme —prosigue Alazaïs—. Envió una petición al legado del Papa. Dijo que si habías estado en Montségur, entonces ya habías recibido el perdón una vez y no podían detenerte por el mismo crimen.
—¿Y encontraron mi nombre en los archivos?
—Pues la verdad es que no. Había un problema con los archivos. Pero nosotros declaramos que estabas… bueno, chiflada —me dice, llevándose el dedo a la sien—. Jéróme dijo que si no estuviste en Montségur no te podían detener legalmente. Estuvieron de acuerdo en que se había cometido un error. Supongo que eso supuso más dinero. No sé cómo espera pagarlo todo.
Cae la tarde y yo ya no puedo contenerme. Me levanto de un salto.
—Me voy ya —digo riéndome—, seguro que lo entiendes…
Ella también se echa a reír y me abraza.
—Te acompaño hasta el establo.
—Saluda a Domergue de mi parte. Vendré a veros pronto.
—Querida Jeanne, qué alegría tenerte de vuelta. Recorro los tres últimos kilómetros dando gracias a Dios y a mi Señor Jesucristo que camina junto a mí, a mi lado. Siento su dorada presencia, me sonríe, encantado conmigo. Y allí delante hay alguien más, vestido de blanco. Pienso que mañana Jéróme y yo haremos el equipaje. Buscaremos el tesoro de la cueva y pagaremos nuestras deudas, o si no, llevaremos el dinero a Lombardía para dárselo a los Amigos de Dios. O tal vez nos quedemos en la granja. Podemos casarnos, pagar nuestra hipoteca a los Domergue, poco a poco, un año tras otro para no levantar sospechas. Tal vez dejemos la mayor parte del tesoro en la cueva, por si algún día lo necesitan los Amigos de Dios. Porque yo quiero contarle a Jéróme cuál es el tesoro auténtico, que es el tesoro de nuestros corazones. Quiero hablarle del amor de Dios.
Subo la colina con paso ligero, todo un cuerpo saltando como un muelle, y ahí está la granja. La veo brillando a la luz. ¡La luz! ¡Y ahí está William, saludándome! ¡Y Baiona! ¡Roland-Pierre! Me protejo los ojos con la mano, porque la luz me ciega, tan blanca, tan brillante.
—Soltad las cuerdas. —El inquisidor se acercó al potro. La mujer se había quedado inerte. No le gustaba su trabajo; la obscuridad de aquella cámara subterránea, el calor que salía del fuego, las cuerdas y estacas de madera, los ataúdes tachonados de clavos donde se metía a las víctimas, el potro y la rueda y los hierros al rojo, los pinchos para sacar los ojos, las tenazas para retorcer miembros o arrancar las uñas. Entre la sangre y los gritos a veces apenas podía respirar, pero al mismo tiempo experimentaba una excitación animal. Aquella labor se realizaba en nombre del más elevado servicio a Jesucristo, el Señor del amor, que quería que los herejes se arrepintieran, que quería que los corruptos fueran expulsados de la madre Iglesia.
Hizo una mueca de enfado.
—Está muerta.
—¡Idiota! Se supone que no podemos matarlos en el potro. Desátala, deprisa. Reanímala.
—No es más que una hereje.
—Nunca lo ha confesado. Por lo que sabemos, era una buena católica que ahora ha muerto sin los sacramentos.
—No es culpa mía, excelencia.
—Se supone que deberías prestar atención a tu trabajo.
—Pero si apenas he apretado las ligaduras. Ha muerto antes de que yo comenzara.
—No ha confesado. Bueno, entrega el cuerpo a su familia —ordenó, quitándose los guantes—. Que alguien se lo notifique. No es cosa nuestra.
Se limpió las manos en su pañuelo y se volvió para subir por las escaleras.