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Pienso en Baiona y en William, juntos y felices en la otra vida. Rezo en mi celda para que me perdonen, y rezo también para perdonar, ¿porque cómo si no puedo recibir perdón por mis actos? Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores… Perdóname, Baiona, rezo. Perdóname, Esclarmonde, por mis fallos, por no saber amar. Perdóname, Jéróme.

A veces rezo por los animales y pienso que aquí, en la prisión, ya no podré matar a otro cerdo el otoño que viene. De modo que Dios ha hecho cumplir su voluntad con elegancia, salvándome así de otro pecado.

Sin embargo a veces es tanto el dolor que no puedo rezar. Me asaltan el miedo y las dudas. Temblando, apenas capaz de ponerme en pie, hago un esfuerzo por recorrer mi celda de piedra de un lado a otro, ansiosa, intentando pensar en… ¿qué? Mi mente da vueltas frenética, incapaz de albergar sino dudas. ¿Quién nos denunció? ¿Los Domergue? ¿Raymond? No puedo creerlo. ¿El sacerdote? ¿El mozo de los establos? ¿El mismo Jéróme?

¿Dónde está ahora la luz? Merezco mi castigo. Me quito las enaguas, empapadas de suciedad. El hedor es intolerable. Tiemblo de miedo, loca de soledad y de culpa.

Pero entonces domino de nuevo mis pensamientos: «Dios no castiga —me digo—, sino sólo mi conciencia». «Intentad saber con exactitud lo que sentís», nos decía Esclarmonde. Me siento furiosa, herida, con miedo, sedienta, hambrienta, mojada. Sentada en esta celda sombría, el silencio sólo interrumpido por el correteo de alguna que otra rata por la paja, o por mi respiración, o por mis dedos que rascan mi piel escamosa, por los gritos apagados al otro lado de la puerta, araño la superficie de mis pensamientos para nombrar lo que siento según nos enseñó Esclarmonde. Sin dirigir mi rabia y mi odio hacia los inquisidores, que sólo hacen su trabajo como creen que deben hacerlo, sino examinando mi persona, que ya no puede ver la luz (eso también es un don de Dios y no puede conjurarse a voluntad).

Mis sentimientos van del miedo a la soledad, al dolor, a la culpa (que es otra forma de miedo), a la rabia (que también proviene del miedo), los celos (miedo), venganza, vergüenza, pena, remordimientos… Hasta que queda claro que ninguna de estas emociones es cierta. Bajo ellas yace el miedo. Tengo miedo de morir en la cárcel, de no volver a ver a Jéróme, porque nadie sale vivo de la Muralla. Tengo miedo de que me torturen. Tengo miedo de que me quemen.

Me arde la espalda como el fuego, de los azotes.

A veces pierdo el control y grito. Los ecos rebotan en las paredes. A veces camino por la celda, tres pasos adelante, tres pasos atrás, como un león en su jaula. A veces me siento muy sola. Entonces vuelvo a hacer un esfuerzo (qué deprisa se me olvida) por rezar, y de nuevo me incorporo con dificultad sobre las rodillas, con las manos enlazadas; y a veces, sólo por un momento, quedo envuelta en la luz.

Me llevan de nuevo al interrogatorio. Siempre los mismos dos monjes. Siempre las mismas preguntas, una y otra vez.

—Tu nombre —me preguntan, aunque lo saben muy bien—. ¿De dónde eres? —Al principio me hacen preguntas sencillas. No saben nada de mí; mi nombre no aparecía en las listas de Montségur.

—Nombra a los herejes que conoces.

—¿Has alabado a los herejes por su santidad?

—¿Conoces a alguien que haya estado en presencia de algún hereje perfectas?

Yo no contesto.

—Que nuestro Señor Jesucristo os bendiga —repito. O digo el Avemaría o el Padrenuestro, temblando de miedo de que me torturen, pero ninguna otra palabra sale de mis labios. Me preguntan por Jéróme. Me preguntan por Montségur. Preguntas y más preguntas.

—¿Estabas en Montségur durante el asedio? ¿Qué sabes del tesoro cátaro?

Lo sé todo: se encuentra en la oración.

—¿Qué sabes de los perfecti que escaparon? ¿Cuántos eran? ¿Cómo se llaman? ¿Dónde está ahora el tesoro? ¿Quién sabe dónde está escondido?

Yo contesto con mis oraciones, sólo oraciones.

Me atan al potro. Me desmayo. Me despiertan, pero a la primera punzada de dolor me voy de nuevo. Floto por encima de mi cuerpo y observo con desinterés mientras ellos discuten.

—Desatadla. No queremos matarla.

Un día me doy cuenta de que ya he recibido el consolamentum, porque ya no estoy furiosa con estos hombres. Mi corazón se llena de una gratitud que inunda a los guardias, mi paja sucia, mi comida, mi vida, mis amigos muertos, mis enemigos, mi alma pura. Debo de estar loca. Caigo de rodillas con humildad. He encontrado el tesoro que todos buscan: está en nuestra propia alma inmortal. Yo soy el tesoro. He encontrado el tesoro de Montségur. La loca Jeanne.