30


Me siento en la piedra fría con las rodillas contra el pecho, temblando en la obscuridad. No tengo ni idea del tiempo que llevo aquí. Tengo frío, estoy agotada, temblorosa. He dejado de rezar, pero ahora los recuerdos corren desatados por mi mente.

El valor no es la ausencia de miedo, sino seguir adelante a pesar de él. Retrocedería de buena gana a cualquier momento del pasado, incluso cuando vagaba sola por la montaña después de la matanza de Montségur, cualquier momento antes que este que paso a ciegas en la obscuridad, con las manos doloridas atadas a la espalda. Me duelen los hombros. De pronto pienso que he pasado gran parte de mi vida lamentando mi suerte, y se me ocurre que si fue un error hacerlo antes, cuando tenía juventud y libertad, debe de ser también un error ahora, cuando estoy encerrada en una celda. Mi madre, Esclarmonde, dice que la felicidad es un estado de la mente, un hábito que hay que cultivar.

Me pongo a rezar de nuevo, haciendo un esfuerzo por sentir gratitud. «El da fuerzas al débil», dice Isaías. «Se alzarán volando como las águilas; correrán sin cansancio, caminarán sin desmayo».

Tardo mucho tiempo, pero al final las palabras comienzan a obrar su hipnótico efecto. «Padre nuestro que estás en los cielos…» en el cielo de mi corazón. Y poco a poco me relajo, se mitiga el miedo, siento su amorosa presencia llenar mi corazón. Tengo la cabeza entre las rodillas, me balanceo a ciegas en la obscuridad. «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…» y cuando por fin, después de lo que parecen horas, pronuncio estas palabras por centésima vez, soy consciente de que me he tranquilizado.

«Venga a nosotros tu reino…».

La luz…

«Hágase tu voluntad». La habitación está llena de luz, es un ser de luz. Lo miro maravillada, llena de júbilo.

—Ven —me dice en silencio, trasladando los pensamientos de su mente a la mía. Tiende su hermosa mano y yo la miro embelesada—. Ven conmigo. —Mi Padre, mi Madre, su reino, están en mi corazón. Ella es blanca, de un blanco cegador que sin embargo no daña mis ojos. Mi señora de la pradera.

«El pan nuestro de cada día dánosle hoy…». Y este es el pan que deseaba, estoy bañada en luz. Siento que hasta los huesos podrían quebrarse de alegría. Estoy tan llena de amor que en este momento soy puro amor. No guardo rencor a los inquisidores, a los Domergue, a William, Jéróme, Baiona, mozos de cuadra o cualquier otro traidor asustado. Esto es lo que enseñaba Cristo cuando nos ordenó amar a nuestros enemigos, cuando dijo «alimentad a mis ovejas». Mi cáliz rebosa, el alma se me eleva, el águila que vuela alto, muy alto, en un cielo de amor… La luz se vierte en mí, estoy extasiada por la luz.

Ella se ha ido y estoy de nuevo en la obscuridad, pero mi alma está plena y palpita, y ya no tengo miedo.

El guardia viene con una jarra de agua y yo entorno los ojos a la luz de la antorcha que arroja largas sombras en la celda. Parpadeo y veo mi entorno por primera vez. Las paredes están húmedas, aunque eso ya lo sabía por el tacto y el olor. Un poco de paja sucia cubre el suelo de piedra.

El guardia me aparta de un empujón.

—Ponte allí. —Tira de las cuerdas que atan mis manos y quedo libre. Quiero hablar, pero mi lengua se traba con las palabras. Estoy mareada. Veo un desagüe en el suelo y pienso aturdida que esa es la letrina, e intentaré encontrarla a tientas. El hombre me tira en el regazo un trozo de pan. La jarra de agua está en el suelo.

Tras un portazo quedo de nuevo en tinieblas, frotándome las muñecas, desentumeciendo los hombros. Tanteo vacilante buscando la jarra, que cae sobre la piedra. Tiendo las manos trémulas, intentando encontrarla en la obscuridad antes de que se vierta toda el agua. Por fin la encuentro, pero ya es demasiado tarde: está casi vacía. Mis dientes chocan contra la jarra mientras bebo lo que queda.

El pan seco me hace daño en los dientes. Me siento enferma. Dormito, queriendo ver de nuevo la luz, pero ahora mis pensamientos recorren oscuras avenidas, sombras de mis antiguos amigos.

Tengo diarrea. Me acerco a trompicones a la letrina, pero creo que he fallado, aunque está demasiado oscuro para ver algo. Tengo náuseas y en algún momento vomito manchándome las piernas y las faldas.

Pronto no puedo tenerme en pie, ni siquiera puedo mantenerme erguida cuando estoy sentada. Me tumbo en la paja y duermo, febril y débil.

Me muevo hacia la luz, la luz me ha capturado de nuevo. He dejado mi cuerpo en la celda y es raro verlo ahí tirado en el suelo. ¿Por qué me importaba tanto? La luz, el amor, me invade por dentro y por fuera, como si me cubrieran las olas del mar, como los pétalos de una flor, y yo soy la abeja que cae aturdida en el centro del sensual capullo, mareada por el intenso olor y por la blancura de la luz.

Estoy en una rosa blanca, o más bien soy la rosa que asciende a los rincones más lejanos del universo, y de la rosa surge, como las llamas surgen de un fuego, la luz todavía más blanca de otra rosa. Y de ella brota una música: ángeles cantando las alabanzas a Dios. Sus voces se funden en un coro tan magnífico que me invade los sentidos. No se detiene, sino que crece de rosa en rosa, la blancura interior crece más y más en la música de alabanza… La lengua se me llena de una dulzura superior al néctar, es el sabor de la luz pura, y mi alma se eleva más y más, hasta que me parece que la luz la extinguirá. No hay nada más que amor, el amor que mueve el sol y las estrellas y crea la primavera, el otoño, y también el invierno. Este amor es un lago de fuego y de sus llamas danzarinas surge todo ser viviente, sus chispas bañan a todas las criaturas.

En mi sueño grito de júbilo en silencio, porque tengo el corazón henchido de un amor tan intenso que hace daño. He tenido antes este sueño, pero no recuerdo cuándo, porque ahora vuelo hacia la luz, y al otro lado de la pradera veo a Baiona que corre hacia mí, y detrás viene William. «¡William! —grito—. ¡Baiona!». Ellos me reconocen, me llaman por mi nombre y yo corro hacia su alegría. A medida que me aproximo al arroyo que me separa de ellos veo a Esclarmonde. Por todas partes hay espíritus ataviados de muchos colores. Al fondo está mi amado Guilhabert de Castres y junto a él su joven socius, Bertrand Marty. ¡Son tan jóvenes!

Al instante siguiente ya no estoy allí. No se me permite cruzar el arroyo. De pronto me devuelven a mi dolor, a mi cuerpo, y oigo gritos débiles como gemidos de hadas, y me doy cuenta, sorprendida, de que surgen de mi propia boca. Quiero volver allí.

Estoy tumbada sobre las frías piedras, pero mi mente sigue en aquella pradera de luz, donde lo conocía todo y todo era perfecto, todo; el nacimiento, la muerte, la alegría, el dolor, el mal, el bien, todo perfecto. Cada momento de mi vida ha sido un paso hacia ese punto perfecto. En esa pradera comprendí que no existe el mal, no existe Satanás, el diablo, el demonio. Sólo hay amor. Y lo que parece malo es sólo el resultado de la ignorancia. Lo que parece bueno no lleva más peso que lo malo, porque a los ojos de Dios sólo existe Él ¡SÍ! ¡YO SOY! ¿Cómo puede ser? Recuerdo saber, mientras la luz crece a mi alrededor, que el mal lo creamos nosotros, al actuar sin amor.

Poco a poco vuelven las palabras, los pensamientos coherentes. Pero la mayor parte de lo que sé no puede expresarse con palabras. Me siento humilde, porque eso era el tesoro de los Amigos de Dios. Yo pensaba que el tesoro cátaro consistía en oro y joyas, en cajas talladas de marfil con cierres de plata, en el Santo Grial o en el libro sagrado, y más tarde pensé que eran los perfecti. Y todo este tiempo el tesoro ha estado oculto en mi corazón, esperando que hiciera girar la llave, que descubriera quién soy y qué soy, que averiguara que todos estamos hechos de amor.

La perla más valiosa.

Estoy tumbada sobre las piedras, parpadeando en la obscuridad, que ya no es amenazadora sino que ahora me envuelve y me protege como una obscura vagina, tan cálida como los brazos de mi niñera. Vago a la deriva en un mar de amor, recordando las visiones de las rosas blancas, la música de las esferas.

El lago de amor. Puedo nadar en él porque mientras salgo de mi ensoñación permanezco aún en ese dulce y sublime estado de eternidad (la música se desvanece en mis oídos, todavía noto en la boca el sabor meloso de la luz), y recuerdo una cosa: todos los seres vivos están compuestos de luz, la luz del amor. Nuestras almas están empapadas de amor, y el alma no se encuentra en un lugar determinado del cuerpo, sino que lo permea por completo, como el agua permea una esponja, de modo que no hay parte de nosotros que no esté compuesta de amor y de alma. Los cruzados franceses también estaban hechos de amor, los inquisidores, los perfecti, los campesinos, el Papa.

Tal vez deliro. Tal vez fue un sueño.

He rezado pidiendo luz y se me ha dado la luz, no como yo imaginaba en la pobreza de mi mente, porque lo único que yo quería era una ventana, y en lugar de eso se me ha dado una luz mayor de lo que se puede concebir. Tengo tanta sed… Tiendo la mano hacia la jarra de agua y me llevo unas gotas a los labios. Tengo la lengua hinchada y dolorida.

De pronto sé que siempre he estado protegida, que cada momento de mi vida… ¿Cómo explicarlo? Cada momento ha sido… no carente de importancia, pero sí mucho más ligero de lo que yo comprendía. Cada mal me ha llevado a un bien, o me ha enseñado una lección, o ha cambiado de naturaleza para poner al descubierto en su oscuro forro de seda la bondad de Dios. Hasta la violencia es un aspecto de la mano amorosa de Dios.

Y también lo es el agua: agua, por favor.

Los guardias me encuentran delirando. Estoy tan enferma que han mandado a un médico para que me examine. Me han trasladado a una celda más grande, con una ventana. Gracias a Dios, porque eso me complace. ¿No había rezado antes pidiendo una ventana? Miro esperanzada mi parcela de cielo. Me traen sopa. Sostengo el cuenco con manos trémulas, alzo la cuchara. Debo comer.

Pasan los días. ¿Dónde está Jéróme?

Hoy han venido a por mí. La puerta se abrió con un chirrido, los soldados me agarraron por los brazos y me sacaron a rastras, con las manos de nuevo atadas a la espalda. Apenas me tengo en pie. Parpadeo a la luz de las antorchas. Me suben por escaleras y me llevan por largos pasillos hasta que lo único que quiero es parar, descansar. Pero seguimos subiendo.

—¿Adónde vamos? —pregunto, pero con un hilo de voz tan leve que apenas es un olor en el aire, una idea en mi mente.

Entramos en una gran cámara con un fuego en la chimenea y una repisa alta sobre ella. Un hombre de blanco y negro mira las llamas de espaldas a mí. Estoy mareada y tardo un momento en identificar las siluetas que se mueven. En la habitación hay una larga mesa donde se sientan dos escribas con plumas y papeles, pero también ellos oscila y a veces se convierten en tres o cuatro antes de volver a ser dos. Hay varios guardias y soldados, algunos libros con tapas de cuero, pero puede que sean sólo sombras, no lo sé.

El hombre de la chimenea se vuelve hacia mí y mete las manos en las mangas. Es un rostro furioso, acosado, triste.

—Jeanne Béziers —dice el guardia en voz alta, anunciándome.

—Siéntate.

—En pie.

Instrucciones contradictorias. Yo me tambaleo, consciente, en aquella suntuosa sala, de la suciedad de mi piel y de mi ropa, el pelo suelto y desgreñado. Huelo a piedra fría, o aún peor.

Comienzan el interrogatorio: nombre, edad, ¿de dónde vienes?

Tengo la lengua hinchada y se atasca cuando hablo:

—Alabado sea Jesucristo nuestro Señor —susurro.

—¿Eres una hereje? ¿Has conocido alguna vez a un hereje? ¿Cuál es tu relación con Béziers? ¿Conocías a Esclarmonde de Foix y Pamiers, una perfecta? ¿Conocías a alguno de sus hijos?

—Alabado sea Jesucristo nuestro Señor —repito en un susurro.

—¡Responde a las preguntas!

—Responde si no quieres sufrir.

Yo no digo nada, porque en ese momento veo tras él el rostro de mi Señor Jesucristo, y con él está nuestra Señora, y ambos me miran con tal compasión que se me doblan las rodillas. Es ella, es la dama luminosa que sonriendo me tomó de la mano en la pradera de Béziers cuando yo no era sino una niña, y aquí está otra vez, envuelta en luz. Mi Señor Jesucristo avanza hacia mí, dentro de mí. El monje hace una señal con la cabeza y los soldados me desnudan hasta la cintura, dejando mis pechos al descubierto. Me azotan con sus látigos de cuero pero ¡oh, Señora!, cada golpe no me produce sino un exquisito júbilo. Estoy en éxtasis porque estoy llena de Cristo, y a la vez miro a sus ojos resplandecientes. Es un tesoro más de Montségur.

—¿Confiesas tu herejía? —No grita.

—Azotad con más fuerza. Usad los brazos.

—¡Oh, Cristo! —exclamo.

—Llevadla a su celda —dice el monje mirando el fuego. Tiene un corazón duro, es un hombre infeliz. ¿Acaso no ve a nuestro Señor, que resplandece en la sala?

—Que Cristo tenga piedad de vos —lo bendigo— y que os acompañen todos los ángeles del cielo, en nombre del Padre…

Él agita impaciente la mano.

—La próxima vez, será la tortura.

Luego volvemos por los pasillos, las escaleras, abajo, abajo, de nuevo en las tinieblas, a mi celda. La puerta se cierra.

Mi Señor Jesucristo se ha marchado. Mi Señora se ha marchado. Tengo la espalda en llamas. Ahora grito de dolor.