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Subieron la colina al galope e irrumpieron en la granja haciendo resonar cascos y armaduras, espantando a las gallinas que huyeron cacareando por todas partes (yo sentí el impulso de hacer lo mismo) mientras la cabra, aterrorizada, balaba atada a su cuerda. Los dos escoltas armados desmontaron y sujetaron las bridas de los dos monjes con sus túnicas blancas y negras. Los inquisidores.

Yo pensé de inmediato en mis Evangelios, escondidos entre las raíces del árbol. Quería echar a correr aleteando como las gallinas, pero me quedé paralizada en el patio, con las manos ocultas bajo el delantal, mientras ellos acercaban los caballos, que espumeaban por la boca. Y tan extraña es mi mente que me encontré maravillándome de aquellos frailes que montaban sus muías como caballeros cuando podían haber ido andando.

—¿Eres tú la mujer a la que llaman Jeanne Béziers?

Asentí aturdida. Jéróme se acercaba desde el campo contiguo a la casa, todavía con su azada de madera, corriendo lo más deprisa que podía con su pierna coja. Al llegar a la entrada aminoró el paso. Ahora caminaba con reticencia, limpiándose las manos en la camisa.

—¿Puedo ayudarlos en algo?

«¡Socorro!», quise gritar. ¡Ayudar a los inquisidores! ¿Se había vuelto loco? O tal vez ya los había ayudado, yo no sabía con quién había estado hablando en el pueblo.

—¿Cuánto tiempo lleva esta mujer viviendo aquí? —preguntó uno de ellos.

—¿Cuánto tiempo hace, Jeanne? —dijo con voz inocente, disimulando—. ¿Seis meses? Era otoño.

—¿Cómo te llamas? —lo interrogó el otro inquisidor.

—Jéróme, hijo de Robert Jéróme.

—Tú también vienes. —Y antes de que nos diera tiempo a replicar, los soldados nos habían esposado y nos habían atado una cuerda al cuello, como si fuéramos burros.

—¿Y mis animales? —protestó Jéróme—. No puedo dejar a mis animales.

—Ya se encargará de ellos algún vecino. Lo avisaremos de camino al pueblo. —Y sonrió, con sus ojos de cerdo brillando en su carnosa cara de monje bien alimentado.

Jéróme se volvió como loco, tirando de la cuerda del cuello, porque de pronto lo comprendió: cualquier amigo al que nombrara sería también detenido. Los inquisidores no necesitaban cargos para hacer una detención.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó—. ¿De qué se me acusa? ¿Quién os ha mentido?

—Vamos. —El soldado tiró de la cuerda.

—Existen procedimientos legales. Yo soy un buen ciudadano, católico, vivo aquí con mi mujer. No somos herejes. Mirad, tengo a Cristo en la cruz en mi casa. Id a mirar, allí, en la puerta. Voy a la iglesia, recibo la comunión. Preguntadle al sacerdote. Necesitáis cargos, un juicio.

—Vamos. Si no mientes, no tardarás en volver.

—¡Jeanne! —Jéróme me miró desesperado, luego se volvió hacia los soldados—. Dejadme por lo menos cerrar la puerta.

Se echaron a reír, pero le permitieron meter la cuerda por el agujero y atar el pestillo. Cualquiera que tuviera un cuchillo afilado podría entrar. Los animales se quedaron en la granja, con nuestra esperanza de volver por la noche para darles de comer.

Nos arrastran detrás de los caballos, dejando atrás la granja y la oxidada verja chirriando a nuestra espalda. La cabra bala y las gallinas cacarean y aletean indignadas, pero en cuanto los caballos se alejen se tranquilizarán y volverán a sus satisfechos cloqueos. Yo no he tenido tiempo de aliviarme y ahora, con la vejiga llena y muerta de miedo, me mojo las piernas mientras nos obligan a correr tras los caballos.

—Tengo que orinar —grito—. ¡Deteneos! —Pero ellos no hacen ningún caso—. No somos criminales. Que Cristo se apiade de vosotros, ni siquiera nos habéis interrogado.

Uno de los monjes debió de oírme, porque detiene su mula y me hace señas para que me agache allí mismo en el camino. Así lo hago, cubriéndome pudorosamente con las faldas a mi alrededor y vertiendo un chorro caliente de orina en el suelo. El hilillo corre pendiente abajo hacia la muía y se encharca en torno a su pata, pero para mí, mi orina cae directamente sobre el monje.

Jéróme también aprovecha la oportunidad para aliviarse y luego nos hacen caminar deprisa en dirección al pueblo. Mil pensamientos se agolpan en mi mente. Pienso en Jéróme, en los animales, en que el sábado será el auto de fe en el que quemarán a un hereje, hombre o mujer, amigo o desconocido, que tal vez me nombró antes de que lo condenaran a muerte, que nombró a la mujer loca con la esperanza de salvar su vida. La señora Flavia, quizás, a la que a su vez denunció el mozo de cuadras. Ella sabía mi nombre. ¿O tal vez fue una de las mujeres a las que he conocido en el mercado en los últimos meses?

¿O los Domergue? ¿La mujer de los huevos, con la que regateé hace un mes?

¿Y por qué han dado mi nombre?

—¿De qué se nos acusa? —pregunto, pero no me contestan. Siguen avanzando, sumidos en sus oraciones y alabanzas a Dios.

Jéróme, andando a mi lado, parece perdido.

—Lo siento —murmuro—. Estás aquí por mi culpa. Debería haber huido. Jéróme, perdóname, es culpa mía. —Y al mismo tiempo me asalta una idea inquietante: ¿Ha sido Jéróme quién me ha denunciado?

—¿Por qué? —replica él con terquedad—. Es un error, nada más, y cuando lo expliquemos nos dejarán libres. Esta noche volveremos a casa, mañana a lo más tardar. Eres mi mujer, y nadie sabe nada más.

—No estamos casados —lo corrijo.

—Puede que sea eso. A lo mejor quieren que nos casemos en la iglesia.

Lo miro sorprendida. ¿Es que ahora se cree sus propias historias? Lo más probable es que nos quemen a los dos el sábado con el otro hereje, pero justo mientras pienso esto, sé que estoy casada con Jéróme.

—Me he casado contigo —digo, besándolo con los ojos. Caminamos en silencio, aterrorizados por los frailes y su guardia.

Qué raro, aquí en el valle ha estallado la primavera en gloriosos tonos rosados y blancos, amarillos y verdes; verdes las hojas, la hierba, los matorrales y arbustos, la tierra florece de alegría y el aroma de las flores de los manzanos y los perales inunda el aire. Nos llevan al pueblo como animales, con correas de cuero en torno al cuello y cuerdas que se tensan sobre las grupas de los caballos.

Llegamos al pueblo como criminales, con las manos atadas a la espalda y sujetos por el cuello con un collar de cuero. La multitud guarda silencio mientras nos acercamos a la plaza del mercado. La gente abre camino para dejarnos pasar, metiéndose bajo los arcos de la galería que rodea la plaza y que protege del sol y la lluvia. Por allí por donde pasamos se hace un silencio seguido de un zumbido nervioso.

Hay quien de pronto encuentra asuntos importantes a los que dedicarse en los puestos del mercado o en las puertas de las tiendas, otros simplemente se nos quedan observando, siguiéndonos con la mirada para no perder de vista nuestro recorrido. Tres muchachos corren excitados por las galerías, gritándose unos a otros y zigzagueando entre los burgueses bien vestidos. Uno de ellos tira una piedra y grita «¡herejes!», para luego salir disparado a través del mercado, seguido de sus dos compañeros, esquivando los puestos de fruta y verdura. Recorre la calle de la catedral y sale más abajo, de nuevo a la plaza, para tirar otra piedra.

Jéróme y yo, avergonzados, caminamos detrás de los inquisidores y sus guardias armados. Jéróme está preocupado también por los animales. Lo conozco muy bien. Tiene la frente arrugada bajo su viejo sombrero de fieltro. Yo estoy preocupada por él, porque he visto a los inquisidores y sé que no dan cuartel, no tienen clemencia. También estoy preocupada por mí, pero más por Jéróme, que me ha llamado en público su esposa. Ya no es un hombre joven, y durante todo el camino han tirado de él sin consideraciones y sin tener en cuenta su cojera. Se humedece los labios, secos como el heno, recordándome que yo también tengo la garganta seca.

¿Pero y si es Jéróme el que me ha denunciado? Si es así, esto no lo salvará. También lo quemarán a él. ¿No se le había ocurrido?

Nos detenemos ante la Muralla; la puerta negra.

Tengo tanto miedo que se me afloja el vientre y me avergüenzo todavía más. Un gemido escapa de mis labios. Jéróme me mira.

—¿Estás bien? —susurra.

Yo rezo el Padrenuestro e intento recordar a Baiona, y a Corba y Arpáis, todas caminando de la mano hacia el fuego con el corazón alegre, cantando, seguras de su fe, mientras que yo… yo miro a Jéróme desesperada.

Rezo y suplico a Dios por mi vida. Luego pienso en los animales de la granja. ¿Quién impedirá que un zorro o un perro mate a las gallinas, o que venga a robar algún vecino y se lleve lo que quiera del patio, de la casa, y se ponga a trastear entre mis cacharros de cocina y el semillero de la ventana? Me imagino haciendo esto a la vieja Annie, que vive abajo en la hondonada y nunca saluda a nadie. O a los mismos inquisidores, porque no me extrañaría nada que enviaran a los monjes de su monasterio para llevarse a nuestros animales.

—¡Moveos! —Un soldado me empuja por el patio hacia otra puerta.

—¡Jéróme! —exclamo, mirando hacia atrás.

Está blanco. Hasta su barba parece puntiaguda y pálida. Estamos ya tan lejos uno del otro que no podemos ni despedirnos. El soldado me empuja escaleras abajo.

—¡Jéróme! —grito. Ay, quiero decir tantas cosas: «No te desanimes. Tú eres un buen católico, te dejarán libre. Te quiero. ¡Sí!». Palabras que nunca llego a pronunciar. Quiero decirle que confíe en Dios, pero la duda se me atasca en la garganta y ya es demasiado tarde, porque me empujan por el estrecho pasillo con tanta fuerza que caigo de rodillas. Me levantan con brusquedad y me apresuran por el pasillo de las mujeres, que está oscuro y apesta a orina y heces, a sangre y sudor humano. Se oyen las voces apagadas de dos mujeres tras las puertas de madera y un goteo de agua. Estoy aterrada. Los soldados se detienen ante una estrecha puerta de madera y meten la llave en la cerradura. La puerta chirría al abrirse, luego me empujan a la celda y cierran de golpe.

Está oscuro, no hay ventanas, no puedo respirar. La obscuridad es tal que no importa si tengo los ojos abiertos o cerrados, ya que no puedo ver nada, y sigo con las manos atadas a la espalda. Tiemblo de miedo. Me quedo totalmente inmóvil, temblando, sin atreverme casi ni a respirar.

No veo nada… Tinieblas… No oigo nada… Y entonces, todavía peor, el pesado sonido del silencio, un agudo pitido en los oídos, las voces de la memoria y el reproche desatadas en mi interior, como niños desenfrenados sin niñera perdidos en un castillo. ¿Cuánto tiempo permanecí así?

—Ay, Señora mía —rezaba—. Ay, Señor Dios mío, Ay, ángeles míos, os necesito ahora. Os necesito desesperadamente. Ayudadme, soy vuestra. —Rezaba aunque no podía sentir devoción y gratitud en ese momento, sólo pedía ayuda a gritos, con miedo, rabia, desesperación—. Señor Jesucristo, ten piedad, no me abandones. No te he servido como debía, pero te necesito. Por favor, perdona mis pecados como yo perdono…

Y entonces me interrumpo porque, por supuesto, yo no perdono a mis perseguidores como pide nuestro Maestro. ¿Cómo puedo entonces ser perdonada? Les fallé a los perfecti, le fallé a Baiona y fracasé en las esperanzas de mi auténtica madre, Esclarmonde, la que me crio e intentó enseñarme el Camino, le fallé con mis pecados y con William, y ahora con Jéróme, y le he fallado a Jéróme. Y ahora fracaso en las enseñanzas de nuestro Señor.

—No hay bondad en mí, pero Tú, mi Dios, eres clemente. Mira a tu hija con piedad…

Sé lo que tengo que hacer: rezar por los inquisidores. Pero tengo el corazón helado de odio. Me dejo caer al suelo pidiendo las ganas de rezar por ellos.

—Señor, ayúdame.

Quiero quemarlos, quiero cegarlos con tenazas al rojo vivo, quiero estrangularlos con mis propias manos, quiero sentir mis dedos apretando sus gargantas, las uñas en los pliegues de su piel suave. Quiero mutilarlos, arrancarles los ojos y obligarlos a tragárselos, sacar a sus antepasados de sus tumbas y esparcir los huesos…

Estoy jadeando. De pronto me doy cuenta de que no me he vuelto clemente, sino todo lo contrario. Soy como los inquisidores, estoy llena de superioridad y odio. ¿Es eso lo que me enseñó Esclarmonde? Sólo me hago daño a mí misma.

—Ayúdame, buen Dios, porque les odio con todo mi corazón y sólo Tú puedes borrar mi furia y ayudarme a perdonarlos como Tú nos enseñas. ¡Abre mi corazón, Señor!

Los Amigos de Dios repetirían sólo el Padrenuestro, la oración que Él mismo enseñó a sus discípulos. «Padre nuestro que estás en los cielos…». Mis labios repiten las palabras, pero mi corazón susurra otra plegaria: Salva a Jéróme, por favor, Dios mío, salva a mi esposo. Y su granja, y sus animales. Y a mí, Señor. Tengo tanto miedo… A veces pongo la oración en presente: Gracias, Dios mío, por salvarme, por salvar a Jéróme y a los animales.

Hago un trato: mi vida por la suya, aunque sé que Dios no hace tratos. Pido también luz, porque odio las tinieblas, me da miedo la obscuridad.

—Haz que me trasladen a una celda con luz. ¡Dame la luz!

Enloquecidas, aterradas, apasionadas súplicas.