28


La primavera ha llegado pronto este año. A finales de febrero se podría salir con una camisa y sin ropa de abrigo, pero, eso sí, con zuecos de madera para el barro. La nieve se derrite en los pastos. En las lomas orientadas al sur se ven los tallos verdes saliendo de la tierra, las forsitias y los almendros se llenan de capullos y una suave brisa nos acaricia. Es tan agradable que a veces me quedo allí, sin hacer nada, sólo respirando y mirando.

Un día Jéróme llega con la noticia:

—La semana que viene van a quemar a un hereje el día de mercado —anuncia mientras deja caer una brazada de leña—. Me lo ha dicho Belleperche, el pastor.

—No puedo abrir el tiro de la chimenea —exclamo, batallando con la cubierta de cuero. Me asfixio. Intento apartar el humo agitando el delantal. En algunas casas nuevas tienen chimeneas abiertas para que salga el humo (y también el calor), pero no en las granjas viejas y apartadas. Tiro de la cuerda con todas mis fuerzas, pero el cuero está atascado.

—Aparta —ordena Jéróme.

—Se ha atascado.

—Ya me encargo yo. —Y con gracia y eficiencia, como todo lo que hace, tira dos veces de la cuerda. La cubierta de cuero se desliza sobre el agujero del hogar como si oyera la voz de su amo, y el humo gris comienza a desenroscarse de las vigas del techo para retorcerse y colarse por el hueco como un ser vivo.

—No deberías encender el fuego hasta que esté abierto el agujero —explica Jéróme. Apila la leña y se dirige al cubo del agua para beber un trago antes de sentarse de nuevo en el banco y tomar el arnés de cuero y las herramientas. Mientras tanto yo me concentro en el guiso que estoy preparando. Estoy hirviendo coles, manzanas, cebolla, ajo, nabos, hierbas y raíces para hacer un estofado de verduras. Tengo apio, zanahorias y algunas legumbres. Echaré también castañas y especias, incluyendo unos pocos y preciosos granos de comino oriental y nuez moscada, que irán bien con las manzanas. Para acompañarlo freiré pan en la sartén.

—¿Qué te parece? —pregunta Jéróme al cabo de un rato.

—¿Qué me parece qué?

—Lo del mercado. ¿Quieres ir?

—¿Que si quiero ir? —Me incorporo con los brazos en jarras—. ¿Que si quiero ir a ver cómo queman a un pobre hombre?

—Podría ser una mujer. —Jéróme me mira. Sus ojos brillan a la luz del fuego.

—¡Pues entonces a una pobre mujer! ¡Peor me lo pones!

—Sólo te lo he preguntado porque es día de mercado y pensé que te apetecería ir. Tenemos huevos para vender, y madera y salchichas —dice dejando el arnés en su regazo y mirándome fijamente.

—Entonces ve tú. Yo ya he visto bastante. ¿Y quién no? Los queman constantemente, y no todos son herejes ni mucho menos —prosigo con vehemencia—. Queman a cualquiera que haya conocido a un hereje, a cualquiera que haya comido en la misma casa que un Cristiano Bueno, aunque fuera en otra mesa. ¡Imagina el miedo que tienen! Están dispuestos a quemar a cualquiera que haya saludado a un Amigo de Dios, a cualquiera que aceptara de uno de ellos un trozo de pan bendecido con el mismo Padrenuestro que rezamos todos los domingos en la iglesia. Han matado a un millón de los nuestros hasta ahora, a toda una población. Matan a cualquiera que muestre un poco de caridad cristiana.

Me interrumpo sin aliento, sorprendida por la expresión perpleja de Jéróme, que me mira boquiabierto.

—Y a nosotros nos quemarán también cuando les diga lo que sé —añado, levantando las manos.

Nos miramos horrorizados. Se ha dicho algo que jamás debió haberse dicho. Se ha abierto una puerta que no puede cerrarse, en torno a la cual hemos estado dando vueltas todos estos meses.

—¿Qué es lo que tú sabes? ¿Y por qué ibas a decirlo?

—Tengo trabajo que hacer —gruño, volviendo a mi fuego—. Como si no hubiéramos visto ya bastantes herejes.

—Supongo que tienes razón —dice él con humildad.

—Ya, lo supones —replico cortante—. Es imposible vivir en esta época y no haber tenido contacto con los Amigos de Dios. No eran mala gente y desde luego no se merecían la hoguera. Sólo son herejes a los ojos de la Iglesia católica, haeretici perfecti, ¡desde luego que sí!

Sigo mascullando mientras cocino, golpeando cacharros y sartenes.

Los queman uno a uno, como a este pobre hombre o mujer, o en parejas, en grupos de diez o incluso multitudes enteras: cuatrocientos en Lavaur, cuatrocientos cuarenta en Minerve, ciento ochenta y tres en Marne, doscientos diez más en Moissac. No hace mucho tiraron a tres mujeres a un pozo para que se ahogaran, pero fue un error, porque contaminaron un buen pozo. En Minerve los quemaron en una hoguera rodeada por una empalizada de estacas aguzadas. Luego echaron las cenizas y los huesos al barranco hasta el río. Los que vivían corriente abajo vieron perplejos los restos de cadáveres ennegrecidos que contaminaban su agua potable o ensuciaban el agua donde lavaban, cadáveres devorados por los peces que luego se comen los hombres.

—¿Te imaginas estar corriente abajo? —Me echo a reír, pero son carcajadas amargas.

—¿Qué? —pregunta Jéróme, ignorante de donde me habían llevado mis pensamientos.

Furiosa conmigo misma, me enjugo las lágrimas de un manotazo y levanto la cabeza hacia el agujero de la chimenea, maldiciendo el humo que me ha hecho llorar. Jéróme me mira en silencio y vuelve a sus herramientas. El gato sube de un salto a la mesa para inspeccionar su trabajo.

Pero yo pienso en los frailes de negras túnicas que en este mismo momento están removiendo los cuerpos de los muertos y echando los huesos a los perros: bisabuelas enterradas hace cincuenta años en tierra consagrada a las que sacan sin piedad de su sueño eterno para alinear los esqueletos y someterlos a un juicio póstumo. Luego queman los huesos. No quedan cuerpos para alzarse en el Juicio Final, el día de la resurrección. Bueno, eso no afecta a los Cristianos Buenos, que creen que ya han entrado en la Luz. Pero yo quiero que al morir me entierren en la buena tierra, por si acaso, y en una iglesia, en terreno sagrado, y que no me desentierren. Por si acaso. Porque yo no sé qué nos va a pasar, no sé si existe realmente la resurrección para la gente como yo, pero creo que no deberían desenterrar los cuerpos que llevan cincuenta años enterrados.

—Bernard me ha contado —dice Jéróme— que hace tiempo, el mismo año que hicieron santo al fraile español, Domingo, hicieron una gran quema en Moissac, tal vez te acuerdes. Luego los cónsules y el pueblo se sublevaron y detuvieron a los inquisidores. ¿Te acuerdas? Elevaron una protesta al Papa. Hasta las órdenes católicas condenaron aquello. Entonces me enteré de que un cátaro se refugió en un monasterio y los monjes lo vistieron como uno de ellos y se negaron a entregarlo a los inquisidores.

—Me estás diciendo que hay esperanza —contesto al cabo de un momento—. Y a lo mejor la hay, si pudiéramos unirnos todos. Bueno, ya lo intentamos durante cuarenta años, pero son demasiado fuertes para nosotros. —Entonces me echo a reír: es demasiado para mí.

»Tal vez, cuando despertemos el día del Juicio Final, descubriremos que estamos todos juntos, inquisidores, predicadores y gente corriente, cátaros y católicos, todos a los pies de Cristo. O tal vez volvamos reencarnados, como dicen los Amigos de Dios —prosigo alegremente.

»Tal vez volvamos en el futuro que contaba el juglar, donde todo el mundo es feliz y las casas vuelan y la gente no tiene que cortar leña o encender el fuego para protegerse del frío. En esa era nadie matará a nadie ni diezmará poblaciones enteras. No habrá necesidad, porque ya no existirán los prejuicios ni el odio. No entablarán guerras que duren diez años por una mujer infiel, como pasó en Troya. No asesinarán a diez mil ciudadanos en Béziers, hombres, mujeres y niños que huían gritando de las espadas y los garrotes, ni matarán a dos mil inocentes refugiados en una iglesia. No habrá atrocidades en esa era futura, porque todos tendrán lo suficiente. Ojalá pudiera vivir en esos tiempos, ojalá.

—Hmmm. —Jéróme me mira—. Probablemente habrán inventado mejores maneras de matar. Seguro que todavía hay matanzas.

—No, todo será mejor. La gente será rica y todo el mundo tendrá suficiente para compartir. Todo el mundo tendrá educación.

—Mira, los caballeros y los nobles tienen bastante para comer y son precisamente ellos los que hacen la guerra —dice Jéróme con lógica—. No la gente como nosotros, sino los señores, que son todos familia, casados unos con otros. A ellos les gusta luchar, lo llevan en la sangre, y eso que son los más ricos de todos, con sus tierras y sus castillos y sus diezmos e impuestos. No son los campesinos los que se encargan de declarar las guerras.

—¿Y qué?

—Pues que si los señores quisieran, habría paz. Tienen bastante para comer, ¿no? Lo que pasa es que la guerra forma parte de la naturaleza humana, de modo que también en ese futuro del que hablas matarán.

Remuevo el estofado mascullando entre dientes, mientras Jéróme trabaja con las riendas.

—¿Qué estás diciendo? —pregunta finalmente.

—Nada que quieras oír.

Al cabo de un rato se levanta y se estira, para desentumecer la espalda.

—Pues yo creo que iré —anuncia.

—No sé —contesto yo al cabo de un rato—. Puede ser… No sé. ¿De quién se trata?

—Ni siquiera sé si es hombre o mujer, perfectas o no. No es más que un hereje. Es todo cuanto he oído.

Dejo caer la cuchara ante una súbita idea: ¿Y si es uno de mis tres perfecti? Se me hace un nudo en el estómago, y de pronto mi mente empieza a trabajar frenéticamente, buscando la manera de verme a solas con el hereje y pedir su bendición. O ver si tiene alguna información sobre Poitevin, Hugon y Amiel; el último y sagrado tesoro de Montségur.

—¿Dónde está? —En la Muralla.

Me estremezco. A los herejes los encierran en las profundidades de la prisión de piedra, muy bajo tierra.

Comemos en silencio, los dos absortos en nuestros pensamientos.

—¿No tienes miedo? —pregunto. Él me mira fijamente.

—Sí, tengo miedo. —Y aparta la vista. Luego me clava de nuevo la mirada, ceñudo, y prosigue con calma—. Por eso te llevo a la iglesia todas las semanas, por eso quiero que nos casemos en la iglesia, por eso tienes que venir conmigo a ver cómo lo queman.

Me quedo sin aliento.

Soy una cobarde. Porque no quiero ver arder a otra persona. Me da vueltas la cabeza. Al final me seco las manos en el delantal.

—Está bien, iré contigo al mercado el sábado. Lo veremos juntos.

Iré a ver si es uno de los míos, hallado y perdido de nuevo.

Pero al día siguiente, ya es demasiado tarde.