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Ahora vivimos en castidad, como amigos perfectos, mientras el sacerdote espera la respuesta de sus superiores, que se toman su tiempo. Una noche intenté llevarme a Jéróme a la cama, como hacíamos antes, pero él se apartó de un brinco. Me desea y no me desea.

—No puedo arriesgar mi alma —me dice. Y eso me duele, porque ¿acaso no tengo yo también un alma inmortal? Me pregunto qué diría nuestro Señor Jesucristo a nuestro deseo de casarnos. Estoy inquieta a causa de estos acontecimientos, y a veces subo a la colina y me acerco al haya que oculta entre sus retorcidas raíces mi libro sagrado, mi tesoro. Pero no me atrevo a sacarlo: mis ojos son demasiado débiles para leer sus maravillosas páginas, veo las letras borrosas, y además, no quiero dejar huellas que puedan guiar a alguien hacia mi única posesión. No, a Jéróme no se lo he dicho todo.

Me detengo sólo un momento, hablando a distancia con el árbol, porque no quiero dejar huellas profundas en la nieve allí donde me he detenido, y luego sigo andando, todavía perpleja por el curso que han tomado los acontecimientos. Ya no estoy loca, de eso estoy segura. Cuando estaba loca muchas voces hablaban en mi mente y la gente se volvía a veces grande o pequeña, pero ahora no oigo voces y me siento firme sobre la tierra. Pero sigo sin entender nada. ¿Por qué tuvieron que quemarlos? Bertrand Marty me dijo, cuando nos despedimos, que con esa pira todas nuestras oraciones habían sido escuchadas; por un lado las oraciones cataras, porque ellos ya no querían seguir viviendo atrapados en sus cuerpos en este mundo del diablo; y por otro, las oraciones católicas, porque los católicos querían tener una única Iglesia verdadera. De modo que Dios nos había concedido a todos nuestros deseos.

Yo quiero comprender, quiero saber qué vieron los Cristianos Buenos que les hizo arrojarse a las llamas, quiero conocer la luz de Dios de la que tanto hablaban y que creo que nunca he visto, a menos que se trate de la luz que a veces aparecía con De Castres y Esclarmonde, o del hormigueo que siento en las manos cuando hay algún enfermo cerca de mí. Pero yo soy práctica y no sé nada de estas cuestiones espirituales.

Entonces pienso en Jéróme, en el tormento que cayó sobre él cuando oyó mi historia. Me ha preguntado varias veces acerca del tesoro.

—¿Serías capaz de encontrarlo de nuevo? Si alguien quisiera, ¿lo llevarías hasta allí? —me preguntó en varias ocasiones.

Yo evitaba las preguntas. No es cosa mía robar el dinero de la Iglesia del Amor, pero estoy segura de que Jéróme me volverá a interrogar: ¿Qué debo hacer entonces? ¿Ir a por él?

Pasan las semanas y todavía no hay noticias del sacerdote.

Jéróme me pregunta otra vez por el tesoro, y ahora le he dicho que sí, que estoy dispuesta a llevarlo hasta allí, y el velo de obscuridad que caía sobre Jéróme parece disiparse. Ahora se ríe de nuevo y a veces me besa en los labios, a veces me acaricia el brazo con los dedos o me pone la mano en el regazo, con la naturalidad de un gato doméstico. Dice que en primavera nos casaremos, está seguro de ello. Mientras tanto cuidaremos nuestros modales en nuestras camas separadas, acudiremos a la iglesia y mantendremos nuestras almas lejos del infierno. Algunas semanas no podemos ir a la iglesia, pero eso no es pecado, siempre que vayamos en Navidad, Pascua y Pentecostés.

El invierno ha caído con fuerza. A veces la nieve se amontona contra la puerta. Hemos cubierto las ventanas con gruesas pieles además de las contraventanas de madera. La casa está obscura y acogedora con el fuego encendido. A veces añadimos la débil luz de una lámpara de aceite y el gato se acurruca bajo la mesa y la casa huele a humo y aceite, ajo, cuero, lana mojada y fuertes aromas corporales.

Sólo nos hemos encontrado con los Domergue una vez en la iglesia desde que Domergue padre habló e impidió nuestro matrimonio.

Vi sorprendida que Alazaïs se apartó antes de que yo pudiera saludarla. Quise ir tras ella, pero Jéróme me agarró el brazo.

—No —dijo.

Está enfadado con Domergue.

Si no me extrañara tanto, diría que Alazaïs también está enfadada con nosotros, pero a lo mejor es que no nos vio en la penumbra de la iglesia, envueltos como champiñones, con tanta ropa que sólo asomaban las narices… Además, ¿cómo iba a guardarme rencor, cuando la he ayudado con sus hijos y le he llevado infusiones?

Jéróme le compró una toca nueva, pero eso fue hace meses. ¿O estará avergonzada por lo que Domergue dijo en la iglesia? Pero no importa. De momento la nieve bloquea todos los caminos. Ya hablaremos en primavera. Sonrío para mis adentros, pensando que tal vez todavía no se me ha pasado del todo la locura: ahora se me ocurre inventarme historias sobre mi amiga Alazaïs. Pero me habría gustado hablar con ella, la echo de menos.

El caso es que se marchó corriendo después del servicio, como si se hubiera dejado un caldero en el fuego. Domergue iba con ella, pero no los acompañaba ningún otro miembro de la familia.

Más adelante, cuando los caminos estén transitables, iré a visitarlos.