Lloré cuando murió. Alazaïs y yo habíamos pasado varios días a su lado, bañándola y lavando las sábanas, que se ensuciaban tan deprisa como nosotros las hervíamos. La cabaña de los Domergue es pequeña y más obscura que la de Jéróme, pero alberga a más gente, de modo que Bernadette yacía en un rincón, rodeada de hombres (sus dos hermanos, su padre, su marido), los tres niños, su hermana, su madre, yo. Murió con dolor y llamando a gritos a su madre y a sus hijos.
El sacerdote vino para administrarle los últimos sacramentos, lo cual alegró a los Domergue; por lo menos su alma volaría al cielo, dijeron, y allí se encontrarían de nuevo. Yo ya no sé qué pasa con las almas, yo ya no creo en nada. Los sacramentos son más para los vivos que para los muertos, porque yo he visto tanto los sacramentos cátaros como los católicos y no se diferencian en nada excepto metafóricamente. Se trata de recibir en la lengua el cuerpo místico y la sangre de nuestro Señor Jesucristo o bien, en el otro caso, recibir en el cuerpo la luz espiritual y la bendición de nuestro Señor. En cualquier caso, Bernadette recibió el pan sagrado, el cuerpo de Cristo, y murió en estado de gracia, lo que significa que la enterrarán en el patio de la iglesia, y no fuera de la verja.
—Madre. —Esa fue su última palabra, susurraba tan débilmente que apenas pude oírla.
—Estoy aquí —sollozó Alazaïs—. Estoy aquí contigo.
Pero Bernadette no la veía.
—¿Dónde estás, madre? Abrázame.
—Estoy aquí.
—No te veo. ¿Dónde están mis niños? Quiero verlos. ¡Madre!
Su padre le sostenía una mano, Alazaïs la otra, y su esposo se metió como pudo entre los dos para despedirse de la madre de sus hijos. La pequeña Raymonde subió a la cama, pero el niño, Gaillard, se sentó algo apartado, con los ojos cerrados y la cabeza en las rodillas. Yo estaba contra la pared, llorando por la muchacha a la que tanto cariño había tomado, llorando por su familia y por toda la soledad y las despedidas de esta vida tan frágil, por mi propia desesperación y dolor, por la pérdida de los perfecti y por aquellos que ardieron, por mí misma y por todas las cosas que no comprendo.
Luego me dieron las gracias por mi trabajo. Yo abracé a Alazaïs y por fin me marché a nuestra granja. Encontré la casa vacía y el fuego apagado. Jéróme todavía no había llegado, se marchó sin avisar ni dar ninguna explicación, quién sabe adonde. Y yo me sentía dolida, molesta y temerosa de encontrarme sola.
—Bernadette ha muerto —le dije cuando acabamos de discutir.
Jéróme gruñó, como suele hacer últimamente, y miró a lo lejos, evitando mis ojos. No sé por qué está tan inquieto, pero esa noche preparé pan y queso para cenar y me metí en la cama, demasiado cansada para preocuparme más.
Estamos junto a la tumba de Bernadette, con los Domergue y el resto de nuestra pequeña comunidad. El sacerdote echa agua bendita sobre su cuerpo, y Bernadette, envuelta en el sudario que cosió ella misma, es descendida al interior del agujero negro. Los niños se aferran a las faldas de su abuela. Sus hermanos echan la tierra con ayuda de Jéróme. Yo ya no lloro, tengo el corazón endurecido. Estoy asustada y a la vez contenta; asustada porque a mí me pasará algún día, a mí y a todos, y contenta de que sea Bernadette y no yo la que baja a la tumba. Pero sé que su alma no está ahí, que ha entrado en los reinos de la luz. De eso estoy segura y sin embargo me sacuden oleadas de miedo y me cierro el chal sobre los hombros. Observo los músculos de la espalda de Jéróme mientras trabaja y mi vista se complace acariciando su complexión fuerte, la curva vulnerable del cuello, sus manos, sus ojos expresivos, la piel correosa de su rostro. Qué cosas, disfrutar del cuerpo de un hombre en un momento tan triste. Seguramente, si me preguntaran si soy una hereje tendría que contestar que no, porque una buena hereje jamás encontraría deleite en tal lujuria y mucho menos en otros placeres de este mundo. Claro, que una buena católica tampoco. ¿Admitiría alguien sentir la lujuria o el amor que yo siento?
Algo va mal. Jéróme no me mira, y eso que desde que le conté mi historia mis ojos le siguen como los de un perro. Soy consciente de cada uno de sus movimientos, me estremezco cuando se sienta o se levanta. Quiero hacer recados para él, traerle regalos, llamar su atención. Sólo por la noche, en la cama, reconoce mi presencia. Entonces se vuelve hacia mí, presa de la pasión, y busca sin palabras su tosco placer antes de darme la espalda. Pero de vez en cuando es dulce, como antes. No sé qué ha pasado, porque justo cuando pienso que ya no le importo nada, hace algo especial; como anoche, cuando me abrazó aspirando mi olor y estrechándome con tal fuerza (¿estaba llorando?), que yo no podía escapar aunque hubiera querido.
—Tú eres mi tesoro —me murmuró al oído, antes de buscar mis labios con los suyos.
Durante el día cae en breves períodos de sombrío silencio, camina en torno a mí con la cabeza gacha, como si no quisiera verme. Ahora vamos todos los domingos a la iglesia, cosa que me sorprende porque cuando nos conocimos me confesó que sólo acudía muy de vez en cuando. No tenía tiempo, según él, no le gustaba que lo sermonearan. Ahora va incluso algunas noches entre semana y se arrodilla a rezar en las frías piedras. Lo descubrí un día que lo seguí. ¿Por qué reza? ¿Para qué?
—¿Ocurre algo? —le pregunté tímidamente.
—No —contestó lacónico.
—¿Por qué rezas tanto en la iglesia? —quise saber en otra ocasión.
Él contestó con un gruñido.
No puede ser por el niño de los Domergue. Sus ojos de largas pestañas se han tornado negros, con el blanco como es debido, como cualquier niño cristiano. Es un querubín tan bonito, tan sonriente y tan dulce como cabría esperar. Pobre Bernadette.
Otro día Jéróme se me acercó mientras yo daba la comida a las gallinas en el patio.
—¿Qué piensas del matrimonio? —me espetó de pronto—. De un matrimonio como Dios manda, bendecido por un sacerdote de la santa madre Iglesia.
—¿Es una proposición? ¿Me estás pidiendo en matrimonio?
—Tendrías que bautizarte, tendrías que ser miembro de la Iglesia. Nada de herejías.
Así que eso es lo que le inquieta.
—Sí.
—¿Y bien? ¿Qué respondes, mujer? —De nuevo una nube de furia en su ceño—. ¿O es que quieres vivir en pecaminosa lujuria y concubinato?
—He dicho que sí —contesté irritada—. ¿No te basta con eso?
Esa noche apenas nos hablamos, porque habíamos acordado casarnos y los dos teníamos miedo. Pero al día siguiente, y en los días sucesivos, nos fuimos acercando poco a poco, nuestras miradas se encontraban de vez en cuando y los dos las apartábamos con timidez. Y por fin comenzamos a sonreímos de nuevo. Sería mi tercer matrimonio, una pérdida en posición social y una ganancia en felicidad. Vuelvo a reír, como solía hacer. De nuevo alzo la voz para cantar mientras trabajo. Por la noche nos acostamos juntos y hacemos planes.
Nuestra primera tarea es hablar con el sacerdote, y eso lo hacemos el domingo, al salir de la iglesia. El cura parece satisfecho con nosotros, se frota las manos y sonríe y asiente con la cabeza como si la idea se le hubiera ocurrido a él. Dice que leerá las amonestaciones el domingo siguiente, y mientras caminamos juntos a casa, Jéróme y yo, junto a los árboles desnudos que tiemblan bajo un cielo plomizo, siento que le han quitado un peso de encima. Han bastado unas pocas palabras del sacerdote para que vuelva a ser el de antes, alegre y relajado con él mismo, con los animales y conmigo.
La semana siguiente estamos juntos en la iglesia, tenemos los dedos entrelazados, oyendo cómo leen nuestros nombres. Los demás nos miran con curiosidad. Jéróme me sujeta el codo con aire posesivo cuando nos marchamos, y yo levanto la cabeza con orgullo. Durante tres domingos seguidos el sacerdote leerá en alto nuestra intención de casarnos y el cuarto nos pondremos ante él para pronunciar nuestras promesas. ¿Accederemos a honrarnos y respetarnos el uno al otro y a vivir juntos y ayudarnos en la enfermedad y en la salud? Sí. Esa será mi respuesta. Mientras tanto, el sacerdote nos instruye sobre nuestros deberes maritales.
Al llegar a casa susurro entre dientes:
—Sí, quiero.
«¿Prometes…?», me preguntará, y yo responderé: «sí» o «sí, quiero». Saboreo la palabra con la lengua y formo un beso con los labios. «Sssí, quieeeroooo». Y me río, porque la promesa se sella con un beso secreto de corazón a corazón.
Nuestros deberes maritales, según el sacerdote, son severos: no podemos jamás hacer el amor excepto para la procreación, y sólo con el hombre encima. Esto me deja perpleja, porque soy demasiado mayor para tener hijos, a menos que nuestro Señor me bendiga como a Sara con un hijo en la vejez. En cuanto a la postura bendecida por la Iglesia, no le digo al sacerdote todo lo que sé o lo que he hecho, y Jéróme tampoco, aunque se nota que ha sido un golpe para él, porque es mucho más serio que yo y si lo que hemos hecho es pecado, entonces hemos perdido nuestras almas.
El domingo siguiente el sacerdote lee por segunda vez las amonestaciones. Estamos con los demás en la fría iglesia de piedra; dos pilares a cada lado del pasillo central, un techo bajo y un altar. Tiene dos ventanas, una en cada pared, y ambas con cristal. Siento en mis pies el frío de las piedras heladas, porque ha nevado, pero mi corazón siente el calor de la idea de casarme con Jéróme. Entonces detrás de mí oímos una voz ronca:
—No puede ser.
Me vuelvo sorprendida. Es Domergue. El sacerdote también parece perplejo.
—¿Acaso no son primos? —Domergue hace la pregunta como quien clava un cuchillo en un trozo de carne—. Jéróme nos dijo que era la prima de su madre. ¿No prohíbe la Iglesia el matrimonio entre parientes hasta el cuarto grado?
Jéróme me toma de la mano, yo me tambaleo. Una mentira, una mentira de nada impide nuestro matrimonio. ¿Debemos confesar que hemos mentido? ¿Pero quién nos creería si cambiamos ahora nuestra historia? Pensarán que mentimos también. ¿Y cómo explicar entonces nuestro encuentro? En la iglesia ha estallado un zumbido de conversaciones y todos estiran el cuello para mirarnos. Jéróme está blanco. Mira desesperado en torno a la congregación, Domergue le sostiene la mirada pero luego vuelve la cabeza y se encoge de hombros. El gesto del campesino terco.
—¿Es cierto? —pregunta el sacerdote. Jéróme mueve la cabeza, confundido.
—No podéis casaros hasta que no se investigue vuestra relación. La Iglesia no permite el matrimonio entre dos personas unidas por lazos de sangre. ¿Comprendéis los grados de parentesco? No te puedes casar con tu hermana o tu hermano. Una mujer no puede casarse con su tío o su sobrino; un hombre no puede casarse con su tía o su sobrina. Ni tampoco podéis casaros con vuestros primos hermanos. Estas son relaciones prohibidas.
»No puedes casarte con el hijo de un primo hermano.
»No puedes casarte con el hijo de tu sobrino o tu sobrina. No puedes casarte con un hijo de un primo de tu madre o de tu padre.
»¿Está claro? Estas relaciones están prohibidas por la Iglesia. No puedes casarte con el hermano de tu marido o la hermana de tu mujer, porque eso también es incesto. ¿Ha quedado claro?
Pero ninguno de nosotros dice nada. No tengo nada claro, y un gran zumbido crece en mis oídos. No puedo seguir la pista de tantos primos, tíos y hermanos.
—Antes el matrimonio estaba prohibido hasta el séptimo grado de parentesco, pero la Iglesia es clemente y ahora sólo lo prohíbe hasta el cuarto grado. Ahora confesad, ¿vosotros dos estáis emparentados?
—Yo… nosotros… no lo sé —dice Jéróme, mirando desconcertado a su alrededor.
—Hablaremos de esto más tarde —dice el joven sacerdote—, en privado.
Y se retira de nuevo a la seguridad del altar, aliviado de continuar con la comodidad de la liturgia en latín, mientras nosotros nos quedamos acongojados en nuestro lugar, y vemos cómo los demás se alejan poco a poco, sin saber cómo comportarse. Después del servicio, salimos aturdidos de la iglesia, desconcertados, y vemos a Domergue y Alazaïs hablando con el párroco. Nos colamos otra vez en el templo, nos arrimamos el uno al otro y esperamos.
—¿Qué deberíamos hacer? —susurro.
—¿Cómo voy a saberlo? —replica.
Pero cuando el sacerdote regresa y empieza con su siguiente lectura, me da la sensación por la manera en que farfulla que no entiende más que yo, y que lo único que está claro es que todo esto está relacionado con los niños, aunque las relaciones son tan confusas que sólo deseo que el sacerdote se detenga.
Al final Jéróme lo confiesa todo: que nos conocimos en el camino de la montaña (aunque no menciona a los inquisidores que llegaron después), que me invitó a su casa y para no provocar un escándalo mintió a los Domergue, y sí, tenía que haberlo confesado, pero pensó que no tenía importancia, y ahora está muy, muy arrepentido y quiere hacer lo mejor para mí y para la Iglesia. Pero no, no estamos emparentados.
Yo no digo nada, mantengo la cabeza gacha, dolida pero esperanzada.
El joven sacerdote asiente y se agita, retorciendo los flecos de su chal entre los dedos. No sabe qué hacer. Por fin dice que llevará el asunto ante sus superiores y nos impone una penitencia y la orden de castidad mientras vivamos juntos: ya no podemos compartir la cama porque pondríamos en peligro nuestra alma inmortal.
Dentro de unas semanas nos dirá si podemos casarnos o no. Está enfadado con nosotros y muestra la actitud decidida de un hombre joven e inexperto que intenta actuar como si tuviera más años. Pero a mí lo que más me inquieta es la idea de que de todas formas somos demasiado viejos para casarnos, puesto que la procreación ya no es posible.
Volvemos a casa en silencio. Me siento como si me hubieran castigado por atreverme a ser feliz con este hombre. Jéróme camina un paso por delante, sin mirarme. Tiene la espalda y el cuello tensos, con un gesto terco.
¿Qué vamos a hacer? La nieve cae con suavidad, blanca sobre su sombrero arrugado, blanca en mi manto, blanca en nuestras huellas, en la hierba y los arbustos, el cielo es blanco, la tierra es blanca, el aire brumoso que respiramos está todo blanco con la pureza de la nieve.