¿Y el oro, la plata, los lingotes, los libros, el Santo Grial?
—Lo dejé todo allí. Lo único que me llevé fueron unas monedas, y algún día las devolveré. Como sea.
Entonces se produjo un silencio. Jeanne notó un cambio en Jéróme, que se había sumido en sus propios pensamientos. Ella no supo qué más decir.
—Me voy a levantar —anunció Jéróme de pronto.
—Todavía no es de día.
—Tú quédate en la cama. —Sonó como una orden.
—¿Y tú?
—Quiero estar solo.
Cuando volvió más tarde para desayunar, Jeanne lo miró expectante. Se apartó del fuego dirigiéndose hacia él, que involuntariamente dio un paso atrás.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó él con dureza.
—No lo sé. Abrázame —dijo Jeanne esbozando una sonrisa. Pero él no tenía medios para ayudarla.
—No. —Pasó a su lado, con los ojos bajos, y llenó un cuenco con gachas. Blandió la cuchara ante ella y se inclinó sobre el banco, de espaldas, sin querer comprometerse, engullendo sus gachas en un pétreo silencio. Jéróme comía sus gachas solemnemente, reflexionando sobre lo que había oído la noche anterior. Cuando Jeanne salió de la casa limpiándose las manos en el delantal, él frunció el entrecejo y apartó la mirada, no sin antes ver cómo a ella le temblaba la boca, con los labios apretados, con expresión herida.
—Voy a ver a Bernadette —dijo—. Estaré allí casi todo el día. Está enferma y Alazaïs tiene demasiadas cosas que hacer para encargarse también de ella.
Jéróme contestó con un gruñido y Jeanne se sentó.
—¿Quieres alguna cosa antes de que me vaya?
—¿Qué pasó con el libro sagrado? —preguntó, mirándola acusador.
—El libro.
—El que te dieron. —Una Biblia valía una fortuna, si es que podía venderse. Jéróme no había tenido un libro en las manos en toda su vida y de pronto sintió celos de aquella mujer a quien habían regalado uno, que sabía leer—. El libro que dijiste que tenías.
Ella se ruborizó.
—Ya no lo tengo —contestó con tono duro.
—¿Lo has perdido, igual que el tesoro? —¿Por qué se comportaba así? Estaba furioso con ella—. ¿Acaso es todo mentira?
—Si quieres pensar eso…
Vio la expresión herida en su rostro y le dieron ganas de abofetearla, porque ¿qué iba a hacer él con toda aquella información?
—¿Dices que no es mentira? Mujer, mírame a los ojos. ¿Puedes jurar que todo lo que dijiste anoche es verdad?
Pero ella apartó la vista, como solía hacer cuando la conoció, mirando asustada de un lado a otro, y Jéróme se dio cuenta de lo mucho que había cambiado en las últimas semanas, la tranquilidad que había llegado a sentir bajo sus atentos cuidados. Si no iba con cuidado, volvería a convertirse en una loca. Tenía que dominarse para no dar un mal paso.
—¿A ti qué más te da? —preguntó Jeanne—. Eso no es importante. Querías que te contara mi historia, ¿no? Te la puedes creer o no, a mí me da igual, no me importa lo que pienses.
—¿Estuviste involucrada en los asesinatos de Aviñonet? —Jéróme no pudo dominar su lengua—. ¿Llevaste mensajes para ayudarlos?
Jeanne se lo quedó mirando un largo rato.
—No, no tuve nada que ver con eso. Y ahora me voy, que tengo cosas mejores que hacer. Bernadette Domergue está enferma y no pienso quedarme aquí discutiendo contigo y defendiéndome —replicó ella enfadada.
A medida que pasaban los días, todo pareció ir cambiando para peor. Un día Jéróme tropezó y se torció dolorosamente la rodilla. Ahora andaba cojeando y todavía no había ido al pueblo a ver a Bernard. Era algo que iba posponiendo cada día siempre buscando una excusa que lo retuviera en la granja.
Una mañana subió a la montaña con el poni y el carro para cortar leña para el invierno. Estaba inquieto. El ruido del hacha resonaba en el aire y al cabo de un rato se sintió acalorado y se quitó la chaqueta. Se enjugó la frente y volvió a atacar al árbol como si fuera un enemigo y él luchara por su vida. Caía el hacha una y otra vez y su cuerpo se movía rítmicamente, de tal manera que en cada golpe ponía todo su peso y la fuerza de sus hombros.
El árbol osciló un instante y cayó lentamente al suelo. Jéróme, fuerte y nervudo, montó a horcajadas sobre el tronco para cortar las ramas. Era un buen árbol, y cuando se secara ardería bien. De pronto se detuvo mientras el hacha oscilaba trazando un arco: ardería bien, arder, todo ardía. Su mente estaba en llamas, y también su vientre. Era curioso que Jeanne pudiera encender el fuego en la casa, cocinar en el fuego, era extraño que no tuviera miedo del fuego después de lo que había pasado con sus amigos. Jéróme le preguntó sobre ello. «No fue culpa del fuego», respondió Jeanne encogiéndose de hombros, con lógica. Pero Jéróme no podía borrar de su memoria las imágenes que ella había conjurado, los peligros que había corrido. Él mismo la había instado a contar su historia, sin darse cuenta de que todo cambiaría.
Jéróme era un sencillo granjero. ¿Qué sabía de política o de ética, del bien y el mal? ¿Qué sabía él de las guerras religiosas? ¿A quién podía pedir consejo? ¿Al sacerdote? Lanzó una carcajada amarga y se estremeció, mirando sobre el hombro el oscuro bosque que lo rodeaba, como si alguien estuviera vigilándolo. Porque nadie debía saber nada, ni Bernard ni los vecinos. La verdad es que sus días eran más luminosos y las noches más cálidas gracias a Jeanne. Le gustaba llegar por las noches y encontrarla trabajando y cantando, la casa impregnada de cálidos olores, y notar cómo a ella se le iluminaba la cara al verle, cómo lo reprendía con cariño y cómo lo hacía reír.
Jeanne se había hecho cargo del cuidado de la casa y de la granja, y cuando él se marchaba a los campos, ella siempre tenía lista una hogaza de pan para él, o sopa o huevos hervidos, y cuando volvía por la noche siempre encontraba un buen guiso de lentejas, a veces incluso con un poco de carne. La casa estaba limpia y su ropa cosida. Se preguntó si Bernard entendería cómo vive un hombre solo durante años, preparándose su propia comida, a menudo fría, y yéndose a la cama hambriento y solo en la obscuridad, preocupado porque la granja se venía abajo, porque el trabajo es demasiado para él, y cómo se siente un hombre cuando llega una mujer y todo se aligera.
Por otra parte, no podía soportar verla. Ahora sentía un escalofrío incluso cuando le ofrecía un plato de sopa. ¿Existirían brujas buenas, además de las malas? Desde luego Jeanne lo había hechizado: ¿acaso no la había salvado él de la Inquisición la primera vez que se vieron, embrujado por su belleza? ¿Y por qué ahora que sabía lo peligrosa que era no la entregaba? Jéróme no utilizó la palabra «amor». El amor era para los caballeros y los barones y las historias románticas, no para la gente como él. ¿Pero y si Jeanne se marchaba? El estómago se le encogió con sólo pensarlo.
Bueno, consideremos otra cosa: sus poderes de sanación. Jeanne decía que era «la energía del amor», y el pequeño Gaillard Domergue se estaba poniendo mejor, de eso no había duda, ya caminaba con mucha más facilidad. Y además, Jeanne había traído al mundo al niño de Bernadette.
Jéróme se concentró en los Domergue porque en ese momento, mientras él trabajaba en el campo, Jeanne había ido de nuevo a llevar a Bernadette otra de sus infusiones curativas. La muchacha se estaba muriendo, nunca se había recuperado del parto y no dejaba de sangrar. Yacía en la cama, revolviéndose y gimiendo de dolor, a veces empapada del sudor de la fiebre, a veces con la lengua hinchada y la piel caliente y seca como el fuego. Se agitaba sufriendo alucinaciones cuando subía la fiebre. Creía que su madre era una desconocida o decía que estaba nadando en un río cálido, ella, que ni siquiera sabía nadar; o a veces una rata la perseguía. Jeanne lo informaba de todo esto.
La envolvían en paños mojados para bajarle la fiebre, le daban baños de agua fría hasta que la piel dejaba de arder, y ella se estremecía de frío. Su abdomen estaba duro como una roca, pero tan sensible que cuando la tocaban gritaba de dolor. Estaba demasiado débil para comer, y un hilillo de baba goteaba de la comisura de su boca hasta la almohada sucia cuando alguien trataba de darle de comer. No tenía leche; sus pechos estaban duros como rocas, igual que su vientre, de modo que al niño lo alimentaba una mujer del pueblo que todavía daba de mamar a su propio hijo. Bernadette se moría, de modo que el ambiente en aquella casa no era el de celebración que había seguido al parto. Ahora todo era sombrío y triste en la pequeña cabaña, y una preocupación más para Jéróme, que ya tenía en la cabeza más problemas de los que soportaría cualquiera.
Alazaïs no dejaba de llorar. Hasta habían llamado al médico, aunque apenas podían permitirse el lujo de pagar a aquel asesino. El hombre había sangrado a Bernadette mientras despotricaba sobre los nacimientos en general y le dio unos brebajes negros que la hacían vomitar y entrar en unos violentos accesos cuando la obligaban a tragarlos. El médico dijo que intentaba atraer a su alma de nuevo hacia su cuerpo, que la llamaba a la vida. El sacerdote también había ido para confesarla, para llamarla a la muerte. Jeanne se lo había contado.
Pero lo más inquietante es que Jéróme recordaba que el niño había nacido con la cara negra. Él mismo se había inclinado para mirarlo cuando yacía en brazos de su madre, y en ese momento el niño bostezó y abrió los ojos, y la parte que debía ser blanca era más negra que los ojos de Satanás. Jéróme se santiguó, aunque Alazaïs insistía en que aquello no significaba nada, que su propio hijo, Raymond, había nacido con moretones en la cara y los ojos inyectados en sangre, que la piel y los ojos del bebé se aclararían. Sin embargo, al principio ni siquiera la nodriza había querido tocarlo, pero al final no pudo negarse: el niño estaba bautizado y Jeanne la persuadió para que le diera de mamar.
Jéróme blandió el hacha una y otra vez para partir las ramas. Le dolían todos los músculos del cuerpo, pero no tanto como sus entrañas. ¿Eran cristianas las brujas?, se preguntó. ¿Tienen los herejes un alma inmortal? Si se bautiza a un niño del demonio y al final se vuelve de color blanco, ¿es todavía un niño del demonio?
Su propia actitud hacia Jeanne había cambiado en los últimos dos días. Jéróme se había vuelto distante al mismo tiempo que ella, después de contar su historia, se mostraba más cariñosa. Lo seguía con los ojos suplicando una caricia, un hueso que él se negaba a darle. Era un tormento.
Por otra parte, el tesoro lo tentaba. ¿Y si la historia era cierta? El día anterior, Jéróme la había agarrado por la muñeca.
—Jeanne, escucha, he estado pensando.
—Eso es siempre una mala idea —replicó ella, con una ancha sonrisa.
Pero Jéróme no se rio.
—Dices que has estado buscando a tus perfecti.
Ella asintió, incómoda.
—Yo creo que deberíamos ir los dos a buscarlos. Podríamos llevarnos al poni hasta la cueva donde os teníais que encontrar. El tesoro sigue allí.
—Eso fue hace mucho tiempo. Tal vez nunca encontraron la cueva, tal vez los capturaron, tal vez se fueron a Lombardía sin el tesoro cátaro.
—Bueno, ¿y si…?
—¡No! Y no quiero oír más. Lamento habértelo contado. —Jeanne se retorcía las manos nerviosa, la boca le temblaba.
—Da igual, era sólo una idea. —Entonces Jéróme se volvió bruscamente hacia ella—. Pero no digas a nadie ni una palabra de lo que me has contado, ¿me oyes? ¡A nadie!
—No.
—A nadie, si no quieres que nos quemen a los dos. ¿Entendido?
Jeanne asintió, mirándolo confiada con sus grandes ojos, y a él le dio un brinco el corazón. Era como una niña, y él deseaba cuidarla y protegerla. Pero también quería apartarse de ella. Deseaba no haberla conocido.
¿Pero por qué no iban juntos a por aquellas riquezas indescriptibles? Le gustaría tocar la copa de Cristo. Regalaría el Grial a la santa Iglesia, y el oro también, y tal vez pudiera comprar el perdón de Jeanne, si es que había que comprar algún perdón. Pero en cuanto sentía esta oleada de optimismo, su mente volaba al polo opuesto. ¿Quién cuidaría de la granja mientras ellos no estaban? ¿Cómo podía aparecer de pronto por el pueblo con dinero? Los inquisidores lo interrogarían… Y sus pensamientos, que zumbaban en su cerebro como moscas negras, no hallaban respuesta a todos los interrogantes.
El hacha seguía cortando el árbol. Jéróme intentó apartar su terror; tenía que prestar atención al árbol, nada más. Por mucho que pensara, no llegaría a ninguna parte. Ni siquiera comprendía la herejía. Los cátaros creían que Cristo no murió en la cruz, sino que marchó a Marsella con los apóstoles, María Magdalena y su madre María. Los cátaros creían que sus enseñanzas provenían de Cristo, pero eso mismo pensaba la santa madre Iglesia, sólo que los católicos creían que Cristo había muerto en la cruz para luego resucitar. Los católicos bautizaban con agua y los cátaros con las manos, ¿pero cuál era la diferencia, si Cristo fue bautizado por Juan con agua, y Él mismo curaba con sus manos?
Los cátaros creían que el mundo era obra del diablo, y Jéróme pensaba eso mismo a veces; cuando Bernadette moría sufriendo una tremenda agonía, cuando el hambre azotaba la tierra, cuando los soldados saqueaban y mataban, cuando estallaban las plagas, cuando nacían niños tullidos o inválidos, cuando llegaban las mujeres a su vida tentándole para que pecara, porque eran tan útiles y tan hermosas que le hacían perder la cabeza hasta que ya no sabía qué pensar ni cómo. Pero la Biblia decía que había sido Dios y no el diablo el que creó el mundo en seis días, de modo que tenía que ser verdad.
Jéróme dejó el hacha. Iría al pueblo ahora mismo. Pasaría la noche con Bernard, le contaría algo de toda esta historia y decidiría qué tenía que hacer. Ni siquiera se detendría en casa para justificar su ausencia a Jeanne.
Cuando Jéróme regresó al día siguiente, le sorprendió que Jeanne no saliera al camino a recibirlo, como siempre. La vio en la puerta de la casa, pero antes de que él pudiera alzar la mano para saludarla, ella se marchó montaña arriba. ¿Por qué?, pensó él irritado.
Entró en casa y atizó el fuego. La cabaña parecía desolada sin la risa de Jeanne. Al cabo de un rato salió a llamarla. Ella no contestó. Maldita mujer, ¿dónde habría ido? ¿Y por qué?
Al atardecer apareció en el umbral, una sombra entre las sombras, sin decir nada.
—Ah, ahí estás. ¿Por qué te fuiste corriendo? —Jéróme sabía que era mejor atacar primero.
—¿Dónde estabas tú?
—Fui al pueblo.
—Ya, y no se te ocurrió decírmelo, ¿no? Te marchaste sin más, dejando a los animales. Ni se te ocurrió preguntarme si quería ir contigo. ¿Para qué? No era día de mercado.
—Tenía cosas que hacer —saltó él, cansado de la caminata. ¿Por qué se mostraba Jeanne tan poco razonable? Él no tenía por qué informarla de todos sus movimientos, de modo que cerró la boca, siguiendo el consejo de Bernard, y apartó la vista.
—Y eso que tenías que hacer, ¿tenía que ver conmigo?
—Sí.
Jéróme la miró entonces a los ojos, desafiándola. Ella apartó antes la mirada.
—Toma —dijo él de mala gana—. Te he comprado una cinta. —Sacó del bolsillo una bonita cinta rosa—. Intento protegerte.
Ella le dio vueltas en las manos, retorciéndola entre los dedos. Cuando alzó la cara, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Bernadette ha muerto —dijo—. El funeral es mañana.