24


Nos bajaron por el barranco con cuerdas. Estábamos colgados en la obscuridad, colgando sobre el precipicio, y yo rezaba mientras me golpeaba los hombros contra las rocas.

—Dios, ayúdame.

Estuve un tiempo oscilando en la negrura de la noche en el extremo de una cuerda, debatiéndome por agarrarme a la pared mientras las piedras me magullaban los brazos y las caderas. Hasta que por fin llegué al suelo, una empinada ladera de tierra y hojas mojadas que apestaba a moho y a podrido. Al cabo de un momento llegué a trompicones a una zona más plana.

Nos reunimos todos al pie del barranco, murmurando entre nosotros. Allí estaba Amiel Aicart, el más joven y grácil de los perfecti, con su pálida barba rubia y sus ojos castaños; su alegre socius, Hugon, y Poitevin, un hombre mayor que los otros, de barba obscura, que venía sin compañía.

—¿Estáis bien? —nos susurramos unos a otros. Yo me arrebujé en mi manto de lana. Hugon sacudió las cuerdas, como señal para el obispo Marty, y nos volvimos, dando gracias, para empezar a bajar a trompicones por la negra ladera sobre las hojas empapadas de nieve. Amiel me puso la mano en el hombro.

—¿Estás bien, Jeanne?

—Sí.

Acercó a mí la cara y me escudriñó en la obscuridad del bosque.

—No llores —susurró—. Ahora estamos realizando la obra de Dios. Alégrate, Jeanne, porque has sido elegida.

—Reza por mí —dije, sonriendo con valentía—, para que tenga una buena muerte.

Pero lo que quería decir era una buena vida, porque la muerte yacía en torno a nosotros y yo la sentía acechar en los cuatro elementos, tierra, aire, agua y fuego: aguardando a mis pies para hacerme tropezar; susurrando su presencia en el viento, tirando de mí; gorjeando para que cayéramos al cruzar el río, y esperando también como fuego, si nos capturaban esa noche. La muerte era un perro negro que jadeaba a mi lado, y yo todavía le tenía miedo.

Bajamos entre los matorrales hasta el calor del valle, a través de las altas hierbas. Nadie hablaba. Comenzó a caer una llovizna y yo me pregunté si los franceses, en caso de que lloviera con fuerza, pospondrían la quema, o tal vez, si llovía durante días y días, a lo mejor reconsideraban todo el asunto y llegaban a creer que la mano de Dios les daba una señal. De modo que recé pidiendo un auténtico aguacero, pero la llovizna amainó al cabo de poco. Caminábamos con la cabeza gacha en sombrío silencio. Una vez oí que Hugon murmuraba muy serio algo a Amiel, pero no entendí sus palabras.

El viento arreció y la luna, que se había alzado como un globo dorado en el cuenco de la noche, se abrió paso entre nubes y estrellas como si también ella se hubiera contagiado de nuestra prisa y apresurara las horas como nos apresurábamos nosotros monte abajo. Atravesamos las praderas en fila india hasta llegar al refugio del bosque, los hombres avanzando a zancadas en sus pantalones y chaquetas de cuero y yo a la cabeza a pesar de que me entorpecían las faldas llenas de barro que se me enredaban en los tobillos a cada paso.

Cualquier desconocido habría pensado que éramos simples viajeros perdidos, aunque ningún viajero honrado sería tan estúpido como para caminar de noche. Los Hombres Buenos estaban muy delgados, pero con sus toscas ropas de cuero no tenían peor aspecto que cualquier artesano, y nadie podría advertir el cordel sagrado atado a su cintura, oculto bajo la camisa. Llevaban fuertes zapatos de cuero, tenían las manos endurecidas, curtidas por los elementos, y las mejillas arreboladas por el viento. Yo podría haber sido la esposa de uno de ellos.

Al amanecer ya habíamos rodeado la montaña y nos dirigíamos hacia el sur. Teníamos que desviarnos de nuestra ruta para evitar las tropas enemigas.

—Nos detendremos aquí —dije con voz queda, porque ahora ya nos habíamos acostumbrado a hablar con susurros y murmullos.

Ocultos en una arboleda al borde de las tierras de pasto, comimos un trozo de pan moreno y bebimos de un arroyo cercano. El cielo se teñía con la primera luz perlada y ya se distinguían las siluetas de los árboles y, a lo lejos, el resplandor blanco de las cumbres nevadas. Al cabo de unos momentos —¡qué deprisa salió el sol!— ya podíamos ver las ovejas que moteaban las praderas, pardas con aquella primera luz grisácea, pero más claras a cada instante. Intentamos ver si había algún pastor con ellas, pero no distinguimos ninguna figura humana ni movimiento alguno.

Allí en el valle no hacía tanto frío y era difícil creer que sólo unas horas antes caminábamos sobre la húmeda nieve de primavera en la resbaladiza montaña. Ahora el suelo se hundía bajo nuestros pies, blando y esponjoso, cargado de los olores de la primavera.

Ya estábamos lejos de Montségur y pronto llegaríamos a las cuevas cerca de Bouan, en el paso de Souloumbrié.

De pronto sentí una gran ansiedad, una inquietud desesperada. He visto a veces a un caballo o un perro comportarse así, incapaz de seguir adelante. El perro corre de un lado a otro gimiendo, como incapaz de atravesar un río invisible a sus pies, y el caballo retrocede y patalea y se alza de cascos con las orejas bajas, negándose a obedecer al látigo o la espuela del jinete, brinca hacia atrás, muerde el estribo y rehúsa atravesar una puerta o un paso.

Los tres hombres se enjugaron la boca con las manos, dispuestos a seguir adelante, pero yo me volví, con la cabeza señalando hacia el norte como la osa mayor señala hacia la estrella polar, dando vueltas en torno a un punto fijo. Cada fibra de mi cuerpo quería regresar a Montségur.

—Tengo que volver —dije.

—¿Qué?

—¿Por qué?

—¿Qué pasa, Jeanne?

—No lo sé. ¡Por favor! —grité angustiada—. Dejadme ir. Le dije a Bertrand Marty que os guiaría hasta la cueva y os ayudaría a llevar el tesoro a Lombardía, y lo haré, os lo prometo.

Entonces me arrojé a los pies de Hugon y me incliné también ante Amiel Aicart.

—Está sucediendo algo espantoso. Tengo que volver.

—¿A Montségur? —preguntó Amiel, perplejo.

—Escuchad, os indicaré dónde está la cueva. Podéis esperarme allí. Yo iré a Montségur y estaré de vuelta al anochecer. Mañana por la mañana, con la primera luz, saldremos hacia Lombardía.

—Tú allí no puedes hacer nada, niña —señaló Poitevin, el perfectas más maduro—. Es peligroso, podrían capturarte.

Amiel me tocó preocupado el codo.

—Jeanne —murmuró—, están quemando a nuestros amigos. No es algo agradable de ver.

Pero yo me eché a llorar y suplicar delante de ellos.

—Vamos a reflexionar un momento —pidió Poitevin—. A ver qué puedo adivinar.

Se sentó en una roca con los ojos cerrados y al cabo de un momento comenzó a balancearse suavemente, como el tallo de una flor. Todos aguardamos, de pie o sentados, rezando o meditando, hasta que Poitevin volvió de su trance.

Al cabo de un momento Hugon y Amiel se marcharon arroyo arriba, sumidos en una conversación. Yo fui corriente abajo para aliviarme y luego subí a la pequeña elevación desde donde se veían mejor las inmediaciones. A lo lejos se distinguía la brumosa masa de Montségur, de un gris azulado contra las nubes. Cuando me uní de nuevo al pequeño grupo, los tres hombres estaban en cuclillas, hablando entre ellos. Poitevin se levantó al verme.

—Si te marchas no volverás —me dijo.

—¡Sí volveré! —exclamé—. ¡Lo prometo! Volveré antes de que salga la luna. ¿Qué importa un día más? Llevaremos el tesoro a Lombardía, y yo cargaré con doble peso para compensaros por el retraso. Mira, tú puedes entrar en trance y ver lo que está pasando a kilómetros de distancia, pero yo no. Yo quiero despedirme.

Entonces se produjo un silencio.

—El obispo Marty me dijo que debo escuchar mi voz interior, que es la voz de Dios.

—Tenemos miedo de no volverte a ver —explicó Amiel—. Tenemos miedo de que te pase algo.

—¿Quieres recibir el consolamentum antes de marchar? —preguntó Poitevin. Pero hablaba mirando el cielo azul y su sombrero oscilaba con sus movimientos.

Yo moví la cabeza.

—Todavía no. El obispo me dijo que esperase hasta llegar a Lombardía. Tal vez tenga que mentir o pronunciar algún juramento para ayudaros.

Estaba pensando en ellos, y no en el miedo que me daba el fuego.

—Muy bien —dijo Hugon—. Dinos dónde está la cueva. Te esperaremos allí hasta mañana por la mañana, pero si no vuelves para entonces, nos iremos sin ti. Sólo te esperaremos hasta la salida del sol.

—Estaré allí esta misma noche —contesté aliviada—. Puedo ir y volver en un día. ¡Esperadme!

Dibujé con un palo en la tierra el mapa de la cueva.

—La entrada se encuentra a través de una grieta en la roca. Subid por este sendero en dirección al este. Los riscos se alzarán a vuestra izquierda. Luego, cuando el camino se abra a la pradera y os dé la impresión de que os habéis pasado de largo, veréis un viejo pino, con el tronco retorcido casi en círculo. Mirad con atención a la izquierda y veréis dos rocas gigantescas que parecen dos soldados haciendo guardia. Son los centinelas. Si os acercáis por un lado veréis una grieta, es muy pequeña y está muy abajo, oculta al pie de las dos piedras. Esa es la entrada.

Luego les indiqué dónde estaba escondido el tesoro, dentro de la cueva.

—Esperadme dentro de la cueva —insistí—. Allí esteréis a salvo. Por la mañana emprenderemos el viaje.

—¿Y tú? ¿Tú no necesitas dormir? —preguntó Poitevin con una sonrisa preocupada.

—Tengo que ir —respondí, agachando la cabeza.

—Ten cuidado, Jeanne, no corras ningún riesgo.

Me dieron mi parte de pan, que yo guardé en el bolsillo para más tarde. Luego me incliné tres veces ante cada uno de ellos, les besé la mano y eché a andar por donde habíamos venido, hacia Montségur. Sólo pensaba en que tenía que darme prisa.

No había avanzado ni cien metros cuando oí que me llamaban. Hugon corría detrás de mí.

—¡Jeanne! —Llegó jadeando, mostrando sus dientes blancos en una gran sonrisa.

—¿Qué pasa?

—Jeanne, Poitevin tiene miedo por ti. Si no volvemos a vernos…

—¡Te prometo que sí!

—Quiere darte esto.

Me tendió un paquete envuelto en una lona encerada de color verde.

—Es para ti.

—¿Qué es? —Míralo.

Abrí con cuidado la lona y encontré dentro un… Alcé la vista sorprendida.

—Un libro. Estaba encuadernado en piel de becerro, dura como la madera, con cierres de plata. Las páginas eran gruesas y muy hermosas, tenía la letra negra e ilustraciones doradas, rojas y azules.

—El obispo Marty se lo dio a Poitevin anoche —explicó Hugon, mirándome radiante—. Y él me ha pedido que te lo dé a ti. Dice que te protegerá.

—¿Para mí?

Giré el libro sagrado en mis manos, incrédula, maravillada.

—Son los cuatro evangelios, Jeanne, y algunos salmos. Pertenecía a Guilhabert de Castres. Guárdalo. Está escrito en provenzal, nuestra lengua, para que pueda leerlo hasta el hombre más sencillo, y por tanto está prohibido por la Iglesia católica y es peligroso. No dejes que lo vea nadie.

—Tal vez sería mejor que me lo guardaras tú —dije vacilante—, hasta que vuelva esta noche.

—No, más vale que te lo lleves ahora. Arrodíllate para recibir mi regalo.

Me arrodillé ante él, aferrada al sagrado libro, y Hugon me puso las manos en la cabeza. Sentí que me atravesaba una luz, igual que me pasaba de niña con Esclarmonde y más tarde con Guilhabert de Castres, la luz catara. Debí de emitir algún sonido, porque Hugon se echó a reír.

—¿Verdad que es agradable? —Ahora sonreía con gesto serio—. Jeanne, tengo otro regalo para ti.

—¿Otro?

—Este es de Amiel. Me ha pedido que te diga que recibirás el consolamentum, que no morirás sin él. Es una promesa.

Yo me eché a reír, porque la promesa me parecía innecesaria.

—Cuando vuelva —dije—, cuando lleguemos a Lombardía.

Hugon se marchó con aire decidido para reunirse con los otros, que echaron a andar sin una mirada atrás.

Entonces estuve a punto de salir tras ellos, pero al final di media vuelta, me levanté las faldas y eché a correr tan rápido como pude hacia Montségur. Estaba exaltada y no sabía cuál era el regalo más precioso, la palabra sagrada que poseía o la bendición de la luz que acababa de recibir. Pero no tenía tiempo para reflexionar.

Para cuando llegué a las frías y nevadas colinas estaba muy cansada. Al acercarme vi que la niebla se abrazaba al pie de Montségur, envolviendo los árboles.

Avancé por el bosque hacia el este y, siempre entre los árboles, atravesé el río y caminé con los zapatos empapados hasta ver la pradera a los pies de Montségur. Tenía los zapatos llenos de nieve, los pies y las manos congeladas y me castañeteaban los dientes, porque ahora estaba a bastante altura sobre el cálido valle y el bosque retenía el frío.

Me escondí en un matorral para comer un poco de pan. Para entonces la niebla se había disipado en la cumbre, de modo que el castillo relucía al sol.

Debajo de mí, al pie de la montaña, los soldados franceses se afanaban en la niebla blanca en torno a la pira. Habían traído carretas de paja y leña que habían cubierto con troncos, supuse que estos estaban a su vez empapados en brea, y todo rodeado por una empalizada de estacas aguzadas. Sólo había una puerta para entrar en este recinto de muerte. Arriba, en la fortaleza, los Amigos de Dios aguardaban. Pero de momento no pasaba nada. No había dormido desde la noche anterior, y estaba exhausta. Se me cerraron los ojos.

Me desperté sobresaltada al oír las voces. Los perfecti bajaban por el empinado camino de la fortaleza, algunos con las manos atadas a la espalda. Estaba demasiado lejos para poder verles la cara, de modo que bajé por la pendiente, agarrándome a los árboles, para verlos mejor, aunque no sé por qué quería ver a mis amigos en aquel estado. Tenía el estómago encogido y las rodillas sin fuerzas. La niebla se había disipado bajo el sol del mediodía. Los árboles oscilaban perezosamente sobre mi cabeza.

—¡Oh Dios, Señor Jesucristo, sálvalos! —recé con fervor, estrechando el libro contra mi corazón y besándolo con devoción. ¿Acaso no había prometido el Señor que nuestras oraciones serían escuchadas siempre, si teníamos fe?—. ¡Deja que vivan! —rezaba—. ¡Gracias, Señor, porque están vivos!

Hombres y mujeres bajaban por el sendero de la montaña en una larga hilera, como hormigas saliendo de un hormiguero, doscientos o más, la mayoría con sus largas túnicas negras, pero algunos de ellos ataviados con ropa corriente. Se reunieron en la hierba mojada ante la empalizada, moviéndose entre ellos, despidiéndose, y yo creí reconocer a algunas de las mujeres: Marquésia de Lantar, suegra de Raymond de Perella; Braïda de Montserver, suegra de Arnaud-Roger de Mirepoix; Ermengarde d’Ussat, Guiraude de Caraman, Raymonde de Cuq, India de Fanjeaux, Saissa du Congost.

Y los hombres: Arnaud des Casses y su hermano Raymond Isarn, Guilhem d’Issus, Jean de Lagarde, Raymond Agulher, que era obispo de Razés, Jean de Combel y Bernard Guilhem.

Vi a Corba con la pequeña Esclarmonde, la madre ayudando a la hija con su muleta, y luego las perdí de vista. Distinguí a Raymond de Belis, un arquero que había llegado al principio del asedio. Estaba también Arnaud de Bensa, uno de los sesenta hombres que habían matado a los inquisidores en Aviñonet, y el sargento Pons Narbona, que había recibido el consolamentum en el último instante junto con su esposa, Arsende.

Entonces se me escapó un grito al ver a William, de la mano de Baiona. Quise llamarlos y decirles que los quería, pero al cabo de un momento los perdí entre la multitud. ¡Eran tantos!

Un pájaro gorjeó allí cerca y tal vez esto me aguzó el oído, porque entonces escuché los cantos. ¡Imagina! ¡Cantaban en un momento así! Sus voces me llegaban con las ráfagas del viento. Eran cantos de alabanza a Dios, y cuando me di cuenta, vi horrorizada que los estaban metiendo en la empalizada. Los que tenían las manos libres ayudaban a los otros a subir por los troncos, y en cuanto subían a la pira se abrazaban unos a otros.

—¡Dios! Tú que has prometido que todas las oraciones serán escuchadas, sálvalos —recé, con los ojos anegados de lágrimas.

Quise gritar, porque los soldados habían encendido las antorchas y rodeaban la empalizada prendiendo la paja y los troncos cubiertos de brea.

—¡No! —grité. El humo se alzaba negro a sus pies. Pero yo pensaba que no podían morir.

—¡No! —Me levanté chillando y manoteando angustiada a los ángeles de Dios. Pero las llamas lamían los troncos, y los mártires, mis amigos, cantaban salmos a Dios, todavía abrazados unos a otros entre las lenguas de fuego, todavía rezando… hasta que los cantos se tornaron gritos.

Una nube negra se alzó sobre el llano y se dirigió hacia los bosques, hacia mí. Humo, hedor, gritos que me envolvían. Eché a correr, huí del humo negro que me perseguía, de los dedos de mis amigos que morían quemados.

Sus gritos llenaban mis oídos.

¿O eran mis gritos?

Oía el ruido de mi propia respiración al correr, hasta que sentí una punzada en los pulmones y otra en el costado, tan fuerte que tuve que detenerme para recobrar el aliento agarrada al áspero tronco de un pino. Me aferré a él con mis manos llenas de cicatrices hasta que por fin eché a andar a trompicones. Mis pies se movían solos sobre las agujas de pino, por las hondonadas nevadas y a través de los riachuelos del deshielo. Caminaba, caminaba, caminaba. ¿Dónde estaba ahora mi Señor? Me volví loca.

Al rodear un árbol caído tropecé y caí a los pies de un sorprendido guardia que sacó la espada al instante.

—¿Qué haces aquí?

Con un rugido me lancé sobre él. Tenía tanta rabia que podía haberlo matado. Retrocedió con la cara descompuesta de miedo, pero al final tiré la piedra al suelo y huí gritándome a mí misma, sí, y a esa mancha obscura que todavía flotaba encenagando el cielo.

¿Cuánto tiempo corrí?

Al cabo de un rato me senté en un tronco, hambrienta y exhausta. Estaba obscureciendo. Me sorprendió encontrar un trozo de pan en el bolsillo y me puse a masticar despacio, mecánicamente, sin percibir ningún sabor más que el de cenizas secas. Y entonces descubrí perpleja que tenía un libro en la mano y lo miré maravillada. ¿De dónde había salido? No recordaba haber visto antes aquel libro precioso. Un libro es algo valioso, copiado letra a letra durante años y años. Seguí masticando, pasmada ante aquel misterio. Miré en torno a mí y no reconocí nada. Casi no había luz.

¿Dónde estaba? «Cuando abra el libro —pensé—, allí donde se pose mi vista habrá un mensaje para mí».

El libro se abrió en un pasaje: «Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan ni recogen en graneros; y sin embargo vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?».

Me quedé allí sentada mucho rato, rodeada por la creciente obscuridad.

Poco a poco mis pensamientos fueron retrocediendo, recordé el humo negro que obscurecía el sol, cómo había subido yo la colina hacia la luz, cómo me había agarrado al pino al ver a mis amigos ardiendo en la pira. Entonces recordé mi caminata. ¡Y a Hugon y Poitevin! ¡Amiel!

Me levanté de un brinco. Había caído la noche. ¡Debería estar en el pago de Souloumbrié, dirigiéndome a la cueva!

Me di la vuelta, presa del pánico, primero en una dirección, luego en otra, sin saber dónde estaba, porque había corrido una gran distancia. Me había perdido. El cielo estaba nublado, de modo que no había estrellas, no había ninguna señal que me indicara dónde estaba el norte. Eché a andar de todas formas, confiando en encontrar algún punto de referencia. Las ramas me arañaban la cara.

—Guíame —recé—. Llévame con los perfecti. Tengo que encontrarlos esta noche. Por la mañana nos marcharemos. Tengo que encontrar a los Hombres Buenos.

Para cuando llegué a la cueva estaba bien entrada la mañana. El sol estaba alto en el cielo y la luz bañaba la hierba amarillenta. Yo estaba mareada de puro cansancio. Entonces comprendí por qué me habían pedido que no me marchara.

Al llegar a las piedras centinela grité:

—¡Hugon! ¡Amiel! ¡Poitevin! Silencio.

Entré en la grieta tanteando la pared rocosa.

—¡Amiel! ¡Hugon! —Sólo me respondió el eco de mi voz. Los murciélagos se agitaron y chillaron en su sueño. Vi horrorizada a uno que pasaba volando junto a mí, otros se movían en el techo como un solo cuerpo peludo, una negra criatura diabólica.

Cuando llegué al escondrijo tanteé a ciegas hasta encontrar los fardos. Estaban llenos. Los dejé y salí de nuevo, escudriñando las proximidades en busca de los hombres.

Nada se movía.

—¡Hugon! —chillé—. ¡Poitevin!

Por fin me senté en la hierba de espaldas a la roca, a esperar. Al cabo de poco me tumbé acurrucada, totalmente exhausta. Había perdido a los perfecti, y no sabía donde buscarlos. Había estado caminando dos noches y un día, y no me quedaban fuerzas. Me quedé dormida.

Cuando me desperté, el sol, ya muy bajo, teñía de rojo la montaña, y las sombras invadían la pradera. Una brisa ligera agitaba las ramas de un pino cercano y hacía oscilar la hierba. Tenía hambre y sed, estaba sucia, perdida, angustiada. ¿Dónde estaban los perfecti, mi responsabilidad? Tenía los pies hinchados y amoratados y apenas podía sostenerme sobre ellos.

Pero mi dolor físico no era nada comparado con el de mi alma, porque había perdido el tesoro de Montségur. Había perdido a los tres Cristianos Buenos. ¿Dónde estaban? ¿Y cómo encontrarían el camino hacia Lombardía? Mis oraciones eran ahora por la Iglesia del Amor, por los Hombres Buenos, por mí, que había fracasado en todo; no había muerto con mis amigos, no había salvado el tesoro cátaro, no había recibido la Luz. Me había quedado con una cueva llena de dinero, eso era todo.

Me quedé en la cueva otra noche y todo el día siguiente, esperando a mis amigos. Fue el hambre lo que me alejó al final. Entré en la cueva y saqué de un fardo un puñado de monedas, porque no tenía dinero. Luego escondí el tesoro en una zona más profunda de la cueva y eché a andar.