Realizamos un último y patético esfuerzo por recuperar la barbacana: una incursión la noche del 1 de marzo, que resultó un fracaso. Nos obligaron a retroceder y los franceses casi logran atravesar nuestras puertas. Nuestros hombres luchaban debilitados por diez meses de ocio forzoso y enfermedades, teníamos los dientes flojos y los ánimos decaídos. ¿Cómo podíamos esperar ganar?
Ese mismo día, el 1 de marzo, nos rendimos, y al día siguiente se concluyeron los términos de la tregua. En el alto el fuego, nuestro comandante Raymond de Perella, acompañado de cuarenta caballeros y hombres de armas ataviados con sus mejores ropas (que han rebuscado y tomado prestadas) e improvisadas armaduras, bajaron por el empinado sendero hasta el campamento francés para negociar las condiciones. Los demás, mujeres, civiles, soldados y Cristianos Buenos, esperamos arriba.
Los hombres volvieron por la tarde, subieron la montaña en fila india con Perella a la cabeza.
Aquel niño, Michel, se me había subido encima. Cuando avisaron de que los hombres regresaban yo estaba con los demás, apiñados en las puertas, y me puse al crío en la cadera mientras los hombres rompían filas en el patio embarrado. William no había ido con ellos, porque seguía necesitando su muleta.
—Ve a por tu niñera —dije a Michel, dejándolo en el suelo con una palmada en el trasero.
Luego me uní a la muchedumbre en torno a la tropa recién llegada.
—¿Ha ido bien? —preguntó una mujer.
—No del todo mal —contestó el soldado con brusquedad.
Raymond de Perella, alto y canoso, con su cara larga de caballo, entró en la fortaleza y subió por las escaleras hasta la torre del homenaje, por encima de la multitud. Junto a él estaba su yerno y segundo en el mando, Pierre Roger de Mirepoix, fornido, ceñudo. Sus esposas, Corba y Philippa, madre e hija, aguardaban tomados de la mano un escalón más abajo, mirando a sus hombres, queriendo leer en sus rostros alguna información sobre las condiciones.
Doscientas o trescientas personas se apiñaban en el patio.
De Perella levantó la mano y poco a poco guardamos silencio. Una simple tos sonaba atronadora ahora que había cesado el fragor de las catapultas.
—Se acabó —dijo con un sollozo desgarrador, incapaz de contener las lágrimas y enjugándose los ojos con el puño.
No era el único que lloraba. Un gemido se alzó entre la multitud, como si sus palabras hubieran roto un muro de dolor, porque de pronto comprendimos el significado de la rendición: los perfecti arderían, sí, y los demás probablemente nos pudriríamos en la prisión de por vida o seríamos mutilados, y si por algún milagro nos salvábamos, veríamos arder y sufrir a nuestros seres queridos. El llanto que se desató fue tal que debió de desgarrar el corazón del cielo.
De Perella recuperó en un momento el dominio de sí mismo y alzando los brazos acalló a la multitud, excepto a una mujer que en un rincón intentaba ahogar sus sollozos.
—¡Callad! ¡Silencio! —ordenó Mirepoix.
—Las condiciones son generosas —explicó De Perella—. No podíamos esperar nada más. En primer lugar se nos permite a todos permanecer en la fortaleza durante quince días, mientras duren las celebraciones de Semana Santa. Durante este período los franceses no atravesarán nuestros muros. He prometido que nadie atacará y nadie intentará huir. Os pido que hagáis honor a mi palabra. Montségur es nuestro durante quince días para que nos despidamos y celebremos la pasión de nuestro Señor.
Se alzó un murmullo, como el zumbido de una colmena de abejas.
—Durante este período se nos tratará con honor y cortesía.
De Perella miró a su alrededor. Nosotros nos agarrábamos unos a otros, abrazando hombros y cinturas, todas las pálidas caras alzadas en completa atención.
—Para garantizar nuestras buenas intenciones y nuestra palabra, he ofrecido rehenes de nuestras familias nobles: mi propio hijo, Jordan; Raymond Marty, hermano del obispo; Arnold-Roger de Mirepoix, hermano de mi segundo en el mando…
Y así fue nombrando uno a uno a los rehenes que esa tarde bajarían la montaña para vivir durante dos semanas en el campamento enemigo. Todos ellos tenían una relación significativa con la fortaleza, con una familia importante y con la causa catara. Serían liberados cuando los franceses tomaran posesión de la montaña.
—Al concluir los quince días —prosiguió—, el 14 de marzo, los franceses entrarán en Montségur y lo destruirán piedra por piedra hasta los cimientos, que a su vez serán excavados y dispersados.
Entonces se acercó a nosotros.
—Cuando los franceses tomen el mando, todos los civiles que no sean Cristianos Buenos podrán salir de Montségur con pleno perdón de todos sus crímenes, y esto incluye a los luchadores de la libertad, a los que los franceses llaman forajidos, que asesinaron a los inquisidores en Aviñonet.
Todos nos sorprendimos de que no fueran a matarlos.
—Todos los soldados y el personal militar son libres de marchar, con su equipaje, sus pertenencias y sus mujeres.
—Es increíble —murmuró Robert—. No se van a vengar.
—Shh —lo reprendieron algunas personas de alrededor.
—Más tarde —prosiguió De Perella—, los soldados pueden ser llamados a comparecer ante la Inquisición y confesar sus errores. Me han asegurado, sin embargo, que cualquiera que confiese recibirá únicamente una pena menor, en forma de oraciones o alguna peregrinación. Nadie sufrirá daños físicos.
Ahora se alzó un gran suspiro y ruido de voces, hasta que nuestro alivio fue acallado con gritos de «¡callad!», «¡silencio!».
—Todos los que no… los que no abjuren… —De Perella se interrumpió, con las palabras atragantadas, y se pasó la mano por los ojos irritados—. Los que no abjuren —concluyó tenaz—, arderán vivos en la hoguera.
Entonces guardamos silencio, un silencio pesado. Nuestras mentes confusas se debatían con la información. Y de pronto otro estruendo: teníamos quince días. Corba, una creyente que esa tarde entregaría a su hijo Jordan como rehén, y por tanto tal vez no volviera a verlo nunca, tomó al muchacho de brazos de su hija Esclarmonde, y lo abrazó contra sus rodillas. La pequeña tullida, Esclarmonde, ya había tomado los hábitos. También ella caminaría hacia su muerte. El obispo, ya muy anciano, lloraba en su silla abiertamente por nosotros, su rebaño, al que no había sido capaz de guardar como mandó nuestro Señor. «Alimentad a mi rebaño», nos había pedido Cristo, «alimentad a mis ovejas». Miramos a nuestro alrededor horrorizados, sabiendo que los Cristianos Buenos, los puros, hombres y mujeres, habían tomado los votos y no podían abjurar.
De Perella habló de nuevo:
—Nobles señores, mis valientes soldados, damas, caballeros, hemos sufrido juntos en condiciones intolerables, y si hay justicia bajo el cielo, vuestros nombres sonarán para siempre por los túneles del tiempo, quedaréis grabados en la memoria como mártires, como los auténticos soldados puros de Cristo. Hemos luchado contra esta invasión durante cuarenta años, y hemos soportado durante diez meses un asedio tan duro como el de Ilium. Jamás ninguna ciudad se ha defendido más o mejor que Montségur, aunque fue construida como un lugar sagrado, una ermita, jamás pensada para la guerra.
»Os damos las gracias, a todos y cada uno. Y a los que han caído en la batalla y no han podido ser enterrados como es debido, os damos las gracias. Os prometo ahora que cualquier hombre o mujer aquí presente que necesite alguna vez ayuda, sólo tiene que acudir a los dominios de Raymond de Perella y recordarle que luchamos juntos en Montségur. Haré todo lo que pueda por vosotros.
Su yerno, Pierre Roger de Mirepoix, dio entonces un paso adelante.
—Yo también —comenzó, con la voz cargada de emoción—, en este momento sagrado, doy gracias a todos los hombres y mujeres que han luchado por nuestra libertad. Doy gracias a los héroes que subieron aquí para ayudarnos, y también prometo que si algún día puedo ayudar a cualquier persona que haya luchado junto a mí en Montségur, sea hombre o mujer, lo haré, y que si fallo en ese deber y ese placer, que el cielo me mate al instante.
Y todo se acabó.
Echamos a andar, nos abrimos paso entre el gentío para acercarnos a nuestros amigos. Nos apiñamos en pequeños grupos familiares, algunos hablando, otros sencillamente abrazándose en silencio.
Los soldados eran libres de marchar. ¿Adónde irían? ¿De qué iban a vivir? Los demás éramos libres, si confesábamos nuestros errores y abjurábamos de la Iglesia del Amor. ¿Y los doscientos perfecti, esos ascetas puros? Algunos habían vivido como eremitas muchos años. Yo me aferré a mi amiga Arpáis, sin poder contener las lágrimas. Eran las mejores personas, las más gentiles, las más sabias y compasivas que este mundo ha conocido jamás. Era injusto que tuvieran que morir: deberíamos ser nosotros, pecadores, soldados, asesinos de la palabra de Dios.
Esa misma tarde Baiona vino a buscarme a la sala común y me llevó aparte con gesto apremiante. Tenía los ojos secos y brillantes.
—Jeanne, voy a recibir el consolamentum.
—¡Baiona!
—Sí —dijo, cubriéndome de besos—. Y tú también, Jeanne, mi querida amiga. Y William. Todos estaremos juntos para siempre.
—¿Cómo?
—Ven con nosotros, Jeanne.
Me daba vueltas la cabeza. Me quedé mirándola sin contestar. No quería morir. Pero ella se adelantó con los ojos brillantes para tomarme de nuevo el brazo.
—Siempre hemos estado juntos, siempre nos hemos querido, siempre hemos sido un trío. Formamos una trinidad —concluyó riéndose—. ¿Recuerdas que lo dijo William? Pues es verdad. Ven con nosotros.
—¿Qué estás diciendo?
—Ay, Jeanne. Tú quieres a William, y él a ti, y yo os quiero a William y a ti, y tú nos quieres a los dos, y cuando recibamos el consolamentum estaremos juntos al otro lado, y eso es lo importante. Di que sí, di que me quieres, di que vendrás con William y conmigo.
—Déjame pensarlo —contesté sorprendida—. Tengo que pensarlo.
Ella me rodeó con los brazos.
—Ay, mi querida Jeanne. Hemos sido amigas íntimas desde que éramos pequeñas. En cierto modo las dos nos hemos casado —aquí soltó una carcajada aguda, chillona— con el mismo hombre y la una con la otra. Es lo mejor.
—Déjame pensar —insistí aturdida.
La cabeza me daba vueltas, porque allí estaban los puros, los cátaros, que creían que el mundo era indigno y vil, que se abstenían durante toda la vida de casarse, del vino, los huevos, la leche, la carne, de las murmuraciones y los pensamientos frívolos, que odiaban sus cuerpos («la tumba que llevas contigo», como lo describió una vez Guilhabert), los místicos perfecti que creían que sólo el alma, una chispa del mundo invisible, es en realidad buena, y que la han seducido los poderes diabólicos que crearon los ilusorios placeres del mundo… Y estas personas puras deseaban arrojarse a las llamas que las liberarían del caos y las harían llegar a la luz. Yo había vivido siempre entre Cristianos Buenos y a pesar de todo era una hereje entre herejes, porque retrocedía ante aquel apasionado optimismo. Yo quería vivir.
Encontré a William en las murallas.
—Baiona dice que vas a tomar los hábitos, que os quemarán a los dos.
—Sí. —Entonces me rodeó los hombros con el brazo—. Vamos, Jeanne, no pongas esa cara.
—¿Pero por qué?
—Mírame. Estoy cansado, estoy lleno de heridas. Me duele la espalda. No podré volver a alzar nunca una espada, la pierna jamás se me curará del todo. ¿Qué soy? Un viejo faydit, derrotado y sin un penique, sin tierras, sin hijos. Mi esposa va a pronunciar los votos y quiere que vaya con ella. ¿Y sabes qué? Que no me imagino la vida sin ella, Jeanne, es así de sencillo. Quiero estar con ella.
Yo me quedé mirándolo horrorizada. Todo este tiempo había acariciado el sueño de que si Baiona moría algún día, William vendría a mí.
—Qué tontería, ¿verdad? ¿Pero qué me queda? Soy un caballero viejo y derrotado. Baiona dice que tú también vendrás. ¿Es cierto? ¿Lucharemos juntos una última vez?
—No lo sé. —Yo no sabía nada. William me acercó a él para darme un beso, pero yo me aparté confusa.
—Ven con nosotros. Yo te quiero, Jeanne. Estaremos juntos para siempre.
Apenas podía respirar. Separé las manos, que tenía entrelazadas con tanta fuerza que me había clavado las uñas en las palmas.
—Muy bien, ¿por qué no? Si los dos lo vais a hacer, yo también. Pero te digo una cosa, si no paso a la otra vida, si me reencarno y vuelvo a esta tierra, juro que lucharé por mi país, yo, Jeanne, y que echaré a los extranjeros de mi tierra. Ya lo verás. Todo el mundo conocerá mi nombre. Los echaré, ya verás. La próxima vez no me someteré al dominio extranjero, no me rendiré —aseguré, con lágrimas de pasión en el rostro.
—Pero si recibes con nosotros el consolamentum —replicó él, abrazándome—, ninguno de nosotros volverá. Quedaremos transmutados en espíritu puro, según me han dicho, y entonces viajaremos más allá de las estrellas. No volveremos.
»¿Te acuerdas? —Me besó el pelo—. ¿Te acuerdas de que una vez me preguntaste si creía en Dios? Entonces eras una niña, y yo un muchacho.
—Sí, me acuerdo.
—¿Recuerdas que te dije que no creía, y tú me aseguraste que rezarías por mí? Pues bien, ahora creo, Jeanne. Baiona me ha enseñado. Ahora me preocupa mi alma, quiero a Dios. Han sido muy importantes para mí estos meses que hemos pasado aquí en Montségur los tres juntos. He tenido tiempo y por fin algo de cabeza y voluntad para examinar mi alma y mis pecados, que son muchos, sí, pero de esta manera puedo expiarlos.
—Mientras que yo… Yo quiero esta tierra, esta vida. Mira qué hermosa es.
William asintió.
—Bueno, en morir sólo se tarda unos instantes, y luego iremos a otro lugar que, según dicen, también es hermoso.
»Anímate —insistió, dándome un golpe cariñoso en el mentón—. Tú y yo somos guerreros. Todavía tenemos que luchar en otros sitios.
Era demasiado, todo iba demasiado deprisa, y William se comportaba como si fuéramos jóvenes de nuevo, besándome, queriendo a Baiona y eligiendo morir. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, estábamos derrotados. ¿Por qué no unirme a ellos?
Fui a mi habitación y me tumbé en el colchón de cara a la pared. Me eché una manta sobre la cabeza y lloré desesperanzada. No quería morir, pero tampoco quería vivir. ¿Qué había estado haciendo William conmigo todos estos años? Asustada, confusa, me sentí de nuevo traicionada por él, o por Baiona, o por los franceses, o tal vez no traicionada, porque ¿acaso no querían que me fuera con ellos?, pero es que yo no quería morir. Aun así, no me imaginaba la vida sin él, sin ninguno de ellos a mi lado. No sabía qué hacer. Nada tenía sentido.
Entonces llegó el pequeño Michel y me saltó encima.
—¡Buu! ¿Por qué te escondes, Jeanne? —preguntó, apartando la manta de mi rostro.
—No lo sé —suspiré. Lo abracé con fuerza, pero él se zafó y comenzó a hacerme cosquillas.
—El asedio ha terminado. Vamos a jugar, Jeanne. Dejé, sonriendo, que aquella manita inocente tirase de mí, pero no tenía ánimos para jugar.
En los días que siguieron, descendió sobre el fuerte una especie de calma. Nos sentábamos a la puerta de las cabañas de los eremitas, mirando los valles que se extendían hacia el horizonte, hablando quedamente, rezando.
Otra ironía: con nuestra rendición se apresuró a llegar la primavera.
La nieve se fundió bajo un cálido viento del sur. El sol quemaba, las flores surgían de un día para otro aferrándose a las rocas, y los árboles verdeaban bajo la luz amarillenta, mientras que abajo, en el valle, los almendros florecían rosados y blancos y la forsitia brotaba de la nieve, feroz y amarilla bajo el sol. Se oía el agua del deshielo gotear por las rocas formando riachuelos, cantando a la primavera. Y el sol calentaba tanto que prescindimos de nuestras ropas más gruesas.
Los franceses enviaron provisiones, vino y cerveza. Comimos por primera vez en vanos meses, y ya no teníamos frío.
Pero a mí me dolía el corazón bajo aquel sol benéfico. Los pájaros trinaban y cantaban en los árboles y revoloteaban junto a las cabañas con ramitas en el pico para construir sus nidos. Pasarían años y más años, y los pájaros seguirían sin preocuparse por lo que Cristo dijo o por la Iglesia a la que deberían acudir. Pero nosotros arderíamos, dejando almas tan puras como el mismo Cristo, puros espíritus, libres por fin del maligno mundo material.
No todos compartían mi desesperación. Corba, la mujer de De Perella, creyente desde hacía mucho tiempo, decidió tomar el hábito la última noche, para poder permanecer con su esposo y su familia el mayor tiempo posible. Algunos días antes de la ceremonia, dio sus anillos a su hija Philippa y luego se quitó los relucientes pendientes, regalo de su esposo, y los puso también en manos de Philippa. Después le cerró los dedos en torno a las joyas.
—Vine a este mundo sin nada. —Alzó el mentón de su hija, mirándola sonriente a los ojos—. Y sin nada iré al encuentro de mi Señor Jesucristo. Sólo tengo este vestido para cubrir mi desnudez, ni tan sólo ropa interior.
—¡Madre! —sollozó Philippa.
—Pero dejo aquí mi joya más preciosa: tú, cariño. Y mi nieto, tu hijo.
—¡Madre!
—Calla. Te estaré viendo desde el otro lado.
—¡Madre! ¡Madre! —Philippa se arrojó llorando en brazos de Corba—. Te pierdo a ti y también a mi hermanita. ¡Ay, Esclarmonde! Te quiero tanto…
—No sufras —dijo la pequeña tullida con una radiante sonrisa.
Esclarmonde había pronunciado los votos unos años antes.
—Nos vamos a un lugar mucho, mucho mejor. No sufras por nosotros. En todo caso envidia nuestra buena fortuna, porque pronto, muy pronto, estaremos ante nuestro Señor. Veremos su hermoso rostro y el de nuestra Señora, y formaremos parte de lo divino, seremos absorbidos en lo divino. Será maravilloso, Philippa. Será como el futuro que contaba Robert, sin discordia y sin odios. Ya lo verás.
Yo vacilaba, luchando conmigo misma. ¿Qué hacer? ¿Pronunciar los votos y caminar con mis amigos hacia la vida eterna, o abjurar, ser una civil que adora esta tierra insignificante?
—Pero no moriste —susurra Jéróme en la obscuridad de nuestra cálida cama—. No recibiste el consolamentum.
—No.
—¿Por qué no?
—Me pidieron que no lo hiciera.
Mi pausa se prolonga tanto que Jéróme me da un golpecito.
—¿Estás despierta? ¿Quién te lo pidió?
—El obispo Bertrand Marty, el obispo de Tolosa.
—¿Por qué?
—Él sabía que tenía miedo.
—No, no fue por eso —dijo Jéróme, con una súbita intuición—. Quería alguna cosa.
Todo el mundo tenía las emociones a flor de piel. La gente estallaba en llanto o perdía los estribos, como perros que de pronto se atacan sin razón alguna y de pronto lo dejan también sin razón y se alejan con las patas tiesas, manteniendo la dignidad. Un día estaba sentada con Baiona en las rocas. Por encima de nosotras volaba un halcón, y me acordé de aquel otro halcón que había presagiado mi primer verano allí. ¿Cómo volar con el ave y surcar el cielo hacia la libertad?
Las palabras de Baiona me dejaron sin respiración.
—Estoy deseando que llegue el día dieciséis, ¿tú no? Pronto se acabará todo.
—No digas eso.
—Tengo miedo. —Se apoyó contra mí—. No te lo voy a negar. Tengo miedo del dolor. Cuando pienso en ello, ¿sabes lo que más me asusta? Es una tontería, pero lo que me da más miedo es que tendré que andar descalza y me voy a pinchar los pies. Debería tener miedo del fuego, pero tú ya sabes lo sensibles que tengo los pies, no puedo soportar ni que me los toquen, y ahora tendré que ir descalza por la pradera y subir a la pira, y me voy a hacer daño.
—Pues ponte zapatos —le contesté con brusquedad.
—Están haciendo una pira enorme. ¿La has visto? Rodeada por una empalizada, para que no podamos escapar. Nos van a quemar a todos juntos, para ahorrar tiempo. Nos llevarán a la empalizada y tendremos que subir a la pila de leña y paja. Seguro que usan brea para encender el fuego, porque somos muchos. Y después prenderán la hoguera.
—Calla —le dije.
—Corba va a recibir el consolamentum en el último instante, para poder pasar todo el tiempo posible con su marido. —Su voz tenía un tono histérico—. Yo también. Después, por la mañana iremos a que nos quemen. No creo que el fuego haga daño mucho tiempo, ¿verdad, Jeanne? Las llamas estarán muy calientes. Habrá unos momentos de dolor, por supuesto, cuando nos alcancen y se nos incendie la ropa y el pelo, pero el humo nos asfixiará, y entonces estaremos en manos de Dios…
—Que te calles.
—Ya verás, será glorioso.
—¡Glorioso!
—Entraremos en su reino de luz…
—¡Ay, Baiona! ¡Lo que importa son las enseñanzas, no lo que pasa luego! Lo importante es querernos unos a otros aquí. El reino de Dios está en nuestro interior, ¿no te acuerdas? Se trata de seguir las enseñanzas de Cristo y aprender a perdonar, y seguir adelante con coraje incluso en los momentos obscuros. Se trata de amar aquí en la Tierra, no en el paraíso. Mira ese halcón, mira qué hermoso es.
—Bueno, yo recibiré el consolamentum el último día, como Corba, y luego viviré unos momentos en celibato y castidad. Si vienes conmigo podrías ser mi socia. Por favor, Jeanne. Así estaremos juntos para siempre, William, tú y yo. ¿No quieres estar con Dios?
—Sí.
Pero yo tenía el corazón separado del cuerpo. Creo que me volví loca, porque me eché a reír como una histérica mientras Baiona me cubría de besos que yo le devolvía, como cuando éramos niñas, toqueteándonos, riéndonos, llorando…
—Ya verás, todo saldrá bien. Unos momentos de dolor y luego seremos libres…
Arpáis se me acercó con un manto de lana blanco, bordado por ella.
—Es para ti, Jeanne. Quiero que lo tengas tú.
—Pero yo también voy a tomar el hábito —contesté—. Tienes que dárselo a otra persona.
—Ah, no lo sabía. Lo siento… —De pronto se interrumpió—. No, me alegro por ti, Jeanne, y por mí. Haremos juntas el viaje.
Y así accedí de mala gana a pronunciar los votos sagrados que me convertirían en una Mujer Buena. Iba a ser muy mala asceta, pensé, pero tampoco sería por mucho tiempo, sólo una noche y parte del día siguiente. Supuse que por un día me las apañaría, antes de que nos quemaran.
Todos los Amigos de Dios estaban haciendo regalos. La perfecta Raymonde de Cuq dio una carreta de trigo a uno de los sargentos y su esposa; la vieja Marquésia de Lantar, madre de Corba, entregó todas sus pertenencias a su nieta Philippa. Otros daban a los soldados un bolso, un sombrero, unos zapatos, un mechón de pelo, una cuchara, una piedra, cualquier cosa que poseyeran, como recuerdo de su amor. El obispo Bertrand Marty regaló a Pierre-Roger aceite, sal, pimienta, cera y un retal de paño verde, y otro grupo de perfecti le dieron maíz y cincuenta jubones para sus hombres.
Yo también regalé mis cosas, aunque no podían considerarse ni valiosas ni reliquias sagradas.
Y así los días pasaron con rapidez. Recibí la convenensa con otras cinco personas. Esto era la iniciación para convertirnos en credens o creyentes, en la que se recibe el derecho a repetir el Padrenuestro. Es una ceremonia sencilla, dirigida por dos Hombres Buenos.
Nos inclinamos tres veces ante ellos, siempre pidiendo su bendición y siempre oyendo la misma respuesta: «Rezaré por ti».
Luego el obispo Marty pronunció una breve homilía sobre el reino espiritual, esa perla preciosa que vale más que cualquier otra pertenencia. Se volvió por turno hacia cada uno de nosotros y recitó el Padrenuestro, que nosotros fuimos repitiendo tras él. Por fin me tocó a mí.
—Te confiamos esta oración sagrada, Jeanne —dijo—. Recíbela de Dios y de nosotros, la Iglesia. Que tengas fuerzas para rezarla todos los días de tu vida, noche y día sin cesar, a solas o en compañía. Que nunca comas o bebas sin pronunciarla primero. Que nunca entres o salgas de una habitación sin pronunciarla primero. Y si fallas en esto, tendrás que hacer penitencia.
—Acepto el regalo de Dios y de vosotros. —Entonces realicé tres genuflexiones—. ¿Puedo recibir la bendición?
A continuación todos los perfecti rezaron el Padrenuestro dos veces. Hicieron una reverencia y yo me uní a los otros en la adoratio ante el obispo Marty y su socius. Esclarmonde de Foix habría estado contenta, pensé, de que su huérfana indómita estuviera por fin pronunciando los votos.
Y así preparamos nuestras almas para el 14 de marzo, cuando los franceses tomarían posesión de Montségur, y para la pira en la que arderíamos.
Estaba contemplando el atardecer, que teñía de rosa y naranja el cielo, cuando se me acercó Bonnet.
—El obispo quiere verte. —Me llevó hasta la cabaña de Marty y se marchó.
Cuando atravesé el bajo dintel de madera vi a Marty sentado contra la pared, envuelto en un gran manto de lana. Me postré ante él para que me bendijera y luego me invitó a sentarme en un cojín en el suelo.
—Esta es nuestra última noche libre en Montségur. Mañana los franceses tomarán el mando. —Se inclinó hacia delante y me miró a los ojos—. Tengo que pedirte un favor.
—Lo que quieras.
—Sé que esta noche has pedido tomar el hábito y morir como una Cristiana Buena, pero yo te necesito viva. Hemos dispuesto esconder a tres perfecti, que dejarán la fortaleza esta misma noche.
—Pero los términos de nuestra rendición…
—Sí —me interrumpió con vehemencia—, pero si respetamos esos términos morirán todos los Hombres Buenos. ¿Quién quedará entonces para impartir el consolamentum, Jeanne? ¿Quién quedará para guiar a las almas? Raymond de Perella hizo esa promesa por nosotros, pero a veces no es pecado escapar o mentir para salvar otra vida.
El obispo debió de leer mi expresión.
—No, no hablo de las vidas de esos tres hombres, sino de otras almas que necesitan la luz de Cristo.
—Ah.
—Esos tres hombres son Poitevin, Amiel Aicart y su socius Hugon. Mañana por la noche, después de que los franceses hayan separado a los que deben morir de los que conservarán la vida, Pierre Roger y los suyos los bajarán con cuerdas por la pared occidental, y quiero que vayas con ellos. Guíalos hasta tu cueva y llevad nuestro tesoro a Lombardía, donde el Camino todavía vive. Más adelante, cuando los tiempos sean más fáciles, podrán volver a Occitania para seguir la obra de Cristo.
El obispo alzó una mano.
—Espera, no contestes todavía. Esto es importante. Piénsalo bien antes de decidir. Te estoy pidiendo que renuncies a tus votos, o más bien que los pospongas. ¿Estás dispuesta a hacerlo? ¿Llevarás a los hombres a tu cueva para luego ir con ellos a Lombardía?
—Para mantener a salvo el tesoro.
—Ay, Jeanne. —Marty movió la cabeza y sonrió con un suave gesto de desaprobación—. El tesoro son ellos, ¿no lo entiendes? Ellos son nuestro único tesoro, porque sólo ellos pueden dar el consolamentum, el bautismo espiritual que permite al hombre encontrar el paso hacia la Luz.
Yo todavía vacilaba.
—No sé…
—Sí, lo sabes. Esto ha sido previsto desde el principio de los tiempos.
—¿Qué quieres decir?
—Hace años que sabemos que tu misión era realizar un servicio especial. Piénsalo: te encuentran en una pradera, totalmente sola. Caes del cielo en plena guerra. Pasas un verano en Montségur aprendiendo a localizar cada grieta y cada rincón de este paraje, cada arbusto, cada zarza. Me avergüenza decir que yo solía discutir con Guilhabert, porque no me parecía bien que te dejara triscar por ahí con el inglés.
—¿Tú lo sabías?
—Un día me dijo que más tarde tú necesitarías esa información y nosotros te necesitaríamos a ti. Que era tu entrenamiento.
—Para quedarme embarazada —repliqué yo con descaro.
—Pero me equivocaba, porque tú espiaste para nosotros, Jeanne, trajiste carretas de comida, nos proporcionaste armas, nos informaste del movimiento de las tropas. Tú ayudaste a esconder nuestro tesoro. Y ahora te estoy pidiendo que guíes a los tres hombres a tu cueva y les ayudes a sacudirse el polvo de Tolosa de las sandalias. Luego, eres libre de hacer lo que desees.
Yo seguí callada.
—Di que sí. Necesito un guía que conozca la cueva. Es más, siendo una mujer serás una protección adicional. Los hombres irán vestidos con ropa común y, en compañía de una mujer, nadie sospechará que son Amigos de Dios. Además, ellos no pueden mentir, pero tú sí.
El obispo alzó la cabeza. Su fino pelo formaba como un halo en torno a su cabeza. Al día siguiente él también ardería.
—Por último, otra razón por la que te pido esto es que… tú no quieres morir.
—Sí, pero he prometido recibir el consolamentum y morir con mis amigos.
—Cuando estés a salvo en Lombardía, habrá muchos Cristianos Buenos que te lo puedan administrar. Sólo te estoy pidiendo un aplazamiento.
¡Qué ironía! Tan solo unas horas antes quería vivir, y ahora que me pedían que renunciara a la muerte, me mordía las uñas nerviosa.
—Déjame pensarlo —contesté—. No sé qué hacer.
—Sí que lo sabes —replicó él con dulzura—. Hace muchos años que te conozco, Jeanne. Eres una mujer apasionada e impulsiva, y la edad no ha apagado esa mente tan rápida que tienes, que creo que ha sido puesta ahí por Dios. Crees que vas a fallar a tus amigos, cuando en realidad estarás ayudándonos a todos. Pero quiero darte algún consuelo que puedas llevarte. Aquí tienes un pasaje de las escrituras. Guárdalo junto a tu corazón y repite conmigo: «el Señor es mi pastor, nada me falta».
Para mi sorpresa, el obispo recitó entero el salmo veintitrés. «En lugares de delicados pastos me hará descansar. Confortará mi alma. Aunque ande en valle de sombras de muerte no temeré mal alguno…».
Cuando terminó me miró a los ojos. Los suyos, húmedos ya por la edad, habían asumido un desvaído tono gris.
—Estas palabras son para ti, Jeanne. Recuerda que estés donde estés, allí también se encuentra Dios. Recuerda también las palabras de nuestro Señor Jesucristo cuando hablaba de los lirios del campo, a los que Dios viste.
—Quería decir que viste de belleza —respondí.
—No, lo dice en sentido literal. Escúchame. No tienes que hacer nada, Jeanne, nada más que ofrecer cada momento a Dios. Él se encargará de que tengas ropa y alimentos, Él se encargará de cuidar de ti. No hablo por hablar. Cuando entregas tu vida por completo a Dios, todo el poder de la Providencia cuida de ti. Ya no te perteneces a ti misma, sino sólo a Dios; la fuerza del amor cuidará de ti. Tú ya eres una creyente, ya eres una sierva.
Eres su burro, su perro. Recuerda que sólo tienes que escuchar su voz, que Él te hará llegar. Entonces quédate a solas y escucha, no hables de lo que te dice. Pero prométeme que siempre, siempre obedecerás. Obedece incluso cuando te parezca que no tiene sentido, ¿entiendes?
Yo asentí con la cabeza.
—¿Y cómo distinguiré la voluntad de Dios de mis propios deseos? —pregunté.
—Hay cuatro maneras. En primer lugar, la voluntad de Dios es inexorable, no puede cambiar, no podemos hacer nada para evitarla. En segundo lugar, es constante, firme, fuerte.
—De modo que si yo deseo algo durante mucho tiempo, ¿significa eso que es la voluntad de Dios? —Sonreí con amargura, pensando en mi deseo por William.
—Cierra los ojos —me ordenó él.
Cuando obedecí se produjo un largo silencio. De pronto mi hijita Guilhamette, con dos años, paseaba por un camino junto a mí. Echó a correr primero hacia una flor, luego hacia una zanja, brincaba delante de mí, detrás de mí, bailando y dando vueltas, distraída enseguida por cualquier cosa, mientras yo, su madre, caminaba tranquilamente por el medio del camino, vigilándola para que no se hiciera daño. Y entendí que así es la veleidosa voluntad humana: como la de una niña, en comparación con la firmeza de Dios.
—Sí, lo entiendo —dije por fin.
—En tercer lugar, conocerás la voluntad de Dios por el efecto que obra en tu cuerpo. Sentirás un hormigueo o una sensación física, una potente carga que va más allá de tus deseos normales.
»Y por último, por difícil que sea de seguir, conocerás la voluntad de Dios por la alegría. La voluntad de Dios te dará una alegría inmensa.
El obispo se inclinó hacia mí sonriendo, como solía sonreírme Guilhabert, resplandeciente con su riqueza interior.
—La alegría que Dios da es más que la mera felicidad, que es algo que viene y va.
—Sí —contesté aturdida. Luego, consciente de mis propios resentimientos y mi impureza, añadí—: Pero yo no soy digna, estoy llena de odio y rabia, y tengo miedo. Nunca seré una Cristiana Buena pura.
—Ah, tú serás la mejor, porque eres consciente de ello. ¿Qué crees, que los demás no sentimos rabia y miedo? Todos lo sentimos. La nuestra es una práctica que dura toda la vida.
—¿Los Amigos de Dios también?
—Pues claro. —Marty se echó a reír—. Eso es lo que hacemos constantemente, vigilar nuestra debilidad. El truco consiste no en librarse de esas emociones, sino en observarlas en nosotros mismos sin juzgarlas, se trata de ser conscientes de ellas para que no tomen posesión de nosotros y nos obliguen a realizar malas acciones o a pronunciar palabras falsas. ¿Te acuerdas del evangelio de Juan, dónde Cristo dice que hay que estar en guardia, tan alerta como el hombre que sabe que esa noche va a venir a robarle un ladrón? Así es como hay que vigilar los malos impulsos en uno mismo.
—¿Y tú? ¿Tú también tienes resentimientos, también sientes celos y dudas? ¿Tienes miedo alguna vez?
—Por supuesto —contestó con una sonrisa triste—. Yo vigilo constantemente las emociones oscuras. Si las observas con atención, y si las permites y las quieres, al final se irán a jugar a otra parte. Pero mientras sigas viva, Jeanne, sentirás miedo, rabia, dolor, pena, celos, de todo. Sin embargo, estas emociones no tienen por qué gobernarte. Las sentirás, pero no actuarás según ellas.
»Una última cosa —añadió—. Allí donde encuentres amor, siempre encontrarás a los ángeles de Dios. Una madre, dos amantes, un granjero en sus campos, el alimento que comes, el agua…, todo eso no son sino expresiones de Dios. Cada vez que ofrezcas el cáliz de la compasión a otra persona, Jeanne, cada vez que ayudes a otro o le des algo de beber, estarás sosteniendo el Santo Grial. ¿Lo entiendes? El Grial es tu compasión.
»Ahora déjame bendecirte de nuevo. Estás a cargo de nuestro tesoro, Jeanne, y con ayuda de Dios lo mantendrás a salvo.
—De acuerdo —dije—. Voy a decírselo a William y Baiona.
—¡No! Esto no lo puede saber nadie. Ahora ve a esconderte con los otros. Así nadie tendrá que mentir si le hacen preguntas.
—¿Ni siquiera puedo despedirme? Les dije que formaría el consolamentum con ellos esta noche. Pensarán que soy una cobarde. Pensarán que he huido. —Las lágrimas asomaban a mis ojos—. Los van a quemar dentro de dos días.
—Calla ahora. Ven conmigo.
Nos escondimos aquella misma noche. Permanecí tendida llorando, temblando en la obscuridad mientras mis amigos tomaban el hábito sin mí. Intenté enviarles mensajes mentales diciéndoles que no había huido ni los había abandonado, que estaba con ellos mientras tomaban los votos. Finalmente caí en un sueño inquieto.
Durante todo el día siguiente permanecimos tendidos en aquel oscuro agujero mientras el sonido de las botas de los cruzados franceses corría en todas direcciones sobre nuestras cabezas. Imaginé lo que estaba ocurriendo en la fortaleza. Cómo los franceses habían instalado una mesa en el patio, de acuerdo con los términos de la rendición, y como todos los del fuerte se iban acercando uno a uno, para dar a los escribanos sus nombres y su situación, como perfecti que iban a ser quemados, o como soldados y civiles que iban a ser liberados.
Pero nosotros cuatro permanecimos escondidos, apenas respirando, esperando que anocheciera para ser descendidos de la montaña en secreto.
—¡Entonces estás a salvo! —exclama Jéróme, incorporándose de un brinco en la cama.
—¿A salvo?
—Tu nombre no está en las listas. Nadie puede decir que estuviste en Montségur. Estás a salvo —dice abrazándome.
—Pero estuve allí.
—No si nadie lo sabe, no si tú no lo dices. Todos murieron y tu nombre no aparece en ninguna lista.
Jéróme me abraza eufórico, me besa y me acaricia con cariño.
—Ay, mi Jeanne. Anda, sigue. ¿Qué pasó entonces?
—¿No tienes sueño?
—Sí, pero quiero oírlo.