22


Después de eso ya no quiero hablar más. Jéróme me desviste y me mete en la cama como si fuera una niña. Me da un beso y me acaricia hasta que mi piel despierta a su contacto y yo me vuelvo hacia su dulce y apremiante presencia. Luego, me quedo despierta largo rato, escuchando la pesada respiración de este hombre amable y preguntándome qué pasará ahora, preguntándome si debería ir a confesarme con el joven cura, tal como él había recomendado en su sermón. No, no es una buena idea, puesto que podría costarme la vida, y a Jéróme también.

Entonces recuerdo que la gracia sólo se obtiene mediante Dios y a través de la oración a Jesucristo, que no nos da su amor porque nos lo ganemos, sino por ser quien es y mediante nuestro sincero arrepentimiento. Si yo supiera de qué tengo que arrepentirme… Y entonces me encuentro rezando por haber pasado mi vida sintiendo odio y celos, y tanta rabia, y tanto miedo de no tener suficiente o no ser suficiente, cuando todo estaba predeterminado; me encuentro pidiendo perdón por haber perdido el tesoro y por no sé qué más, por todo, tumbada en la obscuridad junto a este hombre bueno; y el perdón viene poco a poco en forma de bendito sueño.

Jéróme se despertó totalmente alerta en plena noche. Ella yacía confiada junto a él, la cabeza cerca, su suave aliento en su brazo. Era una hereje, o por lo menos había tratado con ellos. Lo había confirmado, lo había admitido y lo que era peor (¿o era mejor?), sabía dónde estaba el tesoro, oculto en su cueva, guardado por las lanzas de antiguos cazadores bajo los ojos de los venados. Ahora un terrible miedo lo invadía, un miedo helado. La había metido en su casa por pura tozudez, porque quiso salirse con la suya, y ahora podían matarlo por ello. Salió de la cama y se puso de rodillas, rezando, pidiendo ayuda a Dios. ¿Qué iba a hacer?

Los herejes habían sido sitiados en Montségur por una razón. ¡Eso ella no lo había dicho! Pero todo el mundo lo sabía. Se preguntó si también Jeanne habría estado involucrada en aquella incursión, trayendo y llevando mensajes. Unos meses antes del asedio, dos emisarios del Papa, acompañados por un par de dominicos, un franciscano, varios inquisidores más y cuatro criados, se habían embarcado en un nuevo viaje inquisitorial. Uno de ellos era Guilhem Arnaud, el primer y más odiado inquisidor de la provincia. Se sabía que la víspera del día de la Ascensión, Arnaud se quedaría con su grupo en Aviñonet, como invitado del conde de Tolosa. El día de su llegada, quince caballeros y cuarenta y dos soldados de Montségur y muchos otros de las zonas vecinas, habían cabalgado casi cien kilómetros para llegar en secreto a Aviñonet. Al llegar al pueblo avanzaron en silencio, hablando en susurros, con el único sonido del crujir de las sillas y los arreos y el ruido de las armaduras. Se detuvieron junto a la leprosería a las afueras de Aviñonet, donde un mensajero del alguacil del conde salió a recibirlos con una docena de antorchas.

Al caer la noche doce de ellos se trasladaron a la casa donde dormían Arnaud y los otros inquisidores. Abatieron la puerta del dormitorio, cayeron sobre los siete inquisidores y, sin darles tiempo para decir sus oraciones, los asesinaron con hachas, mazas, puñales y espadas. ¡Va bé, esta bé!, gritaban, peleándose entre sí para aplastar los cráneos y los cadáveres, cada uno de ellos dio algún golpe como sangrienta señal de haber participado en las muertes, y tomar parte de la gloria por la matanza.

Después de la matanza el salvaje grupo dividió los despojos y las cosas de valor: unos libros, un candelabro, una caja de jengibre, un puñado de monedas, ropas y sábanas. Dejaron los cadáveres ensangrentados en la casa de Aviñonet y se marcharon ruidosamente, sin intentar siquiera mantener su hazaña en secreto. Luego se separaron y se dispersaron por todo el territorio. Un grupo bastante grande regresó a Montségur.

A la mañana siguiente, día de la Ascensión, la noticia se extendió como la pólvora por toda la región, y en todas las aldeas se reunieron muchedumbres para aclamar a los incursores. La historia era bien sabida, contada una y otra vez con distintas versiones en todos los pueblos y tabernas. Algunos pensaban que la incursión se realizó con las bendiciones de Tolosa, puesto que los inquisidores eran sus invitados. Otros creían que los asesinos eran forajidos que operaban sin orden en un frenesí de frustración acumulada. La guerra de liberación del conde había empezado.

El efecto fue inmediato. Los franceses exigieron furiosos una represalia. Organizaron la cruzada contra Montségur, donde vivían cientos de perfecti. Muerte por muerte cien veces. El populacho quedó dividido de nuevo en sus opiniones; unos pensaban que los asesinatos estaban justificados, otros los consideraban una hazaña vil y cobarde. Jéróme se debatía entre los dos bandos. No le parecía bien la caza de herejes, pero la Iglesia tenía razón: no se puede asesinar a monjes y frailes mientras duermen.

¿Y qué pasaba con Jeanne? Las lágrimas brotaron de sus ojos.

Al cabo de un rato volvió a la cama junto a la mujer, pero seguía sin poder dormir. A decir verdad, no quería renunciar a ella, no por el tesoro, del que tal vez ya no sabía nada después de tantos meses (¿quién sabía dónde estaría? O tal vez ella había mentido o había repetido una historia que había escuchado por ahí), sino también porque (respiró hondo, expandiendo el pecho y estirando las piernas como un gato satisfecho)… el hecho era… que se sentía bien.

¿Corría peligro su alma? No lo sabía. Se consideraba un buen católico y sin duda la entregaría cuando llegara el momento, si era necesario. Pero no le agradaba su duro deber. Iría al pueblo a ver a Bernard. Bernard sabría qué hacer. Iría esa misma semana, pensó, y plantearía la cuestión sin mencionar a la mujer que había salido casi de la nada, como un regalo, que mantenía la casa tan limpia, que había tomado la paja de la cosecha para extender una gruesa capa encima del sucio suelo, justo hasta la puerta, y su comida era sabrosa y estaba lista y preparada cuando él volvía de trabajar en el campo, el fuego siempre encendido, una mujer fuerte que no se avergonzaba de trabajar junto a él en los campos o de acarrear madera y agua. ¿Cómo se las había arreglado él solo? Jeanne acudía a la iglesia, y era de todos sabido que en la casa de Dios no podía entrar ningún esbirro del demonio. En Navidad ya se cuidaría de que ella comulgara, y eso sin duda probaría su fe. Era un regalo de Dios. Jéróme puso la pierna sobre ella. Buena compañía, buenas historias y además buena en la cama. ¿Cómo no le iba a gustar? Cuando viera a Bernard averiguaría qué castigo había sido impuesto a los civiles de Montségur, porque seguramente ella ya habría cumplido el suyo (si es que había estado allí), y en ese caso sería libre de quedarse.

Pero no podía dejar de pensar en su historia. Era tan fantástica como cualquier fábula, aunque por otra parte la había echado un poco a perder con inútiles datos sobre su amiga y sobre el hombre que la había obsesionado toda la vida. Esta idea le provocó una oleada de irritación, e inconscientemente apartó la pierna que había puesto sobre la mujer y la atrajo bruscamente hacia sí con un gruñido, girándola sobre su espalda. Ella despertó soñolienta, sonriendo, y lo rodeó con los brazos. Jéróme se deslizó de nuevo en ella, embistiendo furioso, embistiendo a todos los herejes y asesinos, dentro y fuera, y preguntándose, aunque tan vagamente que casi no llegó a ser consciente de ello, si penetrar a una hereje lo convertía en hereje a él también.

Al día siguiente me levanto ligera de espíritu, cantando, como si mi señor Jesucristo hubiera impuesto su mano en mi frente: estoy perdonada. ¡Estoy perdonada! Recuerdo que Jéróme me tomó las manos y me las besó en un gesto tan dulce y noble como el de cualquier aristócrata. Y recuerdo también con cuánta suavidad me desvistió anoche y me devolvió a mi cuerpo con sus caricias. Nuestra lúbrica noche juntos. Me río en voz alta.

De modo que estoy cantando cuando abro la puerta al nuevo día y los colores de la hierba y los campos amarillos brillan como los del Edén cuando Eva los vio por primera vez, que es lo que suele pasar después de copular. Buenos días, día. Todo es reluciente y hermoso.

—Esta mañana va a venir alguien —le digo a Jéróme mientras desayunamos.

—¿Cómo lo sabes?

—Eso no lo sé. Pero es una mujer, y pasa algo.

—Bueno, ya veremos. Yo me voy al campo con las ovejas.

Él también sonríe y yo sé que ve también los colores más vivos. Luego frunce el entrecejo.

—Mañana voy al pueblo. Tengo cosas que hacer.

Toma su bastón y se aleja con un nuevo ánimo en su paso, moviéndose con ligereza mientras reúne a las ovejas.

Efectivamente, al cabo de una media hora llega corriendo al patio Fays, la pequeña Domergue, apartando a la cabra que se acerca para embestirla amistosamente.

—¡Aparta, animal! —Tiene las mejillas sonrosadas. Pronto será una hermosa mujer.

—Dale un empujón —digo—. ¡Venga, fuera! —Grito a la cabra.

—Jeanne, Bernadette está de parto y quiere que vayas —dice con urgencia.

—¿Yo? ¿Dónde está la comadrona?

—Está atendiendo otro parto y no puede venir. Dice mi madre que ha llamado a todos los que ella conoce, incluyendo a la comadrona del pueblo. No hay nadie más que nos pueda ayudar.

—Voy para allá —le digo.

Pero tengo miedo. ¿Qué sé yo de partos? Nada, aparte de haber dado a luz a una hija y haber perdido otros dos. Nunca he traído al mundo a un niño.

Echo leña al fuego y recojo algunas cosas. Las manos me arden de nuevo, palpitan de luz y calor.

—¿Va todo bien? —pregunto mientras bajamos la loma hacia la granja de los Domergue—. ¿Cuánto tiempo lleva departo?

—Desde ayer. Todo el día de ayer y anoche. Se queja mucho —dice Fays.

—Está bien quejarse —comento—. Pero lleva mucho tiempo de parto. ¿Es que no sale el niño?

—Yo sólo sé que mi madre me ha enviado a buscarte, y dice que te des prisa.

En la casa de los Domergue han mandado al campo a los niños y los hombres. Bernadette está en la silla de partos, colgada de las correas. Pero está exhausta y sin fuerzas.

—Empuja —apremia su madre, casi gritando—. Ya sabes cómo hay que hacerlo. ¿Qué te pasa, niña? —Entonces me mira angustiada—. Algo va mal.

Pego la oreja a su vientre y le acaricio los costados.

—Estás cansada —le digo, intentando tranquilizarla. En ese momento le llega una contracción y Bernadette me clava las uñas con tal fuerza que doy un respingo al tiempo que ella lanza un grito como el mugido de una vaca, con voz tan profunda y ronca como un hombre.

—Lleva horas así —me explica Alazaïs—. Es su tercer hijo. Debería haberlo echado como si fuera una judía.

Las contracciones son débiles, irregulares, y de vez en cuando pienso que la pobre chica nos deja. Está tan cansada… Tiene la piel seca, caliente, roja y brillante. Quiere beber algo, pero Alazaïs se niega, diciendo que el agua ahogará al niño. Que la madre no puede beber hasta después del parto. En la habitación hace un calor increíble, con el fuego ardiendo en el hogar.

Yo le masajeo el vientre, ayudándola a empujar. El niño viene de pies, mal colocado, y la comadrona, atendiendo a otra mujer, y todo es ruido y angustia, gemidos y sangre en la obscura cabaña. Las mujeres nos volvemos unas hacia otras gritando furiosas, porque todas tenemos miedo. Yo estoy asustada, me siento impotente y algo va muy mal.

Es una pesadilla de gemidos y gritos, de sangre, heces y orina, cada vez que Bernadette empuja. Las mujeres nos estorbamos unas a otras entre la porquería, entre estallidos de furia y lágrimas de miedo; y en un rincón una voz aterrada, la pequeña Fays, que recita oraciones. Está bien rezar, porque muchas mujeres mueren al dar a luz, y muchos niños mueren también.

La luz de la ventana se desliza sobre la cama, desvaneciéndose, de modo que las sombras invaden la pequeña sala, del gris pálido al gris y al negro carbón, y el sudor nos corre por los brazos. A medida que pasan las horas sucede algo extraño: empiezo a ver a Bernadette como Guilhamette, mi pequeña, que tendría unos treinta años de haber pasado de los cinco, y tal vez tendría también hijos, de modo que esta mujer a la que intento ayudar, Bernadette, aferrada a las correas de parto, esta mujer tan cansada que ya no puede empujar y apenas tiene fuerzas para agarrarse a las cuerdas, con la cabeza caída sobre un hombro y los ojos cerrados, esta mujer que se esfuerza por dar a luz, es mi propia hija, y crece mi miedo por ella.

—Venga, Guilhamette —la animo.

—¿Cómo la has llamado?

—Mi querida, mi pequeña. Hay que frotarle el vientre con hierbas dulces.

Entonces, con una oleada de alivio, veo la cabeza del niño. Otra contracción, demasiado débil, sin resultado, y veo que no es la cabeza, sino las nalgas. Hay excrementos por todas partes, un alquitrán negro, viscoso, pegajoso.

—¡Es un niño!

Tiene los piececitos junto a los hombros. Meto los dedos en Bernadette y tiro del culo del bebé con todas mis fuerzas, pero los niños tienen que salir con facilidad, rápidamente, sin requerir tanto esfuerzo. Miro a Alazaïs, impotente.

—¿Qué hacemos?

Justo entonces Bernadette se desliza de la silla, quedando a gatas en el suelo, con la cabeza, apoyada en el regazo de su madre, resollando. Pero en esta posición veo bien al niño.

—Aguanta ahí —le digo.

Sus gritos son cintas amarillas ante mis ojos, llenándome la cabeza.

El niño está ahora medio fuera, atrapado a la altura del ombligo, con los pies fuera, pero el cordón umbilical es tan tenso que tira del frágil vientre del bebé. En cualquier momento se arrancará, y de pronto una gran calma desciende como un manto sobre mí. Sé exactamente lo que tengo que hacer. Sigo con los dedos el cordón dentro de Bernadette, que grita de dolor, tengo el puño dentro de ella y brota la sangre y los jugos, mis ojos se llenan de sudor.

—¡Rezad! —grito—. Rezad a Cristo y a la Virgen para que nos ayuden. ¡Rezad!

A un lado se alzan los murmullos, ahogados por los gritos de Bernadette, pero yo trabajo en una burbuja de silencio, escuchando la voz que me posee. Es como si mis manos no fueran mías, mis dedos buscan el cordón, intentan desenroscarlo de la cabeza del niño, pero no pueden.

—Tenemos que cortar el cordón. Un cuchillo. Traedme un cuchillo y lino.

Mis dedos tantean en torno a la cabeza del niño, buscando el cordón umbilical. ¡Ahí está! Lo sujeto con el índice y tiro de él para sacarlo. Ato deprisa un cordel en torno a él y lo aprieto con fuerza, sin saber cómo mis manos pueden ser tan expertas, maravillada de mi propia habilidad. Hago otro lazo y busco el cuchillo que Alazaïs me tiende. Bernadette sigue gritando, gimiendo y llorando en el regazo de su madre.

Es difícil cortar un cordón. Deslizo el cuchillo adelante y atrás, una y otra vez hasta cortarlo. El bebé puede salir. Le doy la vuelta a la pobre criatura, tan resbaladiza, intentando sacar los hombros. Bernadette gime, demasiado cansada para empujar, de modo que el niño cuelga con la cabeza todavía atrapada, aunque el cordón ya no lo estrangula.

—¡Empuja! —le doy un golpe en el culo a Bernadette—. ¡No hay tiempo!

—¡No hagas eso! —chilla la madre, y con razón. Pero no hay tiempo para andarse con consideraciones.

Le giro la cabeza y Bernadette lanza otro aullido de angustia, intentando expulsar al niño. Entonces brota un torrente de sangre y aparece la obscura cabeza del bebé. Bernadette se desploma como un saco, palpitante, sollozando de cansancio y dolor. Está desgarrada y sangra. Cae de lado al suelo, la cabeza todavía en el regazo de su madre.

El niño tiene la cara negra y las marcas moradas del cordón en el cuello. Lo pongo sobre el vientre de su madre y Alazaïs lo sujeta entre sus manos.

—¡No respira! ¡No puede respirar! —Le da un cachete para hacer que respire. Alazaïs va de su hija al bebé y del bebé a su hija.

—¡Está muerto! —chilla—. ¡Y ella también!

—Todavía no. —Le quito al niño y le limpio la cara con la falda del vestido, voy quitándole la baba mientras le doy vueltas en mis manos. Tiene los miembros yertos. Se me resbala, casi se me cae, pero lo sujeto por el brazo, y en ese momento oímos que toma aliento y luego un débil llanto. ¡Alabado sea Dios!

—¡Mirad!

—¡Está vivo! —digo entre sollozos.

—¡Dámelo!

Se lo paso a la abuela, Alazaïs, que lo arropa murmurando, chasqueando la lengua.

—¡Tiene toda la cara amoratada!

Mientras tanto me vuelvo hacia Bernadette, que yace en el suelo tan agotada que no puede expulsar la bolsa. Todavía está sangrando. Le masajeo el vientre con las dos manos, sujetando un pliegue de piel. Poco a poco sale la placenta ensangrentada. Estoy eufórica, todo ha ido bien.

—Guárdala —grita la madre, todavía con el niño en brazos—. La guisaremos para ella. Es muy buena para que la madre recupere las fuerzas.

—Vamos, cariño, no te rindas ahora. —Le bajo el vestido. El corazón no le funciona correctamente, los latidos son débiles e irregulares.

—Se está muriendo —susurro a Alazaïs—. Ponle al niño en los brazos para que mame.

A veces eso da a la madre coraje para seguir adelante. Pero Bernadette tiene los ojos en blanco y apenas respira. Alazaïs tiene que sujetar al niño, que hace ruiditos, chupetea y se debate buscando el pezón, incapaz de aferrarse al pecho.

—Tiene la cara negra —murmuro—. ¿Qué significa eso?

—Significa que le ha costado mucho salir —replica la abuela Alazaïs solemne—. Ya lo he visto otras veces. No podía respirar. Si sobrevive ahora, se nos irá en una semana o así.

Las manos me arden como el fuego. No puedo evitar que se posen en la cabeza de la pobre Bernadette. Cierro los ojos, cegada por la luz.

—Nos hace falta un cura —gime Alazaïs—, para que la confiese ahora mismo.

Tengo las manos pegadas a la cabeza de Bernadette, a su corazón, a su pobre y maltrecho vientre y a las lágrimas de sangre entre sus piernas.

—¿Qué haces?

Siento cómo se empapa de la luz. Me balanceo hacia atrás, con los ojos cerrados, en trance, y dejo que el fuego fluya hacia ella. Lo veo mejor con los ojos cerrados: la luz desciende de su cabeza y entra en ella desde dondequiera que estén mis manos, hacia sus hombros, en torno a su corazón. Se expande llenándole todo el cuerpo, filtrándose entre sus blandas entrañas, le baja por los brazos hasta la palma de las manos, le inunda el vientre y se vierte en su desgarrada vagina en nubes doradas. La veo acumularse en las plantas de sus pies. Está llena de luz, envuelta en luz. Bernadette gime suavemente, inmóvil.

La luz sale de sus pies y vuelve a subir por mis manos, hasta que Bernadette está envuelta en un capullo de luz, está compuesta de luz.

No sé cuánto tiempo permanecen mis manos sobre ella.

Cuando salgo del trance, se ha quedado dormida. Aparto las manos ardientes. Estoy mareada y un poco avergonzada.

Alazaïs me mira fijamente.

—¿Qué es esto? ¿Eres una Cristiana Buena?

Yo sacudo la cabeza.

—Tenemos que despertarla —dice Alazaïs—. Tiene que orinar y expulsar los desechos del parto.

—Y luego que se acueste, y que descanse —digo—. Cuando se despierte le vendrá bien una sopa, algo que la entone.

Ya es noche cerrada. El parto ha durado todo el día y estoy exhausta. Bernadette gime dormida, febril, pero de vez en cuando se despierta para acariciar al niño que duerme en sus brazos.

Avivamos el fuego de la cocina para preparar una sopa de lentejas, y al cabo de poco tiempo entran los hombres tímidamente, con una sonrisa tonta, llevando a los niños dormidos en los brazos o sobre los hombros como sacos de harina, moviendo los pies como avergonzados, sin saber qué hacer. Han oído los gritos, la maldición que cayó sobre Eva por haber buscado el conocimiento en el Edén. Parirás a tus hijos con dolor.

Su esposo se acerca a la cama y se frota tímido las manos.

—¿Estás bien? —susurra, pero ella no le oye. Duerme con la boca entreabierta, la almohada empapada de sudor y lágrimas.

Limpiamos la silla de partos y ponemos agua a hervir para lavar los trapos sucios. Comemos la sopa de lentejas con cebolla y zanahoria, pero en la casa se respira un ambiente tenso y preocupado. Raymond atiza el fuego y rompe a reír, y de pronto todos nos reímos, todos, dándonos palmadas en la espalda, contentos de que el parto haya concluido. Ha nacido un niño y la madre sigue viva. Todo el mundo se ríe y habla en voz alta, luego nos hacemos bajar la voz unos a otros hasta hablar en susurros, y Alazaïs cuenta lo que ha pasado adornándolo cada vez más, de manera que se va volviendo una historia de lo más extravagante.

—¡No fue así! —protesto entre risas—. ¡Qué va!

En ese momento llega Jéróme. Desde fuera, desde el estercolero, alza una esquina del tejado.

—¿Se puede pasar?

—¡Es Jéróme! —grita uno de los niños.

—¡Entra! —dice, contento, Domergue.

—¿Qué haces, espiarnos? —pregunta Alazaïs entre risas.

Jéróme entra acompañado de una ráfaga de viento que aviva el fuego en llamaradas rojas y anaranjadas, como la llama de mi corazón. ¡Es tan hermoso! Me pregunto si son los colores preferidos de Dios.

Cuando Jéróme se sienta junto a mí, le pongo la mano en la pierna a modo de tímido saludo. Él me la cubre con su mano, con gesto travieso.

Bernadette se ha despertado.

—¡Tu mujer ha dado a luz! —susurra contenta.

Su esposo, Raymond, pasea orgulloso en torno a la sala obscura y se atusa el bigote, como si hubiera tenido algo que ver con todo esto. Su hermano Martin le da unos golpecitos en el brazo.

—Un niño —dice muy orgulloso—. Registraremos el nacimiento en la iglesia —añade pavoneándose.

Si hubiera sido una niña, nadie se molestaría en registrarla.

Jéróme se acerca a mirar al niño, que duerme sobre el pecho de su madre, y se sobresalta: su piel es obscura, negroazulada.

—Es un niño bueno y sano —comenta al fin.

—Deberías haber visto a tu esposa —dice Alazaïs. Es la segunda vez que se pronuncia esta palabra esa noche, y ni Jéróme ni yo la desmentimos. Jéróme me rodea orgulloso con el brazo.

—Es una buena mujer, ¿verdad?

—Y además guapa —añade Domergue—. No sé cómo lo has hecho, pero has encontrado una buena mujer. En todos estos años, nunca has tenido mejor aspecto que ahora, desde que ha venido ella a cuidarte.

Jéróme sonríe tontamente.

—A mí me pasa igual —murmuro—. Jéróme ha hecho mucho por mí.

Domergue saca una botella de vino.

—Esto hay que celebrarlo —dice. Y oscilando sobre sus enormes pies de granjero, con el rostro enrojecido y curtido a la luz del fuego, nos sirve a todos un traguito pequeño.

—¡Por el niño! ¿Cómo lo vamos a llamar?

—Lo llamaremos Jean —susurra Bernadette—, en honor de su comadrona Jeanne.

Terminamos celebrando una fiesta en torno al fuego de los Domergue. El niño, Gaillard, se me sube encima, como siempre. Le gusta sentarse en mi regazo, chupándose el dedo.

—Ha sido gracias a Jeanne. —Alazaïs me toma la mano para llevársela a la mejilla—. ¿Qué es ese poder que tienes? —pregunta.

—No es mío —contesto—, sino de Dios. Da las gracias a Dios.

—Miradla —dice Domergue—. Está brillando. Estás resplandeciente, Jeanne, tienes el brillo de Dios.

Y es verdad que lo siento. Veo la luz oscilar en mis manos, y no sólo surge de mí, sino de todos. Todo el mundo resplandece de luz, una luz que llena la casa, que brota del rostro y las manos de cada miembro de esta familia. Todo el mundo brilla, también mi Jéróme.

Inclino la cabeza. Son tan hermosos…

—Si supierais… Todos brilláis reflejando la luz de Dios.

Ya es tarde cuando nos marchamos. Las estrellas titilan desde el cielo negro. Jéróme me pone el brazo sobre los hombros y yo siento el corazón henchido, porque hoy ha venido otra alma a este mundo, y yo he colaborado. Ya en la puerta, Jéróme me dice bruscamente:

—No deberías hacerlo.

—¿El qué?

—Mostrar así tus poderes de curación.

Yo no digo nada.

—¿Entonces eres una perfecta?

Acerco su mano a mi mejilla.

—Si lo fuera, no podría acostarme contigo.

—No estoy de acuerdo con eso —dice él—. Puede ser que no hayas tomado los hábitos, pero creo que Dios te ha convertido en una de ellos.

Esta noche soy yo la que lo llevo a la cama, y nos hacemos cosas placenteras el uno al otro de formas diferentes. Yo sólo sé que con todo el dolor que he encontrado a lo largo de mi existencia, mi Señor o la bendita Virgen me ha dado una nueva vida. Nunca he sido tan feliz como ahora, viviendo con Jéróme, viviendo como una campesina.

Nos despertamos temprano, cuando todavía está oscuro, y me pongo a contar el resto de la historia de Montségur, en susurros, para que nadie nos oiga.