Todo comenzó el 13 de mayo.
Durante siete meses, hasta Navidad, aguantamos bien el asedio, todos hacinados en una pequeña fortaleza. Manteníamos una disciplina: los caballeros, sus damas y sus criados tenían sus habitaciones, los soldados comunes vivían en otras más sencillas, y todo el mundo realizaba sus tareas: los panaderos, los barberos, el administrador, los dos astrólogos… Racionábamos bien los alimentos y manteníamos una planificación de modo que todos comieran y se mantuviera el orden.
Cerca de los fuegos había un sitio para los enfermos y ancianos, y una zona diferente para los heridos. Las mujeres tenían sus propias habitaciones, con sus criados; todas menos las novias de los soldados y las prostitutas que acompañan a cualquier ejército. Los Amigos de Dios vivían aparte, muchos de ellos en las cabañas que se alzaban contra las murallas, pero estábamos hacinados y sucios, y de vez en cuando alguien perdía los estribos.
Al principio era fácil, en los meses de primavera y verano, cuando todavía esperábamos refuerzos; sabíamos que el conde Raimundo no nos abandonaría. Pero llegó el otoño y las noches se tornaron frías; y luego comenzaron las lluvias heladas, y más tarde cayó el invierno, el peor invierno que se recordaba. Las piedras estaban resbaladizas por el hielo. Era horroroso estar fuera en el patio, que estaba lleno de tiendas y chozas de madera, y a veces el aguanieve se convertía en nieve y el viento nos azotaba la cara y los ojos.
Los franceses rodearon el pie de la montaña, eran entre seis y diez mil, pero nosotros estábamos a salvo en la cima: el enemigo no podía escalar los riscos, ya que el único camino posible era tan sinuoso y estrecho que podía ser fácilmente defendido. Poseíamos la montaña, y al principio, los primeros meses, nos reíamos del asedio. Yo era una de los que campábamos a nuestras anchas por el monte, o nos colábamos entre las líneas enemigas para llevar mensajes. Todavía se podía caminar por la montaña, y conocíamos a algunos de los hombres apostados como centinelas porque venían de nuestra región y eran simpatizantes, a pesar de estar en la montaña de los franceses. Para mí la amistad y la bondad llegan mucho más lejos que el dinero. El caso es que gracias a ellos atravesábamos las líneas enemigas.
Yo llevaba mensajes de las fuerzas sitiadas para los grupos de la resistencia, y a veces, como el que hace una travesura, me vestía como una anciana y atravesaba cojeando el campamento enemigo por si me enteraba de alguna noticia, o si no organizaba a las chicas para que se pasearan entre las líneas francesas y vinieran luego a informarnos. A veces iba al mercado a por provisiones: huevos, gallinas, verduras. Hace falta mucha comida para alimentar a cuatrocientos hombres. Pero eso no era nada especial. Yo sólo era uno de los muchos correos que organizaban los caminos por los que avanzarían las carretas, o que convencían a los centinelas para que nos dejaran pasar. Era fuerte y resistente. Por la noche todos ayudábamos a subir las cestas por la cara vertical del cerro, todos íbamos nerviosos y en silencio para que no nos descubrieran. Por entonces todavía estábamos bastante animados.
Los hombres pudieron cazar durante todo el otoño, porque aunque los franceses habían espantado a los gamos con sus ruidos y sus perros, nuestros hombres traían conejos que atrapaban con trampas y algún que otro ciervo. Pero a medida que pasaron los días los animales fueron escaseando. Para cuando se asentó del todo el invierno ya pasábamos mucha hambre, comíamos cereales y tubérculos, como si todos fuéramos perfecti.
Lo peor era el aburrimiento. El confinamiento provocaba peleas entre nosotros: una partida de dados o de ajedrez desembocaba de pronto en gritos y puñetazos o incluso duelos a espada, y entonces todos corrían a interrumpir la pelea, porque no podíamos permitirnos pelear entre nosotros. O si no, dos mujeres empezaban a gritarse, compitiendo por un hombre; o dos hombres peleaban por una mujer, o porque uno había insultado a la esposa del otro. Al cabo de un tiempo tuvimos que combatir también contra el desánimo, porque nuestro conde no acudía a pesar de todos nuestros mensajes. Nos dijo que estaba reuniendo un gran ejército para levantar el asedio y que teníamos que esperar hasta el día de San Miguel, luego hasta el Adviento, y luego hasta después de Navidad.
Yo estuve allí desde el principio, desde mayo, y William se nos unió un poco más tarde, en junio. Yo me había mantenido apartada de él durante todo mi matrimonio, pero cuando murió Roland-Pierre, volvimos a unirnos. A veces no nos veíamos en varios meses, y luego estábamos juntos durante semanas, unidos por el trabajo o la geografía. Entonces nuestro amor estallaba en llamas y se volvía a apagar cuando nos separábamos de nuevo. Aquel verano estuvimos juntos en Montségur, defendiendo una vez más nuestra noble causa y a los Cristianos Buenos, a los que amábamos. Yo no podía estar más contenta. William era mío por fin y podía dormir con él abiertamente. Le pertenecía, y él a mí, nuestra relación ya no era un secreto. Gracias a esto mi estancia en Montségur fue muy agradable toda la primavera y el verano, mientras aguantábamos el asedio seguros de que al final venceríamos.
Un día, a finales de agosto, cuando todavía podíamos infiltrarnos con facilidad tras las líneas enemigas, vi que un grupo subía por la ladera con provisiones. Como siempre, se reunió una multitud en la puerta y algunos echaron a andar monte abajo para recibir a los recién llegados, así era de aburrida la vida. Yo también había salido, y de pronto me quedé de piedra. El corazón me dio un vuelco cuando vi a alguien que conocía. No sé cómo la reconocí al instante, porque tenía la cabeza gacha y el cuerpo cubierto con un pesado manto de lana que le sería necesario cuando cayera el invierno. Llevaba un fardo a la espalda y subía poco a poco. Tal vez alzó la vista un momento, al detenerse para recuperar el aliento y calcular la distancia que le quedaba por recorrer. Tal vez levantó la mano para protegerse los ojos o arreglarse la toca. No sé cómo las personas se reconocen unas a otras sin verse la cara, pero eso ocurre. Es como si cada uno emitiera un olor particular o estuviera rodeado de una coloración invisible que gritara «¡Yo! ¡Soy yo!». El caso es que la reconocí de inmediato, a pesar de que sólo la vislumbré un instante entre los pinos.
Retrocedí sobre mis pasos. William bajó al trote para saludar a su esposa con un beso y tomar su fardo. Yo me fui pegada a la muralla de la fortaleza, oculta tras la alegre multitud, volví al fuerte y atravesé el amplio patio hasta la puerta del otro lado de la muralla. Por allí salí de nuevo y eché a andar hasta quedarme sola. Entonces me senté en una piedra.
No quería que estuviera allí; ella era la esposa. En Montségur William y yo formábamos una pareja, unidos por la guerra, el amor y los recuerdos, y por nuestra hija que había muerto, y por la pócima mágica que la bruja había preparado para mí. Hacía veinte años que no veía a Baiona.
Cuando volví descubrí que William había llevado mis cosas a otra habitación y sentí un fuego helado en las entrañas. Pero no dije nada, no hice nada.
Conseguí evitarla durante dos días, escurriéndome entre las atestadas habitaciones. Baiona tampoco quería encontrarse conmigo, pero allí estábamos, cientos de personas reptando como termitas unos sobre otros, hombro con hombro, codo con codo. Cada uno disponíamos de un espacio para dormir y para nuestras posesiones no más ancho que nuestros hombros, y algunas camas eran compartidas por varias personas que dormían alternando cabezas y pies, y estas zonas privadas estaban delimitadas con tanto cuidado, según el rango, que aunque teníamos que pasar unos sobre otros para llegar a nuestra cama, nadie robó nunca las posesiones de otro; era un pacto de honor. Baiona y yo estábamos separadas por una hilera de habitaciones, y yo me cuidé de que nuestras miradas no se cruzaran nunca, como si no fuera consciente de cada uno de sus movimientos, tan alerta como un gato de un grillo, pendiente de ella constantemente. ¿Me sentía culpable?
Sí. Y celosa también. Me complacía ver cómo había envejecido. Tenía la piel arrugada y el pelo gris, los ojos hinchados y hundidos, con ojeras. Pero en el momento que la vio, William cambió. Ya no se arrimaba contra mí en la puerta, sino que frecuentaba la casta compañía de los hombres. Atendía a su esposa en todo momento, como un marido considerado, llevándole un chal o su labor, sentándola sobre cojines para que estuviera cómoda. A mí me evitaba, no me dedicaba más que una sonrisa o un saludo con la cabeza, como promesa de venideros tiempos mejores.
Los viejos amantes se conocen bien, y yo supe mantenerme aparte. Ansiando que volviera a mí.
Un día sentí un brazo en torno a mi cintura y me volví hacia él con una sonrisa, que se desvaneció al ver a Baiona.
—Jeanne.
—¡Baiona! —me recobré rápidamente—. ¿Cuándo has…?
—No. —Sus dedos casi tocaron mis labios—. No me vengas con esas. Ven, tengo que hablar contigo.
Tal vez, ¿pero necesitaba yo hablar con ella? La seguí de mala gana al exterior. Caminamos hasta un grupo de rocas y cada una eligió la suya, las dos juntas, pero no demasiado cerca. Era un día gris y nublado, y soplaba un viento suave que traía el olor de una tormenta de verano. A lo lejos se oía el retumbar del trueno.
No hacía frío, pero yo me envolví en mi chal y me crucé de brazos, enfadada con ella. Baiona se inclinó y me miró a la cara con gesto miope.
—¿Cómo estás, Jeanne? ¿Cómo te ha ido?
—Bien.
Dábamos vueltas una en torno a la otra como dos perros que se olfatearan cautelosos, con los rabos tiesos y el pelo erizado, sin llegar a gruñir, pero nerviosos, calibrándose el uno al otro.
—¿Y tú?
—Yo estoy más vieja. Tú estás igual, tan en forma como siempre.
—Se te ha puesto el pelo gris —comenté sin piedad.
—Sí, a ti no tanto. Sólo unas cuantas canas. Estás… —Me escudriñó la cara—. Estás muy guapa.
De nuevo me sorprendió.
—No me resulta nada fácil verte —confesé.
—No, a mí tampoco, pero tengo que hablar contigo. Pensaba fingir que no te había visto, pero la verdad es que te echo de menos. Y tengo curiosidad.
¿Me echaba de menos? ¿A mí?
—He ido recibiendo noticias sobre ti a lo largo de estos años. Me enteré de la muerte de tu esposo y la de tu hija. Lo siento. Yo también he perdido cuatro hijos, nacieron muertos o no llegaron a nacer, de modo que sé lo que es. Y a menudo me enteraba de algunas de tus atrevidas aventuras. Eres famosa. Por lo menos eso piensa William.
Yo me quedé callada. Había perdido cuatro hijos. William nunca me dijo nada.
—Te admira muchísimo —prosiguió ella muy deprisa, a borbotones—. Siempre me trae noticias tuyas, me cuenta que te ha visto aquí o allí, siempre trabajando para la causa.
Baiona retorcía las manos en su regazo. Sus ojos grises miraban los nubarrones de tormenta y surcaban la planicie verde que se extendía a nuestros pies moteada de tiendas blancas y marrones, de caballos que pastaban y de personas que parecían hormigas diminutas. Los verdes adquirían toda una gama de tonalidades bajo el cielo oscuro.
—No creas que ha sido fácil para mí —prosiguió, uniendo una palabra con otra—. No me estoy quejando, que conste, sólo lo comento. Ya sabes que Esclarmonde no quería que me casara con William, y muchas veces me he preguntado qué habría pasado si le hubiera hecho caso, o si no hubiera habido guerra. Siempre nos hemos debatido en la miseria, siempre luchando por ganar algún dinero. Eso fue lo más difícil. Y luego lo de los hijos. El hecho de ser incapaz de dar a luz ha sido un peso en mi corazón. Y William los deseaba tanto… —Me quedé de piedra. ¿William quería hijos?—. Y luego sus mujeres, muchísimas mujeres, aunque él siempre acudía a mí a buscar dinero para su siguiente plan o para un caballo nuevo o para poner en práctica otra de sus ideas descabelladas para hacerse rico…
¿Muchas mujeres? Pero yo eso ya lo sabía, ¿no? ¿Por qué me sorprendía? Baiona debió de leer mi expresión.
—Le gustan mucho las mujeres, y las mujeres lo adoran. Antes nos peleábamos. A veces se veía con dos a la vez, o incluso tres. Ahora sé que nunca me será fiel, y lo he aceptado. ¿Sabes cuál es siempre su excusa? Que no lo puede evitar, que siente algo misterioso, inexplicable, que se ve atraído por ellas muy a su pesar. Y luego siempre me juraba que sólo me quería a mí, que estaba incluso cansado de amar. O si no, se arrodillaba ante mí y se agarraba a mis faldas, hundiendo la cabeza en mi regazo, e insistía en que era un mal hombre, que no era nada, que no merecía una esposa como yo, que debería matarlo en ese mismo instante, atravesarlo con una espada, que no valía la pena estar con él. —La voz de Baiona aumentaba histéricamente de tono—. Sí, tenía aquellas repentinas depresiones, pero eso tú ya lo sabes. Tú eras una de sus mujeres, ¿no? —De pronto lanzó una carcajada—. Sí, lo leo en tus ojos.
»Una vez me dijo que me había engañado, pero que nunca me había traicionado.
»Al final siempre volvía a mí con alguna otra idea para ganar dinero. Es un soñador, siempre urdiendo alguna idea peregrina que jamás daba los frutos que…
—Baiona —dije, pero no pude continuar. Entonces alzó la vista con tal expresión de angustia que no pude apartar la mirada.
—Quería que lo supieras —prosiguió—. Sé que lo quieres, que siempre lo has querido. Tú eras una de sus muchas mujeres, aunque tal vez algo más especial, no lo sé, y quería que supieras que no lo he pasado bien, y tal vez…
—¿Por qué has venido? —pregunté tensa.
—Para demostrar mi apoyo. Porque por fin ha llegado el momento de que tome una postura, de que luche, y no quiero decir luchar contra ti ni contra las otras mujeres, sino luchar por el Camino, por nuestro modo de vida, por la causa de William, que debería ser la mía, debería haber sido siempre mi causa, pero es que soy una cobarde.
Se interrumpió para tomar aliento. Eran veinte años de emociones contenidas saliendo a la luz.
—Tú luchas, Jeanne, y siempre me he ido enterando de cómo trabajabas por la causa, mientras que yo soy tan cobarde que no puedo ni montar a caballo.
—¿No has venido para estar con William?
—Pues claro que sí. Y contigo. Siempre me has dado mucha envidia, has vivido como has querido, haciendo lo que te apetecía, independiente, sin miedo, mientras yo me quedaba en casa, y ni siquiera en mi propia casa, siempre en el castillo de un caballero u otro, sin tener siquiera un lugar mío, siempre viviendo a expensas de alguien, y por una vez quería unirme a vosotros. Ay, Jeanne…
Alzó la vista hacia mí un instante y me di cuenta de que me tenía miedo. Mis pensamientos eran un torbellino.
—Has sido muy valiente al venir hasta aquí. —Yo estaba fingiendo, demasiado orgullosa para manifestar mi angustia, y me aferré a la primera idea que destacó en el caos de mi mente—. Has sido muy valiente. Podemos perder.
—Quiero que seamos amigas de nuevo —dijo—. Echo de menos a mi hermana. ¿Me perdonarás?
¡Perdonarla!
—¿Perdonarte por qué? —Hice un esfuerzo por recomponerme, yo, la adúltera que había traicionado a mi amiga. Intentaba responder aturdida a aquel torrente de información.
—Por casarme con William cuando debería haberse casado contigo.
Me quedé sin habla.
—Tenías razón —se apresuró a añadir—. Os pertenecíais el uno al otro. Perdóname por no haberte buscado antes, pero estaba demasiado celosa. Quiero recuperar nuestra amistad. Llevará tiempo, ya lo sé, no soy una ingenua, pero ahora tenemos tiempo, de hecho tiempo es lo único que tenemos mientras aguantamos el asedio. Y puedes quedarte con William, a mí no me importa. Mi amor por él se ha ido desvaneciendo. Yo sólo quiero paz y tranquilidad.
—¿Me darías a William? —¡Como si fuera suyo!
—William es libre, yo no puedo decidir por él. Nuestro matrimonio es sólo una fachada.
Apenas supe qué decir, pero oí las palabras salir de mi boca casi sin yo saberlo. Me sorprendieron, y todavía hoy resuenan con una verdad interior e inesperada.
—Entonces seremos amigas —dije decidida—. Yo también te he echado de menos. —Nos levantamos a la vez de las rocas, las dos vacilantes, tímidas ante la otra y ante nosotras mismas, mirándonos a los ojos, midiéndonos con cautela, antes de intentar darnos el primer abrazo. Pero en cuanto nos tocamos, volvió a llamear el amor de mi infancia: el olor de Baiona, sus suaves pechos contra los míos. Y ahora éramos adultas. Las lágrimas me escocían en los ojos. Yo también había echado de menos nuestra amistad. Había echado de menos a Baiona.
—No será fácil.
—No, pero podemos hacerlo.
—Llevará tiempo. —Nos tranquilizábamos la una a la otra.
—Es una situación muy rara, ¿verdad? Un triángulo: tú, William y yo, y los tres nos queremos. Porque, por supuesto, se puede querer a dos personas a la vez —prosiguió Baiona muy seria—. La justicia tiene que ver con las leyes, pero el amor no sabe de leyes. William nos quiere a las dos, y supongo que nosotras lo queremos a él.
—William quiere a muchas mujeres. Perdóname, Baiona. Eres tan buena… Ojalá fuera buena yo también. Eres tú la que tiene que perdonarme.
—No quiero más mentiras, Jeanne. No quiero… —Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Escucha, Jeanne, tienes que decirme una cosa —me pidió apremiante—. Tienes que decirme si quieres que me vaya.
Le escudriñé el rostro.
—¿Me estás pidiendo permiso para quedarte?
—Sí.
¿Qué quería yo? Era una madeja de confusión.
—Sí —me oí contestar—. Quédate.
En cuanto a William, se mostró encantado con aquella tregua. Se movía entre nosotras como un semental entre sus yeguas, crecido en nuestra admiración. Al principió todavía exhibía un comportamiento ejemplar, atendiendo a las necesidades de Baiona, pero poco a poco se fue relajando. Igual me sonreía en medio de una multitud, que se pegaba a mí detrás de una puerta, me acariciaba las caderas o me daba un cachete cariñoso en el culo antes de ir a hablar con otros oficiales o con Baiona, quien, a pesar de tener la cabeza inclinada sobre su labor, debía de haberlo visto de todas formas. Más adelante, a medida que el cerco de los franceses se cerraba sobre nosotros, nos rodeaba a las dos con los brazos y nos besaba, a izquierda y derecha, su mejilla y la mía, de modo que nos acomodamos en un curioso marriage a trois, pero Baiona y yo estábamos cada vez más unidas. Al final estábamos demasiado cansados para cometer adulterio. Vivíamos hacinados, muertos de hambre. Al final fue William quien, celoso, intentó separarnos. Y así pasaban las estaciones.
Hablo tanto de esta relación porque durante meses no pasó nada. Los franceses no podían atacar y nosotros no podíamos huir.
Los días se tornaron más fríos, las noches más largas y las estrellas más nítidas. Septiembre dio paso a octubre, y llegaron las primeras nieves de noviembre. El asedio continuaba, sorprendiéndonos a todos. Los franceses tenían que haberse marchado por entonces, de vuelta a sus castillos de invierno para ocuparse de sus propias tierras. Nos agitábamos inquietos. Esperábamos que Raimundo de Tolosa enviara su ejército para salvarnos, pero él sólo mandaba mensajes de esperanza. Estaba negociando con el Papa para que le levantaran la excomunión, decía. Estaba preocupado por su alma inmortal, y nos prometía que pronto reuniría un ejército.
Nosotros seguíamos esperando su ayuda.
Entonces el invierno cayó de lleno, nevaba sin cesar y nosotros nos apiñábamos para protegernos del frío.
Se acercaba la Navidad. Una noche nos despertamos al sonido de un cuerno y de gritos pidiendo ayuda. Salimos todos corriendo, los soldados se abrían paso entre la muchedumbre empuñando las armas y ajustándose sus armaduras mientras corrían hacia la barbacana, la torre que se alzaba al este de la fortaleza y separada de esta por un centenar de metros. Protegía el promontorio, y de ella nos llegaban fuertes gritos y el entrechocar de las espadas.
A la luz de la luna, en plena noche, una banda de franceses guiados por un vasco traidor había escalado la pared del risco, palmo a palmo. ¿Quién habría creído posible escalar estos horribles precipicios? Tomaron por sorpresa la barbacana, que sólo estaba protegida por una pequeña guarnición de tres o cuatro hombres como mucho, y que probablemente estaban dormidos.
El camino hacia la barbacana corría a lo largo del acantilado. En un punto del recorrido era tan estrecho que no daba cabida a dos hombres, de modo que sólo hacía falta un soldado francés para guardarlo. Uno de nuestros hombres resbaló en el hielo y cayó al barranco. Hacia la muerte. Desde el fuerte oíamos la lucha y los gritos de ayuda de los nuestros… y después nada. Silencio. Otra vez más gritos, más luchas, ahora ya más cerca, la furia del acero contra el acero, mientras, los Hombres Buenos rezaban.
Los franceses hicieron retroceder a los nuestros hasta la fortaleza. ¡No podíamos creerlo! Algunos quedaron muertos o heridos fuera de las murallas, para que los mutilaran o acabaran con ellos o los arrojaran por el despeñadero, ¿quién sabe? Otros, a duras penas consiguieron llegar a las puertas. Perder la barbacana fue un golpe durísimo. William salió herido de la refriega y andaba con una muleta.
Eso fue en Navidad, cuando celebrábamos el nacimiento de Nuestro Señor, y por primera vez la amenaza cobró forma: sólo un milagro podía salvarnos. ¿Y si Dios quería que perdiéramos? ¿Y si esa era la voluntad de Dios? Deus vult. Al amanecer los perfecti caminaban entre los heridos imponiendo las manos sobre los enfermos y los moribundos, o rezando por ellos.
Después de aquello quedamos atrapados en el interior del fuerte. Mientras que antes podíamos recorrer toda la cima de la montaña y dormir fuera de las murallas, o descender por la empinada pendiente para espiar a la luz de las estrellas el campamento francés, o incluso deslizamos entre las líneas para llevar mensajes a nuestros amigos, ahora estábamos todos atrapados. Los franceses montaron catapultas en la barbacana y nos bombardeaban día y noche.
—Me han dicho que había un tesoro —suena la voz de Jéróme en la obscuridad de la cabaña. La lámpara de aceite da una luz del tamaño de un pulgar y las ascuas rojas del hogar arrojan sombras sobre su rostro—. Y que conseguisteis sacarlo de allí.
—Sí, es cierto.
Ya era pleno invierno y las provisiones se agotaban. El hielo era muy grueso. Todavía no nos moríamos de inanición, pero todos tiritábamos helados, pasábamos hambre, estábamos enfermos. Hacía demasiado frío para coquetear o para que nos importara ya quién amaba a quién. Nuestra situación era grave.
En enero el obispo Bertrand Marty me hizo llamar. Yo conocía a Bertrand desde que era el joven socius de Guilhabert de Castres. Ahora, treinta años más tarde, en el asedio de 1244, era extremadamente viejo.
Entré en su habitación e hice la adoratio, tocando el suelo con la frente.
—Que Dios haga de mí una Cristiana Buena y me lleve a buen fin —murmuré.
—Que Dios haga de ti una Cristiana Buena y te lleve a buen fin —respondió él de manera mecánica—. Necesito tu ayuda.
—Lo que sea.
—Jeanne, William me ha dicho que hace años descubristeis una cueva en esta zona.
—Es verdad, una cueva tan escondida que no podría encontrarla nadie que no la conozca.
—Eso es lo que dice William, aunque no puede indicar cómo llegar a ella.
—Es difícil de describir. La zona está plagada de cuevas, pero esta es más grande que la mayoría, y muy segura.
—Esta noche el perfectus Matheus y Pierre Bonnet van a sacar nuestro tesoro.
—¿Fuera de Montségur? —pregunté atónita.
Él asintió.
—Así que tan mal estamos… —Tardé un momento en asimilar la información—. ¿No van a venir refuerzos? ¿Qué pasa con las promesas del conde?
—Calla. La cuestión es, ¿está muy lejos esa cueva? ¿Podrán encontrarla?
—No queda más allá de Sabartés. Pueden ir y volver en una noche, si consiguen atravesar las líneas.
—¿Podrían encontrarla sin un guía? —preguntó.
—No es fácil. Sería una locura y una pérdida de tiempo.
—¿Quién sabe de ella?
—¿De la cueva? Sólo William y yo.
—Y William está herido y tú no puedes ir.
—¿Por qué no? —pregunté furiosa—. ¿Acaso no he estado todos estos meses rondando por la montaña? ¿No he ido a espiar para vosotros y he traído suministros?
—Sólo estoy pensando que eres una mujer y se trata de toda la fortuna de nuestra Iglesia.
Yo no dije nada, pero estoy segura de que mi cara revelaba que estaba ofendida.
Al cabo de un momento, el obispo asintió con la cabeza.
—Entonces tú los guiarás.
Si esta vez me quedé callada, fue por miedo. ¿Dónde me había metido?
—He conseguido que esta noche aposten de centinelas a dos simpatizantes en el último camino que nos queda abierto.
—¿Se puede confiar en ellos?
—Son de Mirepoix —se limitó a responder—. Ellos son nuestra única esperanza. Los astrólogos auguran que tendremos éxito si actuamos esta noche, de modo que no disponemos de mucho tiempo. Estate preparada para cuando yo te llame.
—¿En qué consistía el tesoro? —pregunta Jéróme en la obscuridad de la cabaña. El fuego está tan bajo que ya no le veo la cara—. ¿Cómo iba empaquetado?
—En sacos: grandes cantidades de oro y plata en lingotes y sacos de dinero, los libros sagrados y manuscritos, algunos de ellos de gran antigüedad, escrituras de propiedad y objetos de plata, incluyendo una reliquia preciosa, el Santo Grial.
—¿Eso qué es? —preguntó Jéróme.
—La copa de la que bebió Jesucristo en la Última Cena.
Jéróme resopló y lanzó un silbido.
—¿Tú la has llegado a ver?
—Sí, era un cáliz grande y pesado, de plata, con asas muy adornadas que se curvaban en forma de oreja a cada lado, y escenas de la Biblia talladas en la base: la creación de Adán, la expulsión del Edén, la crucifixión con tres mujeres llorando por nuestro Señor. Pero yo creo que la copa provenía de tiempos modernos, a pesar de lo que digan los Cristianos Buenos, porque yo creo que Jesús bebería en un cuenco de barro o en un cuerno de buey, como la gente corriente, o de una jarra de peltre, y no de un cáliz de plata grabado con los profetas y escenas bíblicas que incluían su propia crucifixión. Sin embargo era un objeto sagrado y estaba envuelto en seda púrpura.
—¿Y después qué pasó? —Jéróme echa más leña al fuego. Una llama se alza, azul y amarilla, luego otra, una chispa, y el fuego saborea la madera, lame y devora las ramas muertas y secas.
Al caer la noche nos reunimos cinco personas en las puertas del lado oeste: los dos Hombres Buenos, el obispo Marty, Baiona y yo. Caía una fina llovizna y hablábamos en susurros para no alertar a los franceses. Baiona se arrebujaba en su chal.
—Ten cuidado. —Me dio un beso en la mejilla. Los Hombres Buenos rezaban. Yo me estremecí y me puse la capucha de mi capa de lana. Entonces el obispo Marty nos bendijo y besó a mis compañeros en los labios, el beso de paz para los Hombres Buenos.
—Ve con Dios —nos dijo a cada uno de nosotros. A mí me tocó el codo, a la manera en que los hombres dan la paz a las mujeres, y nos pusimos en marcha, caminando en fila india. Los guié hasta la cueva, y allí dejamos el tesoro.
Nos tomó más tiempo del previsto llevar los pesados sacos hasta la cueva, y tuvimos que permanecer escondidos todo el día.
Al llegar la noche, protegidos por la obscuridad, Pierre Bonnet y yo nos deslizamos entre las líneas enemigas, procurando apartarnos todo lo posible de tiendas y caballos, y entramos en territorio neutral protegidos por las sombras. Subimos por la montaña y llegamos arriba exhaustos. Nuestro compañero Matheus se había marchado hacia Tolosa, para suplicar una vez más refuerzos al conde. Nuestra situación era muy grave, no podíamos aguantar mucho más.
Yo estaba cansada y deprimida. Había sido un viaje muy duro y no me resultó fácil volver, atormentada por el fragor de las catapultas y los constantes ruidos y crujidos de las piedras chocando contra las murallas. Y aunque casi nadie sabía lo que habíamos hecho (algo que mantuvimos en secreto ante la guarnición), yo estaba segura de que no habríamos tenido que esconder el tesoro si nuestros líderes no esperaran lo peor. Durante días no quise ni hablar.
Esto sucedió en enero, después de que perdiéramos la barbacana.
Está en la naturaleza humana que cuando creemos que ya no podemos aguantar ni un día más, sucede algo y sufrimos otra pérdida, y entonces, al mirar atrás, al recordar lo que antes nos parecía intolerable, desearíamos volver a aquel mal momento que ahora, ante una situación todavía peor, parece un paraíso. Eso es lo que pasó en febrero, cuando las catapultas hacían temblar las murallas. En esa época recordábamos el verano y el otoño como un idilio, aunque en aquel entonces nos habían parecido casi intolerables.
No podíamos hacer más que esperar, confiando en que Matheus volviera con refuerzos. Algunos días nos sentábamos al débil calor del sol invernal que hacía gotear los carámbanos. Las piedras enemigas se estrellaban contra nuestras murallas, y no teníamos catapultas para lanzarlas de vuelta contra los franceses.
Otros días hacía demasiado frío para estar fuera. Entonces caminábamos con la cabeza gacha contra el viento helado. Nos movíamos como autómatas, perdidos en nuestra melancolía, paralizados de miedo y de dolor.
Nos peinábamos y nos despiojábamos unos a otros, y a veces, para mantener arriba los ánimos, nos contábamos historias, sobre todo William. Para animarnos se ponía a describir los refuerzos que en aquellos momentos se acercaban a caballo por las montañas, un ejército de diez o veinte mil hombres que traerían también provisiones: carne fresca y naranjas. Nuestros aliados rodearían a los franceses. ¡Podrían ser hasta cuarenta mil hombres! No podía saberse a cuántos armaría el conde Raimundo de Tolosa. Además predijo que Corbario, el capitán mercenario, vendría de Aragón, atraído por la posibilidad de saqueo una vez que los franceses se dispersaran y huyeran. En el asedio de Jerusalén, el ángel del Señor había matado a cien mil asirios. ¿Quién sabía qué clase de ayuda podríamos recibir nosotros?
Pero las historias de William no iban a cambiar nuestras vidas. Un hombre sufrió una apoplejía. El lado derecho se le quedó paralizado, la boca torcida, y la lengua como un objeto inanimado en la garganta. Su esposa le daba de comer con una cuchara, pero las gachas se le caían de la boca. Murió de inanición, a pesar de que aún quedaban alimentos.
Muchos de los perfecti renunciaron a su comida. A veces le daban un poco de gachas o la mitad de su pan a algún soldado o un enfermo. Pero todos estábamos desanimados. En un aparelhamentum, la confesión semanal, el obispo Bertrand Marty admitió que se sentía culpable por poner a tantos civiles en peligro para proteger a los Cristianos Buenos.
Y entonces volvió Matheus. Al oír un grito salimos todos a recibirlo. Subía por el peligroso desfiladero seguido de dos ballesteros. Nosotros nos quedamos mirando incrédulos. No era un ejército de diez mil hombres, sino dos simples arqueros, leales seguidores de la fe catara, que se habían ofrecido a acompañarlo, subir el camino secreto de la montaña y unirse a nosotros. Y eso que debían de saber que morirían allí. Entonces lo supimos con certeza: íbamos a morir en Montségur. El conde mandó un mensaje de cortesía, pidiéndonos que aguantáramos hasta Pascua, que todavía estaba negociando con el Papa. Era evidente que no podíamos esperar tanto.
Matheus nos dijo que Corbario, el mercenario aragonés, vendría tal vez en nuestra ayuda, y que sus arqueros podían acertar en el ojo de un mosquito a cien metros de distancia. Dos caballeros locales le habían ofrecido cincuenta libras si llevaba a veinticinco de sus hombres a Montségur. Pero más tarde nos enteramos de que Corbario no pudo atravesar las líneas francesas. A partir de entonces perdimos las esperanzas. El asedio prosiguió. Todos tiritábamos de frío, afligidos por el estruendo de las piedras y la duda de que las murallas pudieran resistir. Aquello fue interminable. Todos teníamos pesadillas, y siempre había alguien que despertaba gritando o molestaba a toda la sala con sus malos sueños.
Un día, ya cerca del fin, me encontré a Baiona llorando con la labor en el regazo. Se pasaba el día cosiendo y la noche también, mientras la luz del fuego le permitía ver. Bordaba frutas y flores en muchos de nuestros vestidos y siempre regalaba su trabajo. Una mujer llevaba un árbol bordado en una manga, con las hojas extendiéndose por el hombro y la espalda. Otra tenía la imagen de su marido en blanco y dorado sobre el pecho.
Ese día de febrero me la encontré en la cámara de las mujeres, cosiendo con tal concentración que los mechones de su pelo castaño escapaban de su tocado y le caían sobre la cara, y advertí que le temblaban los hombros. Me senté junto a ella y la rodeé con el brazo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Ella sacudió la cabeza en silencio. Pensé que se habría peleado con William, bien sabe Dios que todos teníamos los nervios de punta. Pero ella alzó las manos. Las tenía hinchadas por el frío, llenas de ampollas, rojas. Se las cubrí con las mías, pensando que tendría las articulaciones demasiado rígidas para coser, pero entonces vi que no estaba dando puntadas, sino tirando del hilo que ya había cosido.
—¿Qué haces?
—Nada. —Apartó el paño, pero yo se lo arrebaté y al extenderlo sobre mis rodillas me di cuenta de que estaba quitando los puntos y deshaciendo los bordados ya terminados.
—¿Por qué, Baiona?
—No me queda más hilo. —Su voz era un sollozo de angustia.
Allí la dejé, deshaciendo su trabajo. Cuando hubo recuperado suficiente hilo, la vi bordando un diseño diferente en el paño ya usado.
Arpáis, que era una de las hijas del comandante Raymond de Perella, fue sacando los hilos de una pieza de su propia ropa interior para Baiona, hasta que la prenda quedó totalmente destruida. Pero su amiga tenía de nuevo hilo para trabajar. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí. Cada pocos días Baiona deshacía el trabajo que había hecho y comenzaba una nueva labor.
A finales de febrero nos rendimos.