Es de noche. Jéróme afila su guadaña y lo único que se oye en la sala es el largo chirrido de la hoja mientras él raspa el hierro, moja la piedra, raspa el hierro, moja la piedra.
—Para —digo, levantándome.
Él alza la vista perplejo.
—¿Qué?
—No puedo soportar ese ruido.
Jéróme continúa con un gruñido, como si yo no hubiera dicho nada. La hoja chirría contra la piedra, como si yo no hubiera oído las hojas, las piedras y a veces el chasquido de huesos y gritos y gritos.
—Lo digo en serio. Para.
Jéróme se queda mirándome, se frota la boca pensativo y deja las herramientas.
—Muy bien. De todas formas es hora de ir a la cama.
Esa noche me despierto gritando al sonido de los chirridos de la hoja.
—¿Qué pasa, mujer?
Algo me busca las manos, me sujeta y yo me debato.
—Jeanne, despierta. —Tiene la cara enterrada en mi cuello, me tapa la boca para acallar mis gritos, hasta que salgo del terror de mi sueño, sobresaltada—. ¿Qué pasa? Cálmate.
Me vuelve la cara hacia él y me enjuga las mejillas con su camisón.
—Calma, calma, no pasa nada. Es sólo una pesadilla. ¿De acuerdo?
Yo asiento con la cabeza.
—¿Lo ves? No pasa nada. —Me acuna en sus brazos. Yo soy una niña, meciéndome con él, y mis brazos le rodean el cuello para ocultar mi cara en el olor penetrante de su hombro. Noto la suave barba en su cuello.
—¿Qué soñabas? —pregunta. ¿Pero cómo describirle el ruido de los cascos? ¿La espada ensangrentada?
Me aparto con un gemido.
—¿Adónde vas? —dice siguiéndome—. No salgas, es de noche. Utiliza el orinal —me advierte—. ¡Maldita sea! —Ha tropezado con el rastrillo, que se cae con estruendo.
En el exterior titilan las frías estrellas.
Echo atrás la cabeza, respirando el dolor frío y negro y la soledad. Me gustaría aullar mi rabia a las estrellas insensibles, pero noto que Jéróme está detrás de mí, mirándome.
De pronto está decidido: me marcharé mañana, con la primera luz. Gimo como un perro. Me están siguiendo. Me encontrarán. Tengo miedo. Jéróme me toca el codo.
—Vamos, mujer. —Su voz es el murmullo de un río, el tintineo del agua sobre las piedras—. Entra en casa, vamos a la cama. —Me levanta en sus brazos y yo me aferró a él. Me tumba en su cama mientras yo todavía lo abrazo. Sé que con él estoy a salvo.
Por la mañana me levanto despacio, con el peso de su brazo en mi cintura. La luz se filtra en la habitación perfilando sus rasgos, relajados mientras duerme, su boca abierta, su mentón justo al nivel de mis ojos. Respira con dulzura. El corazón me da un vuelco, parece tan inocente como un niño. Quiero hacer algo por él. Me quedo tumbada bajo su brazo, con cuidado de no moverlo ni despertarlo, aspirando su olor a hombre, el pesado olor del sueño. Me embarga la felicidad. Quiero hacer algo por él, ¿pero qué otra cosa puedo hacer más que levantarme, encender el fuego, preparar algo de comer? Entonces recuerdo que anoche me prometí que me marcharía, y ahora no quiero hacerlo. ¿Importará un día más? Quiero ir a ver al niño de los Domergue, que parece estar recuperándose, su respiración es más tranquila y la fiebre ha cedido. Pero luego me marcharé.
Me acerco a Jéróme, que se agita y me estrecha, dormido, contra él.
—… Tesoro —murmura, y el cuerpo se me ablanda. Me quedo allí tumbada, sonriendo.
Echo unas judías en la olla de hojalata, y resuenan contra el metal como el eco plateado de los cascos de los caballos. El sol calienta el umbral de piedra. Jéróme ha ido al mercado, y yo ya he vuelto de casa de los Domergue y estoy sola en la granja, cantando mientras disfruto del bendito silencio. El viento susurra en las ramas desnudas de los árboles, y de vez en cuando algún pájaro trina en la luz otoñal. Las gallinas cacarean picoteando la hierba.
Llevo toda la mañana intentando recuperar una imagen en el lodazal de mi memoria. ¿Por qué recuerdo la pata blanca de un caballo?
Entonces acude a mí: el ruido de las herraduras en las piedras del patio, los caballos apiñados, las voces fuertes de los hombres y la profunda risa de uno de ellos cuando otro le gritó que se apartara.
Los cascos de los caballos son grandes como platos, y sobre ellos cuelgan los enormes vientres de los animales, alzándose junto a mí, junto a la niña pequeña que soy yo, y sobre ellos, los aterradores caballeros vestidos con las armaduras.
—Aparta de ahí, pequeña —me gritó el conde Raimundo.
Yo me aparté corriendo. Los caballos brincaban y se sacudían resoplando y caracoleando, y entonces el conde Raimundo gritó «¡Avaunt!», y todos salieron del patio al galope, bajo el arco de piedra, con un ruido ensordecedor. Me llevé las manos a las orejas. No tenían caras, no había ojos tras sus máscaras metálicas.
Los cuerpos calientes de los caballos pasaban junto a mí, y el fragor de los cascos era como el del agua que cae por un barranco.
Luego desaparecieron y todo quedó en silencio. Sólo entonces me di cuenta de que el conde Raimundo pudo hacerme daño. Me interponía en su camino.
Dejo las judías en el suelo, de pronto nerviosa y confusa: ¿Me estoy interponiendo en el camino de Jéróme? ¿Me quiere aquí? ¿Cuánto tiempo llevo en su casa? Los pensamientos corretean de nuevo, como ardillas en mi mente: estoy en peligro, él está en peligro, se lo llevarán. Pronto volverá, y yo tengo que marcharme antes. ¿Dónde está mi manto? Tengo que desenterrar mi precioso libro. Pero debo poner en remojo las judías. Jéróme tendrá que comer. Marcharme… Quedarme…
Echo agua en las judías y descuelgo una paleta de su gancho para desenterrar mi libro. Jéróme es un buen hombre. Quiero marcharme y quiero quedarme, y estoy paralizada, sin saber qué hacer, porque ya no oigo mis voces, o tal vez son tan débiles que no las distingo de mis propios pensamientos.
Se acerca el invierno, y en Navidad Jéróme necesitará ayuda para matar el cerdo que posee a medias con los Domergue. Ha ido al mercado a por sal, y tal vez compre un poco de sal fina blanca de los Países Bajos, como teníamos en casa de Esclarmonde, o tal vez encuentre sal de Bourgneuf, en Bretaña, que es casi tan buena, y entonces necesitará ayuda para molerla, y para la matanza, y para salar la carne. Cuento con los dedos: por cada diez kilos de carne fresca hacen falta dos kilos de sal, y eso costará dos céntimos. No sé cuánto dinero se ha llevado. Para que la carne salga buena hay que poner pimienta y clavo, canela, nuez moscada, macis, pasas de Corinto, hay que hacer leche de almendra y harina de arroz… ¡Ay, cómo comíamos antes! Podría hacerle a Jéróme una buena gelatina el día que matemos una gallina. Utilizaría un poco de la carne de menos calidad, la picaría y la mezclaría con arroz integral hervido con leche de almendra, y luego lo adobaría todo con azúcar, almendras sofritas y semillas de anís.
Si tuviéramos azúcar… o almendras… o semillas de anís.
Me pongo a fregar las ollas con arena y cuento los granos de pimienta antes de que él vuelva. Al cabo de un rato me doy cuenta de que en mi mente digo «nosotros», de modo que por lo visto todavía no es momento de marchar. Descubro sorprendida que estoy cantando de nuevo mientras preparo el fuego, una canción alegre. Y entonces recuerdo que este es uno de los recursos mediante los que Dios nos habla: con armonía y paz, y yo aquí estoy en paz. «Levanto mis ojos a los montes, de donde me vendrá el auxilio». ¿Cómo es que he olvidado a mi Señor en estas últimas semanas? He olvidado que para Dios todo es posible, incluso perdonarme por lo que he hecho. Y de pronto me echo a llorar ante tanta bondad. El perdón, sí. Porque tal vez no hice tan mal al dejarlos; a William, Baiona y a los otros. Tal vez era la voluntad de Dios, y quizás Él me ha traído hasta aquí por razones que nunca entenderé.
Si tuviera mi libro, y si mis ojos alcanzaran a leer las diminutas palabras, podría explicar el amor de Dios; o tal vez sólo sostener en mis manos el tesoro y meditar sobre Cristo, que vino para traernos vida, vitalidad y alegría en abundancia. En fin, aquí estoy, alzando mis ojos, aquí donde los montes son hermosos. Estoy en manos de mi Bienamado, que me condujo a aguas tranquilas, de modo que no necesito marcharme de esta granja ni preocuparme por el valle de las sombras de la muerte (ni yo ni Jéróme), aunque, pienso, entre risas, que si no voy a por leña, pronto echaremos de menos el fuego. Me pongo el chal y salgo a por leña, porque voy a quedarme con Jéróme, está decidido.
Doblada bajo mi carga oigo el crujido del carro de madera, pero no me detengo. Quiero alargar la dulce y exquisita agonía antes de volverme y verle la cara. Sigo caminando, pero mi boca sonríe, y ya no puedo soportarlo más, de modo que arrojo mi carga y me doy la vuelta con el rostro radiante. Jéróme camina junto al carro, y mis ojos reciben la recompensa a su larga espera, porque al verme se quita el sombrero alegremente.
Cuando me alcanza, echo la leña en el carro y sigo andando junto a él.
—¿Has tenido un buen día? —pregunto.
—No ha estado mal. —Silba entre dientes. Ha debido de ser un buen día.
Lleva las riendas con la mano mala, la izquierda, y me rodea los hombros con el brazo, y así llegamos a casa juntos. De algún modo la decisión ha sido tomada: me quedaré hasta la primavera.
Esa noche comemos pan negro. Hago un agujero en la miga y vierto en cada hogaza una cucharada del guiso. Tenemos para cada uno un trozo de queso de oveja, y estamos felices como dos tórtolas. Me cuenta las noticias del mercado y me enseña lo que ha comprado: sal, un bloque de azúcar, almendras y especias para el invierno. Trae también una toca nueva para Alazaïs Domergue, a cambio de la que me dio, y otra para mí, para los días de fiesta.
Mañana, me dice, saldrá a la montaña a cazar conejos, urogallos y otras piezas pequeñas.
—No, no vayas. ¿Y si te atrapan? Sólo los nobles tienen derecho a cazar.
—Ya he cobrado otras veces algunas piezas menores. Tengo experiencia.
—No nos hace falta —suplico—. Tenemos medio cerdo.
—No te preocupes, que no me va a pasar nada.
Pero ahora tengo otro temor: que le pase algo a Jéróme. Antes montaba a caballo con los nobles y cazaba ciervos y alces con los perros, y a veces tenía que echar a los campesinos a latigazos, porque los colgaban si los alguaciles los sorprendían practicando la caza furtiva.
—Por lo visto antes vivías otra vida —me comenta.
—Es verdad. —Entonces le cuento mi recuerdo del caballo de cascos blancos.
—Un recuerdo de buena suerte —sostiene.
Yo suelto una carcajada.
—¿Por qué demonios iba a dar buena suerte un recuerdo y no otro?
—¿No conoces el dicho? —me pregunta.
Entonces él lo canta para mí.
Una pata blanca, cómpralo,
Dos patas blancas, pruébalo,
Tres patas blancas, no se sabe,
Cuatro patas blancas, échalo a los cuervos.
—Así se compra un caballo —explica—. Pero el caballo tenía sólo una pata blanca, de modo que es señal de buena suerte. Y creo que el caballo se refiere a mí; deberías comprarlo.
Yo muevo la cabeza, entre carcajadas. Los dos nos reímos.
Ahora está oscuro en la casa, sólo iluminada por el débil resplandor rojo del fuego. Jéróme acaricia al gato que ronronea en su regazo.
—Háblame del asedio de Montségur.
Me sorprende con la guardia baja.
—No hay nada que contar —respondo con voz dura.
Jéróme no dice nada, pero echa al gato y toma mi mano.
—Ven aquí. Sé que estuviste allí.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Cuéntamelo.
—Aquello era sucio y aburrido, estaba atestado de gente. Teníamos hambre. —Ni siquiera intento negarlo.
—Quiero saber qué te pasó a ti. Quiero saber cómo llegaste hasta allí, y cómo saliste. Quiero saberlo todo.
El gato se acomoda junto al fuego y se lame una pata ronroneando, se limpia entre las orejas. Está tan oscuro que muevo la cabeza, porque la obscuridad acecha detrás de mis ojos, y ni las ascuas rojas la mitigan.
Mis labios se mueven: «El auxilio proviene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. No permitiré que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel».
—Jeanne…
Yo no contesto.
—Jeanne, háblame del asedio.
—Era enfermedad, disentería, suciedad, nada más. Pulgas y piojos y frío. ¿He mencionado el hambre? Teníamos hambre continuamente. —De pronto acuden las lágrimas a mis ojos y yo me debato—. ¡No, no, no!
Él me retiene las manos para que deje de moverlas.
—Calma, calma. Shh, shh, tranquila. —Y en un instante estoy contra su pecho y él me acaricia el pelo—. Shhh, calma. —Y me besa la frente—. Shhh, venga, venga. —Hasta que yo me tranquilizo—. A veces va bien hablar.
Me apoyo contra él, acariciando con una mano el cuero suave y gastado de su jubón.
—Había cuatrocientas personas atrapadas en la cima de la montaña —comienza él por mí—. Doscientas eran perfecti.
—Sí.
—¿Y las otras doscientas eran…?
—Soldados, voluntarios o mercenarios, que se habían alistado para apoyar a los Cristianos Buenos, las mujeres, los seguidores del campamento.
—¿Y tú eras una de ellos?
No quiero seguir. Es peligroso hablar de Montségur.
Jéróme me acaricia la mejilla, me toma las manos entre las suyas, echa el aliento sobre ellas, se las lleva a los labios y las besa con un gesto tan dulce que de pronto las palabras salen a borbotones de mi boca, sin que yo pueda evitarlo. He estado tan sola, tan sola, y lo único que siempre he deseado es que me quieran.