19


Domingo. Nos preparamos para ir a la iglesia. Jéróme ha insistido. A mí me late el corazón como si quisiera escapárseme del pecho, y me tiemblan las manos, pero cepillo mi ropa, me limpio los zapatos y me ato un delantal sobre mi vestido de lana gris. No puedo hacer nada más por mi aspecto. Jéróme se pone la camisa limpia que le lavé y un jubón y se ata las botas sobre las calzas. Está guapo. Yo logro esbozar una débil sonrisa, pero tengo ganas de salir corriendo. ¿Cómo puedo acudir a la Iglesia que mató a mis amigos? ¿Cómo puedo fingir que rindo culto? ¿Y qué voy a hacer en la iglesia, levantarme y confesar en público o gritar mi rabia a Dios, a la cruz, al sacerdote que leerá los salmos y dará el sermón? Apenas puedo respirar, pero Jéróme me ha agarrado el brazo y tira bruscamente de mí y, aunque mis pies son como de madera y ando a trompicones y con torpeza, no encuentro fuerzas para resistirme.

—¿Vas a la iglesia cada semana? —pregunto con ánimo de que no se dé cuenta de mi inquietud.

—No, pero voy siempre que puedo, y todos los días sagrados. Voy a dar gracias y decir mis oraciones. Soy un buen católico.

Recorremos andando varias leguas hasta la capilla de piedra, sin que Jéróme me suelte el brazo. La iglesia se alza en un pequeño valle entre las colinas, cerca de unas cuantas casas diseminadas que se hacen llamar un pueblo. Las campanas tañen alegremente.

—¡Ah, Domergue! —exclama Jéróme, tendiendo la mano. Un grupo de gente se arracima en la puerta de la iglesia, varios hombres y mujeres y dos niños, curiosos, deseando conocer a la mujer que Jéróme ha encontrado. Yo me encojo, tímida.

—Esta es Jeanne Béziers —me presenta Jéróme.

Ellos me dicen, a cambio, sus nombres: Raymond Domergue, sólido y cuadrado, de rostro curtido y ojos que cuando sonríe desaparecen en los pliegues y bolsas de su piel.

—Mi esposa, Alazaïs. —Es baja, fuerte, la mujer de un granjero, curtida por el sol y el trabajo, que me examina sin disimulo de arriba abajo y me da la bienvenida sin reparos.

—Encantada de conocerte. Jéróme necesita ayuda con una granja tan grande.

Domergue me presenta a su hijo, Martin, y luego a otro Raymond, a su yerno, ambos fornidos, y a la mujer de Raymond, Bernadette, que está embarazada de ocho meses, a juzgar por su abultado vientre, o tal vez a punto de parir en cualquier momento. También hay varios niños y una niña, Fays, así como su nietecita Raymonde. Todos me examinan de la cabeza a los pies; tal vez no salgo muy bien parada de la comparación con la difunta esposa de Jéróme.

—Gracias por la toca, Alazaïs —atino a decir tímidamente—. Has sido muy generosa.

—Es un préstamo. Jéróme dice que me la devolverás. —Está mirando el paño que llevo en la cabeza.

—Sí, claro, claro que te la devolveré. —Me sonrojo. ¿Cómo?

—La próxima vez que vaya al pueblo te compraré tela para hacerte una nueva, Alazaïs —tercia Jéróme—. Iré esta misma semana. Escuchad, ¿por qué no venís a casa después del servicio? —Sus ojos brillan de placer y sus labios se curvan en una alegre sonrisa.

Yo abro la boca para protestar.

—¡Claro que sí! —contesta Alazaïs.

No tengo tiempo de decir ni una palabra, porque Domergue nos apremia para que entremos, entre el ruido de las campanas y los empujones de los otros parroquianos.

—Va a empezar el servicio.

Las campanas repican y a mí me llevan al matadero.

—¿Por qué los has invitado? —susurro nerviosa.

—Shh, calla. Ven. —Jéróme me agarra con fuerza del codo. Yo me sonrojo y vacilo antes de atravesar el umbral, antes de entrar en la guarida del tigre, porque de pronto se me ocurre algo: ¿Y si el sacerdote me reconoce como hereje, aunque soy una hereje que ya no practica y una muy mala católica? Rezo pidiendo fuerza y fe, porque Dios vive en esta casa de oración, y recuerdo que Guilhabert nos decía que rindiéramos culto en cualquier casa de Dios, de cualquier religión, porque Dios siempre está a nuestro alrededor, en todas partes. «Está bien reunirse para alabar y dar gracias a Dios, dondequiera que estemos, es algo bueno y jubiloso».

Nosotros solíamos rendir culto en la iglesia católica. Recuerdo que una vez William y su mejor amigo, Pierre, entraron a caballo en la gran catedral de Tolosa y recorrieron los pasillos entre los vendedores de velas y las figuras de madera de los santos, y ¡cómo se reía William cuando su enorme caballo depositó en el suelo un montón de estiércol! Después desmontó para decir sus oraciones. Luego los Cristianos Buenos lo reprendieron enfadados por profanar un lugar sagrado. Una vez Guilhabert asistió a un servicio musulmán, aunque los moros no mataban a su gente, por supuesto, ni intentaban borrar todo recuerdo de los Amigos de Dios. Por fin entro en la iglesia detrás de Jéróme.

Es una iglesia rural, de bóvedas bajas y piedras tranquilas: casi se las oye respirar. Un millar de años de oraciones han penetrado en sus suaves curvas. En el altar cuelga una cruz pintada con Cristo ensangrentado, la cabeza inclinada hacia su hombro. Mi corazón se estremece de pena por el hombre que sufrió en la cruz (aunque, como dicen los cátaros, no murió, porque el espíritu no puede morir, pero a pesar de todo sufrió por nosotros). El cura murmura en latín. Tiene un curioso dialecto que me cuesta seguir. La congregación consiste en cinco familias y poco más. Yo me arrodillo y me levanto, entonando débilmente las respuestas rituales mientras miro alrededor. Incluso en la mezquita árabe, decía Guilhabert, podía encontrarse a Dios, porque no hay lugar donde no esté Dios, y a Dios no hay que buscarlo en cualquier edificio construido por manos humanas, sino sólo en la quietud de un corazón puro. Ahora pienso en lo impuro que es mi corazón, criticando al joven sacerdote, no es de extrañar que no vea a Dios. Tal vez no sabe leer latín o tal vez nunca quiso ser célibe y no tenía otra manera de ganarse la vida. Qué pinta tiene, tan flaco y torpe, y no es mayor de veinte años.

El sermón trata del pecado y de que sólo puede ser perdonado por Cristo a través de los sacerdotes de la Iglesia católica, que es la novia de Cristo, su bienamada.

Cuando nos marchamos Jéróme me presenta al cura.

Yo murmuro tímida un saludo. Siento la mano de Jéróme en la muñeca y apenas hablo, porque cualquier movimiento en falso lo perjudicaría. Pero el sacerdote también se muestra cordial.

—Bienvenida a nuestra iglesia —dice sonriendo, un poco triste—. Espero verte a menudo.

Yo murmuro sí o no o sonidos ininteligibles.

—Y recuerda confesarte —añade amable—. Estoy aquí todos los miércoles y domingos, y todas las fiestas de guardar.

Los Domergue vuelven a casa con nosotros. Se quedarán a cenar, y yo sólo pienso en qué es lo que tenemos en la despensa y en si la casa estará limpia. La conversación gira sobre todo en torno al paso del tiempo y al último día de mercado. Todo el mundo pregunta cuánto tiempo llevo con Jéróme. Y luego los hombres (Martin, Domergue, Raymond y Jéróme) hablan de las cosechas y de la lluvia. Con cada paso que me aleja de la iglesia me voy tranquilizando; el servicio ha terminado, yo sigo viva y ya no necesito volver hasta Navidad por lo menos. Me animo. Al fin y al cabo no ha sido tan malo, ¡y qué orgulloso de mí habría estado De Castres! Alazaïs me toma del brazo.

—Será agradable tener a una mujer de vecina.

Nos sentamos en los bancos junto al fuego, los hombres a un lado, las mujeres al otro, y la pequeña Fays juega sentada a nuestros pies. Alazaïs le levanta la falda para que se le calienten las rodillas y los tobillos y pronto nos estamos riendo, cuando ella agita las faldas para caldearse las partes tiernas, más arriba. Luego los hombres, los dos que no llevan pantalones, al vernos, se levantan también las faldas largas para exponer al calor sus bolas desnudas.

La hija, Bernadette, se ríe de ellos y da un golpe a su marido para que se baje la falda, ya está bien, quién se cree que es, delante de la niña. Esta levanta la vista sorprendida al oír su nombre, porque no estaba prestando atención, pero ahora quiere saber de qué nos reímos, qué se ha perdido.

Al mirar a Bernadette, siento en mi propio cuerpo cómo el bebé presiona sus costillas de tal modo que ella apenas puede respirar. Es su tercer hijo, sin embargo, es de esperar un parto fácil. Tiene a la niña, Raymonde, llamada así por su abuelo, tiene un niño, Gaillard, que no está con nosotros esta noche. Tampoco estaba en la iglesia esta mañana. Alazaïs y Domergue tienen otra hija, Sybille, ya casada y que vive cerca de Narbona.

Les ofrezco pan y miel, vino, manzanas y nueces para partir ante el fuego, y todos estamos alegres esta noche. Dios nos ama cuando cantamos y reímos, decía Esclarmonde, puesto que Él ríe a través de nosotros y le gustan la risa y el canto.

Pero no comento nada de esto, no vaya a ser que los Domergue me pregunten quién era Esclarmonde, de modo que me contagio de su buen humor y sus risas, y no dejo de mirar de reojo a este hombre que me ha permitido quedarme en su casa. Tiene una calva en la parte de atrás de la cabeza del tamaño de una moneda, aunque la gorra suele tapársela. Su sonrisa es alegre e, incluso cuando reposa, la comisura izquierda de su boca se tuerce hacia arriba en una sonrisa de duende. Se limpia la boca con el dorso de la mano izquierda y la cicatriz llamea roja a la luz del fuego; cuando era joven se aplastó los dedos con una piedra de molino. Me gusta su aspecto.

Pero mi atención se centra en la embarazada Bernadette. Me cuenta que su hijo, Gaillard, está enfermo. Me hormiguean las manos mientras me habla y me lleno de dulzura.

—Me gustaría verlo —murmuro—. Conozco algunas hierbas.

—Ya llamamos al médico —replica ella con voz estridente, emocionada—. Lo sangró, pero no sirvió de nada. Y encima tuvimos que pagarle. ¡Y lo que cobran! ¡No te puedes imaginar lo que cobran ahora los médicos! No os pongáis enfermos, digo yo siempre, porque tanto si el médico os cura como si no, no hay quien tenga dinero para eso.

—Es una estupidez llamar al médico —dice Domergue, el abuelo del niño, y cuando entorna los ojos, estos le desaparecen por completo entre las mejillas—. Yo he matado o curado tantos burros como él hombres. Ya te dije que sería tirar el dinero por la ventana.

—Me gustaría ver al muchacho —repito.

—Ven mañana —contesta la abuela, Alazaïs—. Estará en casa. No te preocupes, no puede moverse. No tiene fuerzas para nada.

Su madre aparta la vista.

—Está más pálido que un sudario —apunta Domergue, cascando otra nuez—. No estará mucho tiempo entre nosotros. —Su voz es tan áspera como el graznido de un cuervo. Ya está preparado, no perderá tiempo llorando. Muchos Domergues han muerto, otros muchos morirán. Crac, suena el cascanueces. Protégete del dolor y no pienses.

—Iré mañana —prometo, porque me gusta Alazaïs y su familia, y es agradable estar en compañía—. A lo mejor puedo ayudar.

De modo que acudo al día siguiente a conocer al pobre niño, que está enfermo, pálido y febril, como me habían dicho. Lo siento en mi regazo y mis manos se posan en su pecho, donde oigo el burbujeo de sus pulmones. Se detienen en el cuello, en la columna, en la articulación de las caderas.

—Me duele —gime él.

—Tranquilo, cariño —le susurro al oído—. Te vas a poner bien.

—Me duelen las piernas —dice. Y agrega—: Tienes las manos muy calientes, son como fuego.

—¿Te gusta esto? ¿Te gusta sentarte encima de mí?

—Sí. —El niño se relaja y no tarda en quedarse dormido. Las manos me hormiguean, me arden, mientras le toco el corazón y el cuello.

—¿Qué crees que tiene? —pregunta Bernadette, sentándose entorpecida por la enorme barriga. La niña, Raymonde, se aferra a sus faldas con el dedo en la boca, mirándome con suspicacia, los ojos muy abiertos—. Lo hemos sangrado —repite Bernadette desesperada.

—Le voy a preparar una infusión —comento, intentando recordar dónde he visto la planta amarilla que quiero utilizar. Y mis manos, como animales vivos, le apartan el pelo de la frente sudorosa y se aferran a su cuello y a su pecho—. Ahora es mejor dejarlo dormir. Esta tarde volveré con la infusión.

Pero tardo mucho tiempo antes de moverme. Mis manos no me permiten alejarme de él.